Diccionario de Psicología, letra H, Hipocondría

Diccionario de Psicología, letra H, Hipocondría

Ante la multiplicidad de las «definiciones» de la hipocondría, resulta difícil escoger una que responda precisamente al cuadro mórbido tal como nos lo representamos en la práctica cotidiana. Desde Hipócrates, las «disputas» entre los médicos no han cesado, en particular en cuanto a la interpretación de la dicotomía psique-soma. Fue Galeno, en el siglo II, quien creó la noción de «enfermedad hipocondríaca», privilegiando en sus descripciones los síntomas mentales; esas descripciones atravesaron los siglos, nutriendo en el siglo XVII la obra de Moliére, que sigue siendo una de las mejores evocaciones clínicas de la hipocondría. Entre todas las definiciones, retendremos principalmente la de Dubois d’Amiens, de 1833: «Monomanía muy clara, que se distingue por una preocupación dominante especial y exclusiva, o por un temor excesivo y continuo a enfermedades extravagantes e imaginarias, o por la íntima convicción de que las enfermedades, reales en verdad, pero siempre imprecisas, sólo pueden terminar de una manera funesta» (Histoire philosophique de l’hypocondrie et de l’hystérie). A esto hay que agregar que, según H. Maurel, se trata siempre de un drama de dos personajes («Actualité de l’liypocondrie», Congr. Psychiatr. Neuro., Nimes, 1975) y, como lo precisa Jean-Louis Place, que en la hipocondría hay un «encuentro entre una sensación, una dinámica individual y un discurso» (cf. el estudio exhaustivo que él consagra en su tesis a l’Histoire de l’hypocondrie, en 1984, y en su informe Hypocondrie: étude clinique, de 1986, así como en diversos artículos). La hipocondría… La mayoría de los autores franceses escriben la palabra sin la «h» intermedia, contrariamente a la tradición (hypochondrie); a la que no obstante siguió fiel Henti Ey. Esta ortografía simplificada -ya admitida con reticencia por Littré- denota quizás la preocupación por romper con la opinión milenaria según la cual se trata de una enfermedad del hipocondrio (I’hypochondre): lo que está debajo de las costillas; patología de los «humores», como lo es también la melancolía, etimológicamente «bilis negra».

Lugar de la hipocondría en la nosografía La hipocondría, ¿es una «categoría» nosográfica como la histeria o la neurosis obsesiva? ¿Es una «enfermedad» que puede delimitarse? ¿O bien un síndrome, un agrupamiento de síntomas? ¿O simplemente un modo de ser, un estilo de existencia, una forma particular de «presentación» (Darstellung)? La dimensión hipocondríaca es universal: todo hombre, todo «ser hablante» («parêtre») presenta un trasfondo de hipocondría, pero los animales no son hipocondríacos. En términos clínicos, ¿hay que hablar, como en el siglo XVIII, de hipocondrías sine materia o cum materia? Este -» un falso problema. Por una parte, toda afección, aunque sea «mental», tiene un soporte material. Además habría que precisar la especificidad de ese soporte. Por otro lado, existen hipocondrías «injertadas» en enfermedades orgánicas verdaderas. El problema fundamental consiste en definir el estilo hipocondríaco: así como se habla de «queja melancólica», tendría que poder precisarse la «queja hipocondríaca». Se trata siempre de la expresión de un padecimiento, que es una forma particular de goce. Freud, en 1896, distinguió la autoacusación propia de la neurosis obsesiva, de la angustia hipocondríaca. Nunca consagró a la hipocondría un capítulo especial; lo que dijo sobre ella está disperso en textos que abordan otros problemas. En 1911, por ejemplo, subrayó el parentesco entre hipocondría y paranoia, así como entre neurosis de angustia e histeria. En 1914, en «Introducción del narcisismo» diferenció tres grandes tipos de «neurosis actuales»: la neurastenia, la neurosis de angustia y la hipocondría. Y en relación con esto opuso libido del yo, dominio de la angustia hipocondríaca, y libido de objeto, dominio de la angustia neurótica. ¿Por qué hay tan pocos textos que traten exclusivamente de la hipocondría? Está, por cierto, el estudio de Henri Ey, pero en la Enciclopedia médico-quirúrgica de psiquiatría no se le dedica específicamente ningún trabajo. Es como si la hipocondría se infiltrara en cuadros mórbidos muy diferentes, en cuyos trasfondos se encuentran en efecto elementos hipocondríacos: por ejemplo, en la mayoría de las depresiones, en los síndromes predemenciales, en las alternancias o las combinaciones de paranoia e hipocondría, etcétera. Por otra parte, el hecho de que las quejas hipocondríacas sean -según Freud- manifestaciones patológicas de la «libido del yo», explicaría la nota megalómana del hipocondríaco, que puede fomentar sistemas de reivindicaciones. Se trata de una posición regresiva, de agresión dirigida contra los otros, sobre todo contra el ambiente habitual, familiar o de otro tipo, pero también respecto de una especie de alter ego privilegiado: el médico, el mago, el