Obras de S. Freud: El porvenir de una ilusión (1927) Capítulo X

El porvenir de una ilusión X

«Eso suena grandioso. ¡Una humanidad que ha renunciado a todas las ilusiones y así se ha
vuelto capaz de procurarse una vida soportable sobre la Tierra! Pero yo no puedo compartir sus
expectativas. Mas no por ser un obstinado reaccionario, como acaso usted me juzga. No; por

El porvenir de una ilusión X

«Eso suena grandioso. ¡Una humanidad que ha renunciado a todas las ilusiones y así se ha
vuelto capaz de procurarse una vida soportable sobre la Tierra! Pero yo no puedo compartir sus
expectativas. Mas no por ser un obstinado reaccionario, como acaso usted me juzga. No; por
prudencia reflexiva. Creo que ahora hemos trocado los papeles; usted se muestra como el
visionario que se deja arrebatar por ilusiones, y yo defiendo la causa de la razón, el derecho al
escepticismo. Lo que usted ha presentado paréceme edificado sobre errores que, siguiendo su
mismo proceder, me es lícito llamar ilusiones, porque dejan traslucir sobradamente el influjo de
sus deseos. Usted pone su esperanza en que generaciones que no hayan experimentado en su
primera infancia el influjo de las doctrinas religiosas habrán de alcanzar con facilidad el
anhelado primado de la inteligencia sobre la vida pulsional. Es sin duda una ilusión; la naturaleza humana difícilmente cambiará en este punto decisivo. Si no yerro -sabemos tan poco sobre otras culturas-, hoy mismo existen pueblos que no se crían bajo la presión de un sistema
religioso, a pesar de lo cual no se acercan más que otros al ideal de usted. Si pretende eliminar
la religión de nuestra cultura europea, sólo podrá conseguirlo mediante otro sistema de
doctrinas, que, desde el comienzo mismo, cobraría todos los caracteres psicológicos de la
religión, su misma sacralidad, rigidez, intolerancia, y que para preservarse dictaría la misma
prohibición de pensar. Usted no puede prescindir de algo así para cumplir con los requisitos de
la educación. Ahora bien, a esta no puede usted renunciar. El camino que va del lactante al
hombre de cultura es ancho; demasiadas criaturas se extraviarían en él y no madurarían para
cumplir con las tareas que les depara la vida si se las abandonara, sin guía, a su propio
desarrollo. Y las doctrinas que se emplearan en su educación seguirían poniendo barreras al
pensar de sus años más maduros, exactamente lo que usted reprocha hoy a la religión. ¿No se
percata de que es un imborrable defecto congénito de nuestra cultura, de toda cultura, imponer al niño apasionado y de corto entendimiento unas decisiones que sólo puede justificar la inteligencia ya madura del adulto? Sin embargo, es imposible evitarlo, puesto que el desarrollo secular de la humanidad tiene que comprimirse en un par de años de la niñez, y sólo unos poderes afectivos pueden mover al niño a dominar las tareas que se le plantean. He ahí, por tanto, las perspectivas de su «primado del intelecto».
»No se asombre usted si me pronuncio en favor de mantener el sistema doctrinal de la
religión como base de la educación y de la convivencia humana. Es un problema práctico, no
una cuestión relativa al valor de realidad. Puesto que en el interés de conservar nuestra cultura no podemos aguardar para influir sobre el individuo hasta que esté maduro para ella -muchos no lo estarían nunca-, nos vemos precisados a imponer a la criatura en crecimiento algún sistema de doctrinas destinado a obrar sobre esta como una premisa sustraída a la crítica; y el sistema religioso me parece con mucho el más apto para ello, desde luego, justamente por su virtud consoladora y cumplidora de deseo, en que usted ha discernido la «ilusión». Teniendo en cuenta lo dificultoso que es discernir algo real, y aun la duda acerca de si nos es posible hacerlo, no olvidemos que también las necesidades humanas son una parcela de la realidad, y por cierto una parcela importante, que nos toca particularmente.
»Hallo otra ventaja de la doctrina religiosa en una de las peculiaridades de esta que parece
repugnarle especialmente a usted. Permite una purificación y sublimación notables, en que
puede eliminarse la mayor parte de lo que lleva en sí la huella del pensar primitivo e infantil. Lo
que resta es un puñado de ideas que la ciencia ya no contradice y tampoco puede refutar. Estas
trasformaciones de la doctrina religiosa, que usted ha condenado como medías tintas y
