Diccionario de psicología, letra O, omnipotencia

Omnipotencia
Freud señaló con precisión el contexto de la noción de omnipotencia en el momento en que ella fue adquirida por el vocabulario y la teoría del psicoanálisis.
«El principio que rige la magia –escribe en el capítulo 3 de Tótem y tabú («Animismo, magia y
omnipotencia de las ideas»)- o sea la técnica del modo de pensamiento animista, es la de la
omnipotencia de las ideas… Debo esta expresión, «omnipotencia de las ideas», a un enfermo muy
inteligente que sufría de representaciones obsesivas y que, una vez curado gracias al
psicoanálisis, dio pruebas de clara inteligencia y buen sentido. Él forjó esta expresión para
explicar todos esos fenómenos singulares e inquietantes que parecían perseguirlo a él y a todos
los que sufren del mismo mal. Le bastaba pensar en una persona para encontrarla de inmediato,
como si la hubiera invocado. ¿Pedía algún día noticias de alguna persona que había perdido de
vista desde un tiempo antes? Era para enterarse de que había muerto, de manera que podía
creer que esa persona se había relacionado telepáticamente con su atención. Cuando, sin tomar
la cosa en serio, le lanzaba una maldición a alguien, vivía a partir de ese momento en un miedo
perpetuo a enterarse de su muerte y de sucumbir bajo el peso de la responsabilidad en la que
había incurrido. En muchos casos, él mismo pudo decirme, en el curso de las sesiones de
tratamiento, de qué modo se había producido la engañosa apariencia, y lo que él había puesto de
su parte para dar más fuerza a sus supersticiosas expectativas. Todos los enfermos obsesivos
son supersticiosos, y casi siempre en contra de sus propias convicciones. La persistencia de la
omnipotencia de las ideas se nos aparece con la mayor nitidez en la neurosis obsesiva; las
consecuencias de esta manera de pensar primitiva están, en este caso, más próximas a la
conciencia. No obstante, debemos cuidarnos de ver en la omnipotencia de las ideas el carácter
distintivo de esta neurosis, pues el examen analítico descubre las mismas características en
todas las otras.
«Sea cual fuere la neurosis de que se trata, lo que la determina en sus síntomas no es la
realidad de los hechos vividos, sino la del mundo del pensamiento. Los neuróticos viven en un
mundo particular donde sólo se cotizan (para emplear una expresión de la que ya me he servido
en otra parte) «los valores neuróticos», es decir que los neuróticos sólo le atribuyen eficacia a lo
que es intensamente pensado, afectivamente representado, sin preocuparse de saber si lo que
de este modo se piensa y se representa está de acuerdo o no con la realidad exterior. El
histérico reproduce en sus accesos y fija con sus síntomas acontecimientos que no se
desarrollaron como tales más que en su imaginación, y que sólo en último análisis se reducen a
acontecimientos reales, sea a su fuente, sea a los materiales utilizados en su construcción. Se
comprendería mal el sentimiento de culpa que abruma al neurótico si se pretendiera explicarlo por
faltas reales. Un neurótico obsesivo puede ser abrumado por un sentimiento de culpa sólo
justificado en un criminal que hubiera cometido varios asesinatos, mientras que él se comporta y
siempre se ha comportado con su prójimo de la manera más respetuosa y escrupulosa. Y, no
obstante, su sentimiento tiene una base. Extrae sus motivos de los anhelos de muerte
interesados y frecuentes que, en su inconsciente, se dirigen contra su semejante. Tiene una
base, aunque se trata, no de hechos reales, sino de intenciones inconscientes. Pero es así
como la omnipotencia de las ideas, el predominio concedido a los procesos psíquicos sobre los
hechos de la vida real, pone de manifiesto una eficacia ¡limitada en la vida afectiva de los
neuróticos y en todas las consecuencias que se desprenden de ella.»
Este desarrollo prolonga manifiestamente un pasaje del relato del análisis del Hombre de las
Ratas: «Desearía discutir además un rasgo de superstición de nuestro enfermo, que sin duda
habrá suscitado la sorpresa de más de un lector, allí donde yo lo he mencionado.
»Quiero hablar de la omnipotencia que atribuía a sus pensamientos, a sus sentimientos y a los
buenos y malos anhelos que pudiera tener.