hechicero, etcétera. Por lo tanto, paradójicamente, «contra» y «con» otro. Necesidad de una «díada lógica». Lo que «quiere» el hipocondríaco es demostrar que tiene razón «contra» el facultativo. Cambia entonces con frecuencia de «partenaire científico» para demostrar su superioridad en cuanto a la verdad. Es patente (y constituye el signo de un estado regresivo) la confusión entre «verdad» y «saber», y la ilusión de que, agotando el saber, se alcanzará la verdad… El hipocondríaco está entonces condenado al fracaso, pero para él ese fracaso es siempre el fracaso del saber: por esta razón cambia de interlocutor, pasando del generalista a todos los especialistas. Se siente especialmente justificado en esa posición cuando alguno de los médicos, por cansancio o desaliento, baja los brazos y se rinde, diciéndole: «No comprendo lo que sucede, no soy lo bastante competente, lo envío a un especialista». En el estudio de la hipocondría a través de la historia, se comprueba que su retórica es influida por el estado de la medicina y el progreso de la ciencia. Se podría descifrar toda la historia de la medicina a través de los relatos hipocondríacos. El hipocondríaco de la época de Molière no tiene el mismo discurso que el hipocondríaco de los scanners, de las fibroscopias, las endoscopias, las radiografías, etcétera. Al clasificar la hipocondría entre las «neurosis actuales», Freud consideró que no era competencia del psicoanálisis, sino de la patofisiología; en particular, estimó que en ella no existía la posibilidad de transferencia, afirmación discutida por la mayor parte de los analistas que se abocaron posteriormente a este problema. La puesta en perspectiva de los diferentes aportes analíticos que siguieron a esa posición demasiado global de Freud tendría que permitir que nos orientemos mejor en esta problemática, tanto más compleja cuanto que parece constituir una especie de encrucijada en la que convergen la psicología, la patofisiología, y también la mayoría de las grandes estructuras mentales como la paranoia, la neurosis obsesiva, la parafrenia, etcétera. Su delimitación es entonces más incierta que la de esa otra «encrucijada» que es la fobia, y el hecho de que se infiltre en cuadros mórbidos muy diversos constituye la marca misma de su dimensión regresiva; es la modalidad de esa regresión lo que se han esforzado en definir los analistas que abordaron el tema. Para precisar mejor lo que está en cuestión en la hipocondría, puede ser interesante comparar hipocondría e histeria. La histérica da a ver -se da en espectáculoen lo visible. El paciente hipocondríaco, por su parte, da a oír. La histeria, incluso en las formas extremas de conversión, permanece en ese nivel de dar a ver la forma del cuerpo, la piel, la envoltura, mientras que la hipocondría da a oír lo que pasa bajo la piel, bajo la envoltura corporal. La histérica está en la «escena» («la otra escena»: escena del sueño, del fantasma); de ahí la correlación tradicional entre histeria y teatro. Al hipocondríaco, ¿hay que ubicarlo más bien del lado del apuntador? Esto significaría atribuirle un rol demasiado preciso: quizá sería más exacto decir que él es el gran poeta de todos los agujeros del cuerpo, y que cuando ha completado la recorrida por ellos, no para hasta que se hace abrir, o mejor, eventrar. De allí su apetencia por todas las técnicas de la medicina moderna que relegan a los médicos al rango de «grandes mecánicos», provistos de herramientas, de perforadoras, de tubos «voyeurs» como los fibroscopios, etcétera. El goce del que se trata no es el goce de la envoltura o del espectáculo, sino un goce «metafísico». Se quiere saber qué hay detrás de la envoltura… De modo que hay que interrogar los órganos, a tal punto que algunos autores, a propósito de la hipocondría, han hablado de «neurosis de órgano». Hay todo un goce de la intrusión, en cuanto esa intrusión va a demostrar que el hipocondríaco sabe, que es el poseedor de la verdad. Él quiere mostrarse, no en una escena, sino en un «hacerse ver» de segundo grado: quiere mostrarnos el funcionamiento de sus órganos… Se trata de una regresión a la posición «oral-sádica» activa en correlación con una personalidad ya totalmente constituida sobre una modalidad estructural «anal retentiva». Toda operación que él «se» haga padecer será consignada y engrosará la lista de las pruebas de su «saber». En efecto, a menudo tiene en su poder más documentos que el médico, y con ellos lidiará contra él. Siempre hay una especie de torneo entre el hipocondríaco y el hombre de ciencia. Por cada victoria, un trofeo. Y él inscribirá con letras de oro el nombre de todos los médicos que ha visto y que ha derrotado. Suele ocurrir que el hipocondríaco tenga de cinco a diez médicos a la vez, a los cuales, mediante una especie de broma provocativa, opone entre sí para neutralizarlos mejor y, a través de sus supuestos disensos, demostrar su propia superioridad en el campo del saber.

