El mito individual del neurótico(El Hombre de las Ratas) contin.1

El mito individual del neurótico(El Hombre de las Ratas)

Trátase de un episodio muy valorizado en la confidencia de El Hombre de las Ratas, uno de los temas literarios más valorizados por él, aquel en el cual Goethe refiere en Poesía y Verdad un episodio de su juventud. Tiene por entonces veintidós años. Está en Estrasburgo. Es el célebre episodio de Federica Brion. Cuento cómo esta especie de pasión constituyó después, en su vida, un tema nostálgico que no se extinguió hasta una época avanzada de su existencia. En Dichtung Wahrheit cuenta cómo Federica Brion, hija de un pastor de una pequeña aldea cercana a Estrasburgo, logró superar la maldición que pesaba sobre él con referencia a toda relación amorosa con una mujer, y muy especialmente al beso en los labios, beso que le fuera prohibido debido a esa maldición, proferida por uno de sus amores anteriores, la llamada Lucinda. Lucinda lo sorprende durante una escena con su propia hermana, personaje demasido refinado para ser honesto, que al tratar de persuadir a Goethe de las perturbaciones que él le provoca a Lucinda rogándole a la vez que se aleje y que le dé a ellla la «fina mosca», la garantía del último beso, entonces aparece Lucinda y dice «Malditos sean esos labios para siempre. Que caiga la desgracia sobre la primera que reciba su homenaje». Evidentemente, no sin razón y conmoción profunda, Goethe, con toda la infatuación de una avasalladora adolescencia, recibe la maldición como algo que en lo sucesivo, durante largo tiempo, le cierra el camino de sus relaciones amorosas. Y nos refiere cómo, exaltado por el descubrimiento de esta joven encantadora que es Federica Brion, logra por primera vez superar la prohibición, y siente la ebriedad del triunfo después de esta aprenhensión de algo más fuerte que la asunción de sus propias prohibiciones interiores. ¿Qué hace él en realidad? Como ustedes saben es uno de los episodios más enigmáticos de la vida de Goethe, y los Goetthesforscher —esas personas muy especiales que se vinculan a un autor, aquellos cuyas palabras han dado forma a nuestros sentimientos, ya se llamen stendhalianos o bossuetistas, y que pasan el tiempo revisando los papeles y los armarios para analizar lo que el genio ha puesto en evidencia—, los Goethesforscher, repito, han meditado sobre este hecho extraordinario: el abandono de Federica por parte de Goethe. Han dado todo tipo de explicaciones. No quiero hacer aquí un listado de ellas. Todas rozan esa suerte de filisteísmo consecutivo a sus investigaciones, realízanse éstas en el plano común. Y en verdad, tampoco podemos dejar de decir que existe siempre una oscura ocultación de filisteísmo en las manifestaciones de las neurosis, pues es muy cierto que en el caso de Goethe se trata de una manifestación neurótica propiamente dicha, como lo demostraron las siguientes consideraciones. Hay toda clase de detalles enigmáticos en la forma en que Goethe aborda esta aventura con Federica Brion. Casi diría que la clave, la solución del problema se encuentra en los antecedentes inmediatos. Brevemente, Goethe, que en ese momento vive en Estrasburgo con uno de sus amigos, conoce desde tiempo atrás la existencia de esta familia abierta, amable, acogedora que son los Brion. Pero cuando va a verlos, se rodea de precauciones cuyo carácter muy divertido refiere en su biografía. En verdad, si se examinan los detalles, uno no puede dejar de sorprenderse de la estructura verdaderamente singular que parecen revelar. Ante todo, creo que tiene que ir disfrazado. Goethe, hijo de un gran burgués de Francfort, se distingue entre sus compañeros por sus finas maneras, por el prestigio de su atuendo, por un estilo de superioridad social. Pero para ir a ver a la hija de un Pastor, se disfraza de estudiante de teología, con un sobretodo muy gastado y descosido. Le acompaña su amigo y durante todo el trayecto ríen a carcajadas. Goethe, desde luego, se muestra excesivamente fastidiado cuando advierte que su arreglo no lo favorece, o sea cuando la realidad de la evidente y deslumbrante seducción de la joven surge en medio de esa atmósfera familiar. Le hace comprender que si quiere mostrarse en su mejor forma debe cambiar inmediatamente ese sorprendente disfraz. Las justificaciones que dio al partir resultan muy extrañas. Evoca nada menos que el disfraz que vestían los Dioses para descender en medio de los hombres, lo que parece indicar —como él mismo señala en el estilo del adolescente que era entonces— antes que la infatuación de que hablaba hace un momento, más bien algo que confina con la megalomanía delirante. Si observamos las cosas en detalle, el texto mismo de Goethe nos muestra su pensamiento. Es que después de todo, a través de esa manera de disfrazarse, los Dioses intentaban sobre todo evitarse disgustos, y para decirlo todo era una manera