Diccionario de Psicología, letra D, Dibujo

Diccionario de Psicología, letra D, Dibujo

(fr. dessin; ingl. sketch; al. Zeichnung). En psicoanálisis, un dibujo es una representación gráfica de una escritura inconciente, cuya letra sólo es accesible al lector -al intérprete- si no limita su lectura únicamente al trazado de los contornos manifiestos o a las asociaciones verbales que los acompañan. Dos rasgos distintivos especifican, pues, todo dibujo: en primer lugar, su no especularidad (propiamente hablando, eso no se asemeja a nada), luego, su pasaje, cada vez más significante a medida que se cumple, hacia la escritura inconciente donde encuentra su origen. Es principalmente en el campo de la historia de la escritura donde el cosquilleo del semblante ha llevado a pensar al dibujo y la escritura como análogos el uno del otro. ¿Las escrituras no habrían sido todas dibujadas, al principio? ¿No serían una prueba de ello los jeroglíficos egipcios? Sin embargo, nunca y en ninguna parte el dibujo ha dado origen a una escritura, la que siempre y en todas partes nace del mismo imposible: ¡mantener un registro «oral» de contabilidad! Por otro lado, el cálculo ha designado a menudo tanto la cuenta como la piedra sobre la que era grabada: la acuñación de una moneda todavía da testimonio de ello. En un segundo tiempo, la escritura tiende a fijar a través de pictogramas precisos y unívocos las cosas que representa. Por último, dando un salto cualitativo, pasa de los signos «reconocibles» a una serie de caracteres muy limitada en número, que no remite ya más a las cosas invocadas esquemáticamente, sino a los sonidos de las palabras de la lengua hablada. Desde un punto de vista psicoanalítico, todo lo que puede decirse de tal salto es que hace pasar la escritura de la representación de cosa a la representación de palabra; lo que se puede decir sólo con reservas, porque el proceso es mucho más complicado, Rebus. [De la fórmula latina rebus quae geruntur (acerca de las cosas que pasan), referida a un libelo con dibujos enigmáticos. Designa un conjunto de dibujos, cifras y palabras que representan directamente o por sus sonidos las palabras o las frases que se quiere expresar. Freud utiliza el término rebus explícitamente en el capítulo VI, «El trabajo del sueño», de La interpretación de los sueños, para indicar que lo supuestamente pictórico en un sueño debe interpretarse como un rebus, llevándolo a un texto.] El antecedente del rebus, en los sumerios y los egipcios, muestra la complejidad ya mencionada. Aunque la escritura de ellos todavía es estrictamente figurativa de lo real así trascrito, crean un procedimiento de escritura metafórico-metonímica de su lengua hablada. Un pictograma, un jeroglífico, por medio de este procedimiento van a designar no ya lo que representan, sino algo totalmente distinto, de fonetismo equivalente o vecino. La fonetización de una representación, o sea, de una especie de escritura, basta para producir al menos otra, o, dicho de otro modo, el fonema correspondiente a una imagen real es anticipador de otras imágenes, virtuales e implícitas (rompiendo la ilusión de una sola escritura de imágenes). Lo que equivale a decir que la articulación homofónica de una representación permite su pérdida, en provecho de una o de varias otras: realiza así el pasaje de la univocidad visual a la equivocidad fonemática, «estructura literante (dicho de otro modo: fonemática) -dice Lacan- en la que se articula y se analiza el significante». Parejamente a tal advenir metafórico debe ser leído el dibujo del niño, como un pasaje homofónico hacia la letra de la escritura inconciente que la origina. Tal lectura es posible porque es literalmente una representación de palabra(s) que depende como tal de «la inconciencia de la conciencia» y por lo tanto «el valor de significante en la imagen -observa Lacan- no tiene nada que ver con su significación». Un dibujo no se asemeja realmente a nada, no es un semblante. Si se designa con i(a) la representación de las palabras chat [gato) y pot [vasija], y con S su homófona chat-pot, obtenemos por sustitución un significante S’chapeau [sombrero; se pronuncia aproximadamente igual que chat-pot], correspondiente a la representación i de otra palabra a’, representativa de las dos precedentes, a