Obras de S. Freud: Acciones casuales y sintomáticas

Psicopatología de la vida cotidiana: Acciones casuales y sintomáticas (1)

Las acciones hasta aquí descritas, en las que discernimos la ejecución de un propósito inconciente, aparecían como perturbaciones de otras acciones deliberadas y se disimulaban con el manto de la torpeza. Las acciones casuales, que debemos considerar ahora, sólo se distinguen del trastrocar las cosas confundido por desdeñar apuntalarse en una intención conciente y no hacerles falta entonces aquel disimulo. Aparecen por sí, y se las acepta porque no se sospecha en ellas un fin ni un propósito. Se las ejecuta «sin intención alguna», de manera «puramente casual», «como para tener ocupadas las manos», y se da por sentado que con ese informe se pondrá término a toda busca de un significado de la acción. A fin de gozar de esa excepcionalidad, estas acciones, que ya no pueden apelar a la torpeza como disculpa, han de llenar obligatoriamente ciertas condiciones (2): no deben ser llamativas, y es preciso que sus efectos sean desdeñables. He recopilado gran número de estas acciones casuales observadas en mí mismo y en otros, y tras indagar a fondo cada uno de los ejemplos opino que merecen más bien el nombre de acciones sintomáticas. Expresan algo que el actor mismo ni sospecha en ellas y que por regla general no se propone comunicar, sino guardar para sí. Por ello, tal como todos los otros fenómenos considerados hasta aquí, desempeñan el papel de unos síntomas. La más rica cosecha de tales acciones casuales o sintomáticas se recoge, en verdad, a raíz del tratamiento psicoanalítico de los neuróticos. No puedo abstenerme de mostrar, con dos ejemplos de este origen, cuán lejos llega, y cuán fino es, el determinismo de estos inaparentes sucesos desde unos pensamientos inconcientes. La frontera entre las acciones sintomáticas y el trastrocar las cosas confundido es tan borrosa que habría podido incluir estos ejemplos en el capítulo precedente. 1. Una casada joven tiene una ocurrencia durante la sesión; me refiere que ayer, mientras se cortaba las uñas, «se lastimó la carne, empeñada en quitar del álveo de la uña la fina cutícula». Esto es tan poco interesante que uno se pregunta, con asombro, para qué en verdad se lo recuerda y menciona; así, uno da en conjeturar que está frente a una acción sintomática. Y, en efecto, fue el anular el dedo en el cual se cumplió esa pequeña torpeza; el dedo donde se lleva la alianza matrimonial. Era además su aniversario de boda, lo cual presta a la vulneración de la fina cutícula un sentido bien preciso, fácil de colegir. Al mismo tiempo, ella narra un sueño que alude a la torpeza de su marido y a su anestesia como esposa. Ahora bien, ¿por qué se lastimó el anular de la mano izquierda, puesto que la alianza matrimonial se lleva en la mano derecha {en el país de la paciente}? Su marido es jurista, «doctor en derecho», y de muchacha su inclinación secreta perteneció a un médico (se dice por chanza: «doctor en izquierdo»). Por otra parte, un matrimonio «de la mano izquierda» tiene su significado preciso. 2. Una joven soltera refiere: «Ayer, de manera totalmente involuntaria, desgarré en dos partes un billete de cien florines y entregué una de las mitades a una dama que me visitaba. ¿Será esta una acción sintomática?». La exploración más precisa descubrió los siguientes detalles. Sobre el billete de cien florines: Ella consagra parte de su tiempo y de su fortuna a obras caritativas. junto con otra dama, vela por la educación de un niño huérfano. Los cien florines son el aporte de esa dama, quien se los acaba de enviar; ella los introdujo en un sobre y los puso provisionalmente encima de su escritorio. La visitante era una dama distinguida a la que ella ayuda en otra obra benéfica. Esta dama quería una lista de personas a quienes se pudiera solicitar apoyo. Faltaba papel, y entonces mi paciente echó mano al sobre que estaba encima de su escritorio y lo partió, sin recordar su contenido, en dos pedazos; de ellos, conservó uno, para