Obras de S. Freud: El trastrocar las cosas confundido (tercera parte)

Psicopatología de la vida cotidiana: El trastrocar las cosas confundido

1. El hecho de qué unas acciones contingentes sean en verdad (1) deliberadas es cosa que
en ningún ámbito hallará más creencia que en el del quehacer sexual, donde el límite entre
ambas clases de acciones parece borrarse realmente, Un movimiento en apariencia torpe
puede ser explotado con refinamiento extremo para fines sexuales; yo mismo he vivenciado hace algunos años un buen ejemplo de ello. En una casa amiga me encontré con una joven allí invitada como huésped; excitó en mí una concupiscencia que yo consideraba hacía tiempo extinguida, a raíz de la cual me puse de un talante alegre, locuaz y solícito. En aquel momento hube de rastrear las vías por las cuales ello me sobrevino; un año antes, esa misma muchacha me había dejado frío. Pues bien, el tío de ella, un señor de edad muy avanzada, entró en la sala y ambos saltamos para alcanzarle una silla que estaba colocada en un rincón. Más ágil ella, y también más cerca del objeto, se apoderó primero de la silla y la traía frente a sí con el respaldo
hacia atrás y ambas manos puestas sobre los lados del asiento. Llegué yo después y, no
resignando mi derecho a acarrear la silla, de pronto me encontré de pie apretado detrás de ella,
enlazando ambos brazos desde atrás en torno de la muchacha, y mis manos se tocaron por un
momento delante de su regazo. Desde luego, deshice la situación tan rápido como se había
producido. Nadie pareció advertir cuán diestramente había aprovechado yo ese movimiento inhábil.
En ocasiones he debido decirme también que los enojosos y torpes esguinces que por unos
segundos (2) nos hacen dar pasos a derecha e izquierda, pero siempre en el mismo sentido
que el otro o la otra con quien nos hemos topado por la calle, hasta que al fin ambos se quedan
quietos frente a frente; que también esta acción de «atajar el paso», digo, repite una traviesa
conducta provocadora de nuestros años juveniles y persigue propósitos sexuales bajo la
máscara de la torpeza. Por mis psicoanálisis de neuróticos sé que la llamada ingenuidad de
jóvenes y niños a menudo no es sino una máscara de esta índole, que permite declarar o hacer
lo indecoroso sin embarazo.
Observaciones en un modo semejantes ha comunicado W. Stekel acerca de su propia
persona: (3) «Entro en una casa y tiendo mi diestra a la dueña. Singularmente, desato al
hacerlo el lazo que sujeta su suelto vestido matinal. No tengo conciencia de propósito alguno
deshonesto, y sin embargo consumé ese torpe movimiento con la destreza de un
escamoteador».
Ya he podido ofrecer repetidas pruebas de que los poetas conciben las operaciones
fallidas tal como aquí las entendemos, vale decir, como provistas de sentido y motivadas. Por
eso no nos asombrará ver, en un nuevo ejemplo, cómo un literato dota de cabal sentido también
a un movimiento torpe y lo convierte en signo anunciador de posteriores episodios.
En un pasaje de la novela de Theodor Fontane, L’Adultera [1882], leemos: « … y Melanie se
levantó de un salto y arrojó a su marido, a modo de saludo, una de las grandes bolas. Pero no
había apuntado bien: la bola salió torcida y Rubehn la apresó». Mientras regresaban a casa de la
excursión que dio lugar a ese pequeño episodio, sobreviene una plática entre Melanie y Rubelin
que delata el primer indicio de una simpatía en germen. Esta simpatía se acendra hasta la
pasión, dé suerte que Melanie termina por abandonar a su esposo para pertenecer por entero al
hombre amado. (Comunicado por H. Sachs.)
g. (4) Los efectos producidos por yerros de hombres normales son en general
inofensivos. Por eso mismo reviste particular interés averiguar si unos yerros de grave alcance,
que puedan ser acompañados por consecuencias sustantivas (p. ej., si los comete un médico o
un farmacéutico), se ajustan a nuestros puntos de vista en algún aspecto.