las que hace valer homofónicamente reprimiéndolas al mismo tiempo. Así se tiene en cierto modo el algoritmo   i (a) . S = _ S’ i(a’) donde aparece claramente esencial para la lectura del dibujo la metáfora homofónica del significante S por el significante S’. Con un dibujo de un niño, por consiguiente, no conviene ocuparse tanto de la representación de palabra(s) i( a ) como de lo que le es homofónico, S, puesto que por esta lectura homofónica deviene significante (vía S’, su metáfora) de la letra que reprime pero que lo origina, letra oculta en la palabra a ‘ de la representación de palabra i ( a ) -en el ejemplo elegido, las letras a-o, ch-p, etc, «Esta estructura de lenguaje -dice Lacan- hace posible la operación de la lectura». Con un dibujo de letras, el algoritmo también se verifica. Ej.: b m ; o sea: be eme = veme (x). En este ejemplo, la palabra a ‘ -o sea x – de la representación de palabra i ( a ‘) reprime del mismo modo la palabra a -o sea b m- al tiempo que la hace valer homofónicamente, dado que la representación de palabra i ( a ‘) sólo es asociable a la representación de palabra i ( a ) porque S’ – be eme – encuentra su metáfora homofónicamente en el significante S’ – veme – . Sucede que en efecto i ( a ‘) no es asociable directamente a i ( a ): para eso le hace falta la mediación homofónica. Por lo tanto i ( a ‘) es como una x incógnita, por ejemplo la mirada, que el significante S’ no deja de evocar. Observemos que en este caso la homofonía metafórica es extraordinaria. ¿Qué relación existe verdaderamente entre b m y veme? ¿Por qué leer be eme , y no b minúscula m minúscula? Simplemente porque esta última lectura no es homofónica, no produce ningún efecto metafórico; lectura vacía por su significación convencional tanto como puede serlo un discurso vacío. Considerándolo bien, justamente, no existe ninguna relación de sentido entre be eme , como entre chatpot y chapeau. A este respecto, la heterogeneidad es completa. Hace falta allí la lectura homofónica para que de ese sinsentido nazca un sentido que constituya chiste, para que entre dos significantes -S y S’- surja una metáfora, para que se produzca entre ellos como una especularidad que permita que uno sustituya al otro. Tal juego especular puede estar dado por la cópula: «el amor es un guijarro riendo al sol». Esta especularidad sólo es un señuelo, pero permite levantar la no especularización propia de todo significante respecto de cada uno de los otros. Contra este lado negativo de la función significante, el niño, como la histérica, juega a menudo la carta de la seudoespecularidad – ¡el perro hace miau! – y nos las hace ver de todos los colores. Color. En lo que respecta al color, tampoco falta lo negativo. El color por sí mismo no produce imagen, produce impresión. No tiene forma ni profundidad: su topología es sólo de superficie. Se extiende y desborda por todas partes: sin escatimar nada. Su gran polisemia lo priva de afectación precisa, y su multiplicidad homonímica le quita toda identidad propia: rojo, el rojo [rouge: lápiz labial], un rojo [vino] … verde, el [viejo] verde, el verde [la vegetación], etc. Infinitamente reversible, al calificar se sustantiva: lo negro es un testimonio ejemplar de ello. Del lado positivo, sin embargo, las propiedades homofónicas y las posibilidades metafóricas del color son una mina de oro para la lectura del dibujo del niño, generalmente selectivo e invariante en sus elecciones cromáticas, siendo toda variación más significativa aún por ello. No contribuye menos que el trazado (que por otra par -te tiene tinte), que le da los contornos en el dibujo, a la representación de palabra, y por consiguiente a la función significante: «A negro, E blanco, I rojo, U verde, 0 azul: vocales/algún día diré vuestros nacimientos latentes». El goce, el color, califica la letra: estos dos versos de Rimbaud lo atestiguan claramente. Goce. Sumariamente, el goce es lo que falta en el otro; el falo simbólico positivizado ?, significante de la falta en el Otro, es el único significante que puede hacer valer que el goce ex-siste [está afuera] al Otro. Lo que da cuerpo al goce es ser no especular, no conocer ningún nombre, ninguna letra, que pueda decirlo. En esas condiciones, ¿qué puede entonces limitarlo, evocarlo? Esencialmente