Obras de S. Freud: El porvenir de una ilusión (1927) Capítulo IV

El porvenir de una ilusión IV

Una indagación que avanza impertérrita como un monólogo no deja de entrañar sus peligros.
Uno cede demasiado fácilmente a la tentación de apartar ideas que querrían interrumpirla, a
cambio de lo cual le sobreviene un sentimiento de inseguridad que a la postre pretende acallar

El porvenir de una ilusión IV

Una indagación que avanza impertérrita como un monólogo no deja de entrañar sus peligros.
Uno cede demasiado fácilmente a la tentación de apartar ideas que querrían interrumpirla, a
cambio de lo cual le sobreviene un sentimiento de inseguridad que a la postre pretende acallar
mostrándose terminante en grado excesivo. Por eso me invento un contradictor que sigue con
desconfianza mis puntualizaciones, y de tiempo en tiempo le cedo la palabra (1).
Lo escucho decir: «Usted ha usado repetidas veces expresiones como «La cultura crea estas
representaciones religiosas», «La cultura las pone a disposición de sus miembros». Suenan un poco extrañas; yo no sabría afirmar por qué, pero no son tan evidentes como cuando se sostiene que la cultura ha creado regímenes para la distribución de los productos del trabajo o para los derechos concernientes a la mujer y el niño».
Opino, sin embargo, que es lícito emplear tales expresiones. He intentado mostrar que las
representaciones religiosas provienen de la misma necesidad que todos los otros logros de la cultura: la de preservarse frente al poder hipertrófico y aplastante de la naturaleza. A esto se suma un segundo motivo: el esfuerzo por corregir las imperfecciones de la cultura,
penosamente sentidas. También es muy correcto decir que la cultura obsequia al individuo esas
representaciones; en efecto, él las encuentra dadas, le son aportadas ya listas, él no sería
capaz de hallarlas por sí solo. Entra en posesión de la herencia de muchas generaciones, que
recibe como a la tabla de multiplicar o a la geometría. Es verdad que hay aquí una diferencia,
pero se halla en otro lugar y todavía no podemos aclararla. En cuanto al sentimiento de
extrañeza que mi interlocutor señalaba, acaso se deba en parte a que este patrimonio de
representaciones religiosas suele sernos presentado como revelación divina. Sólo que eso
mismo es ya una pieza del sistema religioso y descuida por completo el desarrollo histórico de estas ideas, así como el hecho de que son diferentes en diversas épocas y culturas.
«Hay otro punto que me parece importante». De acuerdo con lo expresado por usted, la
humanización de la naturaleza nace de la necesidad de poner término al desconcierto y
desvalimiento del hombre frente a las fuerzas que él teme, de relacionarse con ellas para
influirlas finalmente. Ahora bien, parece ocioso aducir ese motivo. En efecto, el hombre primitivo
no tiene otra opción, otro camino de pensamiento. Es para él natural, como innato, proyectar su
esencia hacia fuera, al mundo, y ver en todos los procesos que observa unas exteriorizaciones
de seres que en el fondo son semejantes a él. He ahí el único método de su actividad
conceptuadora. Y en modo alguno es evidente, sino más bien una asombrosa coincidencia, que
dejándose llevar así por sus disposiciones naturales consiguiese satisfacer al mismo tiempo
una de sus grandes necesidades».
Yo no lo encuentro tan llamativo. ¿Opina usted, por ventura, que el pensar de los hombres no
conoce motivos prácticos, sino que es meramente la expresión de un desinteresado apetito de
saber? Eso es harto improbable. Más bien creo que el ser humano, incluso cuando personifica
fuerzas naturales, obedece a un arquetipo infantil. Con las personas que formaron su primer
contorno aprendió que el camino para influirlas era establecer una relación con ellas; y por eso
después, con idéntica finalidad, trata de igual manera a todo lo otro que le sale al paso. No
contradigo, entonces, la puntualización descriptiva que usted hace; efectivamente, es
connatural al ser humano personificar todo lo que pretende concebir, a fin de gobernarlo
después -el dominio psíquico como preparación del físico-; pero yo, además, aduzco el motivo y
la génesis de esa peculiaridad del pensamiento humano.
«Hay una tercera cosa todavía: Usted ya se ha ocupado antes del origen de la religión, en su
libro Tótem y tabú [1912-13]. Pero ahí todo se presenta de otro modo. No hay más que la
relación híjo-padre; Dios es el padre enaltecido, la añoranza del padre es la raíz de la necesidad
religiosa. Después, al parecer, descubrió usted el factor de la impotencia y el desvalimiento
humanos, atribuyéndole de manera universal el papel máximo en la formación de la religión; y
