El malestar en la cultura VIII (1929)

El malestar en la cultura VIII

Llegado al final de semejante camino, el autor tiene que pedir disculpas a sus lectores por no
haber sido para ellos un diestro guía y ahorrarles la vivencia de trayectos yermos y trabajosas
sendas. No hay ninguna duda de que se podría haberlo hecho mejor. Ensayaré, con
posterioridad, algún resarcimiento.
En primer lugar, conjeturo en los lectores la impresión de que las elucidaciones sobre el
sentimiento de culpa hacen saltar los marcos de este ensayo, al apropiarse de un espacio

El malestar en la cultura VIII

Llegado al final de semejante camino, el autor tiene que pedir disculpas a sus lectores por no
haber sido para ellos un diestro guía y ahorrarles la vivencia de trayectos yermos y trabajosas
sendas. No hay ninguna duda de que se podría haberlo hecho mejor. Ensayaré, con
posterioridad, algún resarcimiento.
En primer lugar, conjeturo en los lectores la impresión de que las elucidaciones sobre el
sentimiento de culpa hacen saltar los marcos de este ensayo, al apropiarse de un espacio
excesivo y marginar su restante contenido, con el que no siempre mantienen un nexo estrecho.
Acaso haya perjudicado el edificio del ensayo, pero ello responde enteramente al propósito de
situar al sentimiento de culpa como el problema más importante del desarrollo cultural, y
mostrar que el precio del progreso cultural debe pagarse con el déficit de dicha provocado por la
elevación del sentimiento de culpa (ver nota(104)). Lo que sigue sonando extraño aún en ese
enunciado, que es el resultado final de nuestra indagación, probablemente se reconduzca al
nexo del sentimiento de culpa con la conciencia {Bewusstsein}, nexo curiosísimo e
incomprensible aún. En los casos de arrepentimiento comunes, que consideramos normales,
se hace perceptible a la conciencia con bastante nitidez; por cierto, estamos habituados a decir
«conciencia de culpa» en vez de sentimiento de culpa. El estudio de las neurosis, al que
debemos las más valiosas indicaciones para la comprensión de lo normal, nos ofrece
constelaciones contradictorias. En una de esas afecciones, la neurosis obsesiva, el sentimiento
de culpa se impone expreso a la conciencia, gobierna el cuadro patológico así como la vida de
los enfermos, y apenas si admite otros elementos junto a sí. Pero en la mayoría de los otros
casos y formas de neurosis permanece por entero inconciente, sin que por ello los efectos que
exterioriza sean desdeñables. Los enfermos no nos creen cuando les atribuimos un
«sentimiento inconsciente de culpa»; para que nos comprendan por lo menos a medias, les
hablamos de una necesidad inconciente de castigo en que se exterioriza el sentimiento de
culpa. Pero no hay que sobrestimar los vínculos con la forma de neurosis: también en la
neurosis obsesiva hay tipos de enfermos que no perciben su sentimiento de culpa o sólo lo
sienten como un malestar torturante, una suerte de angustia, tras serles impedida la ejecución
de ciertas acciones. Algún día comprenderemos estas cosas, que todavía se nos escapan.
Acaso venga a cuento aquí la puntualizarían de que el sentimiento de culpa no es en el fondo
sino una variedad tópica de la angustia, y que en sus fases más tardías coincide enteramente
con la angustia frente al superyó. Ahora bien, la angustia muestra las mismas extraordinarias
variaciones en su nexo con la conciencia. De algún modo ella se encuentra tras todos los
síntomas, pero ora reclama ruidosamente a la conciencia, ora se esconde de manera tan
perfecta que nos vemos precisados a hablar de una angustia inconciente o -por un prurito
psicológico, puesto que la angustia, en principio, es sólo una sensación (ver nota(105))- de
posibilidades de angustia. A causa de lo dicho, es harto concebible que tampoco la conciencia
de culpa producida por la cultura se discierna como tal, que permanezca en gran parte
inconciente o salga a la luz como un malestar, un descontento para el cual se buscan otras
motivaciones.
Las religiones, por lo menos, no han ignorado el papel del sentimiento de culpa en la cultura. Y
en efecto sustentan la pretensión -cosa que yo no había apreciado en otro trabajo (ver
nota(106))- de redimir a la humanidad de este sentimiento de culpa, que ellas llaman pecado. A
partir del modo en que en el cristianismo se gana esa salvación (a saber: la ofrenda que de su
vida hace un individuo, quien, con ella, toma sobre sí una culpa común a todos), hemos extraído
una inferencia acerca de cuál puede haber sido la ocasión primera en que se adquirió esa culpa
primordial con que al mismo tiempo comenzó la cultura (ver nota(107)).