cinco cosas: a) la interdicción, o sea, el placer, para cualquiera que es sujeto de la Ley ; b) el deseo, que es una prohibición de sobrepasar un límite en el goce; e) el objeto a , supuesto como pudiendo satisfacer la demanda de goce del Otro; d) el falo imaginario (-?), por el cual el espejo conoce su punto ciego; e) la castración, en lo que tiene de negativo, por consiguiente de no especular: esa diferencia que en el sujeto se opone al goce del Otro. Tres particularidades clínicas atestiguan sobre la afectación del color al registro del goce: a) su infinitud, marcada negativamente (para la interpretación de los sueños, Freud no tiene en cuenta el color: sólo su concepto, es decir, le interesa su equivalencia simbólica); b) el niño, que sin embargo lo utiliza, nunca dice nada espontáneamente de él; como si sólo pudiese hacerlo desde la voz del Otro; e) no hace imagen por sí mismo. Pues bien, como Lacan lo señala, la imagen es un significante, con dos funciones: la de hacer valer una palabra por otra, y la de hacer valer una palabra después de otra. Al no hacer imagen en sí mismo, como el goce, el color no es significante. Cada color posee sin embargo su(s) clave(s) de partitura. La del azul es por ejemplo el pez, pez volador desde luego cuando ese color es celeste… Clínica. Se trata de un preadolescente de cerca de catorce años. Entre un sol amarillo colocado en lo alto, y dos ondas marinas celestes onduladas y paralelas, trazadas abajo de la página, dibuja una casa roja, con una puerta cerrada y cuatro ventanas en los ángulos y de dos en dos, al lado de esta casa y del mismo color, un velero de trama romboidal [dibujo de heráldica que consiste en una partición en líneas diagonales]. No hay tierra a la vista: «-¿El barco tiene patrón a bordo? -pregunta el analista. »-Sí, el comandante Coucheteau [suena como acuéstase-pronto (couche-tôt), expresión para quien se va temprano a dormir, probablemente sin coucher = también tener relaciones sexuales. En tercer lugar couches = parto . Por otro lado, obviamente la palabra evoca a Cousteau] -responde. »-¿El buque tiene un nombre? »-Es la calypso -dice. »-Escribelo». Y escribe bajo el navío: «L’acalypso». Así caligrafiado, acalypso no significa nada. Es un significante, así como lo es coucheteau, y por la misma razón. Constituyen el punto no especular del dibujo y, a ese título, pueden permitir el juego de la letra, del fonema, de las metáforas y de las homofonías; pero al ser no especulares, también son constitutivos del falo imaginario de la representación de palabras dibujada, falo que viene a poner como un límite a un goce, en el que el coucheteau indica que este falta a lo real sexual de los padres, como de su hijo: la nave no «irioja» en el mar [mouiller: mojar pero también atracar, y de significación sexual ligada al coito y a lo urinario, reforzada por la homofonía francesa la mer (el mar): la mère (la madre)], que ni siquiera es visible. Hijo único, es, por el contrario, objeto de la mirada de los suyos, que no le quitan el ojo. He aquí por qué el azul, es decir: el pequeño [bleu: novato]; hijo único, la fratría no lo deja precisamente tranquilo; ese fue el motivo de la demanda de análisis: una soledad redoblada por el rechazo de par -te de sus congéneres. ¿Cuál es el barco que le monta su fantasma [nionter un bateau equivale a hacerle creer una historia a un ingenuo]? ¿Su padre -fanático trabajador- es un acuéstase-pronto? ¿Debe tomar su ejemplo? No es esto lo que muestran los resultados escolares, lejos de ser buenos. ¿Debe quedarse en la rada con este padre? ¿Por qué no compartir con él el goce y, más allá de él, comprometerse en un conflicto sobre su objeto? En vacaciones, acapara a su madre, para perjuicio de su padre, a menudo inclinado a ocuparse de la suya… La cosa está al rojo, pero ¿quién va a aflojar la amarra del otro? Pulsión. En lo concerniente a la pulsión, el niño no deja de hablar de ella cuando dibuja, gracias sobre todo a la ayuda de un bestiario. Tampoco va a dejar, a partir de la imagen anticipada de su cuerpo captada en el espejo, paradigma de todas las formas de semejanza, de hacer recaer sobre el mundo de los objetos un matiz de hostilidad y de agresividad. Por último, en lo que respecta a Eros y Tánatos, aquello que liga o desliga