de no sentir como ofensas la familiaridad de los humanos, y al fin de cuentas lo que los Dioses tienen más riesgos de perder, cuando descienden al nivel de los hombres, es su inmortalidad, y la única manera de escapar a esa pérdida es ponerse en el plano de los mortales; al menos en ese momento, ellos tienen cierta posibilidad de que no resulte afectada esa inmortalidad. Tratábase, en efecto, de algo similar. Todo ello se observa mejor después, cuando Goethe regresa a Estrasburgo para retomar sus buenas maneras, no sin haber sentido, algo tardíamente, su falta de delicadeza al presentarse en una forma que no era la suya, y en cierto modo, haber engañado la confianza de esa gente que lo recibió con encantandora hospitalidad. Y realmente en ese relato se encuentra la nota misma del gemütlich. Regresa pues a Estrasburgo. Pero, lejos de poner en ejecución su deseo de volver a la aldea pomposamente vestido, no encuentra nada mejor que sustituir su primer disfraz por otro, que le saca a un mozo de una posada, al pasar por un pueblo que se halla en el camino. Aparecerá así disfrazado, esta vez en una forma aún más extraña y discordante que la primera. Sin duda pone la cosa en el plano del juego, pero un juego que se vuelve cada vez más significativo, pues ya no se ubica en el nivel del estudiante de teología, sino ligeramente más abajo; es una actitud bufonesca. Y todo entremezclado con una serie de detalles intencionales, lo que hace que en síntesis todos comprendan y sientan muy bien, todos los que colaboran en esta farsa que se trata de algo muy estrechamente ligado al juego sexual, al juego de parada. Hay incluso ciertos detalles que han adquirido el valor, si puede decirse, de inexactitud; pues como lo indica el título Dichtung und Wahrheit, Goethe tuvo neta conciencia de que tenía derecho y sin duda no tenía el poder de hacer lo contrario —de armonizar, de organizar sus recuerdos, con toda clase de ficciones que para él colman lagunas, pero cuya inexactitud ha demostrado el ardor de aquellos de quienes dije hace un momento seguían la pista de los grandes hombres, y que son tanto más reveladores de lo que puede llamarse las intenciones reales de toda la escena. Goethe nos informa, por ejemplo, que apareció con el aspecto de un mozo de posada, pero esta vez no solamente disfrazado sino también maquillado, diviertiéndose mucho con el quid prro quo que resultó. Pero he aquí que se presentó además con una torta de bautismo. Ahora bien, los Goeethesffforscher han demostrado que seis meses antes y seis meses después del episodio de Federica no hubo ningún bautismo. La torta de bautismo, homenaje tradicional al Pastor, no puede ser otra cosa que una fantasía goetheana. Para nosotros, la torta de bautismo adquiere evidentemente todo su valor significativo por la función paternal que implica, y el hecho de que justamente en sus recuerdos Goethe se describa como no siendo el padre, sino expresamente que el que aporta algo, que tiene una relación externa a la ceremonia; se convierte él mismo en el suboficiente, pero no en el héroe principal. De manera que toda esta ceremonia de sustracción aparece en verdad no sólo como un juego, sino mucho más profundamente como precaución, y se sitúa en el registro de lo que yo llamaba hace un momento el desdoblamiento de la propia función personal del sujeto en relación con él mismo en las manifestaciones míticas del neurótico. Goethe actúa así debido a que en ese momento tiene miedo, como lo manifestará luego, pues esa relación irá declinando. Y parece que, lejos de que el desencanto, el desembrujamiento de la maldición original se haya producido, después de que Goethe osó franquear la barrera, muy por el contrario, en todas las clases de formas sustitutivas, y la noción de sustitución está incluso indicada en el texto de Goethe, han sido siempre crecientes los temores de la realización de esta unión, y de este amor, y que todas las formas racionalizadas que pueden darse a ello para preservar el destino sagrado del poeta, incluso la diferencia de nivel social que vagamente podía obstaculizar la unión de Goethe con esa joven encantadora, todo ello no deja de ser, en apariencia, la superficie de la corriente infinitamente más profunda que es la de la huida, de la ocultación ante el objeto, el fin deseado, en la que también vemos reproducirse esa equivalencia de la que les hablaba hace un instante, desdoblamiento del sujeto, alienación en relación con sí mismo a la cual provee una especie de sustituto sobre el cual deben dirigirse todas las amenazas mortales, o muy por el contrario, cuando reintegra en alguna medida en sí mismo ese personaje sustituto, imposibilidad de alcanzar el fin. No quiero insistir. Existe también una hermana que secundariamente completa el carácter estructural y mítico de toda la situación. Federica tiene un doble, una hermana llamada Olivia. Aquí sólo