M. Foucault, VIGILAR Y CASTIGAR: Nacimiento de la prisión. Suplicio: La resonancia de los suplicios

SUPLICIOS.

II. LA RESONANCIA DE LOS SUPLICIOS

La Ordenanza de 1670 había regido, hasta la Revolución, las formas generales de la práctica penal. He aquí la jerarquía de los castigos que prescribía: «La muerte, el tormento con reserva de pruebas, las galeras por un tiempo determinado, el látigo, la retractación pública, el destierro.» Era, pues, considerable la parte de las penas físicas. Las costumbres, la índole de los delitos, el estatuto de los condenados variaban además. «La pena de muerte natural comprende todo género de muertes: unos pueden ser condenados a ser ahorcados, otros a que les corten la mano o la lengua o que les taladren ésta y los ahorquen a continuación; otros, por delitos más graves, a ser rotos vivos y a expirar en la rueda, tras de habérseles descoyuntado; otros, a ser descoyuntados hasta que llegue la muerte, otros a ser estrangulados y después descoyuntados, otros a ser quemados vivos, otros a ser quemados tras de haber sido previamente estrangulados; otros a que se les corte o se les taladre la lengua, y tras ello a ser quemados vivos; otros a ser desmembrados por cuatro caballos, otros a que se les corte la cabeza, otros en fin a que se la rompan.» (1) Y Soulatges, como de pasada, añade que existen también penas ligeras, de las que la Ordenanza no habla: satisfacción a la persona ofendida, admonición, censura, prisión por un tiempo determinado, abstención de ir a determinado lugar, y finalmente las penas pecuniarias: multas o confiscación de bienes.
No debemos engañarnos, sin embargo. Entre este arsenal de espanto y la práctica cotidiana de la penalidad, había un amplio margen. Los suplicios propiamente dichos no constituían, ni mucho menos, las penas más frecuentes. Sin duda, a nuestros ojos de hoy, la proporción de los veredictos de muerte, en la penalidad de la edad clásica, puede parecer importante: las decisiones del Châtelet (2) durante el periodo 1755-1785 comprenden de 9 a 10 % de penas capitales: rueda, horca u hoguera; (3) el Parlamento de Flandes había dictado 39 penas de muerte sobre 260 sentencias, de 1721 a 1730 (y 26 sobre 500 entre 1781 y 1790). (4) Pero no hay que olvidar que los tribunales encontraban no pocos medios para soslayar los rigores de la penalidad regular, bien fuera negándose a perseguir infracciones que se castigaban con penas muy graves, o ya modificando la calificación del delito; a veces, también el propio poder regio indicaba que no se aplicara tal o cual ordenanza especialmente severa. (5) De todos modos, la mayor parte de las sentencias incluían bien fuese el destierro o la multa: en una jurisprudencia como la del Châtelet (que no juzgaba sino delitos relativamente graves), el destierro ha representado entre 1755 y 1785 más de la mitad de las penas infligidas. Ahora bien, gran parte de estas penas no corporales iban acompañadas a título accesorio de penas que llevaban en sí una dimensión de suplicio: exposición, picota, cepo, látigo, marca; era la regla en todas las sentencias a galeras o a lo que era su equivalente para las mujeres —la reclusión en el hospital—; el destierro iba con frecuencia precedido por la exposición y la marca; la multa en ocasiones iba acompañada del látigo. No sólo en las grandes sentencias a muerte solemnes, sino en la forma aneja, el suplicio manifestaba la parte significativa que tenía en la penalidad: toda pena un tanto sería debía llevar consigo algo del suplicio.