tener un duplicado de la lista, y entregó el otro a la visitante. Nótese lo inofensivo de este proceder desacorde con el fin. Como es sabido, un billete de cien florines no sufre menoscabo en su valor cuando está partido, siempre que se lo pueda recomponer en todos sus fragmentos. La importancia de los nombres anotados en aquel trozo garantizaba que la dama no habría de tirarlo, y tampoco había duda de que devolvería el valioso contenido tan pronto como reparara en él. Ahora bien, ¿qué pensamiento inconciente pudo haber hallado expresión en esta acción casual, posibilitada por un olvido? La dama visitante tenía una relación muy precisa con nuestra cura. Era la misma que en su momento me recomendó como médico a la muchacha sufriente y, si no me equivoco, mi paciente se considera reconocida hacia ella por ese consejo. ¿Figurará el billete partido por la mitad unos honorarios que retribuirían a la intermediadora? Pero seguiría siendo asaz extraño. No obstante, se agrega otro material. Un día antes, una intermediadora de muy otra índole había averiguado en casa de una parienta si la graciosa señorita querría conocer a cierto señor, y hete ahí que por la mañana, algunas horas antes de la visita de la dama, ya estaba ahí la carta requisitoria del festejante, que dio mucha ocasión a la hilaridad. Y entonces, cuando la dama inició la plática interesándose por el estado de mi paciente, ella muy bien pudo haber pensado: «Sin duda me has recomendado el médico que me convenía; si pudieras procurarme el marido que me conviene (y se entiende: un hijo), te estaría aún más agradecida». Desde este pensamiento, que se mantuvo reprimido, las dos intermediadoras se le fusionaron en una, y pasó a la segunda visitante los honorarios que en su fantasía quería dar a la primera. Esta solución adquiere total fuerza probatoria si agrego que la víspera yo le había hablado de tales acciones casuales o sintomáticas. Entonces, se sirvió de la primera oportunidad para producir algo análogo. Se podría intentar una clasificación de las acciones casuales y sintomáticas, de tan frecuente ocurrencia, según que ellas sobrevengan por hábito, o regularmente bajo ciertas circunstancias, o se produzcan de manera esporádica. (3) Las primeras (como jugar con la cadena del reloj, mesarse la barba, etc.), que casi pueden servir para caracterizar a la persona en cuestión, lindan con los múltiples movimientos de tic y merecen ser consideradas en el mismo contexto que estos últimos. En el segundo grupo incluyo el jugar con el bastón que se tiene en la mano, o borronear garabatos con la lapicera, hacer tintinear las monedas en el bolsillo, amasar una pasta o cualquier sustancia plástica, toda clase de manejos con la ropa, etc. Durante el tratamiento psíquico, detrás de estos quehaceres de juego se esconden de modo regular un sentido y un significado a los que se les deniega otra expresión. Por lo común, la persona en cuestión no sabe que hace tales cosas, ni sabe que ha introducido ciertas modificaciones en sus jugueteos habituales, y tampoco ve ni oye los efectos de estas acciones. Por ejemplo, no oye el ruido que produce al tintinear con monedas, y se muestra asombrada e incrédula si se lo señalan. Igualmente significativo y digno de la atención del médico es todo cuanto uno emprenda con su vestimenta. Cualquier alteración en el atuendo habitual, cada pequeño descuido (como el de no abrocharse un botón), cualquier huella de desnudamiento, significa algo que el propietario de la vestimenta no quiere decir directamente, y las más de las veces ni sabe decir. Las interpretaciones de estas pequeñas acciones casuales, así como sus pruebas, se obtienen en cada caso, con seguridad creciente, a partir de las circunstancias que rodean a la sesión, del tema que en ella se trata y de las ocurrencias que advienen cuando se orienta la atención hacia esa aparente casualidad. Por esa causa omito corroborar mis tesis mediante una comunicación de ejemplos y su análisis; menciono, sin embargo, estas cosas porque creo que en las personas