Un trastorno del narcisismo originario Para Rosenfeld (1964), la regresión hipocondríaca está relacionada con un trastorno profundo del narcisismo originario. En efecto, la hipocondría se ubica más bien del lado del narcisismo originario, mientras que la histeria depende más del narcisismo especular. Parafraseando lo que dice Freud con respecto a los sueños y el inconsciente, se podría afirmar que la hipocondría es «la vía regia» que conduce hacia el narcisismo originario, pero en este caso se trata de un narcisismo originario patológico. Ante esta complejidad, los analistas que la estudiaron han tratado de encontrar puntos de reaseguro estructural. Así, llevando al infinito la serie de los síntomas hipocondríacos, se llega al síndrome de Cotard. Pero el síndrome de Cotard es la asíntota, el punto límite de la hipocondría-, ya pertenece a otro dominio. Y con todo derecho Henri Ey, en sus Estudios, consagra un capítulo independiente a este síndrome, que de tal modo distingue netamente de la hipocondría, tratada en el capítulo siguiente. Ferenczi se interesó mucho en la hipocondría, cuya estructura, según él, está dominada por el erotismo anal. Para Schilder, el hipocondríaco tiende a una despersonalización total; el cuerpo del que aquí se trata no es el cuerpo tal como se ve, el cuerpo que es visto y que ve, sino el cuerpo que no es visto, Esta forma límite de una «despersonalización» que no es experimentada como tal, se parece a lo que Melanie Klein llamaba «el cuerpo «despedazado»». En el límite, hay un desmantelamiento del cuerpo, en una dimensión dionisíaca, y el peor error en el que puede caer el médico es «cargar las tintas» de la fragmentación. Pero eso es lo que exige el hipocondríaco (y puede incluso llegar a la agresión): más exámenes, nuevos análisis; exigencia de «fragmentación» técnica que el médico a veces se ve obligado a acatar. Se conocen casos de agresión contra médicos que se negaron a prescribir esos exámenes, sobre todo si justificaron su negativa con frases como «Pero veamos, si esto no es nada». La agresión puede ser incluso mortal, o tomar la forma de un paso al acto suicida. ¿Cómo explicar estos comportamientos? Es que la fragmentación constituye una defensa con la que el hipocondríaco preserva su narcisismo originario desfalleciente. Hay monstruos detrás de la muralla: King Kong y monstruos arcaicos… Si uno va a verlos, corre el riesgo de liberarlos… Pero las «exploraciones» demandadas por el hipocondríaco no tienen por meta aventurarse en ese dominio, sino sólo detenerse un poco de este lado de la muralla… Schilder habla de «esquema corporal», lo cual no debe entenderse en el sentido neurológico, ni en el sentido de la imagen especular, y puede compararse con «la imagen del cuerpo» de Gisela Pankow. Lo que está en cuestión es la imagen encarnada del cuerpo. El hipocondríaco está constantemente ocupado en impedir que se rompa ese equilibrio defensivo. Esa fundamental preocupación vital se vuelve secundariamente libidinal: una especie de erogenización del interior del cuerpo, que se focaliza de manera privilegiada en los órganos. Aquí volvemos a encontrar el interés que suscitaba «el hipocondrio» en Hipócrates, en Areteo de Capadocia, en Galeno; pero esta erogenización va mucho más allá del hipocondrio… Algunos autores llegan a decir que son los órganos en sí los que empiezan a vivir de manera autónoma, y que entonces se trata de reconocerlos, de mimarlos… Pero los «grandes mecánicos», a pesar de sus aparatos sofisticados, no llegan al conocimiento de su intimidad. «¡Aún no tienen los análisis necesarios para encontrar lo que tengo!» Ésta es una frase típica del hipocondríaco, frase ambigua porque él sabe bien que ningún instrumento, ningún examen, llegarán a penetrar su misterio. Esta actitud está subtendida por un fantasma fundamental, por lo menos en los hombres: un fantasma