«Uno sentiría por cierto la tentación de declarar que en este caso se trata de un delirio que
supera los límites de la neurosis obsesiva. Pero he encontrado la misma convicción en otro
enfermo obsesivo curado hacía mucho tiempo y que desarrollaba una actividad normal; de
hecho, todos los neuróticos obsesivos se comportan como si compartieran esa convicción.
Tenemos que dilucidar esta sobrestimación. Admitamos mientras tanto sin rodeos que en esta
creencia se revela una buena parte de la megalomanía infantil, e interroguemos a nuestro
paciente para saber en qué basa su convicción. El responde refiriéndose a dos acontecimientos
de su vida. Cuando ingresó por segunda vez en el establecimiento de hidroterapia donde su
enfermedad había mejorado en su primera y única internación anterior, pidió la misma habitación
que, gracias a su ubicación, había favorecido sus relaciones con una de las enfermeras. Se le
contestó que esa habitación estaba ya ocupada por un viejo profesor; ante esta noticia, que
reducía en mucho sus probabilidades de cura, reaccionó con palabras poco amables: «¡Ah, que
se muera de una apoplejía!». Quince días más tarde, se despertó de noche, perturbado por la
idea de un cadáver, y a la mañana se enteró de que el viejo profesor había realmente sucumbido
a un ataque de apoplejía, y de que el cadáver había sido llevado a su habitación, más o menos
en el momento del despertar de nuestro obsesivo. El otro acontecimiento tenía que ver con una
señorita de cierta edad, completamente abandonada, que experimentaba una gran necesidad de
ser amada y se le insinuaba reiteradamente, y que una vez le había preguntado de modo directo
si él no sentía algún afecto por ella. Su respuesta fue evasiva; algunos días después se enteró
de que esa señorita acababa de arrojarse por la ventana. Entonces se hizo reproches y se dijo
que hubiera podido salvarla de la muerte ofreciéndole su amor. De esta manera adquirió la
convicción de la omnipotencia de su amor y de su odio. Sin negar la omnipotencia del amor,
queremos no obstante poner de relieve que en ambos casos se trató de la muerte y
adoptaremos la explicación que se impone: nuestro paciente, como otros obsesivos, está
obligado a sobrestimar el efecto sobre el mundo exterior de sus sentimientos hostiles, porque
escapa a su conocimiento una buena parte de la acción psíquica interna de esos sentimientos.
Su amor -o más bien su odio- es verdaderamente omnipotente: pues son justamente estos
sentimientos los que producen las obsesiones cuyo origen él no comprende y contra las cuales
se defiende sin éxito.»
Antes Freud había subrayado la parte que le correspondía al pensamiento consciente, no sólo en la obsesión en sí, sino también en las manifestaciones de la lucha de defensa secundaria, y daba como ejemplo la alteración fonética de la palabra «Abwehr» (defensa), término que su paciente «conocía -precisa Freud- por nuestras conversaciones teóricas sobre el psicoanálisis».
A esta primera versión de la omnipotencia, el tema del narcisismo y la segunda tópica le
asociarán la noción que veinte años más tarde desarrolla de ellos El malestar en la cultura. Esta
noción representa allí a primera vista el contrapeso del trabajo de la civilización: «En el curso de
este estudio, se nos impuso por un momento la intuición de que la civilización es un proceso
aparte que se despliega por encima de la humanidad, y seguimos bajo el imperio de esta
concepción. Añadimos ahora que ese proceso estaría al servicio del Eros, y a tal título querría
reunir a los individuos aislados, más tarde a las familias, después a las tribus, a los pueblos o las
naciones, en una vasta unidad: la humanidad misma. ¿Por qué es una necesidad? No lo sabemos
en absoluto. Ésta sería justamente la obra del Eros. Estas masas humanas tienen que unirse
libidinalmente entre ellas. La necesidad por sí sola, las ventajas del trabajo en común, no les
darían la cohesión deseada. Pero la pulsión agresiva natural de los hombres, la hostilidad de uno
contra todos y de todos contra uno, se opone a este programa de la cultura. Esta pulsión
agresiva es la descendencia y el representante principal de la pulsión de muerte que
encontramos obrando junto al Eros, y que comparte con él el dominio del mundo. A mi juicio,
desde ahora la evolución de la cultura deja de ser oscura: debe mostrarnos la lucha entre el
Eros y la muerte, entre el instinto de vida y el instinto de destrucción, tal como se despliega en la
lucha humana. Esta lucha, en resumidas cuentas, es el contenido esencial de la vida. Por ello es
preciso definir esta evolución cultural con la breve fórmula siguiente: el combate de la especie
humana por la vida. Y es esta lucha de gigantes lo que pretenden aplacar nuestras nodrizas en
su «arroró del cielo».