compromisos, hacen posible salvar el abismo entre las masas incultas y el pensador filosófico, conservan la comunidad entre ellos, comunidad tan importante para la seguridad de la cultura. Y así no es de temer que el hombre de pueblo se entere de que los estratos superiores de la sociedad «ya no creen en Dios». Considero haber demostrado, entonces, que el empeño de usted se reduce al intento de sustituir una ilusión probada y rebosante de valor afectivo por otra no probada e indiferente».
No me hallará usted inaccesible a su crítica. Sé cuán difícil es evitar ilusiones; acaso también
las esperanzas que yo profeso sean de naturaleza ilusoria. Pero insisto en una diferencia. Mis
ilusiones -prescindiendo de que el hecho de discrepar con ellas no importa castigo alguno- no
son incorregibles, como las religiosas, no poseen el carácter delirante. Si la experiencia llegara
a enseñar -no a mí, sino a otros que vengan después y piensen como yo- que nos hemos
equivocado, renunciaremos a nuestras expec tativas. Es que usted debe tomar mi intento como
lo que es. Al formular juicios sobre el desarrollo de la humanidad, un psicólogo que no se llama
a engaño sobre lo difícil que resulta arreglárselas en este mundo tratará de hacerlo de acuerdo
con la partícula de intelección que ha obtenido mediante el estudio de los procesos anímicos
que se operan en el individuo en el curso de su desarrollo de niño a adulto. Así se le impone la
concepción de que la religión es comparable a una neurosis de la infancia, y es lo bastante
optimista para suponer que la humanidad superará esa fase neurótica como tantos niños dejan
atrás, con el crecimiento, su parecida neurosis. Es posible que estas intelecciones tomadas de
la psicología individual sean insuficientes, injustificado trasferirlas al género humano, infundado
el optimismo; le concedo a usted todas esas incertidumbres. Pero es cosa corriente que uno no
pueda abstenerse de decir lo que piensa, de lo cual se disculpa no atribuyéndole más valor que
el que posee.
Aún quiero demorarme en otros dos puntos. En primer lugar, la debilidad de mi posición no
significa un refuerzo para la suya. Opino que defiende usted una causa perdida. No importa cuán a menudo insistamos, y con derecho, en que el intelecto humano es impotente en comparación con la vida pulsional. Hay algo notable en esa endeblez; la voz del intelecto es leve, mas no descansa hasta ser escuchada. Y al final lo consigue, tras incontables, repetidos rechazos. Este es uno de los pocos puntos en que es lícito ser optimista respecto del futuro de la humanidad, pero en sí no vale poco. Y aun pueden sumársele otras esperanzas. El primado del intelecto se sitúa por cierto en épocas futuras muy, pero muy distantes, aunque quizá no infinitamente remotas. Y como es posible que se proponga las mismas metas cuya realización espera usted de su Dios a la medida humana, desde luego, hasta donde lo permita la realidad exterior, el amor entre los seres humanos y la limitación del padecimiento, tenemos derecho a decir que nuestro enfrentamiento es sólo provisional, no es inconciliable. Nosotros esperamos lo mismo, pero usted es más impaciente, más exigente y -¿por qué no decirlo?- más egoísta que yo y que los míos. Usted pretende que la bienaventuranza empiece en seguida tras la muerte, le pide lo imposible y no quiere resignar la demanda de la persona individual. Nuestro Dios Aoγoζ (1) realizará de esos deseos lo que la naturaleza fuera de nosotros nos consienta, pero muy paso a paso, sólo en un futuro impredecible y para nuevas criaturas humanas. No nos promete una recompensa para nosotros, que penamos duramente en la vida. En el camino hacia ese lejano futuro tenemos que dejar de lado las doctrinas religiosas de usted, no importa si fracasan los primeros intentos, no importa si resultan insostenibles las primeras formaciones sustitutivas. Usted sabe por qué: a la larga nada puede oponerse a la razón y a la experiencia, y la contradicción en que la religión se encuentra con ambas es demasiado palpable. Tampoco las ideas religiosas purificadas podrán sustraerse de ese destino mientras pretendan salvar algo del contenido consolador de la religión. Es cierto que si se limitan a afirmar la existencia de un ser espiritual supremo, cuyas propiedades son indefinibles y cuyos propósitos son indiscernibles, estarán a salvo del veto de la ciencia, pero sin duda las abandonará el interés de los hombres.
Y en segundo lugar: Advierta usted la diferencia entre su conducta y la mía frente a la ilusión.