¿Qué es un suplicio? «Pena corporal, dolorosa, más o menos atroz», decía Jaucourt, que agregaba: «Es un fenómeno inexplicable lo amplio de la imaginación de los hombres en cuestión de barbarie y de crueldad.» (6) Inexplicable, quizá, pero no irregular ni salvaje, ciertamente. El suplicio es una técnica y no debe asimilarse a lo extremado de un furor sin ley. Una pena para ser un suplicio debe responder a tres criterios principales: en primer lugar, ha de producir cierta cantidad de sufrimiento que se puede ya que no medir con exactitud al menos apreciar, comparar y jerarquizar. La muerte es un suplicio en la medida en que no es simplemente privación del derecho a vivir, sino que es la ocasión y el término de una gradación calculada de sufrimientos: desde la decapitación —que los remite todos a un solo acto y en un solo instante: el grado cero del suplicio— hasta el descuartizamiento, que los lleva al infinito, pasando por la horca, la hoguera y la rueda, sobre la cual se agoniza durante largo tiempo. La muerte-suplicio es un arte de retener la vida en el dolor, subdividiéndola en «mil muertes» y obteniendo con ella, antes de que cese la existencia, «the most exquisite agonies». (7) El suplicio descansa sobre todo en un arte cuantitativo del sufrimiento. Pero hay más: esta producción está sometida a reglas. El suplicio pone en correlación el tipo de perjuicio corporal, la calidad, la intensidad, la duración de los sufrimientos con la gravedad del delito, la persona del delincuente y la categoría de sus víctimas. Existe un código jurídico del dolor; la pena, cuando es supliciante, no cae al azar o de una vez sobre el cuerpo, sino que está calculada de acuerdo con reglas escrupulosas: número de latigazos, emplazamiento del hierro al rojo, duración de la agonía en la hoguera o en la rueda (el tribunal decide si procede estrangular inmediatamente al paciente en vez de dejarlo morir, y al cabo de cuánto tiempo ha de intervenir este gesto de compasión), tipo de mutilación que imponer (mano cortada, labios o lengua taladrados). Todos estos elementos diversos multiplican las penas y se combinan según los tribunales y los delitos: «La poesía de Dante hecha leyes», decía Rossi; un largo saber físico-penal, en todo caso. El suplicio forma, además, parte de un ritual. Es un elemento en la liturgia punitiva, y que responde a dos exigencias. Con relación a la víctima, debe ser señalado: está destinado, ya sea por la cicatriz que deja en el cuerpo, ya por la resonancia que lo acompaña, a volver infame a aquel que es su víctima; el propio suplicio, si bien tiene por función la de «purgar» el delito, no reconcilia; traza en torno o, mejor dicho, sobre el cuerpo mismo del condenado unos signos que no deben borrarse; la memoria de los hombres, en todo caso, conservará el recuerdo de la exposición, de la picota, de la tortura y del sufrimiento debidamente comprobados. Y por parte de la justicia que lo impone, el suplicio debe ser resonante, y debe ser comprobado por todos, en cierto modo como su triunfo. El mismo exceso de las violencias infligidas es uno de los elementos de su gloria: el hecho de que el culpable gima y grite bajo los golpes, no es un accidente vergonzoso, es el ceremonial mismo de la justicia manifestándose en su fuerza. De ahí, sin duda, esos suplicios que siguen desarrollándose aún después de la muerte: cadáveres quemados, cenizas arrojadas al viento, cuerpos arrastrados sobre zarzos, expuestos al borde de los caminos. La justicia persigue al cuerpo más allá de todo sufrimiento posible.
El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los «excesos» de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder.
El cuerpo supliciado se inscribe en primer lugar en el ceremonial judicial que debe exhibir, a la luz del día, la verdad del crimen.
En Francia, como en la mayoría de los países europeos —con la notable excepción de Inglaterra—, todo el procedimiento criminal, hasta la sentencia, se mantenía secreto: es decir opaco no sólo para el público sino para el propio acusado. Se desarrollaba sin él, o al menos sin que él pudiese conocer la acusación, los cargos, las declaraciones, las pruebas. En el orden de la justicia penal, el saber era privilegio absoluto de la instrucción del proceso. «Lo más diligentemente y lo más secretamente que pueda hacerse», decía, a propósito de la misma, el edicto de 1498. Según la Ordenanza de 1670, que resumía, y en ciertos puntos reforzaba, la severidad de la época precedente, era imposible al acusado tener acceso a los autos, imposible conocer la identidad de los denunciantes, imposible saber el sentido de las declaraciones antes de recusar a los testigos, imposible hacer valer, hasta en los últimos momentos del proceso, los hechos justificativos; imposible tener un abogado, ya fuese para comprobar la regularidad del procedimiento, ya para participar, en cuanto al fondo, en la defensa. Por su parte, el magistrado tenía el derecho de recibir denuncias anónimas, de ocultar al acusado la índole de la causa, de interrogarlo de manera capciosa, de emplear insinuaciones. (8) Constituía, por sí solo y en todo poder, una verdad por la cual cercaba al acusado, y esta verdad la recibían los jueces hecha, en forma de autos y de informes escritos; para ellos, únicamente estos elementos eran probatorios; no veían al acusado más que una vez para interrogarlo antes de dictar su sentencia. La forma secreta y escrita del procedimiento responde al principio de que en materia penal el establecimiento de la verdad era para el soberano y sus jueces un derecho absoluto y un poder exclusivo. Ayrault suponía que este procedimiento (establecido ya en cuanto a lo esencial en el siglo XVI) tenía por origen el «temor a los tumultos, a las griterías y clamoreos a que se entrega ordinariamente el pueblo, el temor de que hubiera desorden, violencia, impetuosidad contra las partes e incluso contra los jueces». Diríase que el rey había querido con eso demostrar que el «soberano poder» al que corresponde el derecho de castigar no puede en caso alguno pertenecer a «la multitud». (9) Ante la justicia del soberano, todas las voces deben callar.
