Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930) Capítulo II

El malestar en la cultura (1930)

II

El malestar en la cultura. Cap II – S. Freud

El malestar en la cultura (1930)

II

En El porvenir de una ilusión (1927c) no traté tanto de las fuentes más profundas del
sentimiento religioso como de lo que el hombre común entiende por su religión: el sistema de doctrinas y promesas que por un lado le esclarece con envidiable exhaustividad los enigmas de este mundo, y por otro le asegura que una cuidadosa Providencia vela por su vida y resarcirá todas las frustraciones padecidas en el más acá. El hombre común no puede representarse esta Providencia sino en la persona de un Padre de grandiosa envergadura. Sólo un Padre así puede conocer las necesidades de la criatura, enternecerse con sus súplicas, aplacarse ante los signos de su arrepentimiento. Todo esto es tan evidentemente infantil, tan ajeno a toda realidad efectiva, que quien profese un credo humanista se dolerá pensando en que la gran
mayoría de los mortales nunca podrán elevarse por encima de esa concepción de la vida. Y
abochorna aún más comprobar cuántos de nuestros contemporáneos, aunque ya han inteligido lo insostenible de esa religión, se empeñan en defenderla palmo a palmo en una lamentable retirada. Uno querría mezclarse entre los creyentes para arrojar a la cara de los filósofos que creen salvar al Dios de la religión sustituyéndolo por un principio impersonal, vagarosamente abstracto, esta admonición: «¡No mencionarás el Santo Nombre de Dios en vano! ». Pues si algunos de los más excelsos espíritus del pasado hicieron lo mismo, no es lícito invocar su
ejemplo: sabemos por qué se vieron obligados a ello.
Volvamos entonces al hombre común y a su religión, la única que debe llevar ese nombre. Lo
primero que nos sale al paso es la famosa afirmación de uno de nuestros más grandes literatos
y sabios, que se pronuncia sobre el vínculo de la religión con el arte y la ciencia. Dice:
«Quien posee ciencia y arte,
tiene también religión;
y quien no posee aquellos dos,
¡pues que tenga religión!».
(1)
Por un lado, esta sentencia opone la religión a las dos realizaciones supremas del ser
humano; por el otro, asevera que son compatibles o sustituibles entre sí en cuanto a su valor
vital. De modo que si queremos impugnarle al hombre común [que no posee ciencia ni arte] su
religión, es evidente que la autoridad del poeta no está de nuestra parte. Ensayemos un cierto
camino para aproximarnos a una apreciación de su enunciado. La vida, como nos es impuesta,
resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para soportarla, no
podemos prescindir de calmantes. («Eso no anda sin construcciones auxiliares», nos ha dicho
Theodor Fontane (2) .) Los hay, quizá, de tres clases: poderosas distracciones, que nos hagan
valuar en poco nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas, que la reduzcan, y sustancias
embriagadoras que nos vuelvan insensibles a ellas. Algo de este tipo es indispensable (3). A las
distracciones apunta Voltaire cuando, en su Cándido, deja resonando el consejo de cultivar
cada cual su jardín; una tal distracción es también la actividad científica. Las satisfacciones
sustitutivas, como las que ofrece el arte, son ilusiones respecto de la realidad, mas no por ello
menos efectivas psíquicamente, merced al papel que la fantasía se ha conquistado en la vida
anímica. Las sustancias embriagadoras influyen sobre nuestro cuerpo, alteran su quimismo. No es sencillo indicar el puesto de la religión dentro de esta serie. Tendremos que proseguir nuestra busca.