normales tienen el mismo significado que en mis pacientes. No puedo (4) abstenerme de mostrar, con un ejemplo al menos, el íntimo enlace que una acción simbólica ejecutada a modo de hábito puede llegar a tener con lo más íntimo e importante en la vida de una persona sana: (5) «Como el profesor Freud nos lo ha enseñado, el simbolismo desempeña en la vida infantil de los seres humanos normales un papel mayor del que hacían prever las experiencias psicoanalíticas anteriores; en relación con ello, acaso posea interés el siguiente análisis breve, en particular a causa de sus proyecciones médicas. »Un médico, al reinstalar su mobiliario en una nueva morada, tropieza con un antiguo estetoscopio «simple» de madera. Tras meditar un instante sobre el lugar en que lo ubicaría, se sintió esforzado a ponerlo en uno de los lados de su escritorio, y de tal suerte que quedaba justamente entre su silla y la que solían utilizar sus pacientes. La acción como tal era un poco rara, por dos razones. En primer lugar, porque no solía hacerle falta un estetoscopio (es, en efecto, neurólogo), y toda vez que lo necesitaba se valía de uno doble, para ambos oídos. En segundo lugar, todos sus aparatos e instrumentos médicos estaban guardados en cajas, con la única excepción de este. Comoquiera que fuese, no pensó más en el asunto, hasta que un día cierta paciente, que nunca había visto un estetoscopio «simple», le preguntó qué era. Se lo dijo, y ella preguntó por qué lo había puesto ahí, a lo cual él replicó con prontitud que ese lugar era tan bueno como cualquier otro. No obstante, esto lo intrigó y empezó a reflexionar sobre si esta acción no escondería alguna motivación inconciente; familiarizado como estaba con el método psicoanalítico, resolvió explorar la cosa. »Como primer recuerdo se le ocurrió que, siendo estudiante de medicina, le había impresionado un hábito de su jefe en el hospital, quien siempre llevaba en la mano un estetoscopio simple en sus visitas a las salas de enfermos, aunque nunca lo utilizaba. Había admirado mucho a este médico, y le tenía extraordinaria simpatía. Luego, cuando él mismo hizo práctica de hospital, adoptó igual hábito, y se habría sentido incómodo si por inadvertencia hubiera abandonado su cuarto sin blandir el instrumento. Ahora bien, la inutilidad de semejante costumbre no sólo se demostraba por el hecho de que el único estetoscopio que en realidad empleaba era uno para ambos oídos, que llevaba en el bolsillo, sino que, además, seguía con él cuando estaba en el pabellón de cirugía, donde no le era menester estetoscopio alguno. El significado de estas observaciones se vuelve claro tan pronto señalamos la naturaleza fálica de esta acción simbólica. »Luego recordó que, siendo él pequeño, le había impresionado la costumbre que el médico de su familia tenía de llevar un estetoscopio simple dentro del sombrero; hallaba interesante que el doctor tuviera siempre a mano su instrumento capital cuando iba a visitar pacientes, y que sólo necesitara quitarse el sombrero (es decir, una parte de su vestimenta) y «sacarlo a relucir». De pequeño, había tenido él muchísimo apego a este médico, y me refiere que hace poco tiempo, por vía de autoanálisis, pudo descubrir que a la edad de tres años y medio había tenido una fantasía doble con relación al nacimiento de una hermanita, a saber: que la nena era en primer lugar de él mismo y de su madre, y en segundo lugar del doctor y de él mismo. Dentro de esta fantasía desempeñaba, pues, tanto el papel masculino como el femenino. Recordaba también haber sido examinado por este mismo médico a la edad de seis años, y guardaba nítida memoria de su sensación de voluptuosidad cuando sintió cerca la cabeza del doctor, que le aplicaba el estetoscopio sobre el pecho, así como el movimiento rítmico de su respiración que iba y volvía. A los tres años tuvo él una afección al pecho y debió de haber sido examinado repetidas veces, aunque ya no podía acordarse del hecho en sí. »A los ocho años lo impresionó la comunicación de un muchacho mayor que