Pero el secreto no impedía que, para establecer la verdad, debiera obedecerse a determinadas reglas. El secreto implicaba incluso que se definiera un modelo riguroso de demostración penal. Toda una tradición, que remontaba a los años centrales de la Edad Media, pero que los grandes juristas del Renacimiento habían desarrollado ampliamente, prescribía lo que debían ser la índole y la eficacia de las pruebas. Todavía en el siglo XVIII se encontraban regularmente distinciones como éstas: pruebas ciertas, directas o legítimas (los testimonios, por ejemplo) y las pruebas indirectas, conjeturales, artificiales (por argumento); o las pruebas manifiestas, las pruebas considerables, las pruebas imperfectas o leves; (10) o también: las pruebas «urgentes o necesarias» que no permiten dudar de la verdad del hecho (son unas pruebas «plenas»: así dos testigos irreprochables afirman haber visto al acusado, con una espada desnuda y ensangrentada en la mano, salir del lugar en el que, algún tiempo después, se encontrara el cuerpo del difunto atravesado por una estocada); los indicios próximos o pruebas semiplenas, que se pueden considerar como verdaderas en tanto que el acusado no las destruya por una prueba contraria (prueba «semiplena», como un solo testigo ocular o unas amenazas de muerte que preceden a un asesinato); en fin, los indicios lejanos o «adminículos», (11) que no consisten sino en la opinión de esos hombres (el rumor público, la huida del sospechoso, su turbación cuando se le interroga, etc.). (12) Ahora bien, esas distinciones no son simplemente sutilezas teóricas. Tienen una función operatoria. En primer lugar, porque cada uno de esos indicios, tomado en sí mismo y si permanece aislado, puede tener un tipo definido de efecto judicial: las pruebas plenas pueden traer aparejado cualquier tipo de condena; las semiplenas pueden acarrear penas aflictivas, pero jamás la muerte; los indicios imperfectos y leves bastan para hacer «decretar» al sospechoso, a adoptar contra él una medida de más amplia información o a imponerle una multa. Además, porque se combinan entre ellas de acuerdo con unas reglas precisas de cálculo. Dos pruebas semiplenas pueden hacer una prueba completa; unos adminículos, con tal de que sean varios y que concuerden, pueden combinarse para formar una semiprueba; pero jamás por sí solos, por numerosos que sean, pueden equivaler a una prueba completa. Se cuenta, pues, con una aritmética penal que es escrupulosa sobre no pocos puntos, pero que deja todavía un margen a muchas discusiones: ¿es posible atender, para dictar una sentencia capital, a una sola prueba plena, o bien es preciso que vaya acompañada de otros indicios más leves? ¿Dos indicios próximos son equivalentes siempre a una prueba plena? ¿No habría que admitir tres, o combinarlos con los indicios lejanos? Existen elementos que no pueden ser indicios sino para determinados delitos, en determinadas circunstancias y en relación con determinadas personas (así un testimonio se anula si procede de un vagabundo; se refuerza, por el contrario, si se trata de «una persona de consideración» o de un amo en el caso de un delito domestico). Aritmética modulada por una casuística, que tiene por función definir cómo una prueba judicial puede ser construida. De un lado, este sistema de las «pruebas legales», hace que la verdad en la esfera penal sea el resultado de un arte complejo; obedece a unas reglas que únicamente pueden conocer los especialistas, y refuerza por consiguiente el principio del secreto. «No basta con que el juez tenga la convicción que puede tener todo hombre razonable… Nada más falible que esta manera de juzgar que, en realidad, no es sino una opinión más o menos fundada.» Pero por otra parte, es para el magistrado una coacción severa; a falta de esta regularidad, «toda sentencia condenatoria sería temeraria, y puede decirse en cierto modo que es injusta aun en el caso de que, en realidad, el acusado fuese culpable». (13) Llegará un día en que la singularidad de esta verdad judicial parecerá escandalosa como si la justicia no tuviera que obedecer a las reglas de la verdad común: «¿Qué se diría de una semiprueba en las ciencias susceptibles de demostración? ¿Qué sería una semiprueba geométrica o algebraica?» (14) Pero no hay que olvidar que estas coacciones formales de la prueba jurídica eran un modo de regulación interna del poder absoluto y exclusivo de saber.
Escrita, secreta, sometida, para construir sus pruebas, a reglas rigurosas, la instrucción penal es una máquina que puede producir la verdad en ausencia del acusado. Y por ello mismo, aunque en derecho estricto no tenía necesidad, este procedimiento va a tender necesariamente a la confesión. Por dos razones: en primer lugar porque constituye una prueba tan decisiva que no hay necesidad apenas de añadir otras, ni de entrar en la difícil y dudosa combinatoria de los indicios; la confesión, con tal de que sea hecha con arreglo a los usos, dispensa casi al acusador del cuidado de suministrar otras pruebas (en todo caso, las más difíciles). Además, la única manera de que este procedimiento pierda todo lo que lleva en sí de autoridad unívoca, y se convierta en una victoria efectivamente obtenida sobre el acusado y reconocida por él, el solo modo de que la verdad asuma todo su poder, es que el delincuente tome a su cuenta su propio crimen, y firme por sí mismo lo que ha sido sabia y oscuramente construido por la instrucción. Como decía Ayrault, a quien no le gustaban en absoluto estos procedimientos secretos, «No está el todo en que los malos sean castigados justamente. Es preciso, a ser posible, que se juzguen y se condenen ellos mismos.» (15) En el interior del crimen reconstituido por escrito, el criminal que confiesa viene a desempeñar el papel de verdad viva. La confesión, acto del sujeto delincuente, responsable y parlante, es un documento complementario de una instrucción escrita y secreta. De ahí la importancia que todo este procedimiento de tipo inquisitivo concede a la confesión.