de embarazo. El hipocondríaco varón da vida a sus órganos, se convierte en su madre amante, y vive su cuerpo como receptáculo. Ese «fantasma de embarazo» implica elementos paranoides, pero se basa en una dimensión obsesiva, anal-retentiva. De ahí las enfermedades digestivas: «flatulencia», «meteorismo». La constipación hipocondríaca es una forma simulada de embarazo; el sadismo oscila entonces entre sadismo oral y sadismo anal; de ahí una caracterología muy particular… Schilder, a propósito del «modelo postural del cuerpo», habla de una fijación en el estadio narcisista originario. La enfermedad somática, dice, pertenece al mundo exterior, pero la hipocondría no es una enfermedad «somática»: algo en el cuerpo cobra una existencia inoportuna, hay que deshacerse de ello, expulsándolo: proceso de «proyección narcisista». Ese trasfondo fantasmático, que se acompaña de mecanismos de defensa, da un estilo de existencia original. Por una parte, el hipocondríaco se entrega a una auto-observación compulsiva -es preciso que vigile sus órganos- y, al mismo tiempo, siempre existe en él una dimensión proyectiva, que apunta a liberarlo del órgano inoportuno. Inoportuno, no obstante, hasta cierto punto, pues es portador de goce.

Hipocondría y goce La erotización del cuerpo propio en la hipocondría no es del mismo registro que en la histeria. Lacan propone reemplazar la palabra «mundo» por dos términos: das Ding ( la Cosa ) y los «bordes». «El mundo: hay la Cosa y los bordes». Si se retorna esta formulación, se tiene que situar la histérica del lado de los bordes, mientras que el hipocondríaco debe ubicarse del lado de das Ding, la Cosa. No es posible quitarse de encima la Cosa , mientras que es fácil gozar de los bordes. Pero, ¿de qué se queja el hipocondríaco? ¿De un «en más» o de un «en menos»? Él es la afirmación viva de que no hay castración. Allí donde el otro dice «Pero yo no veo nada», él insiste: «¡Pero sí, hay algo! ¡Mire desde más cerca!». Esto subraya más aún la importancia de la dimensión anal: algo que al observador le parecía insignificante, un desecho cualquiera, adquiere para él un «valor» extraordinario, que en consecuencia no es «visible». Pero la puesta en evidencia de este no-valor («¡No es nada, es un desecho!») trae consigo el riesgo de desencadenar una agresión. ¿De qué naturaleza es entonces ese valor que no se ve? Se trata del valor de un goce… En este sentido, la mayor parte de los analistas, comenzando por W. Stekel, estiman que el órgano se ha convertido en un equivalente fálico. Esa erotización puede incluso desencadenar una turgencia del órgano, y uno se encuentra entonces frente a grandes dificultades, pues cuando una enfermedad somática está marcada por el dolor de un organo -riñón, vesícula, intestinos, etcétera- el dolor aparece con mucha frecuencia ligado a una distensión del órgano afectado -explicación valedera en términos fisiológicos- En el hipocondríaco, esta distensión resulta de una libidinización, de una cuasi erección del órgano. Pero expulsar el órgano, soporte de ese goce intolerable, equivaldría a correr el riesgo de suprimir todo goce: la proyección nunca debe llegar a su término; es una «proyección frustrada», una proyección que, en el mismo movimiento, es reintroyección. Hay entonces una patología de la «decisión»: ¿interior?, ¿exterior? ¿A la vez interior y exterior? Pero no hay que olvidar que la proyección es en sí misma un recurso erótico: especie de goce casi orgásmico, que hay que reintroyectar rápidamente para que no se pierda de modo definitivo. Estas características se encuentran en todos los niveles de gravedad de la hipocondría, desde lo que, de una manera un tanto apresurada, se ha denominado «neurosis hipocondríaca» (aunque en realidad parece tratarse de un mecanismo fundamentalmente psicótico), que se expresa por medio de fenómenos relativamente