Obras de Winnicott: Ausencia y presencia de un sentimiento de culpa, ilustrada con dos pacientes (1966)

Ausencia y presencia de un sentimiento de culpa, ilustrada con dos pacientes, 1966

Sin fecha; escrito probablemente en 1966

Este trabajo fue hallado entre loa papeles de Winnicott junto con su conferencia The Absence of a Sense of Guilt (1966), incluida en su libro Depriuation and Delinquency, Londres y Nueva York, Tavistock, 1985. [Trad. esp.: Deprivación y delincuencia, Buenos Airea, Paidós,1991.].

E n el curso del tratamiento analítico de una mujer que ha necesitado ahondar muy profundo en las primerísimas fases de su vida, hemos arribado a una etapa en la cual mis errores se vuelven cada vez más significativos –errores que de hecho cometo, y a mi modo de ver todos los analistas tienen que cometer errores, o fallar de una u otra manera–. Sin duda, la pauta de la falla del analista, si es que está libre de una pauta fija propia, corresponderá a la pauta según la cual el propio ambiente del paciente le falló a éste en una etapa significativa. El problema radica en que merced al mismo trabajo sensible que a veces podemos hacer durante un período limitado, tal vez podamos dar al paciente algo mejor que lo que obtuvo en un comienzo, aunque por supuesto sólo como sucedáneo. No tenemos al paciente a nuestro cuidado durante las veinticuatro horas, como los padres a su hijo o la madre a su bebé.

En cierto sentido, uno aprende a temerle a las etapas finales de ese período en que ha hecho un trabajo muy sensible adaptándose a las necesidades del paciente. El final sobreviene cuando los restantes intereses de uno atraen su atención apartándola de ese paciente, que deja de estar entonces en la situación de «hijo único», deja de ser el motivo de nuestra preocupación. En ese momento el paciente sufre una conmoción y se desmorona, y la falta es nuestra.

Lo único que podemos hacer es reconocer el hecho cuando éste nos desafía. Las dificultades provienen justamente de ese buen trabajo sensible que acabamos de ejecutar. Hemos despertado esperanzas. El paciente pudo dejar que desplazáramos a un progenitor o una figura parental insatisfactoria. Por supuesto que cuando fallamos la falla es peor porque cuando tenemos éxito lo que hicimos fue mejor.

Estoy en este punto precisamente con una paciente, y el resultado es afligente tanto para ella como para mí. Por más que me repito a mí mismo que a la larga yo tenía que ser el que fallase, no puedo evitar sentirme espantosamente mal, porque fácilmente me doy cuenta de que el error que cometí podría haberse evitado. En este caso particular, me permití dejarme engañar, en un momento en que la paciente parecía casi normal y tenía ganas de hablar de mi obra y de mi vida; y pese a todo lo que sé y creo, caí en la trampa y, a la postre, en ese estado en que anhelaba tener a alguien con quien hablar de mí, hice una o dos referencias a otras inquietudes que yo tenía. Al principio, desde luego, esto le pareció fascinante a la paciente, quien se alegró de saber que yo estaba vivo y de conocer mi vida personal y mis otros intereses. Pronto, empero, comenzó la reacción, como yo bien sabía desde el momento mismo en que abrí la boca. Pocos días más tarde la paciente estaba totalmente destruida, y la culpa había sido mía. Debió sobrellevar una agonía tremenda, y en varias oportunidades podría haber llegado a suicidarse tan sólo por evitar esa agonía. Quienquiera que no participe en este trabajo podría suponer que allí acabó el problema: la paciente se habría enojado mucho conmigo por ser exactamente como su madre, sólo que peor, ya que en un principio había sido mejor. Pero no fue esto lo que sucedió. Esta paciente ingresó en un estado en que se sintió aborrecible: nadie podría hacerle a ella una cosa como ésa, salvo como reacción frente a algún atributo espantoso de su persona, que llevaba a los demás a actuar de la peor manera posible.

Como se ve, se había fabricado una situación en la que experimentaba muy fuertes sentimientos de culpa, en torno de los cuales fácilmente podría organizarse su vida si es que no se suicidaba a modo de expiación. Podía ser un caso de cilicio de penitente, sin resultado alguno. Como analista suyo, tuve la oportunidad de llegar a conocer con sumo detalle esto que le pasaba, y pude ver que lo que en realidad ella no toleraba es que yo hubiese cometido un error o le hubiese fallado, no porque ella fuese aborrecible, sino por algo mío, algo de lo que ella no puede percatarse pues está fuera de su esfera de influencia. Es eso lo que ella no puede manejar, como lo ilustra toda su vida.