De ahí también las ambigüedades de su papel. De una parte, se trata de hacerlo entrar en el cálculo general de las pruebas; se hace valer que no es nada más que una de ellas: no es la evidentia rei; tan vana en esto como la más decisiva de las pruebas, tampoco la confesión puede conseguir por sí sola la condena, sino que debe ir acompañada de indicios anejos y de presunciones; porque ya se ha visto a acusados que se declaraban culpables de delitos que no habían cometido. El juez habrá, pues, de hacer investigaciones complementarias, si no tiene en su posesión otra cosa que la confesión regular del culpable. Pero, por otra parte, la confesión aventaja a cualquier otra prueba. Les es hasta cierto punto trascendente; elemento en el cálculo de la verdad, es también el acto por el cual el acusado acepta la acusación y reconoce su legitimidad; trasforma una instrucción hecha sin él, en una afirmación voluntaria. Por la confesión, el propio acusado toma sitio en el ritual de producción de la verdad penal. Como lo decía ya el derecho medieval, la confesión convierte la cosa en notoria y manifiesta. A esta primera ambigüedad se superpone otra: prueba particularmente decisiva, que no pide para obtener la condena sino algunos indicios suplementarios, reduciendo al mínimo el trabajo de informaciones y la mecánica demostradora, la confesión es, por lo tanto, buscada; se utilizarán todas las coacciones posibles para obtenerla. Pero si debe ser, en el procedimiento, la contrapartida viva y oral de la instrucción escrita, si debe ser su réplica y como la autentificación de parte del acusado, debe ir rodeada de garantías y de formalidades. Conserva en sí algo de la transacción; por eso se exige que sea «espontánea», que se haya formulado ante el tribunal competente, que se haga en toda conciencia, que no se refiera a cosas imposibles, etc. (16) Por la confesión, el acusado se compromete respecto del procedimiento; firma la verdad de la información.
Esta doble ambigüedad de la confesión (elemento de prueba y contrapartida de la información; efecto de coacción y transacción semivoluntaria) explica los dos grandes medios que el derecho criminal clásico utiliza para obtenerla: el juramento que se le pide prestar al acusado antes de su interrogatorio (amenaza por consiguiente de ser perjuro ante la justicia de los hombres y ante la de Dios y, al mismo tiempo, acto ritual de compromiso); la tortura (violencia física para arrancar una verdad que, de todos modos, para constituir prueba, ha de ser repetida después ante los jueces. a título de confesión «espontánea»). A fines del siglo XVIII la tortura habría de ser denunciada como resto de las barbaries de otra edad: muestra de un salvajismo que se denuncia como «gótico». Cierto es que la práctica de la tortura tiene orígenes lejanos: la Inquisición indudablemente, e incluso sin duda más allá, los suplicios de esclavos. Pero no figura en el derecho clásico como un rastro o una mancha. Tiene su lugar estricto en un mecanismo penal complejo en el que el procedimiento de tipo inquisitorial va lastrado de elementos del sistema acusatorio; en el que la demostración escrita necesita de un correlato oral; en el que las técnicas de la prueba administrada por los magistrados van mezcladas con los procedimientos de las torturas por las cuales se desafiaba al acusado a mentir; en el que se le pide, de ser necesario por la más violenta de las coacciones, que desempeñe en el procedimiento el papel de colaborador voluntario; en el que se trataba, en suma, de hacer producir la verdad por un mecanismo de dos elementos, el de la investigación llevada secretamente por la autoridad judicial y el del acto realizado ritualmente por el acusado. El cuerpo del acusado —cuerpo parlante y, de ser necesario, sufriente— asegura el engranaje de esos dos mecanismos; por ello, mientras el sistema punitivo clásico no haya sido reconsiderado de arriba abajo, no habrá sino muy pocas críticas radicales de la tortura. (17) Mucho más frecuentes son los simples consejos de prudencia: «El tormento es un medio peligroso para llegar al conocimiento de la verdad; por eso los jueces no deben recurrir a él sin reflexionar. Nada más equívoco. Hay culpables con la firmeza suficiente para ocultar un crimen verdadero… ; otros, inocentes, a quienes la intensidad de los tormentos hace confesar crímenes de los que no son culpables.» (18)
Partiendo de esto, es posible reconocer el funcionamiento del tormento como suplicio de verdad. En primer lugar, el tormento no es una manera de arrancar la verdad a toda costa; no es la tortura desencadenada de los interrogatorios modernos; es cruel ciertamente, pero no salvaje. Se trata de una práctica reglamentada, que obedece a un procedimiento bien definido: momentos, duración, instrumentos utilizados, longitud de las cuerdas, peso de cada pesa, número de cuñas, intervenciones del magistrado que interroga, todo esto se halla, de acuerdo con las diferentes costumbres, puntualmente codificado. (19) La tortura es un juego judicial estricto. Y a causa de ello, por encima de las técnicas de la Inquisición, enlaza con las viejas pruebas que tenían curso en los procedimientos acusatorios: ordalías, duelos judiciales, juicios de Dios. Entre el juez que ordena el tormento y el sospechoso a quien se tortura, existe también como una especie de