Puede que no sea muy importante, pero acaso no resultará superfluo elucidar el significado de
algunos términos como «superyó», «conciencia moral», «sentimiento de culpa», «necesidad de
castigo», «arrepentimiento», términos que quizás hemos usado a menudo de una manera
excesivamente laxa, intercambiándolos. Todos se refieren a la misma constelación, pero
designan aspectos diversos de ella. El superyó es una instancia por nosotros descubierta; la
conciencia moral, una función que le atribuimos junto a otras: la de vigilar y enjuiciar las
acciones y los propósitos del yo; ejerce una actividad censora. El sentimiento de culpa, la
dureza del superyó, es entonces lo mismo que la severidad de la conciencia moral; es la
percepción, deparada al yo, de ser vigilado de esa manera, la apreciación de la tensión entre
sus aspiraciones y los reclamos del superyó. Y la angustia frente a esa instancia crítica
(angustia que está en la base de todo el vínculo), o sea la necesidad de castigo, es una
exteriorización pulsional del yo que ha devenido masoquista bajo el influjo del superyó sádico,
vale decir, que emplea un fragmento de la pulsión de destrucción interior, preexistente en él, en
una ligazón erótica con el superyó. No debiera hablarse de conciencia moral antes del momento
en que pueda registrarse la presencia de un superyó; en cuanto a la conciencia de culpa, es
preciso admitir que existe antes que el superyó, y por tanto antes que la conciencia moral. Es,
entonces, la expresión inmediata de la angustia frente a la autoridad externa, el reconocimiento
de la tensión entre el yo y esta última, el retoño directo del conflicto entre la necesidad de su
amor y el esfuerzo a la satisfacción pulsional, producto de cuya inhibición es la inclinación a
agredir. La presencia superpuesta de estos dos estratos del sentimiento de culpa -por angustia
frente a la autoridad externa, y por angustia frente a la interna- nos ha estorbado muchas veces
ver los nexos de la conciencia moral. El arrepentimiento es una designación genérica de la
reacción del yo en un caso particular del sentimiento de culpa; contiene -muy poco trasformadoel
material de sensaciones de la angustia operante detrás, es él mismo un castigo y puede
incluir la necesidad de castigo; por tanto, también él puede ser más antiguo que la conciencia
moral.
Tampoco será perjudicial que presentemos de nuevo las contradicciones que por un
momento nos sumieron en perplejidad en el curso de nuestra indagación. El sentimiento de
culpa debía ser en un caso la consecuencia de agresiones suspendidas, pero en el otro, y
justamente en su comienzo histórico, el parricidio, la consecuencia de una agresión ejecutada.
Hallamos una vía para escapar de esta dificultad. Es que la institución de la autoridad interna, el
superyó, alteró radicalmente la constelación. Antes, el sentimiento de culpa coincidía con el
arrepentimiento; a raíz de ello apuntamos que la designación «arrepentimiento» ha de
reservarse para la reacción tras la ejecución efectiva de la agresión. A partir de entonces, perdió
su fuerza la diferencia entre agresión consumada y mera intención, y ello por la omnisapiencia
del superyó; ahora podía producir un sentimiento de culpa tanto una acción violenta
efectivamente ejecutada -como todo el mundo sabe- cuanto una que se quedara en la mera
intención -como lo ha discernido el psicoanálisis-. A pesar del cambio de la situación
psicológica, el conflicto de ambivalencia entre las dos pulsiones primordiales deja como secuela
el mismo efecto. Es tentador buscar aquí la solución del enigma planteado por el variable
vínculo del sentimiento de culpa con la conciencia. El sentimiento de culpa por arrepentimiento
de la mala acción debería de ser siempre conciente; en cambio, el producido por percepción del
impulso malo podría permanecer inconciente. Sólo que la situación no es tan simple; la neurosis
obsesiva lo contradice enérgicamente.
La segunda contradicción era que la energía agresiva de que concebimos dotado al superyó
constituía, de acuerdo con una concepción, la mera continuación de la energía punitoria de la
autoridad externa, conservada para la vida anímica; mientras que otra concepción opinaba que
ella era más bien la agresión propia, enconada contra esa autoridad inhibidora y que no había
llegado a emplearse. La primera doctrina parecía adecuarse más a la historia objetiva
{Geschichte}, y la segunda, a la teoría del sentimiento de culpa. Una reflexión más detenida
terminó por borrar casi esa oposición que parecía inconciliable; resultó que lo esencial y lo
común a ambas era que se trataba de una agresión desplazada {descentrada} hacia el interior.