Como muy rara vez debo practicar intervenciones médicas, tengo para comunicar, de mi propia experiencia, un solo ejemplo de trastrocar las cosas confundido {vergreifen} en ese terreno.
Con una dama muy anciana a quien visito desde hace años dos veces cada día (5) toda mi
actividad médica en la visita matinal se reduce a dos actos: le instilo algunas gotas de colirio en
los ojos y le aplico una inyección de morfina. De ordinario ya hay preparados dos frasquitos, uno
azul para el colirio y uno blanco para la solución de morfina. Mientras ejecuto ambas
operaciones, las más de las veces mis pensamientos van hacia otra cosa; es que las he
repetido tanto que la atención se libera. Una mañana reparé en que el autómata había trabajado
erradamente, había introducido el gotero en el frasquito blanco en lugar del azul, y entonces no
había instilado colirio en el ojo, sino morfina. Me espanté mucho, pero luego me tranquilicé
reflexionando en que algunas gotas de una solución de morfina al dos por ciento no podían
producir daño alguno ni siquiera en el saco conjuntivo. La sensación de espanto, era evidente,
debía derivarse de otra parte.
En el intento de analizar este pequeño yerro, se me ocurrió ante todo la frase: «sich an der Alten
vergreifen» {«maltratar a la vieja»}, que pudo indicar el camino directo hacia la solución. Estaba
yo bajo la impresión de un sueño que la tarde de la víspera me había comunicado un joven, y
cuyo contenido no admitía otra referencia interpretativa que el comercio sexual con la propia
madre. (6) La singularidad de que la saga no se escandalizase por la edad de la
reina Yocasta me pareció muy acorde con la conclusión de que el objeto del enamoramiento
nunca es la persona presente de la propia madre, sino su imagen mnémica juvenil, que se ha
guardado de la infancia. Tales incongruencias se producen siempre que una fantasía fluctuante
entre dos épocas se hace conciente y, en virtud de ello, se ata a una época determinada.
Abismado en pensamientos de esta especie, acudí a mi paciente, cuya edad sobrepasaba ya
los noventa años, y debo de haber estado en camino de at3rebender el carácter humano
universal de la fábula de Edipo como el correlato del destino que se exterioriza en el oráculo,
pues enseguida «maltraté a la vieja» {«sich an der Alten vergreilen»} o «trastroqué las cosas confundido respecto de la vieja» {«vergreifen sich bei der Alten»}. Pero también este trastrocar las cosas confundido fue inocente; de los dos errores posibles aplicar la solución de morfina a los ojos o inyectar el colirio- había escogido el que era mucho más inofensivo. Pero seguimos sin averiguar si en yertos capaces de provocar daño grave es lícito, como lo fue en este caso, tomar en consideración un propósito inconciente.
En este punto, como es de esperar, el material me deja en la estacada, y quedo reducido a
conjeturas e inferencias. Es sabido que en casos graves de psiconeurosis suelen aparecer,
corno síntomas patológicos, unas lesiones autoinferidas, y nunca se puede excluir que un
suicidio sea el desenlace del conflicto psíquico. Ahora bien, yo tengo averiguado, y puedo
documentarlo (7) con ejemplos convincentes, que muchos daños en apariencia casuales
sufridos por estos enfermos son en verdad lesiones que ellos mismos se infligieron. Hay en
permanente acecho una tendencia a la autopunición, que de ordinario se exterioriza como
autorreproches, o presta su aporte a la formación de síntoma; ella saca hábil partido de una
situación externa que por casualidad se le ofrece, o aun ayuda a crearla hasta alcanzar el efecto
dañino deseado. Tales sucesos no son en modo alguno raros incluso en casos de relativa
gravedad, y denuncian la participación del propósito inconciente mediante una serie de rasgos
particulares -p. ej., la llamativa versión que los enfermos guardan del supuesto accidente. (8)
Informaré en detalle sobre un sólo ejemplo (9), entre muchos, de mi experiencia médica: Una
joven señora se quiebra los huesos de uno. pierna al volcar un carruaje, de modo que debe
