Ficción: Memoria animal

Ficción: Memoria animal

Por María Matilde Balduzzi

“Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del abrazo ardiente que la envuelve desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere enderezarse, ahogado por el humo negro”
Julio Cortázar, “Todos los fuegos, el fuego”
“–Bien pudiera yo decirle, estimado señor, que ignore usted mis palabras y no atienda mis prevenciones, y créame, no estaría yo hablando a usted de esta manera si no viese cuan cerca está, y no por cierto por propia voluntad, de apartarse del camino del Señor, y Dios nos ampare, de caer en las trampas de Satanás –dijo el arzobispo–. Debe saber, estimado señor mío –continuó diciendo–, que el demonio es muy astuto, más de lo que usted y yo podríamos jamás imaginar. Se disfraza, toma distintas formas, a veces adopta la forma de una mujer, a veces la de una serpiente, otras tantas la de otro animal en apariencia inofensivo y lo utiliza para ejecutar sus atrocidades –El arzobispo terminó su frase y me miró con sus pequeños ojos grises, escrutadores, rodeados de infinidad de arrugas, mientras esbozaba una mueca a modo de sonrisa. Sentí frío y miré hacia el fondo del humilde cuarto en el que lo había recibido, turbado, unos minutos antes. Miré hacia la chimenea, pero había aún varios leños ardiendo”.
–Esa gata está preñada– oí que decía mi mujer.
–¿Qué? –pregunté mientras terminaba de teclear la palabra “ardiendo”.
–La gata –repitió–. Está preñada. Señalaba el óvalo gris y blanco, ubicado en una silla a mi lado, sobre un almohadón.
–No, está gorda– le dije en un tono cortante, molesto por la interrupción.
–Está preñada –insistió–, ya vas a ver.
“Es usted un hombre de buen juicio que cumple con sus deberes y que, quién puede dudarlo, conoce el pensamiento de Su Santidad sobre este tema. Y es en virtud de las máximas de honor y prudencia que él me ha inspirado que me atrevo yo a hablarle a usted con estas palabras; no lo haría, señor, si no temiese por su bien ni supiese las consecuencias del desatino de tener en su propia casa, aquí mismo donde reside usted con su familia, Dios nos proteja, un animal como ese -dijo el arzobispo, remarcando la palabra “ese” y santiguándose-, maligno y astuto, como es maligna y astuta la serpiente por astucia del diablo, puesto que en nombre de él engaña”. Me detuve. Tenía que lograr que esa visita inquietante dejara a mi personaje atemorizado y dudando. Mi campesino, después de todo, no podía ser ajeno al pensamiento de su época; además, yo había decidido hacerlo creyente como probablemente lo eran todos allí, donde se desarrollaba la trama de mi novela, en el sur de España hacia la época de Felipe IV.
Mientras buscaba la mejor manera de expresar las dudas y temores de mi personaje, miré la gata sobre el almohadón, dormitando a mi lado. La gata me había elegido, por eso mi mujer no la quería. Ella la había traído a casa, le entibiaba la leche cada mañana, le daba de comer, y la gata me seguía a mí que la ignoraba.
–Uno cree que tiene un gato –le dije riendo a mi mujer, un día en que salió el tema del injusto trato que nos dispensaba la gata–, pero en realidad, es el gato el que lo tiene a uno.
“Usted conoce muy bien la celebración del 24 de junio –siguió diciendo el arzobispo- y todos sabemos que es usted un buen cristiano, temeroso de Dios, que trabaja duro todos los días para gloria del Señor, que asiste a misa regularmente, que respeta
los santos sacramentos, que seguramente a esto y a sus oraciones debe usted la fortuna con que el Señor lo ha bendecido, prodigándole tan buenas cosechas, tan honesta y fértil mujer, tan saludables niños. No permita entonces que un error como éste lo aparte de su camino, corren muchos rumores y sabrá usted que la Iglesia no ve con buenos ojos ciertas costumbres”.
Volví a mirar la gata. Puro presente, pensé, los animales son puro presente. Claro que esa gata tenía un pasado, recordé el día en que mi mujer la trajo de la calle, mi desagrado, sobre todo cuando descubrimos que era hembra, “nos va a llenar la casa de gatos” le había dicho, luego sus juegos y corridas de cachorro detrás de cualquier cosa que se movía; tenía un pasado, es verdad, pero ese pasado estaba sólo en nuestra cabeza, en nuestra memoria. Y no podía decirse que tuviese un futuro, es decir, en realidad, sí, de no mediar ninguna catástrofe, viviría conmigo y mi mujer hasta que muriera. De pronto percibí la ambigüedad del tiempo verbal.
¿Hasta que muriera quien?, ¿la gata?, ¿yo?, ¿mi mujer? Como mi personaje, de pronto sentí frío y miré hacia la chimenea; aún había varios leños ardiendo.
Mi campesino estaba construyendo una jaula de madera. Lo describí mientras hacía su trabajo, minuciosamente; toda una tarde trabajando lenta y prolijamente en la jaula, como si quisiera detener el tiempo. A mi lado, la gata se incorporó, se estiró y volvió a ovillarse para seguir durmiendo.
“Una trampa –pensó el campesino–, podría tenderles una trampa, meter en la jaula otro animal, tal vez un animal muerto. En esas celebraciones se junta gran cantidad de gente, casi todos borrachos, ansiosos por disfrutar de la fiesta y dejar a un lado la monotonía de su vida en el campo. No, no puedo tenderles una trampa, controlan muy bien lo que cada uno lleva”
La gata dormía, la toqué y abrió un ojo; movió un poco la cola, molesta y volvió a dormirse.
“El diablo adopta muchas máscaras, había dicho el arzobispo y yo, después de todo, no era quién para cuestionar eso. No era más que un campesino ignorante, apenas si sabía leer y escribir, y él había estudiado la biblia y todos esos libros que alguna vez yo había alcanzado a ver en uno de los cuartos de su enorme casa, cuando trabajaba para él”.
Mi personaje había tomado una decisión. Esa noche no pudo dormir pero al día siguiente, el 24 de junio, metió el gato en la jaula, la ubicó al fondo de su viejo carro, entre dos cajones de madera para que no se moviera, ató los caballos y se dirigió hacia la aldea, al lugar donde seguramente ya habían encendido la pira.
La gata se despertó, se sentó en el almohadón y me miró atentamente con sus pupilas dilatadas en sus grandes ojos amarillos.
“El fuego había alcanzado dimensiones enormes, los campesinos habían estado todo el día trayendo leños, se acercaban a la fogata y la atizaban con palos y hierros, gritando, festejando. Los hombres bebían y reían, las mujeres conversaban animadamente entre ellas mientras vigilaban a sus niños. Me acerqué y entregué la jaula con el gato negro a un individuo que, con el torso desnudo y las llamas reflejadas en sus ojillos perversos, se encargaba de arrojarlas al fuego”.
Suspiré. Hice una pausa, retiré mi mano derecha del teclado y la acerqué a la gata. Le acaricié la cabeza, el lomo, la panza. De pronto lanzó un maullido agudo y feroz, abriendo la boca y mostrando los dientes, al tiempo que saltaba y me clavaba las uñas en la mano.
–Te lo dije –sentenció mi mujer–, está preñada.

María Matilde Balduzzi es Licenciada en Psicología de la UBA.