Y la observación clínica permite también distinguir en la realidad efectiva dos fuentes para la
agresión atribuida al superyó; en general cooperan, pero en casos singulares una u otra de ellas
ejerce el efecto más intenso.
Creo que este es el lugar adecuado para sustentar con firmeza una concepción que hasta
aquí había recomendado como supuesto provisional. En la bibliografía analítica más reciente se
nota cierta preferencia por la doctrina de que cualquier clase de frustración, cualquier estorbo de
una satisfacción pulsional, tiene o podría tener como consecuencia un aumento del sentimiento
de culpa (ver nota(108)). Creo que uno se procura un gran alivio teórico suponiendo que ello es
válido sólo para las pulsiones agresivas, y no se hallará mucho que contradiga esta hipótesis.
Pero, ¿cómo explicar dinámica y económicamente que en lugar de una demanda erótica
incumplida sobrevenga un aumento del sentimiento de culpa? Pues bien; ello sólo parece
posible por este rodeo: que el impedimento de la satisfacción erótica provoque una inclinación
agresiva hacia la persona que estorbó aquella, y que esta agresión misma tenga que ser a su
vez sofocada. En tal caso, es sólo la agresión la que se trasmuda en sentimiento de culpa al
ser sofocada y endosada al superyó. Estoy convencido de que podremos exponer muchos
procesos de manera más simple y trasparente si limitamos a las pulsiones agresivas el
descubrimiento del psicoanálisis sobre la derivación del sentimiento de culpa. El material clínico
no nos da una respuesta unívoca a este punto porque, según nuestra premisa, las dos
variedades de pulsión difícilmente aparezcan alguna vez puras, aisladas una de la otra; sin
embargo, la apreciación de casos extremos tal vez habrá de señalar en la dirección que espero.
Estoy tentado de extraer un primer beneficio de esta concepción más rigurosa, aplicándola al
proceso de la represión. Según hemos aprendido, los síntomas de las neurosis son
esencialmente satisfacciones sustitutivas de deseos sexuales incumplidos. En el curso del
trabajo analítico nos hemos enterado, para nuestra sorpresa, de que acaso toda neurosis
esconde un monto de sentimiento de culpa inconciente, que a su vez consolida los síntomas
por su aplicación en el castigo. Entonces nos tienta formular este enunciado: Cuando una
aspiración pulsional sucumbe a la represión, sus componentes libidinosos son traspuestos en
síntomas, y sus componentes agresivos, en sentimiento de culpa. Este enunciado merecería
nuestro interés aunque sólo fuera correcto en una aproximación global.
Por otra parte, muchos lectores de este ensayo acaso tengan la impresión de haber oído
demasiadas veces la fórmula de la lucha entre Eros y pulsión de muerte. Se les dijo que
caracterizaba al proceso cultural que abarca a la humanidad toda, pero se la refirió también al
desarrollo del individuo y, además, estaría destinada a revelar el secreto de la vida orgánica en
general. Parece indispensable indagar los vínculos recíprocos entre esos tres procesos. Ahora
bien, el retorno de esa fórmula, idéntica, se justifica por esta consideración: tanto el proceso
cultural de la humanidad como el desarrollo del individuo son sin duda procesos vitales, vale
decir, no pueden menos que compartir el carácter más universal de la vida. Y justamente por
ello, la prueba de ese rasgo universal no ayuda en nada a diferenciarlos, a menos que se lo
acote mediante condiciones particulares. Entonces sólo puede tranquilizarnos el enunciado de
que el proceso cultural es la modificación que el proceso vital experimentó bajo el influjo de una
tarea planteada por Eros e incitada por Ananké, el apremio objetivo {real}; y esa tarea es la
reunión de seres humanos aislados en una comunidad atada libidinosamente. Pero si ahora
consideramos el nexo entre el proceso cultural de la humanidad y el proceso de desarrollo o de
educación del individuo, no vacilaremos mucho en decidirnos a atribuirles una naturaleza muy
semejante, si es que no se trata de un mismo proceso que envuelve a objetos de diversa clase.