Si se me permite simplificar un poco, diré que lo que yo hice mal fue exactamente equivalente a lo que hizo mal su madre al quedar embarazada e interrumpir así la relación con ella como hija única.

La cuestión no fue bien manejada, y además la madre debió atender a ese embarazo bastante temprano, o sea, antes de que mi paciente cumpliera un año. A esa tierna edad, un bebé aún no posee toda la gama de las defensas, y en realidad ni siquiera ha llegado a acordar que hay un universo más allá de aquello de lo que él es el eje. Justamente entonces la madre se halla en el proceso de presentarle al niño los duros hechos que se llaman Principio de Realidad. Dicho de otra manera, cuando esta niña tenía un año nada en absoluto podía saber sobre la unión de sus padres, en todas sus formas, algo que en cambio sí podría haber transmitido a los dos o tres años, identificándose con uno u otro de sus padres en alguna variante del acto de unión.

Así pues, mi falla fue algo que ella debió tratar de incluir dentro del ámbito de su propia omnipotencia, y sólo pudo hacerlo tomando muy buen conocimiento de sus propias ideas e impulsos horribles, y sintiéndose culpable, con lo cual se explicó lo que yo había hecho como una retribución. Es cierto que esta paciente a menudo había querido destruirme, pero en su máximo grado de realidad esto tenía que ver con los aspectos muy primitivos de su amor, donde amor es relación de objeto. Es algo que puede convertirse en el comer y en ideas de incorporar lo valorado. Mi falla había desviado a la paciente de esta cuestión fundamental, de modo tal que ahora quería matarme, pero no como parte de su amor, sino como reacción por haber yo quebrado sus procesos de crecimiento. Tal vez con este ejemplo se vea que la paciente no sentiría culpa alguna por matarme hoy; pues yo tengo que ser matado, y ella no sería sino un agente del destino. Donde estaba en proceso de desarrollarse un auténtico sentimiento de culpa era justamente en ese punto en el que ella era casi capaz de ver que, al amarme, me comería, y las ideas que giraban en torno de esto implicaban mi destrucción. Estaba aproximándose a eso, que siente real cuando lo alcanza. Al fallarle, yo le hice lo mismo que sus padres; y la madre, por habérselo hecho tan tempranamente, provocó que durante toda la vida ella procurase, sin éxito, sentirse culpable.

Una y otra vez había podido montar teatralmente el espectáculo del remordimiento en torno de la compulsión destructiva, pero esto jamás fue sentido como real, aunque por cierto la destrucción podía ser bien real. De ahí puede verse qué quiso decir una paciente que vino a verme hace unos quince años y cuyas primeras palabras fueron éstas: «Quiero que me ayude a encontrar mi propia maldad». Esta mujer había vivido en un ambiente muy terrible desde el comienzo, y le llevó muchos años de análisis alcanzar ese punto en que pudo conocer su maldad, que habría hallado en sí misma en un ambiente bueno.

II

Quisiera considerar ahora un tipo de paciente algo diferente, a fin de tratar de ver desde un nuevo ángulo el significado del sentimiento de culpa. Se trata de una mujer a quien probablemente se le diagnosticaría una esquizofrenia potencial. En el curso del tratamiento se vuelve esquizoide en fases recurrentes, aunque durante gran parte del tiempo se parece más a una psiconeurótica.

No le gustaría comprobar que yo digo esto, pues ella valora la parte esquizoide de su personalidad y desprecia la psiconeurótica. Como ustedes comprenden, la psiconeurosis está muy próxima a cosas tales como la ambivalencia y el compromiso, y todo eso que llamamos salud. La vida sólo es posible sobre la base del compromiso. El método democrático es un compromiso compartido, y lo mismo la socialización. La parte esquizoide de la enfermedad de esta mujer la hace menospreciar todo compromiso. Hay una suerte de idealización que es esencial para que se sienta bien. Uno de los resultados de ello es que su enfermedad la lleva a salirse con la suya, y es lo bastante inteligente como para realizar esta tarea en grado sorprendente. Si sigue su propio camino, no hay compromiso y entonces es capaz de esperar.