guardar cama durante semanas; llama la atención la falta de manifestaciones de dolor y la
calma con la cual. sobrelleva su desgracia. Ese accidente es el prólogo de una larga y grave
neurosis, de la que finalmente sanó mediante psicoanálisis. En el tratamiento me enteré de las
circunstancias concomitantes de aquel accidente, así como de ciertos sucesos que lo habían
precedido. La joven señora se encontraba con su marido, hombre muy celoso, en la finca de
una hermana casada y en compañía de sus restantes y numerosos hermanos y hermanas, con
sus respectivos cónyuges. Cierta velada, hizo gala en ese círculo íntimo de una de sus
habilidades: danzó el cancán de acuerdo con todas las reglas, con gran aplauso de sus
parientes, pero escasa satisfacción de su marido, quien después le cuchicheó: «Has vuelto a
portarte como una puta». La palabra dio en el blanco; si la causa fue el baile mismo o algo más,
dejémoslo sin resolver. Esa noche durmió intranquila; a la mañana siguiente anhelaba dar un
paseo en coche. Pero ella misma eligió los caballos, rechazó una yunta y pidió otra. La hermana
más joven quiso que su bebé viajara en el coche en brazos de su nodriza; ella se opuso con
energía. Durante el viaje se mostró nerviosa, avisó al cochero que los caballos se asustarían, y
cuando los inquietos animales realmente opusieron en un momento algunas dificultades,
aterrorizada saltó del carruaje y se quebró la pierna, en tanto que los que permanecieron dentro
resultaron indemnes. Si tras descubrir estos detalles no podemos ya dudar de que este
accidente fue en verdad una escenificación, no dejaremos de admirar la destreza con que el
azar fue constreñido a impartir un castigo tan adecuado a la culpa: durante largo tiempo estuvo
impedida de bailar cancán.
De lesiones que yo mismo me infiriera en épocas tranquilas poco puedo informar, pero no me
sé incapaz de tales cosas en condiciones extraordinarias. Cuando un miembro de mi familia se
queja de haberse mordido la lengua, cogido un dedo, etc., obtiene de mí, en vez de la
preocupación que espera, la pregunta: «¿Por qué lo hiciste?». Pero yo mismo me cogí el pulgar
de la manera más ridícula después que un joven paciente hubo confesado en la sesión su
propósito (no para ser tomado en serio, desde luego) de casarse con mi hija mayor, en tanto yo
sabía que ella justamente estaba en el sanatorio con extremo peligro de muerte.
Uno de mis hijos varones, cuyo temperamento vivaz suele oponer dificultades al cuidado que se
le debe dispensar cuando enferma, tuvo cierto día un ataque de cólera al ser instado a guardar
cama durante la mañana, y amenazó con matarse, posibilidad de la cual tenía noticia por los
periódicos. Al anochecer me mostró un moretón que el choque con un picaporte le había
producido en un costado del pecho. A mi pregunta irónica sobre por qué lo hizo y qué buscaba
con ello, respondió este niño de once años, como por súbita iluminación: «Fue mi intento de
suicidio, con que amenacé hoy temprano». Por otra parte, no creo que en ese tiempo mis hijos
conocieran mis puntos de vista sobre las lesiones que uno se inflige a sí mismo,
Quien crea (10) en la ocurrencia de unas autolesiones semideliberadas -si se nos permite esta
torpe expresión-, estará preparado para suponer que junto al suicidio deliberado conciente
existe también una autoaniquilación semidelíberada -con propósito inconciente-, que sabe
explotar hábilmente un riesgo mortal y enmascararlo como azaroso infortunio. Ella no es rara en
absoluto. En efecto, la tendencia a la autoaniquilación está presente con cierta intensidad en un
número de seres humanos mayor que el de aquellos en que se abre paso. Las lesiones
infligidas a sí mismo son, por regla general, un compromiso entre esa pulsión y las fuerzas que
todavía se le contraponen, y aun en los casos en que realmente se llega al suicidio, la
inclinación a ello estuvo presente desde mucho tiempo antes con menor intensidad, o bien
como una tendencia inconciente y sofocada.
