EL OTRO EN LÉVINAS: El laberinto de la incerteza

EL OTRO EN LÉVINAS: Una salida a la encrucijada sujeto–objeto y su pertinencia en las ciencias sociales (*)
(Juan Carlos Aguirre García ** – Luis Guillermo Jaramillo Echeverri ***)

II. El laberinto de la incerteza

La sensación que tenemos de encontrarnos en un mundo que nos apresa bajo categorías
teóricas, la expresa claramente Zemelman (2005) cuando considera que muchas veces la
realidad avanza a saltos agigantados, mientras los investigadores e investigadoras tratamos
de asirla por medio de explicaciones y comprensiones teóricas. Cuando creemos que la
estamos alcanzando, ésta nuevamente avanza dejando una estela de infortunio al no
encontrarnos seguros y seguras de que aquello que comprendimos no fue del todo cierto.
En la presentación del texto Totalidad e Infinito, Lévinas inicia con una cita del Quijote
en la que pone de manifiesto cómo podemos encontrarnos en un mundo que hemos
encantado y hechizado con pretensiones omni-comprensivas de verdad, sin saber a “ciencia
cierta” que aquello que decimos de la realidad es realmente lo que se dice de ella; así,
entonces, todo aparecer del ser puede ser una posible apariencia y la manifestación de las
cosas —el testimonio de la conciencia— se puede presentar como el efecto de una cierta
magia.
Empezamos a hechizar un mundo en el que nos sentimos cómodos y encantados en
razones formales que los otros comienzan a creerse y con base en ellas a tener certeza de cómo viven y cómo vivimos. Don Quijote, en su delirio, comenta a Sancho la angustia de
no sentirse a gusto con lo que dicen los encantadores de su realidad:
“Los que me han encantado habrán tomado esa apariencia y semejanza; porque es
fácil a los encantadores tomar la figura que se les antoja, y habrán tomado las destos
nuestros amigos para darte a ti ocasión de que pienses lo que piensas y ponerte en un
laberinto de imaginaciones, [in-certezas] que no aciertes a salir dél, aunque tuvieses
la soga de Teseo” (De Cervantes, 1997, p. 462).
Igual que Don Quijote, podemos encontrarnos en un laberinto de in-certezas al
preguntarnos si lo que dicen los encantadores de nosotros es realmente lo que nosotros
pensamos de nosotros mismos. Este fue el desarrollo que tuvo la humanidad moderna al
mostrarnos un mundo igualitario de certezas y progresos. “El mundo social por malo que
fuera, podía ser mejorado, y mejorado para todos; sin embargo, es necesario destacar que
no se afirmaba que el individuo se volvería necesariamente mejor en el sentido moral”
(Wallerstein, 2001, p. 178). Crecimos en un mundo universal y optimista de desarrollo.
Don Quijote nos revela la modernidad de su encarcelamiento al encontrarse en medio de
máscaras impuestas sólo por la razón unívoca.
La modernidad nos ha velado la realidad al ponernos en frente celofanes de colores que
nos hacen ver al ser humano distorsionado, sin un tiempo y un lugar; es decir, a-histórico y
geo-culturalmente uniforme, vedado para reconocerle en sus especificidades. Para Lévinas,
los filósofos y científicos han hablado tan incesantemente sobre la centralidad del individuo
en este mundo moderno, que han hecho de la modernidad una promesa homogénea y lineal
de entendimiento de la vida.
Ello influyó, obviamente, en nuestra sociedad, al instaurarse instituciones que se
fundamentaron en un principio de igualdad, en el primado de una razón “justa” que
correspondiera a la cordura y al buen juicio, que superara los desmanes ocasionados por
una irracionalidad fundada en un mundo mítico. Se empieza así a asistir a una fiesta de
disfraces en la que cada participante moderno plantea su postulado formal (teorético),
aduciendo que su propuesta de sociedad progresista es más acertada que la de sus
coetáneos. La promesa de vivir en un mundo mejor hace que aceptemos la legalidad de que
somos iguales; paradójicamente, no podemos aspirar a que el sujeto sea visto en su
«verdad». “El tema del hechizamiento, de lo real o de una basta mascarada de la
apariencia que dormita en todo aparecer la atraviesa de una parte a otra” (Lévinas, 1977,
p. 10). El mismo Lévinas se pregunta: “¿Reconocería la conciencia su propio
hechizamiento, mientras está perdida en un laberinto de in-certeza y su seguridad ‘sin
escrúpulo’ se asemeja al embrutecimiento?” (Ibíd.)