Innumerables veces se ha planteado la pregunta por el fin de la vida humana; todavía no ha
hallado una respuesta satisfactoria, y quizá ni siquiera la consienta. Entre quienes la buscaban,
muchos han agregado: Si resultara que la vida no tiene fin alguno, perdería su valor. Pero esta
amenaza no modifica nada. Parece, más bien, que se tiene derecho a desautorizar la pregunta
misma. Su premisa parece ser esa arrogancia humana de que conocemos ya tantísimas
manifestaciones. Respecto de la vida de los animales, ni se habla de un fin, a menos que su
destinación consista en servir al hombre. Lástima que tampoco esto último sea sostenible, pues
son muchos los animales con que el hombre no sabe qué hacer -como no sea describirlos,
clasificarlos y estudiarlos-, y aun incontables especies escaparon a este uso, pues vivieron y se
extinguieron antes que el hombre estuviera ahí para verlas. También aquí, sólo la religión sabe
responder a la pregunta por el fin de la vida. Difícilmente se errará si se juzga que la idea misma de un fin de la vida depende por completo del sistema de la religión.
Por eso pasaremos a una pregunta menos pretenciosa: ¿Qué es lo que los seres humanos
mismos dejan discernir, por su conducta, como fin y propósito de su vida? ¿Qué es lo que
exigen de ella, lo que en ella quieren alcanzar? No es difícil acertar con la respuesta: quieren
alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla. Esta aspiración tiene dos costados, una
meta positiva y una negativa: por una parte, quieren la ausencia de dolor y de displacer; por la
otra, vivenciar intensos sentimientos de placer. En su estricto sentido literal, «dicha» se refiere
sólo a lo segundo. En armonía con esta bipartición de las metas, la actividad de los seres
humanos se despliega siguiendo dos direcciones, según que busque realizar, de manera
predominante o aun exclusiva, una u otra de aquellas.
Es simplemente, como bien se nota, el programa del principio de placer el que fija su fin a la
vida. Este principio gobierna la operación del aparato anímico desde el comienzo mismo; sobre
su carácter acorde a fines no caben dudas, no obstante lo cual su programa entra en querella
con el mundo entero, con el macrocosmos tanto como con el microcosmos. Es absolutamente
irrealizable, las disposiciones del Todo -sin excepción- lo contrarían; se diría que el propósito de
que el hombre sea «dichoso» no está contenido en el plan de la «Creación». Lo que en sentido
estricto se llama «felicidad» corresponde a la satisfacción más bien repentina de necesidades
retenidas, con alto grado de estasis, y por su propia naturaleza sólo es posible como un
fenómeno episódico. Si una situación anhelada por el principio de placer perdura, en ningún
caso se obtiene más que un sentimiento de ligero bienestar; estamos organizados de tal modo
que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado (4). Ya
nuestra constitución, pues, limita nuestras posibilidades de dicha. Mucho menos difícil es que
lleguemos a experimentar desdicha. Desde tres lados amenaza el sufrimiento; desde el cuerpo
propio, que, destinado a la ruina y la disolución, no puede prescindir del dolor y la angustia como
señales de alarma; desde el mundo exterior, que puede abatir sus furias sobre nosotros con
fuerzas hiperpotentes, despiadadas, destructoras; por fin, desde los vínculos con otros seres
humanos. Al padecer que viene de esta fuente lo sentimos tal vez más doloroso que a cualquier
otro; nos inclinamos a verlo como un suplemento en cierto modo superfluo, aunque acaso no
sea menos inevitable ni obra de un destino menos fatal que el padecer de otro origen.
