Obras de Donald Winnicott: El maestro, los padres y el médico (1936) Parte II

Volver a la primera parte de ¨El maestro, los padres y el médico (1936)¨

Si esto es válido para los médicos, lo es también para los directores de escuela. Si los directores y las directoras tuvieran tiempo, imagino que les gustaría contar con una historia detallada de la infancia y la niñez temprana de cada alumno nuevo, y la consultarían cada vez que el niño cobrara prominencia como candidato para recibir un premio o promoción, como delincuente infantil o juvenil, como posible celador del curso, como caso para la enfermería, por su contumacia o sus estallidos de furia, etcétera. Un director hace más o menos esto cuando selecciona a sus muchachos: les niega el ingreso a aquellos de quienes piensa (por sus antecedentes familiares, posición social o informes de otras escuelas) que no son adecuados para su tipo particular de colegio. Cuando elimina a los delincuentes potenciales elimina a niños, algunos de los cuales fueron hijos no queridos desde el vamos o padecieron graves traumas emocionales, seducciones, etcétera, a una tierna edad. Una historia cuidadosa de los primeros años mostraría de qué niño pueden esperarse períodos de depresión, durante los cuales todo empeño por obligarlos a alimentarse, jugar o ser felices será vano o dañino. Dicha historia nos diría qué niños serán previsiblemente tímidos y sufrirán abusos de sus compañeros, o sea cuáles tendrán que enfrentarse con una cuota mayor que la habitual de fantasías persecutorias, y por ende pueden necesitar protección frente a un maestro muy duro, el cual quizá sea perfectamente adecuado para otro tipo de niño. Esa historia nos daría también algún indicio en cuanto a los niños a quienes debe darse la oportunidad para una descarga directa de sus impulsos de odio (juegos en que se patee, muerda, mate, etcétera) y, en cambio, cuáles otros requieren más ayuda para la reparación y la restitución -la creación o recreación, más bien que la recreación, la compensación en la realidad externa del daño producido por los impulsos de odio en la realidad interna o en las fantasías inconscientes profundas-. Este último tipo de niño, sobre todo si tiene talento para alguna variedad de arte, suele necesitar muy poco despliegue o actividades agresivas directas, y hasta le molestan estos juegos. (¿No es ésta, acaso, la solución culturalmente más avanzada frente al problema del odio inconsciente? Pero a esos niños no se los hace así, son así cuando vienen a vernos y ya llevan consigo la capacidad de sufrir la depresión, que es la más noble enfermedad humana.) Estas elecciones y selecciones, y muchas más, el director de escuela avezado las realiza en un abrir y cerrar de ojos cuando entrevista al futuro alumno y sus padres. A veces me pregunto qué pasaría si se tomaran notas serias de la historia temprana del niño, cuidadosamente extraídas de la madre. ¿Se tornaría ésta suspicaz? Pero no hay duda de que si el médico le pide estos datos a la madre, demostrándole así, y demostrándose a sí mismo, el importante papel que ella ha cumplido en ese drama, se gana su confianza; en tanto que el médico que deja de lado a la madre y todo su saber especial acumulado tendrá que ser un excelente cirujano o curandero para obtener su cooperación o conservar su buena disposición. Podría seguir enumerando durante horas la forma en que un médico podría ayudar al maestro o a los padres. Por desgracia, los médicos no han recibido formación en la psicología de lo inconsciente, y por consiguiente son en su mayoría incapaces de prestar la ayuda que ahora describiré, pero en aras de la simplicidad ignoraré este punto. Los niños que tienen a su cuidado difieren de otros niños en tal o cual aspecto. A veces, uno nota diferencias extremas y se pregunta dónde termina lo normal y dónde empieza lo anormal. Un niño es más inteligente que otro, pero un tercero está siempre en el primer puesto de la clase. En este último, lo que nos impacta es su temor de no ser el primero, su temor a fracasar o a recibir de su maestra cualquier cosa que no sea un elogio. El éxito de este niño es un síntoma; a los niños más normales a veces les va mal. Tiende a esforzarse en demasía y se necesita mucha visión para guiar al niño a través de su vida escolar. El médico debería ser capaz de analizar con el maestro los problemas vinculados al precario éxito de ese niño. Sin duda, al médico no puede hacérselo a un lado, pues hay enfermedades (el mal de San Vito, por ejemplo) a las que dichos niños parecen particularmente propensos a raíz de una tensión emocional que no pueden evitar. Es lamentable que tan pocos médicos sean