También el propósito conciente de suicidio escoge su tiempo, sus medios y su oportunidad; y
está en total armonía con ello que el propósito inconciente aguarde una ocasión que pueda
tomar sobre sí una parte de la causación, al reclamar las fuerzas defensivas de la persona,
libere a aquel propósito de la presión de estas (11). En modo alguno son ociosas
estas consideraciones que presento; he tenido noticia de más de un caso en que una desgracia
fatal (producida andando a caballo o en carruaje), en apariencia debida al azar, justifica, por las
circunstancias de que estuvo rodeada, la sospecha de que fue un suicidio tolerado
inconcientemente. Por ejemplo, durante un concurso hípico entre oficiales, uno de ellos cae del
caballo y sus lesiones resultan tan graves que fallece unos días después. Su comportamiento al
volver en sí es en muchos aspectos llamativo. Y todavía más singular fue su conducta anterior.
Había caído en profunda desazón por la muerte de su querida madre, le sobrevenían crisis de
llanto estando en compañía de sus camaradas, y a sus amigos íntimos les manifestó sentir
hastío por la vida. Quiso abandonar el servicio para participar en una guerra en África, que sin
embargo no lo atraía (12). Había sido un arrojado jinete; ahora evitaba montar, toda
vez que podía. Por último, antes del concurso hípico, del que no pudo excusarse, exteriorizó un
mal presentimiento; dada nuestra concepción, no nos asombrará que ese presentimiento se
haya cumplido. Me objetarán: es cosa obvia que un hombre con semejante depresión nerviosa
no atinará a dominar el animal como lo hacía hallándose sano. Estoy totalmente de acuerdo;
sólo que yo buscaría en el propósito de autoaniquilación que aquí hemos destacado el
mecanismo de esa inhibición motriz por «nerviosismo». Sándor Ferenczi, de Budapest (13) me
ha remitido para su publicación el análisis de un caso de herida de bala, en apariencia casual,
que él declara un intento inconciente de suicidio. No puedo menos que coincidir con la
concepción que expone:
«J. Ad., oficial carpintero, de 22 años, acudió a mí el 18 de enero de 1908. Quería saber si la
bala que se le había alojado en la sien izquierda el 20 de marzo de 1907 debía o podía ser
extraída mediante una operación. Salvo unos dolores de cabeza no muy fuertes que lo
aquejaban de tanto en tanto, se sentía totalmente sano, y tampoco el examen objetivo descubrió
otra cosa que la característica cicatriz ennegrecida por la pólvora en la sien izquierda, de suerte
que desaconsejé la operación. Inquirido por las circunstancias del accidente, manifiesta
haberse herido por casualidad. Jugaba con el revólver de su hermano, creía que no estaba
cargado, se lo aplicó con la mano izquierda en la sien de ese lado (no es zurdo), puso el dedo
en el gatillo, y se disparó una bala. Había tres cartuchos en el tambor de seis balas.Le pregunto
cómo le vino la idea de tomar el revólver. Replica que fue para la época de su convocatoria al
servicio militar; la noche- anterior llevó consigo el arma a la posada porque temía riñas. En el
examen médico fue declarado inepto a causa de unas várices, por lo cual se avergonzó mucho.
Regresó a casa, jugó con el revólver, pero no tenía el propósito de hacerse daño; entonces
sobrevino el accidente. A otra pregunta, sobre si en lo demás estaba satisfecho con su suerte,
respondió con un suspiro y refirió su historia de amor con una muchacha; también ella lo
amaba, pero lo abandonó: por pura codicia había emigrado a América. El quiso seguirla, pero
sus padres se lo impidieron. Su amada viajó el 20 de enero de 1907, o sea, dos meses antes
del accidente. A pesar de todos estos detalles sospechosos, el paciente insiste en que el
disparo fue un «accidente». Pero yo tengo la firme convicción de que la negligencia en
cerciorarse de que el arma estuviera descargada antes de jugar con ella, como también la
herida que luego se infligió, estuvieron bajo comando psicológico. El seguía por entero sujeto a
la impresión deprimente de su infortunado amor, y era obvio que quería «olvidar» haciendo el
servicio militar. Cuando también le quitaron esta esperanza, dio en jugar con el arma, vale decir,
se entregó a un intento inconciente de suicidio. El hecho de que sostuviera el revólver con la
mano izquierda, y no con la derecha, es prueba decisiva de que realmente sólo «jugaba»
{«spielen», también «representar un papel»} o sea que concientemente no quería perpetrar el
suicidio».