poco importantes para la existencia, hasta la «psicosis hipocondríaca», manifiesta en ciertas formas de parafrenia o de psicosis paranoide… Por ejemplo, la «máquina de influir», descrita por Tausk, parece ser una proyección de todo el aparato genital, proyección que, en este caso preciso, es cuasi lograda. Melanie Klein habla de un «recurso bloqueado», en correlación con una «persecución interna» -transformación de las angustias persecutorias en síntomas físicos-, lo que subraya los vínculos estrechos entre sensaciones físicas y fantasmas inconscientes. ¿Se puede hablar de la psicogénesis de un «terreno hipocondríaco»? La angustia que reina en las relaciones parentales es un factor patógeno preponderante. Ciertos «acontecimientos» han marcado inconscientemente la existencia del hipocondríaco, angustias profundas han alterado la calidad de la relación materna. Ésta es quizás una de las raíces del fantasma de embarazo: rehacer el mundo, ser la propia «madre»… El médico al que el hipocondríaco se dirige no es para él un «padre», sino una «madre»; una madre en tanto que naturalmente consagrada a intrusiones en el cuerpo del niño. El le demanda que preste atención a lo que dice, a lo que hace, a lo que él es. Para él cuenta ante todo la prescripción «en sí», más que el contenido de esa prescripción. Acumula medicamentos que no ha utilizado nunca; colecciona recetas. Sea cual fuere el producto prescrito, «nunca es eso». Parafraseando la fórmula de Lacan en Aun («Yo te demando que rechaces lo que te ofrezco porque no es eso»), se podría decir que él rechaza todo lo que le es ofrecido. Pero, en vista de la «maldición» que soporta, del hecho de un narcisismo originario profundamente perturbado, mal «construido», en relación con una deficiencia de la función materna, él no puede asumir esa frase. En el «no es eso» de Lacan, es el objeto a lo que está en cuestión. Ahora bien, en el hipocondríaco no puede haber objeto a, porque todo está falicizado. Falo degradado, encarnado en una multitud de órganos. El cuerpo del hipocondríaco se convierte en el jardín de los falos degenerados y, al cabo de cierto tiempo, a menudo muy largo, querrá cultivar su jardín solo, después de haber demostrado que todos los «grandes jardineros» son imbéciles. Cultivarlo, o más bien intentar recomponerlo. La existencia hipocondríaca se vuelve fantasmagórica: Frankenstein en persona. Invención de órganos artificiales, que se articulan entre sí en un sistema, que él cree dominar. Ideal del yo «pigmaliónico», que se pierde en ensoñaciones de máquinas extrañas.

Hipocondría y relación de objeto Después de Melanie Klein, Paula Heimann retomó en 1952 el problema del paciente hipocondríaco, insistiendo en la auto-observación, en el interés libidinal respecto de los síntomas. Heimann describe un tipo particular de narcisismo: «El órgano corporal -dice- es preferido a los objetos externos». Las mociones de odio y destrucción coinciden siempre, de un modo ambiguo, en el órgano mismo. Mounro, en 1948, había subrayado la pregnancia de las pulsiones sádico-orales sobre un fondo de excitación cuasi genital permanente, irradiada a todos los órganos. El hipocondríaco no está nunca tranquilo: no está en «escena», pero él mismo es el teatro. Y en el interior, ¿qué encuentra?… La pareja parental, en discordia interminable… Thorner, en 1955, siempre en una dimensión kleiniana, habla de objetos persecutorios internos, expulsados desde el centro del yo hacia el cuerpo, lo que determina una modalidad muy particular de clivaje. Anna Freud había observado la frecuencia de las angustias hipocondríacas en los huérfanos. También en este caso, la identificación con la madre perdida puede explicar el fantasma de embarazo, el cuerpo mismo que se convierte en su propio «niño». Fenichel retorna la expresión «neurosis de órgano»; el órgano se convierte en el pene