él: le dijo que era costumbre del médico acostarse con sus pacientes mujeres. En verdad, él mismo seguramente daba asidero a tales rumores, y en todo caso las mujeres del vecindario, incluida su propia madre, eran muy afectas a este médico joven y guapo. El propio analizado había experimentado en diversas oportunidades tentación sexual con relación a sus pacientes femeninas, por dos veces se había enamorado, y al fin se casó con una. Tampoco hay duda de que su identificación inconciente con aquel doctor fue el motivo capital que lo movió a abrazar la profesión de médico. Por otros análisis, se puede conjeturar que este es seguramente el motivo más frecuente (empero, es difícil determinar su frecuencia). En el presente caso estaba condicionado doblemente: en primer lugar, por la superioridad, en varias ocasiones demostrada, del médico con respecto al padre, de quien el hijo estaba muy celoso; y en segundo lugar, por el conocimiento que el doctor tenía sobre cosas prohibidas, y sus oportunidades de satisfacción sexual. »Acudió después un sueño, que ya he publicado en otro lugar (6); un sueño de naturaleza nítidamente homosexual-masoquista, en que un hombre, que es una figura sustitutiva del médico ataca al soñante con una «espada». La espada le hizo acordar a una historia de la Völsung-Nibe-lungen-Sage, donde Sigurd coloca una espada desnuda entre él mismo y Brünhilde durmiente. La misma historia aparece en la saga de Arturo, que nuestro hombre conoce igualmente bien. »Ahora se vuelve claro el sentido de la acción sintomática. El médico había puesto el estetoscopio simple entre él y sus pacientes mujeres tal como Sigurd puso la espada entre él mismo y la mujer que no debía tocar. La acción fue una formación de compromiso; servía a unas mociones de dos clases: ceder en su imaginación al deseo sofocado de mantener relaciones sexuales con alguna paciente atractiva, pero al mismo tiempo recordarle que este deseo no podía ser realizado. Fue, por así decir, un ensalmo contra las tribulaciones de la tentación. »Yo agregaría que sobre el muchacho hicieron gran impresión los versos del Richelieu de Lord Lytton:

«Beneath the rule of men entirely great The pen is mightier than the sword». » (7)

Añádase a ello que se ha convertido en un publicista fecundo y se vale de una pluma desacostumbradamente grande. Cuando le pregunté para qué necesitaba esto, me dio esta característica respuesta: «Es que tengo tanto que expresar. . . «. » Este análisis vuelve a mostrarnos cuán vastos panoramas sobre la vida anímica nos abren las acciones «inocentes» y «sin sentido», y también cuán temprano en la vida se desarrolla la tendencia a la simbolización». Quizá convenga que refiera todavía un caso (8), de mi experiencia psicoterapéutica, en que una mano que jugaba con una bolita de miga de pan depuso una elocuente declaración. Mi paciente era un muchacho que aún no había cumplido los trece años y llevaba casi dos padeciendo una histeria grave, y a quien al fin tomé bajo tratamiento psicoanalítico, después que una prolongada residencia en un instinto hidropático se hubo demostrado infructuosa. Yo partía de la premisa de que él debía de haber tenido experiencias sexuales y estar martirizado por preguntas de ese tenor, de acuerdo con su edad; pero me guardé de acudir en su auxilio con esclarecimientos ‘ pues quería someter nuevamente a prueba mis premisas. Con curiosidad esperaba ver por qué camino se manifestaría en él lo buscado. Cierto día me llamó la atención que hiciera rodar algo entre los dedos de la mano derecha, se lo metiera después en el bolsillo, donde siguió el juego, volviera a sacarlo, etc. No pregunté qué tenía en la mano; pero él me lo enseñó abriéndola de pronto: era miga de pan, amasada en forma de una bolita. A la sesión siguiente volvió a traer una bolita así, pero mientras platicábamos plasmaba con ella, de un modo increíblemente rápido y a ojos cerrados, unas figuras que excitaban mi interés. Er an indudablemente hombrecillos con cabeza, dos brazos, dos piernas, como los más toscos