Obras de S. Freud: El trastrocar las cosas confundido (segunda parte)

Psicopatología de la vida cotidiana: El trastrocar las cosas confundido

d. Por supuesto que el tomar una cosa por otra puede ponerse también al servicio de toda una
diversa serie de oscuros propósitos. He aquí un primer ejemplo. Es muy raro que yo rompa
alguna cosa. No soy particularmente hábil, pero a consecuencia de la integridad anatómica de
mi aparato nervioso-muscular, no hay en mí razones para tales movimientos torpes con
indeseadas consecuencias. No me acuerdo, pues, de que yo rompiera algún objeto en mi casa.
La falta de espacio en la habitación que me sirve de estudio me obliga a maniobrar en las
posiciones más incómodas con unas obras antiguas de piedra y arcilla, de las que poseo una
pequeña colección, tanto que personas que presenciaron mis manejos expresaron la
preocupación de que pudiera yo tirar algo abajo y hacerlo añicos. Pero nunca sucedió. ¿Por
qué, entonces, arrojé una vez al piso la tapa de mármol de mi tintero simple, de modo tal
que se quebró? (1)
Mi tintero consta de una base de mármol de Untersberg, ahuecada para que calce el frasco de
vidrio que contiene la tinta; y este lleva una tapa con remate de esa misma piedra. Detrás del
conjunto, hay colocada una corona de estatuillas de bronce y figuritas de terracota. Me pongo a
la mesa para escribir, y con la mano que sostiene la pluma hago un movimiento de singular
torpeza, de amplio vuelo, y así arrojo al piso la tapa del tintero, que estaba sobre la mesa.
No es difícil hallar la explicación. Horas antes había estado en mi estudio mi hermana, para
contemplar algunas nuevas adquisiciones. Las halló muy hermosas, y manifestó después:
«Ahora tu mesa de escribir parece realmente bonita, sólo el tintero desentona. Es preciso que
tengas uno más lindo». Salí acompañando a mi hermana, y regresé pasadas unas horas. Y
entonces, al parecer, consumé la ejecución del tintero condenado. ¿Acaso inferí de sus
palabras que mi hermana se había propuesto obsequiarme un tintero más bello en la próxima
oportunidad de agasajo, e hice pedazos el viejo y feo para forzar la realización del insinuado
propósito? De ser así, mi movimiento expansivo sólo fue torpe en apariencia; en realidad fue
diestro en extremo y acorde al fin, y se las ingenió para esquivar a todos los objetos valiosos
que se encontraban cerca.
Creo, realmente, que se debe apreciar así toda una serie de movimientos en apariencia
producidos por una torpeza casual. Es cierto que exhiben algo de violento, expansivo, como
espástico-atáctico, pero demuestran estar gobernados por una intención y alcanzan su meta
con una seguridad de la que no podrían gloriarse todos los movimientos voluntarios y
concientes. Por lo demás, comparten ambos caracteres, el de ser violentos y el de ser
certeros, con las manifestaciones motrices de la neurosis histérica y en parte también con las operaciones motrices del sonambulismo (2), lo cual sin duda apunta, en uno y otro caso, a
una idéntica modificación, desconocida, del proceso de inervación.
Otra autoobservación (3), comunicada por la señora Lou Andreas-Salomé, puede aportar una
prueba convincente del modo en que una «torpeza» tenazmente mantenida es, empero, hábil
servidora de propósitos inconfesados:
«Justo por la época en que la leche se había vuelto una mercancía rara y costosa, me
aconteció, para mi continuo espanto y enojo, que todas las veces la dejaba irse en el hervor. Y
fue en vano empeñarme por dominar la situación, aunque en modo alguno pueda decir que
también en otras circunstancias soy distraída o desatenta. Causa para tales distracciones
habría tenido, sí, después que murió mi querido foxterrier blanco (que con tanto derecho llevaba
el nombre de «Amigo» [«Drujok», en ruso] (4), que sólo convendría a un ser humano). Pero -¡oh
maravilla!- nunca más desde entonces se me escapó ni una gotita de leche al hervirla. El primer
pensamiento que asocié a ello fue: «Es una suerte, pues lo derramado sobre la mesada de la
cocina o el emibaldosado del piso ya no sería útil a nadie». Y al mismo tiempo vi a mi «amigo»
frente a mí, sentado ahí cerca, tenso en la observación de mis preparativos para el hervor: algo
ladeada la cabeza, meneando ya la cola esperanzado, confiado y seguro de que se cumpliría el
dichoso infortunio. Y bien, así quedaba todo en claro, y también esto: el percance me gustaba
más de lo que yo misma sabía».