No es asombroso, entonces, que bajo la presión de estas posibilidades de sufrimiento los
seres humanos suelan atemperar sus exigencias de dicha, tal como el propio principio de
placer se trasformó, bajo el influjo del mundo exterior, en el principio de realidad, más modesto;
no es asombroso que se consideren dichosos si escaparon a la desdicha, si salieron indemnes
del sufrimiento, ni tampoco que dondequiera, universalmente, la tarea de evitar este relegue a
un segundo plano la de la ganancia de placer. La reflexión enseña que uno puede ensayar
resolver esta tarea por muy diversos caminos; todos han sido recomendados por las diversas
escuelas de sabiduría de la vida, y fueron también emprendidos por los seres humanos. Una
satisfacción irrestricta de todas las necesidades quiere ser admitida como la regla de vida más
tentadora, pero ello significa anteponer el goce a la precaución, lo cual tras breve ejercicio
recibe su castigo. Los otros métodos, aquellos cuyo principal propósito es la evitación de
displacer, se diferencian según la fuente do este último a que dediquen mayor atención. Hay ahí
procedimientos extremos y procedimientos atemperados; los hay unilaterales, y otros que
atacan de manera simultánea en varios frentes. Una soledad buscada, mantenerse alejado de
los otros, es la protección más inmediata que uno puede procurarse contra las penas que
depare la sociedad de los hombres. Bien se comprende: la dicha que puede alcanzarse por
este camino es la del sosiego. Del temido mundo exterior no es posible protegerse excepto
extrañándose de él de algún modo, si es que uno quiere solucionar por sí solo esta tarea. Hay
por cierto otro camino, un camino mejor: como miembro de la comunidad, y con ayuda de la
técnica guiada por la ciencia, pasar a la ofensiva contra la naturaleza y someterla a la voluntad
del hombre. Entonces se trabaja con todos para la dicha de todos. Empero, los métodos más
interesantes de precaver el sufrimiento son los que procuran influir sobre el propio organismo.
Es que al fin todo sufrimiento es sólo sensación, no subsiste sino mientras lo sentimos, y sólo
lo sentimos a consecuencia de ciertos dispositivos de nuestro organismo.
El método más tosco, pero también el más eficaz, para obtener ese influjo es el químico: la
intoxicación. No creo que nadie haya penetrado su mecanismo, pero el hecho es que existen
sustancias extrañas al cuerpo cuya presencia en la sangre y los tejidos nos procura
sensaciones directamente placenteras, pero a la vez alteran de tal modo las condiciones de
nuestra vida sensitiva que nos vuelven incapaces de recibir mociones de displacer. Ambos
efectos no sólo son simultáneos; parecen ir estrechamente enlazados entre sí. Pero también
dentro de nuestro quimismo propio deben de existir sustancias que provoquen parecidos
efectos, pues conocemos al menos un estado patológico, el de la manía, en que se produce
esa conducta como de alguien embriagado sin que se haya introducido el tóxico embriagador.
Además, nuestra vida anímica normal presenta oscilaciones que van de una mayor a una
menor dificultad en el desprendimiento de placer, paralelamente a las cuales sobreviene una
receptividad reducida o aumentada para el displacer. Es muy de lamentar que este aspecto
tóxico de los procesos anímicos haya escapado hasta ahora a la investigación científica. Lo que
se consigue mediante las sustancias embriagadoras en la lucha por la felicidad y por el
alejamiento de la miseria es apreciado como un bien tan grande que individuos y aun pueblos
enteros les han asignado una posición fija en su economía libidinal. No sólo se les debe la
ganancia inmediata de placer, sino una cuota de independencia, ardientemente anhelada,
respecto del mundo exterior. Bien se sabe que con ayuda de los «quitapenas» es posible
sustraerse en cualquier momento de la presión de la realidad y refugiarse en un mundo propio,
que ofrece mejores condiciones de sensación. Es notorio que esa propiedad de los medios
embriagadores determina justamente su carácter peligroso y dañino. En ciertas circunstancias,
son culpables de la inútil dilapidación de grandes montos de energía que podrían haberse
aplicado a mejorar la suerte de los seres humanos.
Ahora bien, el complejo edificio de nuestro aparato anímico permite toda una serie de modos de
influjo, además del mencionado. Así como satisfacción pulsional equivale a dicha, así también
es causa de grave sufrimiento cuando el mundo exterior nos deja en la indigencia, cuando nos
rehusa la saciedad de nuestras necesidades. Por tanto, interviniendo sobre estas mociones
pulsionales uno puede esperar liberarse de una parte del sufrimiento. Este modo de defensa
frente al padecer ya no injiere en el aparato de la sensación; busca enseñorearse de las fuentes
internas de las necesidades. De manera extrema, es lo que ocurre cuando se matan las
pulsiones, como enseña la sabiduría oriental y lo practica el yoga. Si se lo consigue, entonces
se ha resignado toda otra actividad (se ha sacrificado la vida), para recuperar, por otro camino,
sólo la dicha del sosiego. Con metas más moderadas, es la misma vía que se sigue cuando
uno se limita a proponerse el gobierno sobre la propia vida pulsional. Las que entonces
gobiernan son las instancias psíquicas más elevadas, que se han sometido al principio de
realidad. Así, en modo alguno se ha resignado el propósito de la satisfacción; no obstante, se
alcanza cierta protección del sufrimiento por el hecho de que la insatisfacción de las pulsiones
sometidas no se sentirá tan dolorosa como la de las no inhibidas. Pero a cambio de ello, es
innegable que sobreviene una reducción de las posibilidades de goce. El sentimiento de dicha
provocado por la satisfacción de una pulsión silvestre, no domeñada por el yo, es
incomparablemente más intenso que el obtenido a raíz de la saciedad de una pulsión enfrenada.