ídolos prehistóricos, y un apéndice entre las piernas que él estiraba en una larga punta. Apenas hubo acabado uno de esos hombrecitos, lo volvió a amasar; luego lo dejó estar, pero estiró un apéndice así desde la espalda y otros lugares, para encubrir el significado del primero. Yo quise mostrarle que lo había comprendido, pero coartándole al mismo tiempo la escapatoria de que esa actividad formadora de figuras humanas no perseguía intención alguna. Con ese fin, le pregunté de pronto si recordaba la historia de aquel rey romano que dio una respuesta pantomímica en el jardín al mensajero de su hijo. El muchacho pretendió no acordarse, pese a que por sus estudios debía de tenerla mucho más fresca que yo. Preguntó si era la historia del esclavo sobre cuyo rasurado cráneo se había escrito la respuesta (9). «No, esa pertenece a la historia griega», le dije y le conté: El rey Tarquino el Soberbio (10) había instado a su hijo Sexto para que se introdujese furtivamente en una ciudad latina enemiga. El hijo, que entretanto había reclutado partidarios en esa ciudad, envió un emisario al rey para preguntarle qué debía hacer ahora. El rey no dio respuesta, sino que marchó hasta su jardín, se hizo repetir la pregunta ahí, y calladamente cortó la cabeza de adormidera más grande y hermosa. Al mensajero no le quedó otro partido que informar esto mismo a Sexto, quien comprendió a su padre y se aplicó a eliminar por la muerte a los ciudadanos más notables de aquella ciudad. Mientras yo hablaba, el muchacho suspendió su amasar, y cuando pasé a narrar lo que hizo el rey en su jardín, ya a las palabras «calladamente cortó», con un movimiento rápido como el rayo arrancó la cabeza a su hombrecito. O sea, también él me había entendido y había tomado nota de que fue entendido por mí. Entonces pude pasar a las preguntas directas, le impartí las informaciones que a él le importaban, y poco tiempo después la neurosis llegaba a su término. Las acciones sintomáticas (11), que pueden observarse en abundancia casi inagotable tanto en sanos como en enfermos, merecen nuestro interés por más de un motivo. Al médico suelen servirle como valiosos indicios para orientarse en constelaciones nuevas o en aquellas que le son poco familiares; al observador de los seres humanos le delatan a menudo todo cuanto desea saber, y a veces aún más. Aquel que se ha acostumbrado a apreciarlas tiene derecho a presentarse, en ocasiones, como el rey Salomón, quien, según la saga oriental, comprendía el lenguaje de los animales. Un día tuve que examinar a un joven para mí desconocido, en casa de su madre. Al venir hacia mí, me llamó la atención una gran mancha sobre su pantalón; era de clara de huevo, según se desprendía de la particular rigidez de sus bordes. Tras tina breve turbación, el joven se disculpó: que se sintió ronco y por eso bebió un huevo crudo, y que probablemente había goteado sobre su ropa un poco de su untuosa clara; para corroborarlo, pudo señalar la cáscara, que aún se veía depositada sobre un platito en la misma habitación. Así se daba sobre la sospechosa mancha una explicación inocente; pero cuando su madre nos dejó solos, le agradecí que me hubiese facilitado hasta ese punto el diagnóstico, y tomé sin más como base de nuestra entrevista su confesión de que padecía bajo la pesadumbre de la masturbación. Otra vez visité a una dama tan rica como avara y extravagante, que solía imponer al médico la tarea de abrirse trabajoso paso entre una maraña de quejas antes de arribar al fundamento simple de sus estados. Cuando entré, estaba sentada ante una mesita, ocupada en apilar en montoncitos unos florines de plata, y mientras se ponía de pie arrojó al piso algunas piezas. La ayudé a recogerlas, pero enseguida la interrumpí en la pintura de sus males, con esta pregunta: «¿Le ha costado tanto dinero su digno yerno?». Una fastidiada negación fue la respuesta, pero a poco andar ya me narraba la miserable historia de la irritación que le causaba la prodigalidad de su yerno; cierto es que nunca más volvió a llamarme: no