capaces de apreciar el complejo problema psicológico involucrado. Es fácil decir: «Hay que dar al niño un período de ocio forzado». Para empezar, un día tendrá que ganarse la vida, probablemente con su cerebro, y pasarse sin estudiar un período lectivo en un momento crítico puede ser una seria desventaja en su futura competencia con otros niños no menos ansiosos (posiblemente todos ellos quieran ser maestros, a fin de enseñarles a otros a trabajar tan duro como lo tuvieron que hacer ellos). Luego están los efectos que puede tener en un niño así un ocio o un fracaso obligados. Como no se trata la angustia que subyace a su necesidad de elogio y de éxito, durante su período de ocio ese niño puede sufrir intensamente, tener graves manifestaciones de angustia o desarrollar alguna nueva técnica para evitarla, como la construcción de ideas obsesivas, la masturbación compulsiva o la invalidez. O tal vez se deprima. Cuando deben tratar a un niño de estas características, el médico, el maestro y los padres tienen una maravillosa oportunidad para una cooperación inteligente. Por otro lado, aunque hay chicos mejores que otros en aritmética, un tercero padece una inhibición frente a las sumas (dolencia muy común en verdad, y no menos enfermiza que un dolor de garganta). El médico debe poder ayudar al maestro a decidir a qué niños hay que tratar con indiferencia, con disciplina o con psicoanálisis por su retraso en aritmética. Lo mismo cabría decir de la dificultad para hacerse de amigos (que puede significar tanto o tan poco), de la tendencia a no saber respetar las reglas del juego, de la obsesión por los helados, de la desmesurada necesidad de tener algún dinero o de desplegar la riqueza que se posee. El médico debe ser capaz de comprender los factores que están por debajo del ansioso deseo del niño de explorar tal o cual avenida del placer sensual, o todas ellas, y por cierto no sólo debe estar capacitado para examinar el corazón y los pulmones, sino también para aconsejar respecto de la necesidad de castigar al niño o de tratarlo por las cosas que no hace. Por supuesto, rara vez se tiene la posibilidad de tratarlo, pero en una conferencia como ésta, donde se examinan los ideales, no necesito disculparme si soy poco práctico. Y por otra parte, ¿quién sabe? Como consecuencia de mi charla acaso alguno de ustedes aconseje a un joven que siga la formación psicoanalítica, con lo cual se agregaría uno más a la pequeña banda de los capaces de tratar a un niño que padece una dolencia psíquica. Hay sin duda un movimiento en la dirección que señalo, pero la grave falta de personas adecuadamente adiestradas para tratar a los niños que requieren tratamiento muy pronto desalienta a los médicos y los maestros que alcanzan alguna vislumbre de comprensión en estas cuestiones. Y a un progenitor le ayuda poco y nada decirle que su hijo debería tratarse pero no es posible hacerlo. Desde luego, hay centenares de personas dispuestas a intentar lo que se llama «orientación infantil», o a mandar asistentes sociales para que sigan las huellas de los padres, o a determinar los coeficientes de inteligencia, pero, lamento decirlo, en nuestra búsqueda de individuos capaces de tratar con eficacia a los niños puede prácticamente dejárselos de lado. No sólo los niños de los barrios pobres, los niños descuidados, sino también nuestros propios hijos necesitan un tratamiento de gran complejidad técnica, pero aunque podría aprenderlo cualquier individuo de inteligencia media y de carácter estable, dicho tratamiento no está disponible. Los maestros, los padres y los médicos están cooperando con el objeto de crear una demanda de esos profesionales. En los minutos que me quedan antes del debate me explayaré un poco sobre el tema acerca del cual he atraído especialmente la atención de ustedes, el tema de la pauta de fantasías persecutorias (fundamentalmente inconscientes) que causa tantos trastornos a ciertos niños y origina, de forma indirecta, tanta incomprensión entre padres y maestros. Quisiera hacerles recordar, además, que padres, maestros y médicos tienen los mismos problemas con diversos tipos y grados de estas fantasías en sí mismos, y no hay nada más sencillo que el hecho de que la pauta de fantasía de un individuo (un niño, digamos) evoque la pauta de fantasía complementaria de otro con el cual aquél tomó contacto. Esto equivale a decir que si en la escuela hay un chico matón o prepotente, el que sufrirá las consecuencias será el niño o niña que está esperando para ser tratado con prepotencia. Más aún, la introducción experimental en una escuela de un niño dispuesto a ser maltratado tiene como resultado seguro el surgimiento