Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930), Cpítulo VI

El malestar en la cultura

VI

El malestar en la cultura

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En ninguno de mis trabajos he tenido como en este la sensación de exponer cosas
archisabidas, gastar papel y tinta, y hacer trabajar al tipógrafo y al impresor meramente para
referir cosas triviales. Por eso cojo al vuelo lo que al parecer ha resultado, a saber, que el
reconocimiento de una pulsión de agresión especial, autónoma, implicaría una modificación de la doctrina psicoanalítica de las pulsiones.
Se demostrará que no hay tal, que tan sólo se trata de dar mayor relieve a un giro consumado
hace mucho tiempo y perseguirlo en sus consecuencias. El conjunto de la teoría analítica ha
progresado lentamente; pero de todas sus piezas, la doctrina de las pulsiones es aquella donde
más trabajosos resultaron los tanteos de avance (1). Empero, era tan indispensable
para el todo, que se debía poner algo en el lugar correspondiente. En el completo desconcierto
de los comienzos, me sirvió como primer punto de apoyo el dicho de Schiller, el filósofo poeta:
«hambre y amor» mantienen cohesionada la fábrica del mundo (2). El hambre podía
considerarse el subrogado de aquellas pulsiones que quieren conservar al individuo, en tanto
que el amor pugna por alcanzar objetos; su función principal, favorecida de todas las maneras
por la naturaleza, es la conservación de la especie. Así, al comienzo se contrapusieron
pulsiones yoicas y pulsiones de objeto. Para designar la energía de estas últimas, y
exclusivamente para ella, yo introduje el nombre de libido (3); de este modo, la oposición corría
entre las pulsiones yoicas y las pulsiones «libidinosas» del amor en sentido lato (4), dirigidas al
objeto. Una de estas pulsiones de objeto, la sádica, se destacaba sin duda por el hecho de que
su meta no era precisamente amorosa, y aun era evidente que en muchos aspectos se
anexaba a las pulsiones yoicas, no podía ocultar su estrecho parentesco con pulsiones de
apoderamiento sin propósito libidinoso. Había ahí algo discordante, pero se lo pasó por alto; y a
pesar de todo era evidente que el sadismo pertenecía a la vida sexual, pues el juego cruel podía
sustituir al tierno. La neurosis se nos presentó como el desenlace de una lucha entre el interés
de la autoconservación y las demandas de la libido: una lucha en que el yo había triunfado, mas
al precio de graves sufrimientos y renuncias.
Todo analista concederá que lo expuesto ni siquiera hoy suena como un error hace tiempo
superado. Sí se volvió indispensable una modificación cuando nuestra investigación avanzó de
lo reprimido a lo represor, de las pulsiones de objeto al yo. En este punto fue decisiva la
introducción del concepto de narcisismo, es decir, la intelección de que el yo mismo es
investido con libido, y aun es su hogar originario y, por así decir, también su cuartel general (5). Esta libido narcisista se vuelca a los objetos, deviniendo de tal modo libido de objeto,
y puede volver a mudarse en libido narcisista. El concepto de narcisismo nos permitió
aprehender analíticamente la neurosis traumática, así como muchas afecciones vecinas a las
psicosis, y estas mismas. No hacía falta abandonar la interpretación de las neurosis de
trasferencia como intentos del yo por defenderse de la sexualidad, pero el concepto de libido
corrió peligro. Puesto que también las pulsiones yoicas eran libidinosas, por un momento
pareció inevitable identificar libido con energía pulsional en general, como ya C. G. Jung había
pretendido hacerlo anteriormente. Empero, en el trasfondo quedaba algo así como una
certidumbre imposible de fundar todavía, y era que las pulsiones no pueden ser todas de la
misma clase. Di el siguiente paso en Más allá del principio de placer (1920g), cuando por
primera vez caí en la cuenta de la compulsión de repetición y del carácter conservador de la
vida pulsional. Partiendo de especulaciones acerca del comienzo de la vida, y de paralelos
biológicos, extraje la conclusión de que además de la pulsión a conservar la sustancia viva y reunirla en unidades cada vez mayores (6), debía de haber otra pulsión, opuesta a
ella, que pugnara por disolver esas unidades y reconducirlas al estado inorgánico inicial. Vale
decir: junto al Eros, una pulsión de muerte; y la acción eficaz conjugada y contrapuesta de ambas permitía explicar los fenómenos de la vida. Ahora bien, no era fácil pesquisar la actividad de esta pulsión de muerte que habíamos supuesto. Las exteriorizaciones del Eros eran harto llamativas y ruidosas; cabía pensar que la pulsión de muerte trabajaba muda dentro del ser vivo en la obra de su disolución, pero desde luego eso no constituía una prueba, Más lejos nos llevó la idea de que una parte de la pulsión se dirigía al mundo exterior, y entonces salía a la luz como pulsión a agredir y destruir. Así la pulsión sería compelida a ponerse al servicio del Eros, en la medida en que el ser vivo aniquilaba a un otro, animado o inanimado, y no a su sí-mismo propio.
A la inversa, si esta agresión hacia afuera era limitada, ello no podía menos que traer por
consecuencia un incremento de la autodestrucción, por lo demás siempre presente. Al mismo
tiempo, a partir de este ejemplo podía colegirse que las dos variedades de pulsiones rara vez
-quizá nunca- aparecían aisladas entre sí, sino que se ligaban en proporciones muy variables,
volviéndose de ese modo irreconocibles para nuestro juicio. En el sadismo, notorio desde hacía
tiempo como pulsión parcial de la sexualidad, se estaba frente a una liga de esta índole,
particularmente fuerte, entre la aspiración de amor y la pulsión de destrucción; y en su
contraparte, el masoquismo, frente a una conexión de la destrucción dirigida hacia adentro con