En esta mujer el sentimiento de culpa puede ser absolutamente avasallador. No tiene nada que ver con la idea de lo que la sociedad considera bueno o malo, y ella abandonó su religión porque, tal cómo le fue presentada, la iglesia parecía suministrarle un sentido de los valores arbitrario. En lo que se siente abrumada por la culpa es en creer que se ha traicionado á. sí misma. Piensa que sería mejor seguir enferma el resto de sus días y no mejorar, si esto trajera implícita la aceptación de un compromiso. Todo ello la vuelve una persona muy incómoda. Entre otras cosas, tuvo grandes dificultades sexuales, a partir de su convicción de que si realmente amase a un hombre, éste se apartaría de ella. Poco a poco se avino a que un hombre se enamorara de ella, incluso uno que a ella le gustaba mucho. Hubo una larga serie de encuentros que culminaron en algo que verdaderamente -según uno podría pensar- puede desembocar en un matrimonio. Entre estas dos personas ha habido alguna experiencia sexual. Como es dable imaginar, en un caso como éste no hay ninguna culpa asociada a mantener o no relaciones sexuales. El punto en que esta mujer sintió una culpa extrema fue cuando sobrevino la posibilidad de que quedase embarazada. A partir de entonces retiró su buena voluntad sexual y gradualmente empezó a organizar la quiebra de la relación.

Sus sueños mostraron que, si quedase embarazada, sólo podía ser con alguien que fuera exactamente la persona adecuada, y que ella aún no ha encontrado. Ha sido una lucha para ella llegar siquiera a concebir la posibilidad de que esa persona adecuada no aparezca jamás. Lo cierto es que la persona adecuada habría sido un hombre del pasado, en circunstancias ordinarias su padre, alguien que ingresaría en su vida a raíz del amor que su madre sentía por el hombre de mi paciente. El hombre adecuado ingresaría en su vida como una complicación dentro de una relación básica con la madre, relación que, en el caso de esta mujer, era defectuosa. Los padres mantenían un vínculo problemático, y en todo caso su padre había querido un varón y jamás mostró interés en ella como niña en absoluto. De todos modos, pues, el hombre adecuado no apareció, y ella se quedó esperando, no un compañero para casarse, sino lo que perdió, el primer asunto amoroso dentro de la familia. Tal vez no pueda encontrar un hombre que esté dispuesto, en primer fugar, a cumplir el papel que se le ha asignado, el de ser el hombre adecuado, manteniendo el sexo como tabú, y además quiera cambiar gradualmente hasta convertirse, con el correr del tiempo, en un marido.

Doy esto como ejemplo del tipo de sentimiento de culpa feroz y absoluto que se vincula con la catastrófica autotraición. Las enseñanzas moralistas resultan bastante endebles en comparación con esto. El moralista común y corriente, puesto ante esta mujer, diría que le falta un sentimiento de culpa. Puede demostrarse que es ladrona, mentirosa y tramposa, y que no tiene ni el más mínimo sentimiento de culpa en lo que respecta a las relaciones sexuales extramatrimoniales. Jamás se le ocurriría preocuparse si un hombre que a ella le interesa resulta estar casado.

Sin embargo, se comprueba que toda la pauta de vida de esta mujer está regida por un sentido de los valores absolutos; que permite de un vistazo reconocer si una pintura abstracta es verdadera o falsa. Quiero dar este ejemplo porque yo, verbigracia, puedo mirar un cuadro abstracto y no saber cómo empezar siquiera a juzgarlo, pues no toca nada que sea particularmente mío. Esta paciente, en cambio, no duda nunca, su juicio es inmediato y ocurre que guarda estrecha correspondencia con el juicio de los críticos de arte comunes sumamente sensibles. Para esta paciente, una línea falsa dentro de una pintura abstracta es algo mucho peor que inmoral: es preciso encontrar otro lenguaje para describirlo, o rechazar el cuadro. Por otro lado, un cuadro abstracto que le parece auténtico tiene inmenso valor.

En consecuencia con ello, como es dable imaginar, esta paciente sólo puede empezar a existir y sentirse real en un medio donde la arquitectura y todos los demás aspectos del ambiente no humano sean de una alta calidad. Es muy embarazoso y difícil encontrar algo así; algunos de los mejores momentos que ella pasó transcurrieron en un monasterio donde no había nada feo.

Supongo que si mejora podrá vivir, como hace la mayoría de nosotros, entre tantas cosas sórdidas; pero se apreciará que cuando mira hacia el futuro ella no puede decir: «Quiero estar bien», precisamente porque ello implicaría la pérdida de esas cosas sagradas a cambio de todo lo feo, desordenado y sórdido.