amenazado y al mismo tiempo en el objeto. Simmel subraya las correlaciones entre el órgano afectado y el objeto íntroyectado. En 1957, Szasz afirma que «el yo hipocondríaco considera su propio cuerpo como un objeto», y atrae la atención sobre las angustias ligadas al cuerpo: «miedo de perder el cuerpo o las partes del cuerpo», etcétera. No obstante, ¿puede decirse que el hipocondríaco ha reemplazado «el objeto» por los órganos del cuerpo? ¿No reemplaza «el estado de alma» por «estados del cuerpo»? ¿En qué se convierte en la hipocondría el objeto a? ¿Podrá el hipocondríaco recorrer un trayecto analítico, lo que supondría la renuncia a un cierto tipo de goce? Cuando Freud, y muchos otros analistas, afirman que en el hipocondríaco no hay transferencia, ¿no están pensando en una amalgama de «transferencia» y «relación objetal»? De ahí el interés de Schilder, Kohut y los kleinianos por la noción de «transferencia narcisista», que ellos oponen a la «transferencia objetal». Una de las dificultades de abordaje del hipocondríaco está ligada a esta ambigüedad por la que, aunque se presente como poseedor de la verdad, es sin cesar consciente de su desdicha. Pero su egotismo compromete las relaciones con la moral y con la ética, y sobre esta base se plantea el problema de la paranoia. El prójimo no es para el hipocondríaco más que un simple recurso, la prueba viviente de la superioridad de su propio saber… No es capaz de verdadera amistad, no puede sino tratar de que los «otros» caigan en una trampa. Se encuentra entonces obligado a convertirse en un tirano. Tirano familiar, que se hace servir, vestir, mantener, y que está siempre descontento, porque «nunca es eso». Sobre un fondo de impotencia o de frigidez, está en la imposibilidad de plantearse el problema de la castración. Y su «fragmentación», la confusión de cuerpo y falo, le dan a menudo la apariencia de un histérico.

Hipocondría y defensas esquizo-paranoides El esquema de defensa del paciente hipocondríaco es paranoide, más exactamente esquizo-paranoide, en el sentido de Melanie Klein, e intenta remediar un defecto del narcisismo originario: defecto del material, defecto de «energeia». El ideal del yo se torna megalómano, pero sin dejar de ser artificial, lo que no hace más que realzar esa falla del narcisismo originario, particularmente perceptible en la «transferencia narcisista». Se trata en efecto de una defensa contra la desintegración, en la fase que Winnicott denomina «personalización», la cual sólo puede lograrse mediante la asunción de la «fase depresiva». En cuanto sobreviene un ataque de «calma» depresiva, marca de un trabajo de delimitación del cuerpo y la persona, la imposibilidad de asumir esta unidad desencadena una defensa esquizo-paranoide. El hipocondríaco vaga así entre dos sistemas: la «persona» inasumible y un narcisismo originario desfalleciente. Defensa por fragmentación, reenvío de la «muralla» al cuerpo inacabado, que no puede acceder a la dimensión especular. La fragmentación se encarna en los órganos, en el interior del cuerpo; puede transformarse en un ideal de desaparición del cuerpo, «desopacamiento» que se nutre de un fantasma de transparencia: la transparencia del cuerpo, como esas estatuillas anatómicas que permiten ver los órganos internos. Pero la transparencia puede deslizarse hacia la desaparición del cuerpo; ideal de nada, «el hombre invisible» en un saco de piel. La ausencia de órganos, la eternidad: el síndrome de Cotard. Pero entonces estamos más allá de las defensas esquizo-paranoides. En este «entre-dos-sistemas», hay exuberancia de una escucha íntima: los órganos se ponen a hablar -«elocuencia de los órganos», como lo expresa con tanta precisión Maurel, en su trabajo de 1975 sobre la hipocondría- A diferencia de la histérica, el hipocondríaco sólo se da en espectáculo en la sombra: está al acecho del menor