FICCIÓN: Clareando

FICCIÓN: Clareando

Lucila Rubinstein
Conocí a mi abuelo después de muerto. No porque hubiera invocado a los dioses de los que renegaba ni comenzado prácticas de espiritismo. Tampoco fueron las drogas en ese momento. Lo conocí porque un día de verano apareció. Me vino a buscar, me acarició el alma y se fue. Duró un suspiro, fue un segundo suspendido entre los millones de milisegundos del tiempo. Y cuando cerré y volví a abrir los ojos ya se había ido. Ya no estaba. Nunca más pude volver a encontrarlo en aquella foto.
Yo tenía 16 años y mis primeros corpiños. Tenía dos hermanos varones más chicos, insoportables por definición, y el embotamiento de tres meses de vacaciones sin tener que ir al secundario. Tenía también mucho calor, como solo se puede tener en Buenos Aires esas tardes lentas de verano, cuando las horas se estiran como chicles. Hacía meses me había empezado a gustar Bruno. Él era un año más grande que yo y a pesar de que volvíamos del colegio por el mismo camino, nunca me había animado a hablarle. Era medio castaño, tímido, no jugaba al fútbol.
–Es fotógrafo, no habla con nadie, le gusta el río–. Me dijo mi amiga Vero que le dijo su prima Ana que iba al mismo curso que él. Eso era lo único que sabía y lo suficiente como para intrigarme hasta el punto de pasar las noches, de calor de verano de vacaciones, imaginando su mundo. Un cuarto azul con un póster de los Beatles, las All star en el piso, la cámara, las infinitas fotos del río… Vero me decía:
-Un día, como si nada, te acercás y le decís: “¿Tenés hora?” Y cuando te conteste le decís: “¿Y teléfono?”.
Yo me reía, de gracia, de nervios de nena, dudando un poco del éxito de ese acercamiento. Mientras tanto me convertí en una espía secreta. Compartía con él el pacto silencioso del camino de vuelta del colegio. No sé si él lo habría notado pero para mí con eso alcanzaba. Los últimos meses había pensado pormenorizadamente los detalles del inminente encuentro: las palabras para romper el hielo, las sonrisas, los ítems a hablar y hasta la ropa que me iba a poner. Sin embargo, nunca tuve el valor de llevar adelante el grandioso plan y llegaron las vacaciones, viéndose cortada mi posibilidad de encontrarlo.
Mi fantasía se alimentaba de la distancia y el aburrimiento. Me anoté al curso de introducción a la fotografía que se dictaba a unas cuadras de mi casa como para suplir las ganas de verlo. Para sentir que de algún modo seguía acercándome a él. También lo hacía para contárselo después, ¡íbamos a tener tantas cosas de que hablar!
Fue así como empezó el proceso que ahora juzgo místico: la revelación. Las clases de los martes a las 7 se volvieron el momento más esperado de la semana. Llegaba con mucho entusiasmo y me iba más emocionada aún. De a poco y casi sin notarlo dejé de pensar en Bruno. Mis preocupaciones eran ahora sobre el diafragma, la exposición y el fotómetro. Encontré luces tenues, blancas, duras, suaves y brillantes. Encontré grises negros y blancos oscuros.
Cierto día de calor, como todos los de ese verano, mi mamá comentó al pasar:
Tu abuelo también era aficionado a la foto, ¿sabías, no?
–No, mamá, cómo lo voy a saber si nunca me lo dijiste. Además de médico, ¿fotógrafo?
–Sí, le gustaba. En el armario de arriba, en el cuarto de tu hermano, creo que están sus cosas. Buscalas si querés.
Y me dio bronca el tono desinteresado, lo supuestamente casual de su comentario. Nunca nos hablaba del abuelo. Sabíamos de él su nombre: Lucio, y su profesión: médico. Pero no le dije nada de eso, me evité la pelea y fui en busca del tesoro. Enseguida lo encontré.
Era un maletín negro, opaco y muy pesado, por dentro estaba acolchonado y tenía varias cámaras antiguas, flashes, sostenedores y tripas. El descubrimiento importante era más pequeño que todo eso. En un costadito y tapado con una franela había un rollo. Un rollo ya expuesto pero sin revelar. Era un secreto, algo que nunca nadie había visto antes que yo. Me quedé quieta un minuto con el rollo en la mano, pensando qué hacer. La respuesta era obvia, lo guardé en mi bolso y salí corriendo al Kodak del barrio. La china no me entendió muy bien pero me esforcé en ser amable para evitar represalias:
–Copiá todas, mate, sin retocar, no importa cómo salgan.
A la hora tenía el paquete en mi mano. Pálida, acelerada y muerta de miedo me senté en la plaza a la vuelta del negocio. Fue ahí cuando apareció. De las diez fotos que salieron una sola estaba nítida. Era él, Lucio, mi abuelo. Estaba sentado de perfil en su escritorio, con un diario en la mano, tenía la cabeza medio vuelta hacia la cámara mirando un poco de costado. Ahí estaba esperándome, sonriéndome desde algún lugar del tiempo y la historia que nunca me contaron. Me miraba pícaro, directo a los ojos. En ese milisegundo nos encontramos. En ese autorretrato que no existió hasta que yo lo vi. Que no hubiera existido nunca si no lo hubiera ido a buscar. Y si bien no habló yo escuché que me decía: “Estoy acá”.
Respiré tres veces, guardé la foto y abrí los ojos recién estrenados. Empecé a caminar por las calles que sabía desconocidas. Cuando me perdí, llegué al río.

Lucila Rubinstein es Licenciada en Psicología (UBA), actriz y dramaturga.