Aquí encuentra una explicación económica el carácter incoercible de los impulsos perversos, y
acaso también el atractivo de lo prohibido como tal.
Otra técnica para la defensa contra el sufrimiento se vale de los desplazamientos libidinales que
nuestro aparato anímico consiente, y por los cuales su función gana tanto en flexibilidad. He aquí
la tarea a resolver: es preciso trasladar las metas pulsionales de tal suerte que no puedan ser
alcanzadas por la denegación del mundo exterior. Para ello, la sublimación de las pulsiones
presta su auxilio. Se lo consigue sobre todo cuando uno se las arregla para elevar
suficientemente la ganancia de placer que proviene de las fuentes de un trabajo psíquico e
intelectual. Pero el destino puede mostrarse adverso. Satisfacciones como la alegría del artista
en el acto de crear, de corporizar los productos de su fantasía, o como la que procura al
investigador la solución de problemas y el conocimiento de la verdad, poseen una cualidad
particular que, por cierto, algún día podremos caracterizar metapsicológicamente. Por ahora
sólo podemos decir, figuralmente, que nos aparecen «más finas y superiores», pero su
intensidad está amortiguada por comparación a la que produce saciar mociones pulsionales
más groseras, primarias; no conmueven nuestra corporeidad. Ahora bien, los puntos débiles de
este método residen en que no es de aplicación universal, pues sólo es asequible para pocos
seres humanos. Presupone particulares disposiciones y dotes, no muy frecuentes en el grado
requerido. Y ni siquiera a esos pocos puede garantizarles una protección perfecta contra el
sufrimiento; no les procura una coraza impenetrable para los dardos del destino y suele fallar
cuando la fuente del padecer es el cuerpo propio (5).
Sí ya en el procedimiento anterior era nítido el propósito de independizarse del mundo exterior,
pues uno buscaba sus satisfacciones en procesos internos, psíquicos, esos mismos rasgos
cobran todavía mayor realce en el que sigue. En él se afloja aún más el nexo con la realidad; la
satisfacción se obtiene con ilusiones admitidas como tales, pero sin que esta divergencia suya
respecto de la realidad efectiva arruine el goce. El ámbito del que provienen estas ilusiones es el
de la vida de la fantasía; en su tiempo, cuando se consumó el desarrollo del sentido de la
realidad, ella fue sustraída expresamente de las exigencias del examen de realidad y quedó
destinada al cumplimiento de deseos de difícil realización. Cimero entre estas satisfacciones de
la fantasía está el goce de obras de arte, accesible, por mediación del artista, aun para quienes
no son creadores (6). Las personas sensibles al influjo del arte nunca lo estimarán
demasiado como fuente de placer y consuelo en la vida. Empero, la débil narcosis que el arte
nos causa no puede producir más que una sustracción pasajera de los apremios de la vida; no
es lo bastante intensa para hacer olvidar una miseria objetiva {real}.