puedo referir el tema general de la aventura. Pero si retoman el texto de Goethe, verán que lo que puede parecer aquí en una rápida exposición, una construcción, se confirma por toda clase de detalles extraordinariamente manifiestos y notables, incluyendo las analogías literarias, que da Goethe con la historia bien conocida del vicario de Wakefield, que representa también en el plano fantasmático una especie de equivalencia y transposición de toda la aventura con Federica Brion. ¿De qué se trata pues en este mito cuaternario, si puede decirse así, que reencontramos tan profundamente en el carácter de las impasses, de las insolubilidades de la situación vital de los neuróticos? He aquí algo que para nosotros se lleva a cabo como la prohibición del padre y el deseo incestuoso por la madre con todo lo que pueda comportar como efecto de barrera, de prohibido, e igualmente esas diversas proliferaciones más o menos exuberantes de síntomas en torno a la relación fundamental llamada edípica. Pues bien, creo que esto debería llevarnos a una discusión esencial de lo que representa la economía de la teoría antropológica general que se desprende de la doctrina analítica, tal como fuera enseñado hasta ahora, es decir a una crítica de todo el esquema del Edipo. Es cierto que esta noche no puedo ocuparme de esto. Pero debo señalar que la solución del problema, y si ustedes prefieren ese cuarto elemento en juego, manifiesta una estructura vivida muy diferente de la experiencia que en el análisis se vincula con ello. Efectivamente, si planteamos que la situación más normativizante de lo vivido efectivo original del sujeto moderno, en la forma reducida que es la estructura familiar, la forma de la familia conyugal, se vincula con el hecho de que el padre es el representante, la encarnación de una función simbólica esencial, que concentra en sí lo que hay de más esencial y dinámico en otras estructuras culturales, a saber, en lo que corresponde al padre de la familia conyugal, los goces, diremos pacíficos, pero yo digo simbólicos, culturalmente determinados, estructurados y basados en el amor por la madre, es decir el polo que representa el factor cultural, al cual el sujeto está ligado por un vínculo indiscutiblemente natural; ahora bien, digo que esta asunción de la función del padre supone una relación simbólica simple, en la cual en alguna medida lo simbólico recubrirá totalmente lo real. El padre no sólo sería el nombre del padre, sino realmente un padre que asume y representa en toda su plenitud esta función simbólica, encarnada, cristalizada en la función del padre. Pero resulta claro que ese recubrimiento de lo simbólico y lo real es completamente inasible, y que al menos en una estructura social similar a la nuestra el padre es siempre en algún aspecto un padre discordante en relación con su función, un padre carente, un padre humillado como diría Claudel, existiendo siempre una discordancia extremadamente neta entre lo percibido por el sujeto a nivel de lo real y esta función simbólica. En esa desviación reside ese algo que hace que el complejo de Edipo tenga su valor, de ningún modo normativizante, sino generalmente patógeno. Pero ello no quiere decir que hayamos avanzado mucho. El próximo paso, el que nos hace comprender aquello de que se trata en esta estructura cuaternaria, constituye el segundo gran descubrimiento del análisis, no menos importante que la manifestación de la función simbólica del edipismo en la formación del sujeto: la relación narcisista, relación fundamental en todo el desarrollo imaginario del ser humano, relación narcisista semejante en tanto se vincula con lo que puede denominarse la primera experiencia implícita de la muerte. Una de las experiencias más fundamentales, más constitutivas para el sujeto es la de esa cosa extraña a él mismo en su interior que se llama yo. El sujeto se ve primero en otro más terminado, más perfecto que él y que incluso ve su propia imagen en el espejo en una época en que la experiencia prueba que es capaz de percibirla como una totalidad, como un todo, mientras que él mismo se halla en la confusión original de todas las funciones motrices afectivas, la de los seis primeros meses después del nacimiento. El sujeto tiene siempre, con respecto a sí mismo, esta relación, por una parte, anticipada de su propia realización, lo que lo excluye de sí mismo, por una dialéctica de dos cuya estructura es perfectamente concebible, que lo rechaza en el plano de una insuficiencia, de una profunda grieta, de un desgarramiento original, de una derelicción, para usar un término heideggeriano, enteramente constitutivos de su condición humana, a través de lo cual su vida se integra en la dialética; y muy específicamente lo que se manifiesta en todas las relaciones imaginarias a través de las cuales existe, positivamente una especie de experiencia de la muerte original que, sin