Otro análisis (14) que me fue remitido por el observador (15), de una autolesión en apariencia
casual, trae a la memoria el proverbio «Quien cava la tumba de otro, él mismo se entierra» (16).
«La señora X., de ambiente burgués acomodado, está casada y tiene tres hijos. Sin duda es
nerviosa, pero nunca le hizo falta un tratamiento enérgico, pues está bien dotada para hacer
frente a la vida. Cierto día se atrajo una desfiguración de su rostro, bastante impresionante, pero
pasajera. Iba por una calle que estaban arreglando, tropezó con un montón de piedras y se
golpeó en pleno rostro contra la pared de una casa, Toda la cara le quedó llena de rasguños, los
párpados se le pusieron azulinos y edematosos, y temerosa de que algo le pasara en sus ojos
mandó por el médico. Después de tranquilizarla sobre ese punto, le pregunté: «¿Pero por qué
se accidentó usted así?». Replicó que un rato antes había advertido a su marido -quien tenía
dificultades para caminar a consecuencia de una afección en la rodilla, que lo aquejaba desde
hacía unos meses- que tuviera cuidado en esa calle; y ya muchas veces había hecho la
experiencia de que en tales casos le sucedía a ella misma el percance del cual había prevenido
a otra persona.
»No quedé satisfecho con este determinismo de su accidente, y le pregunté si acaso no podría
contarme algo más. Y sí; momentos antes del accidente había visto en el lado opuesto de la
calle un bonito cuadro; le entró el repentino deseo de poseerlo como adorno para el cuarto de
los niños, y por eso quiso comprarlo enseguida: entonces fue en línea recta hacia el comercio
sin prestar atención a la calle, tropezó con el montón de piedras y cayó dándose en pleno rostro
contra la pared de una casa, sin hacer el menor intento por protegerse con las manos. Al punto
olvidó su designio de comprar el cuadro, y a toda prisa regresó a casa. – «Pero, ¿por qué no
miró usted mejor?», le pregunté. – «Y bien -replicó-, quizá fuera un castigo … a causa de la
historia que ya le he referido a usted en confianza … . .. ¿Es que todavía esa historia sigue
martirizándola hasta ese punto?». – «Sí … Después lo he lamentado mucho; me he hallado mala,
criminal e inmoral, pero en aquel tiempo estaba casi loca por mi nerviosismo».
»Se trataba de un aborto que ella, de acuerdo con su marido (ya que debido a su situación
pecuniaria ninguno de los dos quería tener más hijos), se hizo practicar por una curandera y que
debió llevar a su término un médico especialista.
»»A menudo me hago el reproche: ‘¡Pero si has hecho matar a tu hijo!’. Y me angustiaba pensar
que una cosa así no podía quedar sin castigo. Ahora que usted me ha asegurado que no me
ocurre nada malo en los ojos, quedo totalmente tranquila: de todos modos ya he sido
suficientemente castigada».
»Entonces este accidente fue una autopunición, destinada, por una parte, a expiar su fechoría,
pero, por la otra, a evitar un castigo desconocido, quizá mucho mayor, ante el cual durante
meses había tenido continua angustia. En el instante en que ella se abalanzó sobre aquel
comercio para comprar el cuadro, la avasalló el recuerdo de esa historia junto con todas sus
aprensiones, historia que quizá ya se había movido con fuerza bastante en su inconciente
mientras ella hacía aquella advertencia a su marido; bien pudo haber hallado expresión en un
texto como este: «Pero, ¿para qué necesitas un adorno en el cuarto de los niños tú, que has
hecho matar a tu hijo? ¡Eres una asesina! ¡Ahora te toca el gran castigo!».