la sexualidad, conexión en virtud de la cual se volvía hasta llamativa y conspicua esa aspiración
de ordinario no perceptible.
El supuesto de la pulsión de muerte o de destrucción tropezó con resistencia aun dentro, de círculos analíticos; sé que muchas veces se prefiere atribuir todo lo que se encuentra de amenazador y hostil en el amor a una bipolaridad originaría de su naturaleza misma. Al comienzo yo había sustentado sólo de manera tentativa las concepciones aquí desarrolladas
(7), pero en el curso del tiempo han adquirido tal poder sobre mí que ya no puedo
pensar de otro modo. Opino que en lo teórico son incomparablemente más útiles que
cualesquiera otras posibles: traen aparejada esa simplificación sin descuido ni forzamiento de
los hechos a que aspiramos en el trabajo científico, Admito que en el sadismo y el masoquismo
hemos tenido siempre ante nuestros ojos las exteriorizaciones de la pulsión de destrucción,
dirigida hacia afuera y hacia adentro, con fuerte liga de erotismo; pero ya no comprendo que
podamos pasar por alto la ubicuidad de la agresión y destrucción no eróticas, y dejemos de
asignarle la posición que se merece en la interpretación de la vida. (En efecto, la manía de
destrucción dirigida hacia adentro se sustrae casi siempre de la percepción cuando no está
coloreada de erotismo.) Recuerdo mi propia actitud defensiva cuando por primera vez emergió
en la bibliografía psicoanalítica la idea de la pulsión de destrucción, y el largo tiempo que hubo
de pasar hasta que me volviera receptivo para ella (8). Me asombra menos que otros
mostraran -y aun muestren- la misma desautorización. En efecto, a los niñitos no les gusta oír
(9) que se les mencione la inclinación innata del ser humano al «mal.», a la agresión,
la destrucción y, con ellas, también a la crueldad. Es que Dios los ha creado a imagen y
semejanza de su propia perfección, y no se quiere admitir cuán difícil resulta conciliar la
indiscutible existencia del mal -a pesar de las protestas de la Christian Science- con la
omnipotencia o la bondad infinita de Dios. El Diablo sería el mejor expediente para disculpar a
Dios, desempeñaría el mismo papel de deslastre económico que los judíos en el mundo del
ideal ario. Pero, aun así, pueden pedírsele cuentas a Dios por la existencia del Diablo, como por
la del mal, que el Diablo corporiza, En vista de tales dificultades, es aconsejable que cada quien
haga una profunda reverencia, en el lugar oportuno, ante la naturaleza profundamente ética del
ser humano; eso lo ayuda a uno a ser bien visto por todos, y a que le disimulen muchos
pecadillos (10).
El nombre de libido puede aplicarse nuevamente a las exteriorizaciones de fuerza del Eros, a fin de separarlas de la energía de la pulsión de muerte (11). Corresponde admitir que cuando esta última no se trasluce a través de la liga con el Eros, resulta muy difícil de
aprehender; se la colige sólo como un saldo tras el Eros, por así decir, y se nos escapa. En el
sadismo, donde ella tuerce a su favor la meta erótica, aunque satisfaciendo plenamente la
aspiración sexual, obtenemos la más clara intelección de su naturaleza y de su vínculo con el
Eros. Pero aun donde emerge sin propósito sexual, incluso en la más ciega furia destructiva, es
imposible desconocer que su satisfacción se enlaza con un goce narcisista extraordinariamente
elevado, en la medida en que enseña al yo el cumplimiento de sus antiguos deseos de
omnipotencia. Atemperada y domeñada, inhibida en su meta, la pulsión de destrucción, dirigida
a los objetos, se ve forzada a procurar al yo la satisfacción de sus necesidades vitales y el
dominio sobre la naturaleza. Puesto que la hipótesis de esa pulsión descansa esencialmente en razones teóricas, es preciso admitir que no se encuentra del todo a salvo de objeciones teóricas. Pero es así como nos aparece en este momento, dado el estado actual de nuestras intelecciones; la investigación y la reflexión futuras aportarán, a no dudarlo, la claridad decisiva.
Entonces, para todo lo que sigue me sitúo en este punto de vista: la inclinación agresiva es una
disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano. Y retornando el hilo del discurso ,
sostengo que la cultura encuentra en ella su obstáculo más poderoso. En algún momento de esta indagación se nos impuso la idea de que la cultura es un proceso particular que abarca a la humanidad toda en su trascurrir, y seguimos cautivados por esa idea. Ahora agregamos que sería un proceso al servicio del Eros, que quiere reunir a los individuos aislados, luego a las familias, después a etnias, pueblos, naciones, en una gran unidad: la humanidad. Por qué deba acontecer así, no lo sabemos; sería precisamente la obra del Eros (12). Esas
multitudes de seres humanos deben ser ligados libidinosamente entre sí; la necesidad sola, las
ventajas de la comunidad de trabajo, no los mantendrían cohesionados. Ahora bien, a este
programa de la cultura se opone la pulsión agresiva natural de los seres humanos, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno. Esta pulsión de agresión es el retoño y el principal subrogado de la pulsión de muerte que hemos descubierto junto al Eros, y que comparte con este el gobierno del universo. Y ahora, yo creo, ha dejado de resultarnos oscuro el sentido del desarrollo cultural. Tiene que enseñarnos la lucha entre Eros y Muerte, pulsión de vida y pulsión de destrucción, tal como se consuma en la especie humana. Esta lucha es el contenido esencial de la vida en general, y por eso el desarrollo cultural puede caracterizarse sucintamente como la lucha por la vida de la especie humana (13). ¡Y esta es la gigantomaquia que nuestras niñeras pretenden apaciguar con el «arrorró del cielo (14)»!