«En esta lucha, sin embargo, la omnipotencia está llamada a desempeñar un papel esencial,
gracias a su interiorización en forma de superyó: ¿a qué medios recurre la cultura para inhibir la
agresión, para volver inofensivo a ese adversario, y quizás eliminarlo? Hemos ya identificado
algunos de esos métodos, pero aún no conocemos el que aparentemente es el más importante.
«Podemos estudiarlo en la historia del desarrollo del individuo. ¿Qué ocurre en él que vuelve
inofensivo su deseo de agresión? Una cosa muy singular. No lo habríamos imaginado, y sin
embargo no resulta necesario buscar lejos para descubrirlo. La agresión es «introyectada»,
interiorizada, pero también, en verdad, devuelta al punto mismo del que había partido: en otros
términos, es dirigida contra el propio yo. Allí será retomada como una parte de ese yo, la cual,
como «superyó», se pondrá en oposición a la otra parte. Entonces, en calidad de «conciencia
moral», manifiesta con respecto al yo la misma agresividad rigurosa que al yo le habría gustado
satisfacer contra individuos extraños. A la tensión suscitada entre el superyó severo y el yo
sometido a él, la llamamos «sentimiento o conciencia de culpa»; se pone de manifiesto con la
forma de «necesidad de castigo». La civilización domina entonces el peligroso ardor agresivo del
individuo, debilitándolo, desarmándolo, haciéndolo vigilar por mediación de una instancia que está
en él mismo, como una guarnición militar emplazada en una ciudad conquistada.»
Aquí interviene un análisis del sentimiento de culpa, destinado a explicar la equivalencia entre la
culpabilidad ligada al otro y la ligada exclusivamente a la inversión.
«A menudo, el mal no consiste en absoluto en lo que es perjudicial y peligroso para el yo, sino
por el contrario en lo que es deseable para él y le procura un placer. Allí se manifiesta por lo
tanto una influencia extraña, que decreta lo que hay que llamar el bien y el mal. Como el hombre
no ha sido orientado hacia esta discriminación por su propio sentimiento, para someterse a esa
influencia extraña debe tener una razón. Es fácil descubrirla en su desamparo y su dependencia
absoluta respecto de otro, y no podría definírsela mejor que como ansiedad ante la pérdida de
amor. Si le sucede que pierde el amor de la persona de la que depende, pierde al mismo tiempo
su protección contra todo tipo de peligros, y el principal al que queda expuesto es que esa
persona omnipotente le demuestre su superioridad en forma de castigo. Así, el mal es
originalmente aquello por lo cual se es amenazado con ser privado del amor, y por miedo a
exponerse a esta privación uno tiene que abstenerse de hacer el mal.
«De modo que muy poco importa que uno lo haya hecho o que sólo haya tenido la intención de
hacerlo; en ambos casos, el peligro sólo surge cuando la autoridad descubre la cosa, y en los
dos casos ella se comportaría de modo análogo. A este estado se lo llama «mala conciencia»,
pero hablando propiamente no merece ese nombre, pues en ese estadio el sentimiento de culpa
es evidentemente sólo angustia ante la pérdida del amor, angustia «social».»
Así, la omnipotencia del superyó sucede a la de la autoridad exterior: «En el origen, el
renunciamiento es la consecuencia de la angustia inspirada por la autoridad externa; se renuncia
a las satisfacciones para no perder su amor. Una vez realizado esto, uno está, por así decirlo,
como libre de deuda con ella. No debería subsistir entonces ningún sentimiento de culpa. Pero
sucede otra cosa con la angustia ante el superyó. En este caso, la renuncia no proporciona un
socorro suficiente, pues el deseo persiste y es imposible disimularlo ante el superyó. En
consecuencia, se originará un sentimiento de falta, a pesar de la renuncia realizada, y esto
constituye un grave inconveniente económico de la entrada en juego del superyó o, como
también puede decirse, del modo de formación de la conciencia moral. Desde luego, la renuncia a
las pulsiones ya no ejerce ninguna acción plenamente liberadora; la abstinencia ya no es
recompensada por la seguridad de conservar el amor, y se ha intercambiado una desdicha
exterior amenazante (pérdida del amor de la autoridad exterior y castigo de su parte) por una
desdicha interior continua, es decir, ese estado de tensión propio del sentimiento de culpa».