en los diversos elementos constitutivos de la representación de palabras dibujada conserva un lugar privilegiado: hay allí, como lo subraya Lacan, una heráldica, un blasón del cuerpo, en el que vuelven a encontrarse los colores que hacen de él, como se decía en la Edad Media , «una imagen parlante» [juego de palabras entre «imagen viva» -tal persona es la imagen viva de otra-, en francés, «image parlante», y una expresión similar para una parte de los escudos que alude al apellido familiar]. Lo que importa sobre todo es captar que, en todo caso, el circuito de la pulsión tal como Lacan lo describe en su seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis opera cada vez que el niño dibuja. De la mano que traza, en efecto, a la que está apoyada sobre la hoja, vía los dos brazos y la parte alta del busto -es decir, la cabeza-, el circuito de la pulsión se realiza siempre: lo que parte del movimiento que dibuja vuelve a él, porque anticipa lo que se va a dibujar todavía. ¿Por qué tal circuito, cuando el niño dibuja, es sexual? Porque un lápiz, un pincel, o cualquier otro instrumento, remiten a su etimología común: penellum, penis, coda. Astucia y proeza. La astucia del rebus reside en el corte por el cual el fonerna se disocia a tal punto de la escritura que puede incluso volverla ridícula. Pero, en contrapartida, por el juego de la letra que produce, es igualmente significante de su sublimación, puesto que la escritura pierde esa estrecha relación con lo real que manifiesta -como lo señala Lacan- «la correspondencia biunívoca de la palabra y la cosa». Tendríamos aquí el algoritmo simplificado i = a = S. Si hiciera falta encontrar por qué proe-Sa una lengua escrita pasa de lo figurativo a la letra hablada por la cual se borra, o por qué vuelta el fonema metaforiza lo escrito haciendo valer el significante que oculta, habría que remitirse necesariamente al rebus. Esta colocación en el inconciente de la instancia de la letra es primordial. Signum. ¿Hace falta subrayar cuán supuesto está en tal pasaje que el sujeto o la lengua -una no va sin el otro- que se comprometen en él conocen la inscripción significante del juego del deseo respecto de la ley fálica? Si no hay acceso a la metáfora paterna, un dibujo sólo es un torbellino de rizos, de rayaduras, un garabato, un gancho, en suma, un signum que prueba con todo que se juega en él algo de la metáfora y de la homofonía: estas testimonian un lugar de resguardo [recel: ocultamiento, resguardo; remite al grafo del deseo en «Subversión del sujeto…», en Escritos de Lacan] de los signifícantes. El psicótico, el autista dibujan a veces de esta manera, pues lo que los distingue no es carecer de este lugar de resguardo, sino no tenerlo en el Otro. Que este lugar del Otro permanezca en ellos deshabitado explica que un niño autista o un niño psicótico nunca dibujen una casa. ¿Consonantes y vocales desunidas? La marca distintiva, lo señalético [característico del emisor, en este caso] permiten evocar la función de las consonantes y las vocales, evitando recurrir a la argumentación falaz y simplista de que la consonante sería masculina, paterna, castradora, mientras que la vocal sería femenina, materna, no produciría corte, y dependería del registro del goce. Que Jakobson y otros hayan podido considerar y establecer que la consonante m es la letra materna por excelencia, y que la distinción pertinente a sostener esté en el registro de la voz (oscilante de la nariz a la garganta) y el tipo de emisión de la espiración ha parecido a muchos superfetatorio. Sin embargo, en todas las escrituras y desde la más alta Antigüedad, es conocido que la letra m es materna, mientras que sólo a la oclusiva se puede considerar repulsiva: repulsión que en este caso debe ser opuesta a la pulsión. Una vocal no es en tanto tal ni más larga ni más breve que una consonante, la que no puede hacerse oír por sí misma. Si, en este campo, el corte y la escansión son registrables, es porque sólo conciernen a la emisión de la espiración, que falta o no falta: actores, políticos y cantores lo saben bien. Además, las escrituras que abstraen de las vocales deben permitirles retornar por medio de algunos signos diferenciales indispensables. Tal es el precio de la represión, quizá también de la renegación, cuando