Continúa en ¨Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930), Cpítulo VII¨

Notas:
1- [Se hallará un comentario sobre la historia de la teoría freudiana de las pulsiones en mi «Nota introductoria» a «Pulsiones y destinos de pulsión» (Freud, 1915c), AE, 14, págs. 109 y sigs.]
2- [En «Die WeItweisen».]
3- [En el primero de sus trabajos sobre la neurosis de angustia (1895b), AE, 3, pág. 102.]
4- [Es decir, en el sentido en que Platón empleaba el término. Cf. Psicología de las masas y análisis del yo (1921c), AE, 18, pág. 94.]
5- [Véase al respecto mi «Apéndice B» al final de El yo y el ello (Freud, 1923b), AE, 19, pág. 63.]
6- Es llamativa, y puede convertirse en punto de partida de ulteriores indagaciones, la oposición que de este modo surge entre la tendencia de Eros a la extensión incesante y la universal naturaleza conservadora de las pulsiones.
7- [Cf. Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, pág. 58.]
8- [Véanse los comentarios que hago al respecto en mi «Introducción».]
9- [«Denn die Kindlein, Sie bören es nicht gerne»; cita tomada del poema de Goethe, «Die Ballade vom vertriebenen und heimgekehrten Grafen».]
10- Un efecto particularmente convincente produce la identificación del principio del mal con la pulsión de destrucción en el Mefistófeles de Goethe:

               « . . pues todo lo que nace
               digno es de destruirse; por eso,
               mejor sería que no hubiera nacido;
               así, lo que vosotros llamáis pecado,
               destrucción, lo malo, en suma,
               ese es el elemento a mí adecuado».

El propio Diablo no menciona como su oponente a lo sagrado, al bien, sino a la fuerza de la naturaleza para engendrar, para multiplicar la vida, o sea, al Eros:

               «De la tierra, del aire y de las aguas
               se desprenden miles de gérmenes
               en lo seco y lo húmedo, lo cálido y lo frío,
               y si no me hubiera reservado las llamas,
               nada tendría propiamente para mí».

[Ambos fragmentos pertenecen a Goethe, Fausto, parte I, escena 3. Se hace una alusión circunstancial al segundo de ellos en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, pág. 100.]
11- Nuestra concepción actual puede enunciarse aproximadamente así: En cada exteriorización pulsional participa la libido, pero no todo en ella es libido.
12- [Cf. Más allá del principio de placer (1920g), passim.]
13- Probablemente agregando esto: tal como debió configurarse a partir de cierto acontecimiento que aún nos resta colegir.
14- [«Eiapopeia vom Himmel»; cita tomada del poema de Heine, DeutschIand, sección I ]

Autor: psicopsi

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