»Este pensamiento no le devino conciente, pero en cambio ella aprovechó la situación, en ese
momento que yo llamaría psicológico, para utilizar en su autopunición, como inadvertidamente,
aquel montón de piedras que le pareció idóneo; por eso ni siquiera extendió las manos al caer y
por eso tampoco la asaltó un susto violento. El segundo determinismo, aunque probablemente
menos importante, de su accidente es sin duda la autopunición por el deseo inconciente de
eliminación de su marido, en verdad cómplice en aquel asunto. Este deseo se había delatado en
la advertencia que le hizo, por entero ociosa, de que tuviera cuidado con el montón de piedras
de la calle; en efecto, él, justamente por tener dificultades en la marcha, andaba con mucha
precaución». (17)

Notas:

1- Este párrafo y el siguiente datan de 1901.
2- [En 1901: «por medio minuto».]
3- Agregado en 1907.
4- Los cuatro primeros párrafos de esta sección datan de 1901.
5- [Con esta anciana se relaciona el episodio narrado, b; vuelve a citársela, y aparece igualmente en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, págs. 138 y 250-1. Freud informó a Fliess de su muerte en una carta fechada el 8 de julio de 1901 (Freud, 1950a, Carta 145).]
6- Un «sueño edípico», como suelo llamarlo, porque contiene la clave para entender la saga de Edipo Rey. En el texto de Sófocles, la referencia a un sueño así es puesta en boca de Yocasta [versos 982 y sigs.]. Cf. La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, págs. 270-2.
7- [En las ediciones anteriores a 1924 rezaba: «y podré un día documentarlo».]
8- La autolesión que no apunte al total autoaniquilamiento no tiene más alternativa, en nuestro actual estado de cultura, que esconderse tras la casualidad o abrirse paso por simulación de una enfermedad espontánea. En tiempos antiguos era uno de los signos usuales del duelo, y en otras épocas pudo expresar tendencias piadosas y de retiro del mundo.
9- Este párrafo y los dos siguientes fueron agregados en 1907.
10- Este párrafo y el siguiente datan de 1901.
11- El caso no es diferente, en definitiva, al del atentado sexual cometido contra una mujer, en que el ataque del varón no puede ser rechazado con toda la fuerza muscular de esta porque es solicitado, propiciándolo, por una parte de las mociones inconcientes de la atacada. Se suele decir que una situación así paraliza las fuerzas de la mujer; sólo es preciso agregar las razones de esa paralización. En este sentido, es psicológicamente injusta la ingeniosa sentencia de Sancho Panza cuando era gobernador de su ínsula (Don Quijote, segunda parte, capítulo XLV). Una mujer arrastra ante el juez a un hombre que, según ella dice, le robó la honra violándola. Sancho la resarce con la bolsa repleta de monedas que quita al acusado y, cuando la mujer se ha retirado, da permiso a este para correr tras ella y recuperar su bolsa. Vuelven ambos trenzados en riña, y la mujer se ufana de que el malvado no ha sido capaz de apoderarse de la bolsa. Sobre eso dice Sancho: «Si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa lo mostrarais, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran falta».
12- Es evidente que la situación en el campo de batalla es solicitante para un propósito de suicidio conciente que, empero, rehuye el camino directo. Véanse en Wallensteins Tod [de Schíller (acto IV, escena 11)] las palabras del capitán sueco acerca de la muerte de Max Piccolomini: «Se dice que quería morir».
13- Este ejemplo fue agregado en 1910.
14- Agregado en 1912.
15- Van Emden, 1912.
16- [cf Eciesiastés, 10: 8: «El que hiciere el hoyo caerá en él».]
17- Nota agregada en 1920. Sobre el tema de la «autopunición por medio de operaciones fallidas», un corresponsal me escribe: «Si uno observa el comportamiento de la gente por la calle puede comprobar cuán a menudo les sucede un pequeño accidente a los hombres que, como es tan usual, se dan vuelta para mirar a las mujeres que pasan. Uno se tuerce un pie -en suelo llano-, otro se da de bruces contra un farol de alumbrado o aun se hiere de alguna otra manera».

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