El proceso cultural de la humanidad es, desde luego, una abstracción de orden más elevado
que el desarrollo del individuo; por eso resulta más difícil de aprehender intuitivamente, y la
pesquisa de analogías no debe extremarse compulsivamente. Pero dada la homogeneidad de la
meta -la introducción de un individuo en una masa humana, en un caso, y la producción de una
unidad de masa a partir de muchos individuos, en el otro-, no puede sorprender la semejanza
entre los medios empleados para alcanzarla, así como entre los fenómenos sobrevinientes.
Debido a su extraordinaria importancia, no es lícito descuidar por más tiempo un rasgo que
diferencia a ambos procesos. En el del desarrollo del individuo, se establece como meta
principal el programa del principio de placer: conseguir una satisfacción dichosa; en cuanto a la
integración en una comunidad humana, o la adaptación a ella, aparece como una condición
difícilmente evitable y que debe ser cumplida en el camino que lleva al logro de la meta de dicha.
Si pudiera prescindirse de esa condición, acaso todo andaría mejor. Expresado de otro modo: el
desarrollo índividual se nos aparece como un producto de la interferencia entre dos
aspiraciones: el afán por alcanzar dicha, que solemos llamar «egoísta», y el de reunirse con los
demás en la comunidad, que denominamos «altruista». Esas dos designaciones no van mucho
más allá de la superficie. Según dijimos, en el desarrollo individual el acento principal recae, las
más de las veces, sobre la aspiración egoísta o de dicha; la otra, que se diría «cultural», se
contenta por lo regular con el papel de una limitación. Diversamente ocurre en el proceso
cultural; aquí lo principal es, con mucho, producir una unidad a partir de los individuos humanos;
y si bien subsiste la meta de la felicidad, ha sido esforzada al trasfondo; y aun parece, casi, que
la creación de una gran comunidad humana se lograría mejor si no hiciera falta preocuparse por
la dicha de los individuos. El proceso de desarrollo del individuo puede tener, pues, sus rasgos
particulares, que no se reencuentren en el proceso cultural de la humanidad; sólo en la medida
en que aquel primer proceso tiene por meta acoplarse a la comunidad coincidirá con el
segundo.
Así como el planeta gira en torno de su cuerpo central al par que rota sobre su eje, el individuo
participa en la vía de desarrollo de la humanidad en tanto anda por su propio camino vital. Pero
ante nuestro ojo desnudo, el juego de fuerzas que tiene por teatro los cielos nos parece
petrificado en un orden eternamente igual; en cambio, en el acontecer orgánico vemos todavía
cómo las fuerzas luchan entre sí y los resultados del conflicto varían de manera permanente.
Así, las dos aspiraciones, de dicha individual y de acoplamiento a la comunidad, tienen que
luchar entre sí en cada individuo; y los dos procesos, el desarrollo del individuo y el de la cultura,
por fuerza entablan hostilidades recíprocas y se disputan el terreno. Pero esta lucha entre
individuo y comunidad no es un retoño de la oposición, que probablemente sea inconciliable,
entre las pulsiones primordiales, Eros y Muerte; implica una querella doméstica de la libido,
comparable a la disputa en torno de su distribución entre el yo y los objetos, y admite un arreglo
definitivo en el individuo, como esperamos lo admita también en el futuro de la cultura, por más
que en el presente dificulte tantísimo la vida de aquel.
La analogía entre el proceso cultural y la vía evolutiva del individuo puede ampliarse en un
aspecto sustantivo. Es lícito aseverar, en efecto, que también la comunidad plasma un superyó,
bajo cuyo influjo se consuma el desarrollo de la cultura, Para un conocedor de las culturas
humanas sería acaso una seductora tarea estudiar esta equiparación en sus detalles. Me
limitaré a destacar algunos puntos llamativos. El superyó de una época cultural tiene un origen
semejante al de un individuo: reposa en la impresión que han dejado tras sí grandes
personalidades conductoras, hombres de fuerza espiritual avasalladora, o tales que en ellos una
de las aspiraciones humanas se ha plasmado de la manera más intensa y pura, y por eso
también, a menudo, más unilateral. La analogía en numerosos casos va más allá todavía, pues
esas personas -con harta frecuencia, aunque no siempre- han sido en vida escarnecidas,
maltratadas y aun cruelmente eliminadas por los demás: tal y como el padre primordial sólo
mucho tiempo después de su asesinato violento ascendió a la divinidad. Justamente la persona
de Jesucristo es el ejemplo más conmovedor de este encadenamiento del destino -si es que no
pertenece al mito, que la habría llamado a la vida en oscura memoria de aquel proceso
primordial-. Otro punto de concordancia es que el superyó de la cultura, en un todo como el del
individuo, plantea severas exigencias ideales cuyo incumplimiento es castigado mediante una
«angustia de la conciencia moral». Más aún: se produce aquí el hecho asombroso de que los
procesos anímicos correspondientes nos resultan más familiares y accesibles a la conciencia
vistos del lado de la masa que del lado del individuo. En este último, sólo las agresiones del
superyó en caso de tensión se vuelven audibles como reproches, mientras que las exigencias
mismas a menudo permanecen inconcientes en el trasfondo. Si se las lleva al conocimiento
conciente, se demuestra que coinciden con los preceptos del superyó de la cultura respectiva.