ruido. Recuerdo a una hipocondríaca predemencial senil: veía y oía en su cuerpo y sobre su cuerpo una cantidad de sapos y ranas que gesticulaban y hacían un ruido infernal. Vivencia dramática, espectacular, íntima, diferente de la zoopsia del delirio. El hígado, el vientre: «batracomiomaquia» por auto-engendramiento. El cuerpo era el receptáculo de formas vivientes que se emancipaban… Otro enfermo, un hombre joven, esquizofrénico paranoide, con un delirio cósmico, decía que daba a luz pequeños personajes por todos los puntos de su cuerpo: en su vientre, en el pecho… Se había convertido en la madre universal que daba vida a esas curiosas criaturas, experimentando sufrimiento y autoadmiración. .. En el hipocondríaco, el menor borborigmo puede convertirse en el argumento principal de una hipótesis patofisiológica peyorativa. Toda su existencia se esfuerza en traducir el lenguaje de los órganos. Por las fallas del narcisismo originario se infiltra «el autoerotismo» que vuelve precario todo equilibrio de la libido del yo y mantiene una excitación libidinal casi constante a nivel de los órganos internos. Estos mecanismos patógenos existen siempre, pero en diverso grado. Las «neurosis» hipocondríacas tienen en realidad una estructura psicótica -de allí el término «vesania» aplicado a la hipocondría en el siglo XVIII- que sin embargo no implica una disociación. Problema análogo al de la «psicosis histérica»: habría que hablar de «psicosis» hipocondríaca. Ella puede manifestarse de manera sorda o estrepitosa, según la personalidad de base, pero también según las circunstancias, en particular las circunstancias culturales. En efecto, hay modelos culturales de omnipotencia. Maurel sugiere que Prometeo podría ser ese modelo por excelencia: Prometeo encadenado, el hígado, el águila, el sacrificio siempre reiniciado… ¡Prometeo para la hipocondría, Edipo para las neurosis! Será necesario estudiar las relaciones entre la hipocondría y el autismo. Frances Tustin y otros autores describen formas de autismo «de caparazón». El caparazón se mantiene sobre un vacío interior… ¿Hay factores comunes? Los bordes, los agujeros, la transparencia, la pérdida de volumen. Pero también variaciones clínicas en torno de la «cavidad primordial», en el sentido de Spitz. Abertura sin fondo, sin nada detrás, «imposible». Dimensión primordial, universal, que evoca la intuición de Freud, quien nos da una ilustración de ella en el primer sueño de la Traumdeutung, «la inyección de Irma»; hiancia correlativa de esa ausencia de cuerpo que obliga al hipocondríaco a reconstruirlo a su manera, a partir de órganos, pero sin envoltura. Pérdida de todo relieve; especie de existencia chata, «existencia en afiche», como las máscaras agujereadas de Dionisos, sin parte de atrás. No obstante, ante un hipocondríaco uno percibe que está ante alguien que «existe», que no está disociado, y que «hay Uno», según la expresión de Lacan. Pero ¿cómo, a partir de esa constitución, puede llegar él a ese punto? ¿Se trata del mismo «hay Uno» que en el neurótico o en el «normópata»? La dialéctica entre lo mismo y lo otro está a menudo bloqueada, aunque no haya confusión entre ambos: se podría más bien hablar de una especie de infiltración de lo mismo en el Otro. Y en tanto su ideal, su goce profundo, es el dominio del saber, el hipocondríaco está alienado en el Otro, porque el saber, como lo subraya Lacan, es «el goce del Otro». Quiere encarnar al gran Otro, ser la madre omnipotente y generadora del universo. Su saber es un medio de defensa contra la disociación. Su existencia, siempre amenazada, puede también precipitarse y hundirse en un mundo paranoico; perseguido- perseguidor, está casi «con la sentencia en suspenso», y si se produce un desfallecimiento del «representante del saber» que él mismo ha forjado en la figura del médico, se siente amenazado en su propia vida.