En los últimos años (5), desde que recopilo estas observaciones, me ha ocurrido todavía
algunas veces quebrar o hacer añicos objetos de cierto valor; y la indagación de estos casos
me ha convencido de que ninguno fue fruto del azar o de una torpeza mía carente de propósito.
Así, cierta mañana que estaba vestido con traje ¿e baño, cubiertos los pies con unas pantuflas
de paja, pasaba yo por una habitación y, obedeciendo a un impulso repentino, catapulté una de
las pantuflas contra la pared, de suerte que eché abajo de su consola a una pequeña y linda
Venus de mármol. Mientras se hacía pedazos, cité, con total despreocupación, los versos de
Busch:
« i Ah! La Venus de Médici
-¡cataplúm!- está perdida». (6)
Este loco obrar y mi indiferencia ante el daño se aclaran por la situación de ese momento.
Teníamos en la familia una enferma grave (7), de cuyo restablecimiento yo desesperaba ya
entre mí. Aquella mañana me enteré de una gran mejoría; yo sé que me dije a mí mismo:
«Entonces vivirá». Y el ataque de furia destructiva sirvió para expresar un talante de
agradecimiento al destino y me permitió consumar una «acción sacrificial», como si yo hubiera
hecho la promesa de ofrendar tal o cual objeto si ella sanaba. Y que eligiera para esa ofrenda a
la Venus de Médici no quería ser otra cosa que un homenaje galante a la que convalecía. Pero
tampoco esta vez pude entender mi decisión súbita, mi acierto tan diestro, y que no hubiera
alcanzado a ningún otro de los objetos que tan próximos estaban.
Otra rotura para la cual me valí también de la pluma que se me fue de la mano tuvo, igualmente,
el significado de un sacrificio, pero en este caso propiciatorio para conjurar un mal. Cierta vez
me había permitido hacer a un amigo fiel y meritorio cierto reproche que se apoyaba en la
interpretación de unos signos de su inconciente, y en nada más. Lo tomó a mal y me escribió
una carta donde me rogaba que no tratara psicoanalíticamente a mis amigos. No pude menos
que darle la razón y le respondí apaciguándolo. Mientras escribía esta carta, tenía ante mí mi
última adquisición, una figurilla egipcia magníficamente esmaltada. La rompí de la manera
descrita, y enseguida supe que había organizado ese infortunio para conjurar uno mayor. Por
suerte, ambas cosas -la amistad y la figurilla- pudieron pegarse de modo que no se notara la
resquebrajadura.
Una tercera rotura se conectó con cosas menos serias; fue sólo una «ejecución»
enmascarada, para usar la expresión de Vischer (en Auch Einer(8)), de un objeto que ya no
gozaba de mí favor. Durante cierto lapso había usado un bastón con empuñadura de plata;
cierta vez que sin culpa mía, la delgada lámina de plata se dañó, fue mal reparada. Poco
después que me devolvieron el bastón, utilicé su puño para atrapar, por travesura, la pierna de
uno de mis hijos. Desde luego que al hacerlo se partió, y yo me libré de él.
La impasibilidad que en todos estos casos uno muestra frente al daño producido tiene títulos
suficientes para ser aducida como prueba de que en la ejecución existió un propósito
inconciente.
