FICCIÓN: Arquitectura

FICCIÓN: Arquitectura

Agustina María Bazterrica

Para R.L.G.

Los vitrales no son originales, están hechos de vidrio pintado. Los primitivos fueron destruidos por los normandos y tuvieron que reemplazarlos por estos. Lógicamente, optaron por la figura de Cristo Majestad para el vitral céntrico, porque es el personaje más importante, la piedra angular del edificio católico. Lo rodean cuatro siluetas: un león, un águila, un buey y un hombre. Representan al germen de la Iglesia, a los cimientos del Gran Imperio Cristiano. Lo miran con devoción, pero Cristo está ocupado sosteniendo un libro lacrado, sentado en el trono de Emperador, de Rey de Reyes, enaltecido con un nimbo cruciforme, mirando a la nada, al infinito, probablemente al verdadero Dios. Ni siquiera presiente a ese grupo de cuerpos pequeños que están mimetizados con los bancos de roble oscuro, a esas sombras negras donde apenas se distingue la forma de una estructura ósea, a ese manojo deforme que ya es parte integral de la arquitectura.
Las palabras de estos espíritus desdibujados moldean el espacio. Se detienen en el ábside central resquebrajando lentamente las columnas de mármol que forman parte del altar; cubren los mosaicos de la cúpula quitándoles color, hundiéndose en el manto azul de la Virgen María que grita desconsolada ante un Cristo crucificado; rodean los ojos blancos de Santa Prudenciana, tocan la boca abierta llena de dolor, las lágrimas pintadas, el corazón rojo despedazado que intenta latir en las manos; se arrastran por el piso helado, cubierto de placas de mármol gastadas por el peso de tantos pecados contenidos en un solo lugar.
El aire puede ser luminoso para los más puros. Todos quieren ubicarse cerca del ábside, del altar, construido mirando hacia el Este porque es en ese punto cardinal donde el sol respira, donde los rayos van a deslizarse con violencia por las ventanas, iluminando con colores dulces, falsos y eclesiásticos el altar sagrado. Todos quieren inundarse de la luz celestial, bañarse de la irradiación platónica,
ascender al cielo blanco.
El espacio también puede ser sombrío para aquellos que todavía no son dignos del resplandor divino. La oscuridad se reproduce, copula en las naves laterales, en los confesionarios, en las criptas del subsuelo. El aire es más frío, las esculturas de los santos menos santas, las almas son tan pecadoras como las tinieblas que las manchan.
Los confesionarios de madera labrada con pequeñas miniaturas que representan la huida a Egipto de la Sagrada Familia son inútiles.
Cuatro pedazos de madera unidos por la culpa, barnizados con la dulce sensación de poder que cultiva el confesor.
En el confesionario Sur de la nave septentrional, aquél inserto entre los pilares débiles de la construcción donde descargan el peso las bóvedas de aristas que parecen nervios, venas que sobresalen de la piel de la iglesia, en ese confesionario crece un murmullo lóbrego, pesado, que raspa la madera joven. Es un conjunto de palabras imperfectas con un movimiento particular, distinto. Son piedras negras suspendidas en el aire. La filosidad oscura daña el mármol, debilita los pilares.
Un enjambre de oraciones repta desde los confesionarios, desde los bancos. La iglesia es un enorme receptáculo de palabras como gritos, llenas de pedazos de alma, de tiempo, de luces vacías. Están detenidas en el aire, como cristales opacos, a la espera de la absolución inmaculada. Millones de palabras comprimidas en el espacio, moviéndose lentamente como un gran insecto, buscan la mirada redentora de Cristo Majestad.
Lo enfrentan.
La libélula negra, el gran insecto de palabras, lo mira a los ojos, pero el Salvador está absorto sosteniendo el libro con los siete sellos, atento a las miradas de los padres de su Iglesia, consciente de la importancia del trono en el que le rinden culto, admirado por la infinita cantidad de mártires que murieron en su honor, cansado de las palabras.
El insecto se estremece de dolor. El temblor es ínfimo, una pequeña gota cayendo lentamente en el fuego. El movimiento del insecto produce un vacío agudo. El espacio perfecto, la luz está quebrada. Se instala en las paredes, en la arquitectura, una nada violenta que la libélula de la noche engendra con la vibración. Es una gran telaraña de hilos transparentes que destroza el aliento celeste.
El silencio no logra absorber las palabras, no puede matar al insecto negro. Es tan afilado que el silencio comienza a sangrar. Las lágrimas rojas del silencio golpean los vitrales generando un temblor minúsculo, casi inexistente.
Los espectros que apenas respiran, que sostienen los rosarios como si fuesen la última vena del cuerpo, esos despojos entumecidos no pueden ver lo que pasa, piensan que dentro de esa construcción está la salida, la gratificación, el perdón por existir. No sienten a la gran libélula negra que con las patas roza sus cabezas agachadas. No pueden tocar el miedo del silencio que se aleja, que intenta desaparecer. La música vacía que emiten, los pequeños insectos negros que escupen, se funden, en una danza imperceptible, con la libélula oscura. Lentamente destruyen el edificio con un ritmo suave, cansado. Esas palabras que buscan la salvación están encerradas en el espacio helado, en ese bloque estático coronado por Cristo Majestad, por Cristo Emperador, donde nadie, ni siquiera Dios, tiene escapatoria.

Agustina María Bazterrica es Licenciada en Artes de la Universidad de Buenos Aires. Fue premiada en más de treinta concursos literarios, entre los que se destacan: Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Cuento Inédito 2004/5 (fallo 2011); Primer Premio en el Concurso de Cuento en Homenaje a la Casa de las Américas (Cuba y Argentina) Argentina, 2009; Primer Premio en el XXXVIII Concurso Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”, Puebla, México, 2009 y Primer Premio en el X Concurso de Cuentos de Murchante, Navarra, España, 2005. Tiene cuentos y poesías publicados en antologías, revistas y diarios. Fue jurado en concursos de cuento.