Usted se ve obligado a defender con todas sus fuerzas la ilusión religiosa; si ella pierde valor -y
está, en verdad, bastante amenazada-, el mundo de usted se arruina, no le resta más que
desesperar de todo, de la cultura y del futuro de la humanidad. Libre estoy, libres estamos nosotros de esa fragilidad. Como estamos dispuestos a renunciar a buena parte de nuestros deseos infantiles, podemos soportar que algunas de nuestras expectativas demuestren ser ilusiones.
La educación emancipada de la presión de las doctrinas religiosas acaso no cambie mucho la
esencia psicológica del ser humano; nuestro Dios Aogoz quizá no sea muy omnipotente y
cumpla sólo una pequeña parte de lo que sus predecesores habían prometido. Si hubiéramos
de llegar a inteligir esto último, lo aceptaremos con resignación. Mas no por ello perderemos el
interés por el mundo y por la vida, pues en un lugar tenemos un firme punto de apoyo que a
usted le falta. Creemos que el trabajo científico puede averiguar algo acerca de la realidad del
mundo, a partir de lo cual podemos aumentar nuestro poder y organizar nuestra vida. Si esta
creencia es una ilusión, estamos en la misma situación que usted, pero la ciencia, por medio de
éxitos numerosos y sustantivos, nos ha probado que no es una ilusión. Ella tiene muchos
enemigos francos, y en mayor número todavía solapados, entre quienes no le pueden perdonar
que despotenciara a la fe religiosa y amenazara derrocarla. Se le reprocha que nos ha
enseñado muy poco y que es incomparablemente más lo que ha dejado en la oscuridad. Pero
se olvida lo joven que es, lo trabajosos que fueron sus comienzos, y la pequeñez casi
evanescente del lapso trascurrido desde que el intelecto humano se irguió a la altura de sus
tareas. ¿No erraremos todos por fundamentar nuestros juicios en lapsos demasiado breves?
Podríamos tomar el ejemplo de los geólogos. La gente se queja de la incerteza de la ciencia
porque hoy proclama una ley que la próxima generación discernirá como error y remplazará por
otra, de validez igualmente efímera. Pero eso es injusto y en parte falso. Las mudanzas de las
opiniones científicas son desarrollo, progreso, no ruina. Una ley que primero se juzgó
incondicionalmente válida demuestra ser un caso especial de una legalidad más comprensiva,
o es restringida por otra ley de la que sólo se tomó conocimiento luego; una aproximación
grosera a la verdad es sustituida por una que se le adecua mejor, la cual a su vez aguarda un
ulterior perfeccionamiento. En diversos ámbitos no se ha superado todavía una fase de la
investigación en que se ensayan hipótesis que pronto deberán desestimarse por insuficientes;
en otros, empero, hay ya un núcleo de conocimiento cierto y casi in. modificable. Por último, se
ha intentado desvalorizar radicalmente el empeño científico mediante la consideración de que,
atado a las condiciones de nuestra propia organización, no puede ofrecer nada más que
resultados subjetivos, en tanto le es inasequible la naturaleza efectivamente real de las cosas
exteriores a nosotros. Así se omiten algunos factores que son decisivos para la concepción del
trabajo científico: que nuestra organización, vale decir, nuestro aparato anímico se ha
desarrollado justamente en el empeño por escudriñar el mundo exterior, y por tanto tiene que
haber realizado en su estructura alguna adecuación al fin; que él mismo es un componente de
ese mundo que debemos explorar, y sin duda alguna consiente tal explotación; que la tarea de
la ciencia queda bien circunscrita si la limitamos a mostrar cómo el mundo tiene que
aparecérsenos a consecuencia de la especificidad de nuestra organización; que los resultados
finales de la ciencia, justamente a causa del modo de su adquisición, no están condicionados
sólo por nuestra organización, sino por aquello que ha producido efectos sobre esta; y, por
último, que el problema de la constitución que el mundo tendría prescindiendo de nuestro
aparato anímico percipiente es una abstracción vacía, carente de interés práctico.
No; nuestra ciencia no es una ilusión. Sí lo sería creer que podríamos obtener de otra parte lo
que ella no puede darnos.

Notas:

1- Los dioses gemelos Aoγoζ {Logos, la Razón} y ‘Aναγχη {Ananké, la Necesidad Objetiva} del autor holandés Multatulí {seudónimo de E. D. Dekker}. [(Véase Multatuli, 1906.) Con respecto a estos términos, véase mi nota al pie en «El problema económico del masoquismo» (Freud, 1924c), AE, 19, pág. 174.]

Autor: psicopsi

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