Hay otro procedimiento más enérgico y radical. Discierne el único enemigo en la realidad, que
es la fuente de todo padecer y con la que no se puede convivir; por eso es preciso romper todo
vínculo con ella, si es que uno quiere ser dichoso en algún sentido. El eremita vuelve la espalda
a este mundo, no quiere saber nada con él. Pero es posible hacer algo más: pretender
recrearlo, edificar en su remplazo otro donde sus rasgos más insoportables se hayan eliminado
y sustituido en el sentido de los deseos propios. Por regla general, no conseguirá nada quien
emprenda este camino hacía la dicha en sublevación desesperada; la realidad efectiva es
demasiado fuerte para él. Se convierte en un delirante que casi nunca halla quien lo ayude a
ejecutar su delirio. Empero, se afirmará que cada uno de nosotros se comporta en algún punto
como el paranoico, corrige algún aspecto insoportable del mundo por una formación de deseo e
introduce este delirio en lo objetivo {die Realitat}. Particular significatividad reclama el caso en
que un número mayor de seres humanos emprenden en común el intento de crearse un seguro
de dicha y de protección contra el sufrimiento por medio de una trasformación delirante de la
realidad efectiva. No podemos menos que caracterizar como unos tales delirios de masas a las
religiones de la humanidad. Quien comparte el delirio, naturalmente, nunca lo discierne como
tal.
No creo que sea exhaustivo este recuento de los métodos mediante los cuales los seres
humanos se empeñan en obtener la felicidad y mantener alejado el sufrimiento. Sé, además,
que el material admitiría otros ordenamientos. Todavía no he mencionado uno de esos métodos,
no por haberlo olvidado, sino porque nos ocupará en otro contexto. ¡Y cómo se podría olvidar
justamente esta técnica del arte de vivir! Se distingue por la más asombrosa reunión de rasgos
característicos. Desde luego, también aspira a independizarnos del «destino» -es el mejor
nombre que podemos darle- y, con tal propósito, sitúa la satisfacción en procesos anímicos
internos; para ello se vale de la ya mencionada desplazabilidad de la libido, pero no se extraña
del mundo exterior, sino que, al contrario, se aferra a sus objetos y obtiene la dicha a partir de
un vínculo de sentimiento con ellos. Tampoco se da por contento con la meta de evitar
displacer, fruto por así decir de un resignado cansancio; más bien no hace caso de esa meta y
se atiene a la aspiración originaria, apasionada, hacia un cumplimiento positivo de la dicha. Y
quizá se le aproxime efectivamente más que cualquier otro método. Me estoy refiriendo, desde
luego, a aquella orientación de la vida que sitúa al amor en el punto central, que espera toda
satisfacción del hecho de amar y ser-amado. Una actitud psíquica de esta índole está al alcance
de todos nosotros; una de las formas de manifestación del amor, el amor sexual, nos ha
procurado la experiencia más intensa de sensación placentera avasalladora, dándonos así el
arquetipo para nuestra aspiración a la dicha. Nada más natural que obstinarnos en buscar la
dicha por el mismo camino siguiendo el cual una vez la hallamos. El lado débil de esta técnica
de vida es manifiesto; si no fuera por él, a ningún ser humano se le habría ocurrido cambiar por
otro este camino hacia la dicha. Nunca estamos menos protegidos contra las cuitas que
cuando amamos; nunca más desdichados y desvalidos que cuando hemos perdido al objeto
amado o a su amor. Pero la técnica de vida fundada en el valor de felicidad del amor no se
agota con esto: queda aún mucho por decir.
Aquí puede situarse el interesante caso en que la felicidad en la vida se busca sobre todo en el
goce de la belleza, dondequiera que ella se muestre a nuestros sentidos y a nuestro juicio: la
belleza de formas y gestos humanos, de objetos naturales y paisajes, de creaciones artísticas y
aun científicas. Esta actitud estética hacia la meta vital ofrece escasa protección contra la
posibilidad de sufrir, pero puede resarcir de muchas cosas. ¡El goce de la belleza se acompaña
de una sensación particular, de suave efecto embriagador. Por ninguna parte se advierte la
utilidad de la belleza; tampoco se alcanza a inteligir su necesidad cultural, a pesar de lo cual la
cultura no podría prescindir de ella. La ciencia de la estética indaga las condiciones bajo las
cuales se siente lo bello; no ha podido brindar esclarecimiento alguno acerca de la naturaleza y
origen de la belleza; como es habitual, la ausencia de resultados se encubre mediante un gasto
de palabras altisonantes y de magro contenido. Por desdicha, también el psicoanálisis sabe
decir poquísimo sobre la belleza. Al parecer, lo único seguro es que deriva del ámbito de la
sensibilidad sexual; sería un ejemplo arquetípico de una moción de meta inhibida. La «belleza» y
el «encanto»(7) son originariamente propiedades del objeto sexual. Digno de notarse es que
los genitales mismos, cuya visión tiene siempre efecto excitador, casi nunca se aprecian como
bellos; en cambio, el carácter de la belleza parece adherir a ciertos rasgos sexuales
secundarios.