de un matón y, desde luego, de los protectores de los débiles y los admiradores y acólitos del matón. Para mantener la paz, un director de escuela tiene que ocuparse tanto de evitar que entren en ella los matones como de que entren las víctimas potenciales. El niño típico no pierde contacto con los sentimientos que corresponden a las fantasías inconscientes, los cuales fácilmente se encauzan hacia un saber devorador, hacia los juegos de guerra y prisioneros, o a aquel en que se imita a la directora estricta y los alumnos dóciles (juego favorito de las niñas pequeñas), así como a los juegos establecidos convencionales. Pero cuando las fantasías resultan más aterradoras para quien las tiene, o han sido más profundamente reprimidas, los sentimientos correspondientes no están disponibles para su expresión indirecta en el trabajo o el juego infantiles, ni lo estarán más adelante para su expresión en las tareas del adulto. Un chico así desfavorecido puede ser particularmente atractivo para el observador casual o sentimental, a quien le encantará ver que no hay en el niño signo alguno de la agresividad o el odio ordinarios. El médico debe poder ayudar al maestro y a los padres a distinguir a un chico de esta índole de aquel otro de aspecto similar pero cuya falta de despliegue de juegos de odio es parte de su apego natural a los objetos internos, a las cosas y las personas de su realidad interna, y que probablemente tenga algún talento que le permite contactarse con la realidad externa a través de su modo especial de abordar los conflictos interiores, dado que nosotros, en su realidad externa, lo valoramos por sus escritos, sus poemas, sus obras o ejecuciones musicales, sus dibujos o pinturas, etcétera. Estos tipos de niños pueden estar teóricamente relacionados, y uno puede trocarse en el otro, pero en tanto que uno necesita urgente tratamiento, al otro puede dejárselo librado a que genere su propia salvación. Mi opinión es que ni el maestro ni el padre pueden formarse un juicio adecuado sobre estos problemas por sí solos, y en cambio con la consulta y la ayuda de una tercera persona comprensiva (llamémosle el médico) a menudo les es posible llegar a una conclusión muy clara. A fin de aclarar este punto, citaré el caso de una niña de once años, muy suave y delicada, traída a consulta porque era algo más nerviosa que los demás niños de la familia. Tenía un dulce temperamento, pero nadie se le podía acercar realmente, y carecía de amigas íntimas. La maestra se mostró sumamente perspicaz; me dijo: «Mire, doctor, yo también soy muy nerviosa, y de chica era terriblemente nerviosa, y comprendo a los chicos nerviosos. He tenido chicos que vinieron temerosos de todo lo que pasaba en su casa, y después de algunas semanas conmigo cobraron confianza y pudo encaminárselos perfectamente hacia la normalidad». (El cuadro que trazó de sí misma me fue luego confirmado por otras fuentes; como maestra, tenía un éxito particular con los niños nerviosos.) «Pero – prosiguió- esta chica es diferente de todos los demás; aparenta ser afable y de buen talante, pero no reacciona. No puedo entender por qué, y realmente me molesta no poder ayudarla.» En mi contacto preliminar con la niña no pude establecer un diagnóstico claro, pero durante su psicoanálisis (que fue realizado por un amigo mío a quien la mayoría de ustedes conocen) se encontraron profundas fantasías inconscientes que contenían perseguidores de fuerza excepcional, a punto tal que si la niña había conseguido evitar los delirios de persecución (externamente real) fue gracias a sus constantes y duros esfuerzos. Había mantenido una apariencia de normalidad, pero no pudo permitir que los sentimientos de sus fantasías profundas ingresaran en el goce del juego o la búsqueda del saber. Si alguien se mostraba particularmente amable con ella, interpretaba que le estaba tendiendo una trampa. De ahí que «no reaccionara». A medida que avanzó el análisis y fueron analizadas estas ideas persecutorias, se volvieron menos fuertes, menos aterradoras y reprimidas, y su energía quedó disponible para el trabajo y el juego normales. Se transformó en una escolar común, dichosa, que disfrutaba del juego y del trabajo y era normalmente traviesa; dicho sea de paso, pasó a ser la segunda madre de los niños más pequeños de la gran familia de su madre. Vi a la maestra cuando el tratamiento se acercaba a su fin, y se había olvidado de sus sentimientos de un año atrás. Todo lo que pudo decirme es que la niña era enteramente normal y feliz, de hecho una de las más responsables de su clase; no se le ocurría por qué había sido sometida al tratamiento. Este caso ilustra el de los niños que