justa; sométese al «paciente» —tal es el término por el cual se designa al supliciado— a una serie de pruebas, graduadas en severidad y de las cuales triunfa «resistiendo», o ante las cuales fracasa confesando. (20) Pero el juez no impone la tortura sin aceptar, por su parte, riesgos (y no es únicamente el peligro de ver morir al sospechoso); arriesga en la partida una baza, a saber, los elementos de prueba que ha reunido ya; porque la regla impone que, si el acusado «resiste» y no confiesa, se vea el magistrado obligado a abandonar los cargos. El supliciado ha ganado. De donde la costumbre, que se había introducido para los casos más graves, de imponer la tortura «con reserva de pruebas»: en este caso el juez podía continuar, después de las torturas, haciendo valer las presunciones que reuniera; no se declaraba inocente al sospechoso por su resistencia, pero al menos debía a su victoria el no poder ser condenado a muerte. El juez conservaba todas sus cartas, excepto la principal. Omnia citra mortem. De ahí, la recomendación que a menudo se hacía a los jueces de no someter a tormento a un sospechoso suficientemente convicto de los crímenes más graves; porque si sucedía que resistía a la tortura, el juez no tendría ya el derecho de infligirle la pena de muerte que, sin embargo, merecía. En esta justa, la justicia saldría perdiendo: si las pruebas bastan «para condenar a determinado culpable a muerte», no hay que «aventurar la condena a la suerte y al resultado de un tormento provisional que a menudo no conduce a nada; porque, al fin y al cabo, a la salud e interés públicos conviene hacer escarmientos de los crímenes graves, atroces y capitales». (21)
Bajo la aparente búsqueda terca de una verdad precipitada, se reconoce en la tortura clásica el mecanismo reglamentado de una prueba: un reto físico que ha de decidir en cuanto a la verdad; si el paciente es culpable, los sufrimientos que se le imponen no son injustos; pero es también un signo de disculpa en el caso de que sea inocente. Sufrimiento, afrontamiento y verdad, están en la práctica de la tortura ligados los unos a los otros: trabajan en común el cuerpo del paciente. La búsqueda de la verdad por medio del tormento es realmente una manera de provocar la aparición de un indicio, el más grave de todos, la confesión del culpable; pero es también la batalla, con la victoria de un adversario sobre el otro, lo que «produce» ritualmente la verdad. En la tortura para hacer confesar hay algo de investigación y hay algo de duelo.
En la tortura van también mezclados un acto de información y un elemento de castigo. Y no es ésta una de las menores paradojas. La tortura se define en efecto como una manera de completar la demostración cuando «no hay en el proceso penas suficientes». Se la clasifica entre las penas; y es una pena tan grave que, en la jerarquía de los castigos, la Ordenanza de 1670 la inscribe inmediatamente después de la muerte. ¿Cómo puede emplearse una pena como un medio?, se preguntará más tarde. ¿Cómo se puede hacer valer como castigo lo que debería ser un procedimiento de demostración? La razón está en la manera en que la justicia penal, en la época clásica, hacía funcionar la producción de la verdad. Las diferentes partes de la prueba no constituían otros tantos elementos neutros; no aguardaban a estar reunidos en un haz único para aportar la certidumbre final de la culpabilidad. Cada indicio aportaba consigo un grado de abominación. La culpabilidad no comenzaba, una vez reunidas todas las pruebas; documento a documento, estaba constituida por cada uno de los elementos que permitían reconocer un culpable. Así, una semiprueba no volvía inocente al sospechoso, en tanto que no había sido completada: hacía de él un semiculpable; el indicio, así fuera leve, de un crimen grave, marcaba al individuo como «un poco» criminal. En suma, la demostración en materia penal no obedece a un sistema dualista —verdadero o falso—, sino a un principio de gradación continua: un grado obtenido en la demostración formaba ya un grado de culpabilidad e implicaba, por consiguiente, un grado de castigo. El sospechoso, como tal, merecía siempre determinado castigo; no se podía ser inocentemente objeto de una sospecha. La sospecha implicaba a la vez de parte del juez un elemento de demostración, de parte del detenido el signo de cierta culpabilidad, y de parte del castigo una forma limitada de pena. A un sospechoso que seguía siendo sospechoso no se le declaraba inocente por ello: era parcialmente castigado. Cuando se había llegado a cierto grado de presunción se podía, por lo tanto, poner en juego legítimamente una práctica que tenía doble papel: comenzar a castigar en virtud de las indicaciones ya reunidas, y servirse de este comienzo de pena para arrancar el resto de verdad que todavía faltaba. La tortura judicial, en el siglo XVIII, funciona en medio de esta extraña economía en la que el ritual que produce la verdad corre parejas con el ritual que impone el castigo. El cuerpo interrogado en el suplicio es a la vez el punto de aplicación del castigo y el lugar de obtención de la verdad. Y de la misma manera que la presunción es solidariamente un elemento de investigación y un fragmento de culpabilidad, por su parte el sufrimiento reglamentado del tormento es a la vez una medida para castigar y un acto de información.