A veces (9) cuando se exploran las razones de una de estas nimias operaciones fallidas,
como lo es la rotura de un objeto, uno tropieza con nexos que, además de vincularse a la
situación presente de un ser humano, se adentran profundamente en su prehistoria. Sirva de
ejemplo el análisis que sigue, de L. Jekels (10):
«Un médico posee un florero de terracota, no de alto precio, pero sí muy bonito. Le fue
obsequiado en su momento, junto con muchos otros objetos, entre ellos algunos caros, por una
paciente (casada). Cuando al fin se volvió en ella manifiesta la psicosis, restituyó a los
familiares de la paciente todos los obsequios … salvo aquel vaso de mucho menor precio, del
que no se pudo separar, supuestamente por su belleza. Empero, ese escamoteo costó a
nuestro hombre, de escrupulosa conducta por lo demás, cierta l ucha interior: con plena
conciencia de la impropiedad de su acción, meramente sorteaba el remordimiento de su
conciencia moral so pretexto de que el vaso carecía en verdad de todo valor material, era difícil
embalarlo, etc. – Meses después, cuando se disponía a querellar por medio de un abogado a fin
de percibir el resto de sus honorarios por asistir a la paciente, que le era negado, los
autorreproches volvieron a asomar; por un breve lapso lo invadió la angustia de que los
parientes descubrirían el supuesto escamoteo y lo aducirían en su contra en el procedimiento
judicial. Pero, sobre todo, aquellos autorreproches fueron en cierto momento de tal intensidad
que pensó en renunciar a su demanda, no obstante recaer esta sobre una suma quizá cien
veces mayor -como resarcimiento, digamos así, por el objeto escamoteado-; empero,
enseguida venció esa idea, desechándola por absurda.
»Estando de este talante, se puso a renovar el agua del florero; y pese a que él rarísima vez
rompía algo y dominaba bien su aparato muscular, lo volteó con un movimiento que no formaba
parte orgánica de esa acción, sino que fue de una rara torpeza, de suerte que el vaso se partió
en cinco o seis grandes pedazos. Y ello después que la tarde anterior se había decidido, no sin
grandes vacilaciones, a colocar ese vaso lleno de flores sobre1a mesa del comedor y frente a
sus convidados, pero poco antes de romperlo lo había echado de menos, lleno de angustia, en
su sala de estar, y lo había traído por su propia mano de la otra habitación. Y cuando tras el
primer desconcierto juntó los pedazos, y comprobó, al ensamblarlos, que aún se podría
reconstruir el vaso casi por entero, los dos o tres fragmentos mayores se le deslizaron de la
mano, haciéndose totalmente añicos, y con ellos también cualquier esperanza relacionada con
el vaso.
»Sin ninguna duda, esta operación fallida respondió a la tendencia actual de posibilitar al médico
la prosecución de su querella eliminando aquello que él había retenido, y que en alguna medida
le estorbaba demandar lo que le habían retenido a él.
»Empero, para cualquier psicoanalista esta operación fallida posee, además de su
determinismo directo, uno muchísimo más profundo e importante: un determinismo simbólico.
El vaso, en efecto, es un indudable símbolo de la mujer.
»El héroe de esta pequeña historia había perdido de manera trágica a su bella, joven y
ardientemente amada esposa; cayó presa de una neurosis cuya nota fundamental decía que él era el culpable de la desgracia (decía que «él había roto un bello vaso») Ya no entabló ninguna relación con las mujeres y cobró aversión por el matrimonio o por relaciones amorosas
duraderas, que eran apreciadas en lo inconciente como una infidelidad a su esposa muerta,
pero que en lo conciente racionalizaba diciéndose que él traía desgracia a las mujeres, una
mujer podría matarse por causa de él, etc. (Por eso, desde luego, no tenía permitido conservar
duraderamente el vaso.)
»Y además, dada su fuerte libido, no es asombroso que vislumbrara como las más adecuadas
unas relaciones -pasajeras por naturaleza- con mujeres casadas (de ahí el retener el vaso de
otro) .