persiste la escisión, por lo demás imaginaria, entre escritura y lengua hablada. ¿Dónde está la letra? En el niño, como en el adulto, la letra es perfectamente inconciente. En consecuencia, cuando en un dibujo la letra habla, se trata de la voz del Otro. El goce es eventualmente adjudicable a la falta de significante, a la deficiencia de la letra. Pero, siendo un dibujo siempre, por regla general, una boca abierta sobre el Otro y su voz, es en estos globos [referencia a la graficación de los parlamentos en los dibujos de las historietas, los comics] donde se encuentran los elementos encerrados reunidos en una escena, otra porque está dibujada, y cuya escritura literal hay que buscar. Un niño dibuja un malvado gato negro, lúbrico, avaro, astuto y ladrón. Abajo escribe el nombre del felino felón: Fred. ¿Quién no reconocería en este animal la clásica figura del psicoanalista, ese animal silencioso, apelotonado en su sillón y detentador de todas esas cualidades, de todos esos goces hace tanto tiempo estigmatizados? ¿Quién no lo reconocería, pasando de la escritura de su nombre a la homofonía literal y metafórica de su lectura? Lo que se escribe Fred en francés se lee efectivamente también como Freud: el pasaje no le yerra a la letra escondida pero hablante; verifica la ternaridad del algoritmo propuesto; y, por homofonía «de trasferencia», metaforiza a un malvado gato en un buen Freud. Metonimia, metáfora. «El síntoma -escribe Lacan- es una metáfora (…) como el deseo es una metonimia». El deseo por lo tanto es referible al palabra a palabra, en un dibujo o entre un dibujo y otro; el síntoma remite a una palabra por otra, en un dibujo, o entre un dibujo y otro. Estas dos coordenadas significantes le imponen al análisis del dibujo del niño su método: no hay dibujo que pueda -salvo excepción- ser leído o interpretado independientemente de los otros, con los cuales hace serie; la metáfora surge cuando un dibujo o un fragmento de dibujo in- juria al conjunto. Lo que injuria hace principalmente mensaje, lo que es serial corresponde al código [juego de palabras entrejurer: jurar/discordar un sonido en música, y el valor metafórico, performativo (Austin), del juramento, y, por nuestra parte, in-juriar, en referencia implícita a «La metáfora del sujeto», en Escritos de Lacan, donde surge que la metaforización del nombre es injuriante]. Ciertos símbolos son unívocos, cualesquiera que sean las asociaciones escriturales y verbales que los acompañen, las que conservan su valor como tales. Existe así una representación de palabra simbólica notablemente unívoca en nuestra cultura judeocristiana: la casa cuya puerta está cerrada, con la familia dibujada al lado. Tal dibujo simboliza a Adán y Eva echados del paraíso (el aficionado al arte no dejará de asociarlo con La tempestad de Giorgione). Gracias a este arquetipo se comprenderá mejor aún que el dibujo de una casa esté excluido de la estructura del autismo o de la psicosis. Conclusión. La utilización del dibujo en una cura no es ni sistemática ni exclusiva de la palabra, bajo cuya primacía está colocada. Dibujo y palabra son suplementarios el tino de la otra, y es interesante observar cómo se entrelazan, se recortan, y hacen de mensaje y código el uno para la otra. Por otra parte, el dibujo siempre es muy parlante, y no siempre es fácil ni recomendable hacerle su lectura sin precaución a su joven autor. El analista puede esperar el momento justo de concluir, para decirlo. Pero, aun si decide decir poco de él, el dibujo sigue siendo para él un incomparable medio de posicionarse mejor en el desarrollo de la cura, y de concebir mejor su dirección; ningún otro mediador le es comparable ni preferible. En la cura, el análisis correctamente llevado del dibujo del niño hace caer su carga imaginaria, ilusoria y objetal. Al acceder así más fácilmente a la palabra, no es necesaria ya su exhibición; ya que es hablante, como tal puede dejar caer el campo visual, y desprenderse de la mirada como objeto a . En estas condiciones, su utilización puede prescindir de su mostración. Un dibujo correctamente leído ya no tiene necesidad de ser mostrado para ser dicho y comentado: este artículo, por otra parte, se ha sostenido en el abandono de la necesidad de ese recurso para sostener su argumentación.