Ahora bien, de manera curiosa, este engranaje de los dos rituales a través del cuerpo prosigue, una vez hecha la prueba y formulada la sentencia, en la ejecución misma de la pena. Y el cuerpo del condenado es de nuevo una pieza esencial en el ceremonial del castigo público. Corresponde al culpable manifestar a la luz del día su condena y la verdad del crimen que ha cometido. Su cuerpo exhibido, paseado, expuesto, supliciado, debe ser como el soporte público de un procedimiento que había permanecido hasta entonces en la sombra; en él, sobre él, el acto de justicia debe llegar a ser legible por todos. Esta manifestación actual y patente de la verdad en la ejecución pública de las penas adopta, en el siglo XVIII, varios aspectos.
1)  Hacer en primer lugar del culpable el pregonero de su propia condena.  Se le encarga, en cierto modo, de proclamarla y de atestiguar así la verdad de lo que se le ha reprochado: paseo por las calles, cartel que se le pone en la espalda, el pecho o la cabeza para, recordar la sentencia; altos en diferentes cruces de calles, lectura de la sentencia que lo condena, retractación pública a la puerta de las iglesias, por la cual el condenado reconoce solemnemente su crimen: «Descalzo, en camisa, con un hacha encendida en la mano, de rodillas, decir y declarar que perversamente, horriblemente, alevosamente y de propio intento, había cometido el odiosísimo crimen, etc.»; exposición en el poste en el que se mencionan los hechos y la sentencia; lectura final de la sentencia al pie del cadalso. Ya se trate simplemente de la picota o de la hoguera y de la rueda, el condenado publica su crimen y la justicia que le impone el castigo, llevándolos físicamente sobre su propio cuerpo.
2)  Proseguir una vez más la escena de la confesión.  Agregar a la confesión forzada de la retractación pública, un reconocimiento espontáneo y público. Instaurar el suplicio como momento de verdad. Hacer que esos últimos instantes en los que el culpable ya no tiene nada que perder se ganen para la luz meridiana de lo verdadero. Ya el tribunal podía decidir, después de la sentencia, una nueva tortura para arrancar el nombre de los cómplices eventuales.  Estaba previsto igualmente que en el momento de subir al cadalso el condenado podía solicitar una tregua para hacer nuevas revelaciones.   El público aguardaba esta nueva peripecia de la verdad.  Muchos la aprovechaban para ganar un poco de tiempo, como aquel Michel Barbier, culpable de asalto a mano armada: «Miró desvergonzadamente el cadalso, y dijo que no había sido ciertamente para él para quien se había elevado, supuesto que era inocente; pidió primero subir al aposento en el que no hizo otra cosa que desatinar durante media hora, tratando siempre de querer justificarse; enviado después al suplicio, subió al cadalso con paso decidido, pero cuando se vio despojado de sus ropas y atado a la cruz a punto de recibir los golpes de barra, pidió subir una segunda vez al aposento, en el que al fin hizo la confesión de su crimen y declaró incluso que era culpable de otro asesinato.» (22) El verdadero suplicio tiene por función hacer que se manifieste la verdad, y en esto prosigue, hasta ante los ojos del público, el trabajo del tormento. Aporta a la sentencia la firma de aquel que la sufre. Un suplicio con resultado satisfactorio justifica la justicia, en la medida en que publica la verdad del delito en el cuerpo mismo del supliciado. Ejemplo del buen condenado lo fue François Billiard, que había sido cajero general de las postas y que en 1772 asesinó a su mujer. El verdugo quería taparle la cara para librarlo de los insultos. «No se me ha infligido esta pena que he merecido, dijo, para que esconda la cara ante el público… Iba todavía vestido con el traje de luto por su esposa… llevaba en los pies unos zapatos nuevos, y el pelo rizado y espolvoreado de blanco, con un continente tan modesto y tan imponente que las personas que lo contemplaban desde más cerca decían que o bien era el cristiano más perfecto o el más grande de todos los hipócritas. Y como el cartel que llevaba sobre el pecho se torciera, se vio que él mismo rectificaba su posición, sin duda para que se pudiera leer más fácilmente.» (23) La ceremonia penal, con tal de que cada uno de sus actores represente bien su papel, tiene la eficacia de una prolongada confesión pública.