»Una buena confirmación de este simbolismo se encuentra en los siguientes dos factores. A
consecuencia de la neurosis se sometió al tratamiento psicoanalítico. En el curso de la sesión en que narró la rotura del vaso de «terracota», dio, al rato largo, en hablar de nuevo sobre su relación con las mujeres, y señaló que era exítante hasta lo absurdo. Por ejemplo, requería que
ellas tuvieran una «belleza no terrena». Esto acentúa, nítidamente, que sigue apegado a su
esposa (difunta, es decir, «no terrena»), y no quiere saber nada de una «belleza terrena»; de ahí
la rotura del vaso «terreno» (de terracota).
»Y justo por la época en que dentro de la trasferencia creó la fantasía de casarse con la hija de
su médico, obsequió a este … un vaso, como un indicio de la dirección en que desearía la
revancha,
»Es previsible que el significado simbólico de esta operación fallida admita todavía múltiples
variaciones; por ejemplo, no querer llenar el vaso, etc. Sin embargo, más interesante me parece
este abordaje: que la presencia de varios motivos eficaces (dos por lo menos), probablemente
separados entre el preconciente y el inconciente, se espeja en la duplicación de la operación
fallida -volcar el vaso, y dejarlo deslizar-».
e. (11) El dejar caer objetos, voltearlos, hacerlos añicos, parece emplearse muy a
menudo para expresar unas ilaciones inconcientes de pensamiento, como en ocasiones se lo
puede probar mediante el análisis, pero con mayor frecuencia puede colegírselo de las
interpretaciones que a ello anuda el pueblo, y que en su boca se manifiestan como superstición
o como chanza. Consabidas son las interpretaciones que se dan cuando se derrama sal, se
vuelca un vaso de vino, un cuchillo que cae se clava en el piso, etc. Pospongo para un capítulo
posterior elucidar los títulos que poseen tales interpretaciones supersticiosas para ser tenidas
en cuenta; aquí sólo cabe puntualizar que en modo alguno corresponde un sentido constante a
cada manejo torpe, el cual, al contrario, se ofrece como medio figurativo a este o estotro
propósito, según las circunstancias.
Hace poco hubo en mi casa un período en que se rompió vajilla de cristal y de porcelana en
cantidad insólita; yo mismo contribuí a dañar varias piezas. Ahora bien, era fácil esclarecer esta
pequeña endemia psíquica; estábamos en vísperas de la boda de mi hija mayor. En tales
ceremonias, por lo demás, se acostumbraba romper adrede una vasija y pronunciar al mismo
tiempo unos deseos de buena ventura. Acaso esta costumbre tenga el significado de un
sacrificio, y posea aún otro sentido simbólico.
Cuando personas de servicio aniquilan objetos frágiles dejándolos caer, no se acude en primer
término a una explicación psicológica. Empero, no es improbable que a ello contribuyan algunos
motivos oscuros. Nada más ajeno a los incultos que apreciar el arte y sus obras. Una sorda
hostilidad contra sus producciones reina entre nuestros servidores domésticos, sobre todo
porque estos objetos, cuyo valor no entienden, significan para ellos trabajo adicional. En cambio,
gentes de ese mismo origen y grado de cultura a menudo se destacan en institutos científicos
por una gran destreza y precisión en el manejo de objetos frágiles, tan pronto empiezan a
identificarse con su patrón y a considerarse miembros del personal esencial del instituto.
Intercalo (12) aquí la comunicación de un joven técnico, que permite penetrar en el mecanismo de dañar cosas:
«Desde hacía algún tiempo yo trabajaba con varios colegas, en el laboratorio de la escuela
técnica, en una serie de complejos experimentos sobre elasticidad; habíamos emprendido este
trabajo voluntariamente, pero ya empezaba a demandarnos más tiempo del que esperábamos.
Yendo un día al laboratorio con mi colega F., él manifestó cuán desagradable le resultaba
precisamente ese día perder tanto tiempo, pues tenía muchas cosas que hacer en su casa; no
pude sino convenir en ello, y además manifesté medio en broma, aludiendo a un suceso de la
semana anterior: «¡Espero que la máquina tenga otro desperfecto, así podremos interrumpir el
trabajo y volvernos más temprano!».