En Freud, estas interpretaciones derivan por otra parte de una energética en la que se expresa
la característica más esencial de la pulsión: «¿Cómo hacer entrar en este cuadro el refuerzo de
la conciencia moral por la desdicha (esa renuncia impuesta desde afuera), o el rigor tan
extraordinario de dicha conciencia en el ser mejor y más dócil? Ya hemos explicado estas dos
particularidades morales, pero es probable que subsista la impresión de que estas explicaciones
no han proyectado sobre ellas una luz completa, que han dejado en la sombra ciertos hechos
fundamentales. Aquí es oportuno introducir por último una concepción enteramente propia del
psicoanálisis, y por completo ajena al pensamiento humano tradicional. Su naturaleza nos permite
comprender por qué este tema tenía que parecernos tan embrollado y opaco, puesto que
equivale a decir: en el origen, la conciencia moral (o, más exactamente, la angustia que más
tarde se convertirá en la conciencia) es de hecho la causa de la renuncia a la pulsión, pero
posteriormente la relación se invierte. Toda renuncia pulsional se convierte entonces en una
fuente de energía para la conciencia moral, pues toda nueva renuncia a la satisfacción
intensifica a su vez la severidad y la intolerancia de dicha conciencia, y si podemos conciliar
mejor estas nociones con la historia del desarrollo de la conciencia moral, tal como lo conocemos
ya, sentiríamos la tentación de suscribir la tesis paradójica siguiente: la conciencia es la
consecuencia de la renuncia a las pulsiones. O bien: la renuncia a las pulsiones, que nos ha sido
impuesta desde afuera, engendra la conciencia, la cual exige entonces nuevos
renunciamientos».
En definitiva, la «omnipotencia» de los pensamientos, noción inicialmente discernida en el análisis
de la neurosis obsesiva, posteriormente aprovechó la exigencia de los desarrollos de la pulsión
de muerte, en oposición a la virtud socializante de la libido, antes de volverse, en forma de
superyó, contra la pulsión individual y colectiva de agresión. ¿Es decir que se contradicen estos
dos últimos aspectos del desarrollo del concepto? Sin duda, habría más bien que observar que
ese desarrollo corresponde a una mutación en la representación de la colectividad. Ésta emerge
en el pensamiento freudiano con la forma de la «coalición» de los hermanos para destituir al jefe
de la horda. Con la destitución del jefe se consuma la apropiación de su poder por el grupo. La
colectividad así formada dispondrá de la omnipotencia animada por la exigencia destructiva de la
pulsión de muerte, y también heredará el narcisismo individual en la forma de narcisismo del
grupo, que Freud por otra parte registra en sus artículos sobre la guerra.
Además, Freud precisa que esta colectividad no podría intervenir como legislativa, garante del
superyó individual, hasta que no se haya producido la mutación desde la sociedad restringida
hasta la sociedad «extendida» -definiéndose la primera como una sociedad cara a cara, y la
segunda como la forma despersonalizada de la sociedad, que por este hecho tiene la vocación
de reemplazar la autoridad exterior para imponerse al yo con la forma del superyó-
No se desconocerá por ello la matriz de la noción, tal como la puso de manifiesto la neurosis
obsesiva. Desde el punto de partida, en efecto, Freud había subrayado la afinidad de esta
omnipotencia de las ideas con la omnipotencia de las palabras. Así se nos incita a esclarecer las
mutaciones en el registro del lenguaje y, desde esta perspectiva, a examinar las contribuciones
de Lacan: por una parte, el alcance de la distinción entre la palabra y el lenguaje, lenguaje que
recibe su estatuto de la impersonalidad del código, y por la otra, la suspensión de la cadena
significante al «gran A» en que se funda la capacidad expansiva de dicha cadena.