duda, es constitutiva de todas las formas, de todas las manifestaciones de la condición humana, pero más especialmente manifiesta en la conducta, en la vivencia, en la fantasía del neurótico. Es pues en la medida en que el padre imaginario y el padre simbólico puedan por lo general y fundamentalmente separados, y no sólo por la razón estructural, que estoy explicando, sino también de manera histórica, contingente, particular, del sujeto. En el caso de los neuróticos, en la forma más clara, es muy frecuente que el personaje del padre, por algún episodio de la vida real, sea un personaje desdoblado, ya sea porque el padre murió tempranamente, o por que un padrastro lo reemplazó y con el cual el sujeto se encuentra en relación mucho más fraternal, en el sentido en que ella se desarrollará en el plano de esa virilidad celosa que constituye la dimensión de la relación agresiva en la relación narcisista, o bien, tratándose del personaje de la madre, que las circunstancias de la vida permitan el ingreso en el grupo familiar de otra madre, o bien porque la intervención del personaje fraterno introduzca realmente a la vez de manera simbólica esa relación mortal de la que he hablado y al mismo tiempo la encarne en la historia del sujeto en una forma que le suministra un soporte histórico totalmente real, para culminar en el cuarteto mítico. Y muy frecuentemente, como he señalado en El Hombre de las Ratas, en la forma de ese amigo desconocido y nunca vuelto a encontrar que desempeña un papel tan esencial en la leyenda familiar; el cuarteto se reencuentra efectivamente encarnado y reintegrable en la historia del sujeto. Desconocerlo y desconocer su importancia es evidentemente desconocer por completo el elemento dinámico más importante en el tratamiento mismo. Pero estamos aquí para destacarlo. ¿Cuál es pues ese cuarto elemento que interviene en el edificio en su carácter de formador? Pues bien, ese cuarto elemento es la muerte, la muerte en tanto es además totalmente inconcebible como elemento mediador. Antes de que la teoría Freudiana pusiera el acento definitivo con la existencia del padre, sobre una función que es, podría decirse, a la vez función de la palabra y función del amor, la metafísica hegeliana no vaciló en construir toda la fenomenología de las relaciones humanas en torno a la mediación mortal, y ella es perfectamente concebible como el tercero esencial del progreso por el cual el hombre se humaniza en una determinada relación con su semejante. E incluso puede decirse que la teoría del narcisismo tal como la he expuesto hace un instante esclarece ciertos hechos que de otro modo pueden permanecer enigmáticos en la teoría hegeliana, porque después de todo para que esa dialéctica de la lucha a muerte, la lucha de puro prestigio, pueda iniciarse, se requiere asimismo que la muerte no sea realizada pues en caso contrario toda la dialéctica se detendría por falta de combatientes, y por lo mismo es preciso que, en cierto modo, la muerte sea imaginada. En la relación narcisista, en efecto, se trata justamente de la muerte imaginaria e imaginada. Se trata también de la muerte imaginaria e imaginada, en tanto se introduce en la dialéctica del drama edípico en la formación del neurótico, y tal vez después de todo puede decirse, hasta cierto punto, que se introduce en algo que supera en mucho la formación del neurótico, algo que sería nada menos que una actitud existencial, tal vez más carácterística, específica del hombre moderno. Seguramente, no habría que insistir mucho para hacerme decir que ese algo que constituye la mediación en la experiencia analítica real, pertenece al orden de la palabra y el símbolo, y se llama en otro lenguaje acto de fe. Pero seguramente, desde el punto de vista teórico, no es lo que exige el análisis, ni tampoco lo que implica, y yo diría que se relacióna más bien con el registro de la última palabra pronunciada por Goethe, a quien no en vano lo he puesto esta noche como ejemplo, ese Goethe de quien pude decirse que por su obra, su inspiración, su presencia vivida, evidentemente ha impregnado de manera extraordinaria todo el pensamiento Freudiano. Freud ha confesado —pero esto es poco al lado de la influencia del pensamiento de Goethe sobre la obra de Freud— que la lectura de los poemas de Goethe lo lanzó, lo decidió a estudiar medicina, y al mismo tiempo decidió su destino. Y es en fin una frase de Goethe, la última, la que para mí constituye la clave y el resorte de nuestra búsqueda, de nuestra experiencia analítica. Son palabras muy conocidas pronunciadas antes de sumergirse con los ojos abiertos en el negro abismo: «Luz, más luz». «Mehr Licht». Final del Seminario 0 Notas finales 1 (Ventana-emergente – El mito individual del neurótico) *Le Mythe individuel du néurosé ou «Poésie et vérite» dans le néurosé. Centre de la documentation universitaire. París, 1953. Mimeografiado.