3) Prender como con un alfiler el suplicio sobre el crimen mismo; establecer entre uno y otro una serie de relaciones descifrables. Exposición del cadáver del condenado en el lugar de su crimen, o en una de las encrucijadas más próximas. Ejecución en el lugar mismo donde el crimen se cometiera, como el estudiante que en 1723 había matado a varias personas y para el cual el presidial (24) de Nantes decide elevar un cadalso ante la puerta de la posada donde había cometido sus asesinatos. (25) Utilización de suplicios «simbólicos» en los que la forma de la ejecución remite a la índole del crimen: se taladra la lengua de los blasfemos, se quema a los impuros, se corta la mano que dio muerte; a veces se hace que el condenado Heve, empuñándolo, el instrumento de su crimen. Así, cuando Damiens, el famoso cuchillito cubierto de azufre y sujeto a la mano culpable, que habría de arder a la vez que aquél. Como decía Vico, esta vieja jurisprudencia fue «toda una poética».
En el límite, se encuentran algunos casos de reproducción casi teatral del crimen en la ejecución del culpable: los mismos instrumentos, los mismos gestos. Ante los ojos de todos, la justicia hace repetir el crimen por los suplicios, publicándolo en su verdad y anulándolo a la vez por la muerte del culpable. Todavía en el siglo XVIII, en 1772, se encuentran sentencias como la siguiente. Como una criada de Cambrai diera muerte a su ama, se la condenó a ser llevada al lugar de su suplicio en una carreta «de las que sirven para trasportar las inmundicias a todas las encrucijadas»; allí habrá «una horca al pie de la cual se colocará el mismo sillón en el que estaba sentada la llamada De Laleu, su ama, cuando la asesinó; y una vez allí, el verdugo le cortará la mano derecha y la arrojará en su presencia al fuego, dándole, inmediatamente después, cuatro tajos con la cuchilla de que se sirvió para asesinar a la citada De Laleu, el primero y el segundo de los cuales en la cabeza, el tercero en el antebrazo izquierdo, y el cuarto en el pecho; después se la colgará y estrangulará en dicha horca hasta que sobrevenga la muerte. Pasadas dos horas, el cadáver será descolgado, y la cabeza separada de aquél al pie de dicha horca, sobre dicho cadalso, con la misma cuchilla de que se sirvió para asesinar a su ama, y la tal cabeza será expuesta sobre una pica de veinte pies de altura fuera de la puerta del citado Cambrai, a la vista del camino que lleva a Douai, y el resto del cuerpo, metido en un saco y enterrado junto a dicha pica, a diez pies de profundidad». (26) 4) En fin, la lentitud del suplicio, sus peripecias, los gritos y sufrimientos del condenado desempeñan, al término del ritual judicial, el papel de una prueba última. Como toda agonía, la que tiene lugar sobre el cadalso expresa cierta verdad: pero con más intensidad, en la medida en que el dolor la apremia; con más rigor puesto que es exactamente el punto de confluencia entre el juicio de los hombres y el de Dios; con más resonancia ya que se desarrolla en público. Los sufrimientos del suplicio prolongan los de la tortura preparatoria; en ésta, sin embargo, nada estaba aún decidido y se podía salvar la vida; ahora la muerte es segura, y se trata de salvar el alma. El juego eterno ha comenzado ya: el suplicio es una anticipación de las penas del más allá; muestra lo que son, es el teatro del infierno; los gritos del condenado, su rebelión, sus blasfemias, significan ya su irremediable destino. Pero los dolores de aquí abajo pueden valer también como penitencia para disminuir los castigos del más allá: tal martirio, si se soporta con resignación, no dejará de ser tenido en cuenta por Dios. La crueldad del castigo terreno se registra en rebaja de la pena futura: dibújase en ella la promesa del perdón. Pero todavía puede decirse: ¿unos sufrimientos tan vivos no son el signo de que Dios ha abandonado al culpable en manos de los hombres? Y lejos de ser prenda de una absolución futura, figuran la condenación inminente; en tanto que, si el condenado muere pronto, sin agonía prolongada, ¿no es ésta la prueba de que Dios ha querido protegerlo e impedir que caiga en la desesperación? Ambigüedad, pues, de este sufrimiento, que lo mismo puede significar la verdad del crimen o el error de los jueces, la bondad o la perversidad del criminal, la coincidencia o la divergencia entre el juicio de los hombres y el de Dios. De ahí la formidable curiosidad que agolpa a los espectadores en torno del cadalso y de los sufrimientos que ofrece en espectáculo; descífranse en ella el crimen y la inocencia, el pasado y el futuro, lo terreno y lo eterno. Momento de verdad que todos los espectadores interrogan: cada palabra, cada grito, la duración de la agonía, el cuerpo que resiste, la vida que no quiere arrancarse, todo esto es un signo: hay el que ha vivido «seis horas sobre la rueda, sin querer que el verdugo, que lo consolaba y animaba, sin duda, espontáneamente, lo abandonara un solo instante»; hay el que muere «con sentimientos muy cristianos, y testimonia el arrepentimiento más sincero»; el que «expira en la rueda una hora después de haber sido colocado en ella»; se dice que los espectadores de su suplicio se sintieron conmovidos por los testimonios externos de religión y de arrepentimiento que diera; el que había manifestado los signos más vivos de contrición a lo largo de todo el trayecto hasta el cadalso, pero que, colocado vivo sobre la rueda, no deja de «lanzar aullidos espantosos»; o también la mujer que «había conservado su sangre fría hasta el momento de la lectura de la sentencia, pero cuyo juicio comenzó entonces a trastornarse, hasta llegar a la demencia más completa al ser ahorcada». (27)