necesitan tratamiento, a diferencia del artista o poeta escolar, quien sólo precisa permiso para seguir su camino, deprimirse, o bien deprimirse y exaltarse alternadamente, y alguna persona competente que critique sus producciones. Los niños que se debaten con fantasías persecutorias internas pueden ser impulsados por el temor a entrar en una relación con otros niños en la que sensualizan su sufrimiento y sometimiento. Buscan y encuentran a alguien que es llevado por el temor a la sensualización de la crueldad o el dominio. Se meten fácilmente en problemas y a veces hay que expulsarlos de la escuela, pero en realidad están enfermos. O tal vez se manejen bastante bien hasta quedar involucrados (quizá por accidente) en algún complot o aventura. Los demás participantes en la travesura son castigados y luego el mundo vuelve para ellos a la normalidad; pero en el caso de los niños que estamos examinando, queda destapado un depósito de sentimientos de culpa. Pueden enfermar de diarrea o tener ataques de hígado, o el temor los llevará a atacar a una persona de autoridad o dañar los edificios escolares. Estas manifestaciones de temor necesitan ser encaradas con suma habilidad. Pero la tarea del maestro al ocuparse de estos trastornos manifiestos es leve en comparación con la que tiene al ocuparse de los ocultos. Los niños asediados por fantasías inconscientes persecutorias anormalmente intensas suelen ingeniárselas para pasarla bastante bien en la escuela, pero llevan a su hogar historias según las cuales fueron maltratados o descuidados allí. Aquí interviene el médico. A menudo los médicos son consultados por padres que quieren contar con su apoyo para hacer frente a maestros crueles, en especial en las grandes ciudades, donde los padres se sienten permanentemente vigilados por la ley bajo la forma del «inspector escolar» (1). Si el niño les relata a los padres con lujo de detalles de qué manera es maltratado en la escuela, ¿qué pueden ellos creer? He investigado personalmente muchos de estos casos y llegué a la siguiente conclusión: gran número de estas acusaciones de los niños son ciertas. El hecho es que los niños que describo suscitan los peores aspectos de sus maestros; tienen una gran necesidad interna de encontrar y probar en la realidad externa una relación de «crueldad y sufrimiento» donde puedan depositar sus fantasías, que amenazan con convertirse en ideas delirantes. Si uno indaga un poco, probablemente comprobará que el maestro no tiene problemas con los demás niños, ni es en general una persona cruel; o si lo es, rara vez el niño que se queja de ello es normal en este aspecto particular de mi presente tesis. La comprensión de la psicología inherente a las quejas por maltratos de los maestros y el reconocimiento de la intensidad de las fuerzas que operan bajo la superficie suelen posibilitar que uno genere cambios temporarios o incluso permanentes. En algunas circunstancias basta con hacer alguna broma respecto del maestro, o sea dar al niño y a sus padres permiso para reírse del monstruo detestable, ya que la risa es una forma legítima de odio. Si las dificultades son más serias tal vez se precise un cambio de clase, lo que equivale a una capitulación parcial frente al niño. En los casos extremos, reaparecerán las persecuciones o habrá ideas delirantes fácilmente comprobables. Los maestros y los médicos no tienen que perder el tiempo buscando un procedimiento correcto para estos niños gravemente enfermos, que por supuesto necesitan tratamiento. Más allá de estas quejas graves, se hallará toda clase de quejas sobre las normas y las reglamentaciones, sobre la inhumana rigidez de las reglas y las convenciones, y sobre los castigos. A veces los que más se quejan son los niños que más necesitan el alivio que brindan estas reglas y castigos a los sentimientos de culpa. Nuevamente, un médico comprensivo puede hacerle entender al progenitor lo que sucede, y así salvar al maestro de vituperaciones perturbadoras. Confío en que me perdonarán haber vagabundeado por el país que me pidieron que les describiera, en lugar de viajar sistemáticamente por él. Por cierto que no intenté trazar ningún mapa. Podrán señalarme muchos monumentos históricos que no hemos visitado y cantinas de cuya buena cerveza no hice la alabanza; sólo espero que hayan encontrado en mi descripción algo que les despertase recuerdos del vasto conocimiento que ustedes ya poseen sobre el territorio que abarcan las palabras «El maestro, los padres y el médico». Notas: (1) Representante de la autoridad educativa cuya función consistía en asegurar que los niños en edad escolar asistieran a la escuela. Donald Winnicott, 1896-1971