En la modernidad, la filosofía y la ciencia de occidente comienzan a hacer estragos en
los procesos de la subjetividad del individuo al intentar totalizarlo en una objetividad
exterior que remite a lo observado, al ente como cosa, en un primado metodológico de
neutralidad valorativa en el que la experiencia recurre sólo al pensamiento formal y causal,
que se muestra como totalidad. La totalidad es para Lévinas el tributo que se paga por el
aplazamiento de la alienación fundamental; alienación que nos remite a un tiempo
universal, reducido a etapas y disciplinas específicas, en un intento de igualdad de derechos
humanos que en su inversión se vuelven excluyentes, así las categorías formales y
refractarias se encuentren legalmente formuladas. “En la totalidad, los individuos son
meros portadores de fuerzas que los dirigen a sus espaldas. Toman prestado un sentido
(sentido invisible fuera de ella). La unicidad de cada presente es sacrificada
incesantemente a un porvenir convocado a despejar su sentido objetivo” (Ibíd., p. 48).
En la totalidad se mira el objeto externo y se plasma explicativamente; se carece de
sentido, de la trascendencia por el significado de lo que es el objeto para ese sujeto. La
constitución del objeto en el sujeto se desvanece en prejuicios contaminadores que permiten
entenderlo como ‘real’, alejado de un contexto y purificado de las más hondas
subjetividades que pueden aniquilar la razón. El conocimiento en la totalidad se encuentra
fuera del sujeto; éste, más bien, hace parte de las regularidades estructurales que se
presentan mecánicamente en un medio natural o cultural.
Conocer totalitariamente es controlar, luego confirmar, para después legislar y, por
último, unificar en un tiempo-espacio la experiencia del individuo para hacerla objetiva.
Lévinas cuestiona la totalidad a manera de pregunta, como interpelación pero también
como contra-pregunta; es decir, como posibilidad, con la esperanza del
desenmascaramiento y deshechizamiento para liberar al sujeto de su contenido total y
desbordarlo en trascendencia de emancipación infinita: ¿Los seres particulares entregan su
verdad en un todo en el que se desvanece su exterioridad? ¿El último acontecimiento del
ser tiene lugar, por el contrario, con la irrupción de esta exterioridad?
A continuación veremos cómo la primera pregunta, en un intento fallido de la
modernidad, ha intentado universalizar a los sujetos en una razón universal y en una
objetividad de la experiencia y la historia como meta-relatos que visibiliza a individuos y
no a sujetos.
2.1 La universalidad de la razón: alienación de la singularidad en el anonimato
El afirmar que la realidad forma parte de cánones prediseñados, contenidos en paquetes
escriturales formales, hace de la Ilustración la época del buen juicio, del experto y del
poseer la mayoría de edad para desempeñarse intelectualmente en una sociedad de iguales.
Las obras (1) empiezan a ser garantes de iluminación, posibilidad para salir de la ignorancia
frente a la ignominia de ser iletrado y menor en conocimiento y verdad. En esta pretensión,
la totalidad se convierte en respuesta a partir de las obras para que los hombres empiecen a
ser guiados hacia una verdad que hasta el momento les había sido vedada.
Para Lévinas, las obras características de la totalidad reproducen la objetivación de la
intencionalidad subjetiva, separada de la singularidad de los sujetos para que éstos puedan
entregarse, en disponibilidad, a quien pueda poseerla. Las obras empiezan a carecer de
sentido, en tanto en ellas se encuentra la materialidad de los sujetos, escondiendo todo
intento de subjetividad; cada cual, en su anonimato, se esconde tras sus escritos formales,
tras sus silogismos, y muestra un mundo claro, transparente y despersonalizado, algo que
puede ser absorbido por otro anónimo, el cual construirá otra faz de objetividad sobre la
obra estudiada.
La totalidad llega entonces a alienar la singularidad; la pone en relación con la obra,
mas no con su ser en el mundo; la coloca en la pre-disposición de lo dicho y la aleja del
acontecimiento, del ser tal y como se nos presenta, para poder captarlo sin más. Los lentes
de la totalidad nos generan presbicia al ver un más allá teórico, distorsionado de lo
físicamente visible. La singularidad deja de ser singular para volverse universal, para
pensar aquello que los contenidos nos exigen considerar. La singularidad queda contenida
en la caja de la razón universal y empieza a pasar de mano en mano, predispuesta a la obra,
configurando la concretización del anonimato en la misma humanidad. Para Lévinas, esta
despersonalización es la esencia de la totalidad.