A pesar del carácter no exhaustivo [del recuento], me atrevo a exponer ya algunas
puntualizaciones como cierre de nuestra indagación. El programa que nos impone el principio
de placer, el de ser felices, es irrealizable; empero, no es lícito -más bien: no es posibleresignar
los empeños por acercarse de algún modo a su cumplimiento. Para esto pueden
emprenderse muy diversos caminos, anteponer el contenido positivo de la meta, la ganancia de
placer, o su contenido negativo, la evitación de displacer. Por ninguno de ellos podemos
alcanzar todo lo que anhelamos. Discernir la dicha posible en ese sentido moderado es un
problema de la economía libidinal del individuo. Sobre este punto no existe consejo válido para
todos; cada quien tiene que ensayar por sí mismo la manera en que puede alcanzar la
bienaventuranza (8). Los más diversos factores intervendrán para indicarle el camino de su
opción. Lo que interesa es cuánta satisfacción real pueda esperar del mundo exterior y la
medida en que sea movido a independizarse de él; en último análisis, por cierto, la fuerza con
que él mismo crea contar para modificarlo según sus deseos. Ya en esto, además de las
circunstancias externas, pasará a ser decisiva la constitución psíquica del individuo. Si es
predominantemente erótico, antepondrá los vínculos de sentimiento con otras personas; si
tiende a la autosuficiencia narcisista, buscará las satisfacciones sustanciales en sus procesos
anímicos internos; el hombre de acción no se apartará del mundo exterior, que le ofrece la
posibilidad de probar su fuerza (9). En el caso de quien tenga una posición
intermedia entre estos tipos, la índole de sus dotes y la medida de sublimación de pulsiones que
pueda efectuar determinarán dónde haya de situar sus intereses. Toda decisión extrema será
castigada, exponiéndose el individuo a los peligros que conlleva la insuficiencia de la técnica de
vida elegida con exclusividad. Así como el comerciante precavido evita invertir todo su capital en
un solo lugar, podría decirse que la sabiduría de la vida aconseja no esperar toda satisfacción
de una aspiración única. El éxito nunca es seguro; depende de la coincidencia de muchos
factores, y quizás en grado eminente de la capacidad de la constitución psíquica para adecuar
su función al medio circundante y aprovecharlo para la ganancia de placer. Quien nazca con
una constitución pulsional particularmente desfavorable y no haya pasado de manera regular
por la trasformación y reordenamiento de sus componentes libidinales, indispensables para su
posterior productividad, encontrará arduo obtener felicidad de su situación exterior, sobre todo si
se enfrenta a tareas algo difíciles. Como última técnica de vida, que le promete al menos
satisfacciones sustitutivas, se le ofrece el refugio en la neurosis, refugio que en la mayoría de
los casos consuma ya en la juventud. Quien en una época posterior de su vida vea fracasados
sus empeños por obtener la dicha, hallará consuelo en la ganancia de placer de la intoxicación
crónica, o emprenderá el desesperado intento de rebelión de la psicosis (10).
La religión perjudica este juego de elección y adaptación imponiendo a todos por igual su camino para conseguir dicha y protegerse del sufrimiento. Su técnica consiste en deprimir el valor de la vida y en desfigurar de manera delirante la imagen del mundo real, lo cual presupone el amedrentamiento de la inteligencia. A este precio, mediante la violenta fijación a un
infantilismo psíquico y la inserción en un delirio de masas, la religión consigue ahorrar a muchos seres humanos la neurosis individual. Pero difícilmente obtenga algo más; según dijimos, son muchos los caminos que pueden llevar a la felicidad tal como es asequible al hombre, pero ninguno que lo guíe con seguridad hasta ella. Tampoco la religión puede mantener su promesa.