En este punto los dos procesos, el del desarrollo cultural de la multitud y el propio del individuo,
suelen ir pegados, por así decir. Por eso numerosas exteriorizaciones y propiedades del
superyó pueden discernirse con mayor facilidad en su comportamiento dentro de la comunidad
cultural que en el individuo.
El superyó de la cultura ha plasmado sus ideales y plantea sus reclamos. Entre estos, los que
atañen a los vínculos recíprocos entre los seres humanos se resumen bajo el nombre de ética.
En todos los tiempos se atribuyó el máximo valor a esta ética, como si se esperara justamente
de ella unos logros de particular importancia. Y en efecto, la ética se dirige a aquel punto que
fácilmente se reconoce como la desolladura de toda cultura. La ética ha de concebirse
entonces como un ensayo terapéutico, como un empeño de alcanzar por mandamiento del
superyó lo que hasta ese momento el restante trabajo cultural no había conseguido. Ya
sabemos que, por esa razón, el problema es aquí cómo desarraigar el máximo obstáculo que
se opone a la cultura: la inclinación constitucional de los seres humanos a agredirse unos a
otros; y por eso mismo nos resulta de particular interés el mandamiento cultural acaso más
reciente del superyó: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». En la investigación y la terapia de las
neurosis llegamos a hacer dos reproches al superyó del individuo: con la severidad de sus
mandamientos y prohibiciones se cuida muy poco de la dicha de este, pues no tiene
suficientemente en cuenta las resistencias a su obediencia, a saber, la intensidad de las
pulsiones del ello y las dificultades del mundo circundante objetivo {real}. Por eso en la tarea
terapéutica nos vemos precisados muy a menudo a combatir al superyó y a rebajar sus
exigencias. Objeciones en un todo semejantes podemos dirigir a los reclamos éticos del
superyó de la cultura. Tampoco se cuida lo bastante de los hechos de la constitución anímica
de los seres humanos, proclama un mandamiento y no pregunta sí podrán obedecerlo. Antes
bien, supone que al yo del ser humano le es psicológicamente posible todo lo que se le ordene,
pues tendría un gobierno irrestricto sobre su ello. Ese es un error, y ni siquiera en los hombres
llamados normales el gobierno sobre el ello puede llevarse más allá de ciertos límites. Sí se
exige más, se produce en el individuo rebelión o neurosis, o se lo hace desdichado. El
mandamiento «Ama a tu prójimo como a ti mismo» es la más fuerte defensa en contra de la
agresión humana, y un destacado ejemplo del proceder apsicológico del superyó de la cultura.
El mandato es incumplible; una inflación tan grandiosa del amor no puede tener otro efecto que
rebajar su valor, no el de eliminar el apremio. La cultura descuida todo eso; sólo amonesta:
mientras más difícil la obediencia al precepto, más meritorio es obedecerlo. Pero en la cultura
de nuestros días, quien lo hace suyo se pone en desventaja respecto de quienes lo ignoran.
¡Qué poderosa debe de ser la agresión como obstáculo de la cultura si la defensa contra ella
puede volverlo a uno tan desdichado como la agresión misma! La ética llamada «natural» no
tiene nada para ofrecer aquí, como no sea la satisfacción narcisista de tener derecho a
considerarse mejor que los demás. En cuanto a la que se apuntala en la religión, hace intervenir
en este punto sus promesas de un más allá mejor. Yo opino que mientras la virtud no sea
recompensada ya sobre la Tierra, en vano se predicará la ética. Paréceme también indudable
que un cambio real en las relaciones de los seres humanos con la propiedad aportaría aquímás
socorro que cualquier mandamiento ético; empero, en los socialistas, esta intelección es
enturbiada por un nuevo equívoco idealista acerca de la naturaleza humana, y así pierde su
valor de aplicación.