Nuestra mirada de la realidad ya no se nos vuelve extraña; empezamos a ver sus
distinciones mediante el reflejo teórico de lo que se nos muestra y la encuadramos en
marcos de obras formales que de manera determinista muestran los senderos por los que
nos debemos seguir moviendo. Así fue como las culturas occidentales-progresistas miraron
aquellas obras que necesitaban de progreso, marginales en intelectualidad y conocimiento
«científico»; primó una mono-cultura del saber en detrimento de saberes-otros que, sin
lentes formales, veían y sentían la realidad de manera distinta.
En la modernidad, aquellos sujetos que se apartaren de la razón universal no podrían
con suficiencia dar cuenta de su ser en el mundo ni de la explicación que ello comporta.
Para ser consecuente con la visión ilustrada del momento, debían ser individuos que
argumentaran sobre temas de ciencia y “que no representaran necesariamente una
singularidad indisoluble que hay que tener en cuenta para comprender la verdad objetiva,
o formal, de los procesos y de las estructuras” (Lévinas., p. 41). La obra subsume la
singularidad y resalta la razón; en lo subsumido se aniquilan también la subjetividad, la
ética, la estética, lo corpóreo (2); es decir, la encarnación en un mundo que no nos es del todo
extraño y hostil.
2.2 La objetividad de la totalidad
Unida a la razón universal, se encuentra la objetividad como ese esfuerzo que hace el
observador por ser neutral, fisiológicamente atento a todo aquello que se le presenta en el
mundo. La objetividad de la totalidad es esa mirada que se hace frente al otro y frente a lo otro que es externo, sin afectarnos.
En la objetividad, por influencia de la obra universal, el individuo pensante comienza a
tener una actitud verificacionista en aquello que hace; sospecha de lo que no es palpable a
su organismo. Le cuesta pensar que existe un más allá que no le es encubierto, pero cuyos
territorios de finitud —en la determinación de su ser— le parece imposible franquear. Junto
con la singularidad, la moral social ha sido englobada en la totalidad, en la alienación de la
subjetividad; en ella (la subjetividad), la condensación de recorridos y memorias, las voces
y aspiraciones colectivas y la trama de lenguajes y experiencias múltiples, quedan
reducidas a una objetividad que sólo muestra lo visto mediante la argumentación formal,
ocultando por ende todo aquello que le es imposible contener.
La experiencia en la totalidad no es ya una experiencia vivida, encarnada, sino una
experiencia objetiva; experiencia que remite a la formalidad de lo pensante, de la totalidad
englobante, la obturación por excelencia. Se limitará así la experiencia-objetiva al equívoco
de la alienación-trascendencia que tiene como fundamento último una corporalidad y su
ambigüedad. Es decir, un cuerpo-objeto que desea finitamente el vacío existencial de la
totalidad.
Con la experiencia-objetiva queda también reducida la historia a un tiempo absoluto,
minimizada la singularidad a sincronía (tiempo ordenado). Por tanto, la historia que nos
muestran los «historiadores e historiadoras» se remite a un sujeto de obras, de
exterioridades, de hechos y explicaciones causales. El tiempo de la totalidad es la historia
contenida en el hecho objetivo de lo sucedido que presenta el pasado como lo anecdótico y
exótico de la experiencia humana. Es el tiempo localizado en el occidente de las luces que
se esparce y recoge los tiempos-otros reconocidos como asincrónicos e irracionales porque no responden a una lógica de verdad objetiva. Los tiempo-otros desaparecen, sólo existe el tiempo universal, el que cuenta la «verdadera» historia de cómo sucedieron los hechos. El
tiempo interior, el tiempo que pertenece al hombre y la mujer singular, se obnubila y
engloba en el tiempo universal. La interioridad y la singularidad quedan sacrificadas.
Mediante la totalidad histórica, “los hombres tienen una vida interior cerrada a aquel que,
sin embargo, aprehende los movimientos globales de los grupos humanos” (Lévinas, p. 81).

Notas:
1- Por obra no se entiende el sentido amplio que la palabra denota, específicamente, como todo hacer del hombre en el mundo; sino como aquellas producciones que del intelecto humano se condensan en textos escritos que reflejan un conocimiento cerrado y objetivo de la realidad. Para Lévinas, el sujeto de obras reduce su singularidad a exterioridades que se entregan a análisis y explicaciones causales (p. 40).
2- Lo corpóreo es un adjetivo calificativo sustantivado, relativo a la corporeidad. La corporeidad es una condición concreta de presencia, participación y significación del hombre en el mundo. Como condición objetiva, la corporeidad es el substrato sobre el cual se construye la motricidad. Como vivencia subjetiva, la corporeidad es fruto de la construcción de la motricidad (Kolyniak, 2005, p. 33).