Cuando a la postre el creyente se ve precisado a hablar de los «inescrutables designios» de
Dios, no hace sino confesar que no le ha quedado otra posibilidad de consuelo ni fuente de
placer en el padecimiento que la sumisión incondicional. Y toda vez que está dispuesto a ella,
habría podido ahorrarse, verosímilmente, aquel rodeo.

Continúa en ¨El malestar en la cultura (1930) Capítulo III¨

Notas:

1- Goethe, Zabmen Xenien IX (obra póstuma).
2- [En su novela Effi Briest (1895).]
3- Lo mismo dice Wílhelm Busch en Die Fromme Helene, en un nivel más bajo: «Quien tiene cuitas, también tiene licor».
4- Goethe hasta llega a advertirnos que «nada es más difícil de soportar que una sucesión de días hermosos» [Weimar, 1810-12]. Tal vez sea una exageración.
5- Cuando no hay una disposición particular que prescriba imperiosamente la orientación de los intereses vitales, el trabajo profesional ordinario, accesible a cualquier persona, puede ocupar el sitio que le indica el sabio consejo de Voltaire. En el marco de un panorama sucinto no se puede apreciar de manera satisfactoria el valor del trabajo para la economía libidinal. Ninguna otra técnica de conducción de la vida liga al individuo tan firmemente a la realidad como la insistencia en el trabajo, que al menos lo inserta en forma segura en un fragmento de la realidad, a saber, la comunidad humana. La posibilidad de desplazar sobre el trabajo profesional y sobre los vínculos humanos que con él se enlazan una considerable medida & componentes libidinosos, narcisistas, agresivos y hasta eróticos le confiere un valor que no le va en zaga a su carácter indispensable para afianzar y justificar la vida en sociedad. La actividad profesional brinda una satisfacción particular cuando ha sido elegida libremente, o sea, cuando permite volver utilizables mediante sublimación inclinaciones existentes, mociones pulsionales proseguidas o reforzadas constitucionalmente. No obstante, el trabajo es poco apreciado, como vía hacia la felicidad, por los seres humanos. Uno no se esfuerza hacia él como hacia las otras posibilidades de satisfacción. La gran mayoría de los seres humanos sólo trabajan forzados a ello, y de esta natural aversión de los hombres al trabajo derivan los más difíciles problemas sociales.
6- Cf. «Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico» (1911b) y la 23ª de mis Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17).
7- [La palabra alemana «Reiz» significa tanto «encanto» como «estímulo». Freud había expuesto una argumentación similar en la primera edición de los Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, pág, 191, así como en una nota agregada a esa obra en 1915, ibid., pág, 142.]
8- [Se alude aquí a una frase atribuida a Federico el Grande: «En mi dominio cada hombre puede alcanzar la bienaventuranza a su manera». Freud ya la había citado poco antes en ¿Pueden los legos ejercer el análisis? (1926e), AE, 20, pág. 222.]
9- [Freud desarrolla más sus ideas acerca de estos diferentes tipos humanos en su trabajo «Tipos libidinales» (1931a), infra, págs. 219 y sigs. ]
10- [Nota agregada en 1931:] Me urge indicar al menos una de las lagunas que han quedado en la exposición del texto. Una consideración de las posibilidades humanas de dicha no debiera omitir tomar en cuenta la proporción relativa del narcisismo respecto de la libido de objeto. Es preciso saber qué significa para la economía libidinal bastarse, en lo esencial, a sí mismo.

Autor: psicopsi

Sitio dedicado a la divulgación de material de estudio. Psicoanálisis, psicología, antropología, sociología, filosofía y toda ciencia, disciplina y práctica dedicada al estudio del ser humano

Deja una respuesta