afirmaré que uno haya de granjearse siempre amigos entre aquellos a quienes comunique el significado de sus acciones sintomáticas. Acerca de otra «confesión por acción fallida» nos informa el doctor J. E. G. van Emden, de La Haya (12): «Al disponerme yo a pagar la cuenta en un pequeño restaurante de Berlín, el camarero sostuvo que, a causa de la guerra, cierto plato se había encarecido en diez centavos; le pregunté por qué no se lo indicaba así en la lista de precios, obteniendo la réplica de que evidentemente se trataría de una omisión, pero era así con certeza. Al embolsar el monto se mostró torpe y dejó caer una moneda de diez centavos sobre la mesa, justo frente a mí. »»Ahora sé con seguridad que usted me ha cobrado de más. ¿Quiere que me cerciore en la caja?». »» Por favor, permítame usted. . . un momento…», y ya se alejaba. »Por supuesto que le franqueé la retirada; minutos después se disculpaba alegando que inconcebiblemente se había confundido con otro plato. De ese modo obtuvo los diez centavos como recompensa por su contribución a la psicopatología de la vida cotidiana». Quien (13) dé en observar a sus prójimos mientras comen podrá comprobar en ellos las más claras e instructivas acciones sintomáticas. Así, narra el doctor Hanns Sachs: «Por casualidad llegué en el momento en que mis parientes, un matrimonio mayor, tomaban su cena. La dama sufría del estómago y debía observar una dieta muy estricta. Al marido acababan de presentarle un plato de carne asada y pidió la mostaza a su mujer, quien no podía compartir este manjar. La esposa abrió el aparador, metió dentro la mano y puso sobre la mesa, frente a su marido, el frasquito con las gotas para el estómago, de ella. Desde luego, no había parecido alguno entre el frasco de la mostaza, con forma de tonelito, y el pequeño gotero, que pudiera explicar el desacierto; no obstante, la señora sólo advirtió su confusión cuando el marido se la señaló riendo. El sentido de esta acción sintomática no necesita de explicación alguna». Un precioso ejemplo de esta clase, muy hábilmente aprovechado por el observador mismo, lo debo al doctor B. Dattner, de Viena: «Estaba almorzando en un restaurante con mi colega H., doctor en filosofía.

Notas:
1- La primera parte de este capítulo, data de 1901.
2- En 1901: «una cierta condición»
3- El presente párrafo se ocupa de las dos primeras categorías. La tercera no se llega a tratar de manera expresa hasta más adelante; el material intermedio fue agregado en ediciones posteriores del libro, pese a que muchos de los ejemplos interpolados parecen pertenecer al orden de las acciones casuales o sintomáticas «esporádicas ».
4- Agregado en 1912.
5- Jones, 1910d. [El texto alemán es considerablemente más largo que el original inglés publicado, y presenta algunas diferencias con este.] (La presente traducción ha sido tomada del alemán.}
6- Jones, 1910b.
7- {«Bajo el imperio de hombres de total grandeza / la pluma es más poderosa que la espada».}
Compárese esta sentencia de Oldham: «I wear my Pen as others do their sword» {«Uso mi pluma como otros su espada»}. [John Oldham (1653-1683), «Satire upon a Printer».]
8- Este ejemplo data de 1901.
9- Esta historia figura en Herodoto, Los nueve libros de la historia, libro V, capítulo 35.
10- [En 1901 y 1904: «Tarquino Prísco» {o «Tarquirlo el Antiguo», padre de Lucio Tarquino o «Tarquino el Soberbio»}. En el ejemplar interfoliado de la edición de 1904 (cf. mi «Introducción»), Freud hizo una anotación poco, legible en la que comenta este desliz. En esencia dice que al sustituir el nombre del hijo por el del padre se estaba anticipando a sus puntualizaciones posteriores acerca de una similar sustitución de Cronos por Zeus en La interpretación de los sueños. El tema de la castración obraba como nexo entre ambos ejemplos.]
11- Este párrafo fue agregado en 1907.
12- Agregado en 1919.
13- Este párrafo y los cuatro ejemplos que siguen fueron agregados en 1912.

Continúa en ¨Psicopatología de la vida cotidiana: Acciones casuales y sintomáticas (segunda parte)¨