ahora retrascribe a términos de desvalimiento todo lo que antes era complejo paterno. ¿Puedo
pedirle una aclaración sobre ese cambio?».
De buena gana la daré, no esperaba sino esa invitación. Si es que se trata realmente de un
cambio. En Tótem y tabú, lo que debía explicarse no era la génesis de las religiones, sino sólo
la del totemismo. ¿Acaso alguna de las opiniones que hayan llegado a su conocimiento le
permite a usted comprender que la forma primera en que la divinidad protectora se reveló al
hombre fuera la animal, que se prohibiera matar y comer a ese animal, y sin embargo se
instituyera la solemne costumbre de matarlo y comerlo en común una vez por año? Es
justamente lo que sucede en el totemismo. Y no parece atinado entablar una polémica acerca
de si es lícito llamar religión al totemismo. Mantiene íntimos vínculos con las posteriores
religiones deístas; los animales totémicos se convierten en los animales sagrados de los
dioses. Y las primeras, pero las más profundas, limitaciones morales -la prohibición de matar y
la del incesto- nacen del suelo del totemismo. Ahora bien, ya sea que acepte o no las
conclusiones de Tótem y tabú, espero concederá que en ese libro gran número de hechos
dispersos y muy asombrosos se reúnen en un todo congruente.
¿Por qué el Dios animal no bastó a la larga, y fue relevado por el humano? He ahí un
problema que apenas se roza en Tótem y tabú, en tanto que otros relativos a la formación de la
religión ni siquiera se mencionan. ¿Considera usted que una limitación temática de esa índole
equivale a una desmentida? Mi trabajo es un buen ejemplo de estricto aislamiento del sector en
que el abordaje psicoanalítico podía hacer su aporte a la solución del problema religioso. Y si
ahora intento lo otro, menos sólidamente afianzado, no debe usted acusarme de contradicción,
como antes de unilateralidad. Desde luego, queda a mi cargo señalar las vías conectivas entre
lo afirmado antes y lo que ahora expongo, entre la motivación más profunda y la manifiesta,
entre el complejo paterno y el desvalimiento y la necesidad de protección del ser humano.
No es difícil hallar tales conexiones. Son los vínculos entre el desvalimiento del niño y el del
adulto, su continuación; de ese modo, como era de esperar, la motivación psicoanalítica de la
formación de la religión se trasforma en el aporte infantil a su motivación manifiesta.
Situémonos en la vida anímica del niño pequeño. ¿Recuerda usted la elección de objeto según
el tipo del apuntalamiento, de que habla el análisís? (2). La libido sigue los caminos de
las necesidades narcisistas y se adhiere a los objetos que aseguran su satisfacción. Así, la
madre, que satisface el hambre, deviene el primer objeto de amor, y por cierto también la
primera protección frente a todos los peligros indeterminados que amenazan en el mundo
exterior; podríamos decir: la primera protección frente a la angustia.
La madre es relevada pronto en esta función por el padre, más fuerte, y él la retiene a lo largo de
toda la niñez. Empero, la relación con el padre está aquejada de una peculiar ambivalencia. El
mismo fue un peligro, quizá desde el vínculo inicial con la madre. Y cuando se pasa a anhelarlo
y admirarlo no se lo teme menos. Los indicios de esta ambivalencia del vínculo con el padre
están hondamente impresos en todas las religiones, como lo puntualicé también en Tótem y
tabú. Ahora bien, cuando el adolescente nota que le está deparado seguir siendo siempre un
niño, que nunca podrá prescindir de la protección frente a hiperpoderes ajenos, presta a estos
los rasgos de la figura paterna, se crea los dioses ante los cuales se atemoriza, cuyo favor
procura granjearse y a quienes, empero, trasfiere la tarea de protegerlo. Así, el motivo de la
añoranza del padre es idéntico a la necesidad de ser protegido de las consecuencias de la
impotencia humana; la defensa frente al desvalimiento infantil confiere sus rasgos
característicos a la reacción ante el desvalimiento que el adulto mismo se ve precisado a
reconocer, reacción que es justamente la formación de la religión. Pero no es nuestro propósito seguir investigando el desarrollo de la idea de Dios; nos ocupamos aquí del tesoro ya acabado de representaciones religiosas, tal como la cultura lo trasmite al individuo.

Notas:
1-[El mismo método expositivo había sido adoptado poco tiempo atrás por Freud en ¿Pueden los legos ejercer el análisis? (1926e), y también, aunque en un contexto algo diferente, un cuarto de siglo antes, en «Sobre los recuerdos encubridores» (1899a).]
2- [Cf, «Introducción del narcisismo» (1914c), AE, 14, pág. 84.]

Continúa en ¨El porvenir de una ilusión (1927) Capítulo V¨

Autor: psicopsi

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