La pulsión de muerte En segundo plano se perfila siempre la pulsión de muerte, cuya principal «virtud» consiste, como se sabe, en hacerse olvidar, en permanecer en silencio.. . Pero, en el hipocondríaco, la pulsión de muerte se emancipa, se desenfrena y toma vías -y voces- extravagantes; de ahí esas construcciones estrafalarias, horrorosas, tipo Frankenstein… No es posible integrarla; de ahí la emergencia de figuras gesticulantes y erotizadas -en el sentido de un autoerotismo arcaico- de la muerte. Esta articulación de Tánatos no es como la de la neurosis obsesiva, más construida, monumentalizada, más integrada en la «gesta» del sujeto. El hipocondríaco está «mal construido», debido a la pregnancia del erotismo sádico-oral, mientras que en el obsesivo predomina el erotismo anal. Por otra parte, esta erotización permanente de los órganos alimenta junto a una irritabilidad crónica, la hiperemotividad y la hipervigilancia: una especie de «antialexitimia». Todo acontecimiento más o menos insólito entra en resonancia íntima con los órganos y desencadena fenómenos espasmódicos. De ahí esa angustia profunda, arcaica, «esquizo-paranoide», muy diferente de la de la histérica. En efecto, en la histeria los fenómenos de conversión reemplazan a la angustia, mientras que en la hipocondría estos fenómenos de resonancia no hacen más que realimentarla, provocando «desintegraciones» neurovegetativas a veces espectaculares. La sobrevaloración de sí mismo, cuasi megalómana, sacraliza la menor parcela del cuerpo, incluso los excrementos, los detritos, se vuelven sagrados. Rosenfeld relata la historia de un hipocondríaco cuyo goce fantasmático consistía en estar sentado en la falda de la madre y defecar sobre ella. Será necesario bosquejar las relaciones entre las diferentes formas de identificación. En la hipocondría, así como en las histerias graves, hay una colusión entre transferencia e «identificación proyectiva». Éste es un problema complicado, que hace difícil la relación terapéutica, tanto más cuanto que están debilitadas, incluso dislocadas, estructuras básicas como el «sistema protector ante las excitaciones» y la «represión originaria». Pero ¿cómo puede el hipocondríaco, así sea de manera precaria, preservar el «hay Uno»? ¿Cómo llega a conservar la unidad? Lo que subyace aquí es un problema con la temporalización. Está constantemente en «prórroga» y en el punto de fuga mantiene de modo artificial su vida con un «fuera de tiempo», la eternidad («fuera de tiempo» [hors temps]) por analogía con el Horla de la alucinación negativa de Maupassant). El «fuera de tiempo» suscita una distinta «trama» del tiempo; la historia del hipocondríaco está puntuada por sus lastimosas victorias sobre los representantes del saber, y su cronología toma apoyo en esos «triunfos» de los que conserva las huellas como se guarda la Torá : comparaciones, recetas, fechas de las intervenciones, etcétera. Esto es lo que él tiene por memoria. Para preservar su «cuerpo», preparará recetas de lujo que le permitirán sobrevivir en una contextura hecha «de cualquier cosa». Esas recetas pueden sazonarse con técnicas de violación de la intimidad (un fantasma hipocondríaco femenino mayor: la violación y, a veces, la eventración, acmé del goce). Tales técnicas de supervivencia se basan en rituales, en el templo consagrado del cuerpo que, como tal, «no existe». Técnicas paradójicas en las que el «hacer oír» se mezcla con un «hacerse ver» sin ser visto: paradoja invivible. El hipocondríaco toma su lenguaje del médico. Le demanda que sea el testigo activo y apasionado de sus elucubraciones. Posición difícil, en vista de que el lenguaje de la medicina en sí mismo se presta a tales fantasmagorías: el plexo «solar», los ganglios «semilunares», el plexo «sacro», el nervio «pudendo», etcétera. Organos sacralizados por su denominación, un cielo estrellado en el vientre de cada uno. La medicina misma, ¿no será en esencia hipocondríaca? Por otro lado, el hipocondríaco está a menudo convencido de ser un artesano inventivo de la ciencia médica. Mediante su «saber», quiere guiar al profesional hacia arcanos inéditos, y enseñarle a leer en el gran Libro de la Naturaleza , del cual él es la encarnación apasionada. En esta existencia siempre tangencial a los acontecimientos, se tiene que plantear la cuestión del objeto, un objeto cuya función de lastre equilibra la estructura de la personalidad. Pero, ¿hay un «objeto» hipocondríaco? Se sabe que, en el fóbico, hay un seudo-objeto, que Julia Kristeva llama «el abjeto [I’abjet]», un pre-objeto. Pero el fóbico se toma en serio, mientras que el hipocondríaco se entrega por completo al juego. Es un hombre de juego. Deformando la expresión de Francis Ponge, se podría decir que hay un «objuego» [objeu] hipocondriaco, y no un objeto [objet]. Él está en una relación de juego, con la vida, con la muerte. «El objuego» de Final de partida de Sarnuel Beckett. Dimensión fantástica, a veces elocuente: «Yo llegaría incluso a hacerme destripar para descubrir el secreto de la ciencia de la humanidad». ¿Prometeo?