»Dentro de la división del trabajo establecida, acertó a suceder que mi colega F. debía regular la
válvula de la prensa, es decir, abriéndola con precaución, tenía que dejar que el fluido sometido
a presión pasara poco a poco del acumulador al cilindro de la prensa hidráulica. El director del
experimento atendía al manómetro y exclamó en alta voz cuando se hubo alcanzado la presión
justa: «¡Paren!». Al oír esta orden, F. tomó la válvula y la hizo girar con toda su fuerza … hacia la
izquierda ( ¡todas las válvulas, sin excepción, se cierran haciéndolas girar hacia la derecha! ).
Tan pronto como lo hizo, toda la presión del acumulador accionó dentro de la prensa; el
tubo-guía no estaba preparado para ello. En el acto estalló una junta del tubo, un desperfecto
totalmente inofensivo para la máquina, pero que nos forzó a interrumpir ese día el trabajo y
regresar a casa.
»Cosa curiosa: algún tiempo después, conversando sobre este suceso, mi amigo F. no quiso
acordarse de mis palabras, que yo recordaba con certeza».
De igual manera (13), dejarse caer, dar un paso en falso, resbalar, no siempre se debe explicar
como la falla casual de una acción motriz. Ya el doble sentido que la lengua atribuye a estas
expresiones indica la clase de fantasías retenidas que se pueden figurar mediante ese
abandono del equilibrio corporal. Guardo en la memoria cierto número de afecciones nerviosas
leves de señoras y muchachas, que, sobrevenidas tras una caída sin lesiones, fueron
concebidas como histeria traumática a consecuencia del susto recibido. Ya en aquel tiempo
tenía la impresión de que las cosas podían entramarse de otra manera, como si la caída misma
fuera ya una escenificación de la neurosis y una expresión de las mismas fantasías
inconcientes de contenido sexual que, según es lícito conjeturar, son las fuerzas motrices por
detrás de los síntomas. ¿Y no pretende significar eso un proverbio que reza: «Cuando una
doncella cae, cae de espaldas»?
Como trastrocar las cosas confundido (14) se puede clasificar también el caso en que se da a un mendigo una moneda de oro por una de cobre o de plata de escaso valor. Es fácil esclarecer
tales yerros; son acciones sacrificiales, consagradas a apaciguar al destino, ahuyentar la
desgracia, etc. Sí antes del paseo en que la tierna madre o la tía mostraron esa esplendidez tan
a su pesar, uno les oyó manifestar temor por la salud de un niño, ya no podrá dudar del sentido
de esa casualidad supuestamente lamentable. Es así como las operaciones fallidas nos
permiten practicar todos aquellos usos piadosos y supersticiosos obligados a rehuir la luz de la
conciencia a causa de la revuelta de nuestra razón, que se ha tornado incrédula.

Notas:

1- En 1901 y 1904: «hace poco»
2- Freud retorna la idea de la seguridad del sonámbulo hacia el final del libro. En ediciones posteriores, ella reapareció en dos ejemplos.
3- Este ejemplo fue agregado en 1919.
4- {Los corchetes son de Freud.}
5- Este párrafo y los cuatro siguientes fueron agregados en 1907.
6- [Wilhelm Busch, Die fromme Helene, capítulo VIII.]
7- Se refiere a la enfermedad que contrajo su hija mayor en 1905. (Cf. Jones, 1957, pág. 409)
8- [Theodor Vischer (1807-1887), cuya novela citada se publicó en 1878, era profesor de estética y fue repetidamente mencionado por Freud en su libro sobre el chiste (1905c). Volvió a aludir a esta novela, así como a otra de las obras menores de Vischer, en «Sobre psicoterapia» (1905a), AE, 7, págs. 249 y 256.
9- Este párrafo y el ejemplo que sigue fueron agregados en 1917.
10- JekeIs, 1913a.
11- Los párrafos primero y tercero de esta sección datan de 1901; el segundo fue agregado en 1910.
12- Este ejemplo, citado luego por Freud en sus Conferencias de introducción ( 1916-17), AE, 15, págs. 69-70, fue agregado en 1912.
13- Este párrafo data de 1901.
14- Agregado en 1907.

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