El modo de abordaje que se propone estudiar el papel de un superyó en las manifestaciones del
desarrollo cultural promete todavía, creo, otros conocimientos. Me apresuro a concluir; pero me
resulta difícil esquivar una cuestión. Si el desarrollo cultural presenta tan amplía semejanza con
el del individuo y trabaja con los mismos medios, ¿no se está justificado en diagnosticar que
muchas culturas -o épocas culturales-, y aun posiblemente la humanidad toda, han devenido
«neuróticas» bajo el influjo de las aspiraciones culturales? (Ver nota(109)) A la descomposición
analítica de estas neurosis podrían seguir propuestas terapéuticas merecedoras de un gran
interés práctico. Yo no sabría decir si semejante ensayo de trasferir el psicoanálisis a la
comunidad de cultura es disparatado o está condenado a la esterilidad. Pero habría que ser
muy precavido, no olvidar que a pesar de todo se trata de meras analogías, y que no sólo en el
caso de los seres humanos, sino también en el de los conceptos, es peligroso arrancarlos de la
esfera en que han nacido y se han desarrollado. Además, el diagnóstico de las neurosis de la
comunidad choca con una dificultad particular. En la neurosis individual, nos sirve de punto de
apoyo inmediato el contraste que separa al enfermo de su contorno, aceptado como «normal».
En una masa afectada de manera homogénea falta ese trasfondo; habría que buscarlo en otra
parte. Y por lo que atañe a la aplicación terapéutica de esta intelección, ¿de qué valdría el
análisis más certero de la neurosis social, sí nadie posee la autoridad para imponer a la masa la
terapia? A pesar de todos estos obstáculos, es lícito esperar que un día alguien emprenda la
aventura de semejante patología de las comunidades culturales.
Por muy diversos motivos, me es ajeno el propósito de hacer una valoración de la cultura
humana. Me he empeñado en apartar de mí el prejuicio entusiasta de que nuestra cultura sería
lo más precioso que poseemos o pudiéramos adquirir, y que su camino nos conduciría
necesariamente a alturas de insospechada perfección. Puedo al menos escuchar sin
indignarme al crítico que opina que si uno tiene presentes las metas de la aspiración cultural y
los medios que emplea, debería llegar a la conclusión de que no merecen la fatiga que cuestan
y su resultado sólo puede ser un estado insoportable para el individuo. Mi neutralidad se ve
facilitada por el hecho de que yo sé muy poco de todas esas cosas, y con certeza sólo esto:
que los juicios de valor de los seres humanos derivan enteramente de sus deseos de dicha, y
por tanto son un ensayo de apoyar sus ilusiones mediante argumentos. Yo comprendería muy
bien que alguien destacara el carácter compulsivo de la cultura humana y dijera, por ejemplo,
que la inclinación a limitar la vida sexual o la de imponer el ideal de humanidad a expensas de la
selección natural son orientaciones evolutivas que no pueden evitarse ni desviarse, y frente a
las cuales lo mejor es inclinarse como si se tratara de procesos necesarios de la naturaleza.
Conozco también la objeción a ello: aspiraciones que se tenía por incoercibles han sido dejadas
a menudo de lado en el curso de la historia de la humanidad, sustituyéndoselas por otras. Así,
se me va el ánimo de presentarme ante mis prójimos como un profeta, y me someto a su
reproche de que no sé aportarles ningún consuelo -pues eso es lo que en el fondo piden todos,
el revolucionario más cerril con no menor pasión que el más cabal beato-.
He aquí, a mi entender, la cuestión decisiva para el destino de la especie humana: si su
desarrollo cultural logrará, y en caso afirmativo en qué medida, dominar la perturbación de la
convivencia que proviene de la humana pulsión de agresión y de autoaniquilamiento. Nuestra
época merece quizás un particular interés justamente en relación con esto. Hoy los seres
humanos han llevado tan adelante su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza que con su
auxilio les resultará fácil exterminarse unos a otros, hasta el último hombre. Ellos lo saben; de
ahí buena parte de la inquietud contemporánea, de su infelicidad, de su talante angustiado. Y
ahora cabe esperar que el otro de los dos «poderes celestiales», el Eros eterno, haga un
esfuerzo para afianzarse en la lucha contra su enemigo igualmente inmortal. ¿Pero quién puede
prever el desenlace? (Ver nota(110))

Autor: psicopsi

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