Se cierra el círculo: del tormento a la ejecución, el cuerpo ha producido y reproducido la verdad del crimen. O más bien constituye el elemento que a través de todo un juego de rituales y de pruebas confiesa que el crimen ha ocurrido, profiere que lo ha cometido él mismo, muestra que lo lleva inscrito en sí y sobre sí, soporta la operación del castigo y manifiesta de la manera más patente sus efectos. El cuerpo varias veces supliciado garantiza la síntesis de la realidad de los hechos y de la verdad de la instrucción, de los actos del procedimiento y del discurso del criminal, del crimen y del castigo. Pieza esencial por consiguiente en una liturgia penal, en la que debe formar la pareja de un procedimiento ordenado en torno de los derechos formidables del soberano, de las actuaciones judiciales y del secreto.
El suplicio judicial hay que comprenderlo también como un ritual político. Forma parte, así sea en un modo menor, de las ceremonias por las cuales se manifiesta el poder.
La infracción, en el derecho de la edad clásica, por encima del perjuicio que puede producir eventualmente, por encima incluso de la regla que infringe, lesiona el derecho de aquel que invoca la ley: «incluso en el supuesto de que no haya ni injuria ni daño al individuo, si se ha cometido algo que la ley prohíba, es un delito que exige reparación, porque ha sido violado el derecho del superior y porque se injuria con ello la dignidad de su carácter». (28)
El delito, además de su víctima inmediata, ataca al soberano; lo ataca personalmente ya que la ley vale por la voluntad del soberano; lo ataca físicamente ya que la fuerza de la ley es la fuerza del príncipe. Porque «para que una ley pueda estar en vigor en este reino, era preciso necesariamente que emanara de manera directa del soberano, o al menos que fuera confirmada por el sello de su autoridad». (29) La intervención del soberano no es, pues, un arbitraje entre dos adversarios: es incluso mucho más que una acción para hacer respetar los derechos de cada cual; es su réplica directa contra quien le ofendió. «El ejercicio del poder soberano en el castigo de lo» crímenes constituye sin duda una de las partes más esenciales de la administración de la justicia.» (30) El castigo no puede, por lo tanto, identificarse ni aun ajustarse a la reparación del daño; debe siempre existir en el castigo una parte, al menos, que es la del príncipe; e incluso cuando se combina ésta con la reparación prevista, constituye el elemento más importante de la liquidación penal del delito. Ahora bien, esta parte del príncipe, en sí misma, no es simple: por un lado, implica la reparación del daño que se ha hecho a su reino, del desorden instaurado, del ejemplo dado, perjuicio considerable y sin común medida con el que se ha cometido respecto de un particular; pero implica también que el rey procura la venganza de una afrenta que ha sido hecha a su persona.
El derecho de castigar será, pues, como un aspecto del derecho del soberano a hacer la guerra a sus enemigos: castigar pertenece a ese «derecho de guerra, a ese poder absoluto de vida y muerte de que habla el derecho romano con el nombre de merum imperium, derecho en virtud del cual el príncipe hace ejecutar su ley ordenando el castigo del crimen». (31) Pero el castigo es también una manera de procurar una venganza que es a la vez personal y pública, ya que en la ley se encuentra presente en cierto modo la fuerza físico-política del soberano: «Se ve por la definición de la ley misma que no tiende únicamente a defender sino además a vengar el desprecio de su autoridad con el castigo de quienes llegan a violar su defensas.» (32) En la ejecución de la pena más regular, en el respeto más exacto de las formas jurídicas, se encuentran las fuerzas activas de la vindicta.
El suplicio desempeña, pues, una función jurídico-política. Se trata de un ceremonial que tiene por objeto reconstituir la soberanía por un instante ultrajada: la restaura manifestándola en todo su esplendor. La ejecución pública, por precipitada y cotidiana que sea, se inserta en toda la serie de los grandes rituales del poder eclipsado y restaurado (coronación, entrada del rey en una ciudad conquistada, sumisión de los súbditos sublevados); por encima del crimen que ha menospreciado al soberano, despliega a los ojos de todos una fuerza invencible. Su objeto es menos restablecer un equilibrio que poner en juego, hasta su punto extremo, la disimetría entre el súbdito que ha osado violar la ley, y el soberano omnipotente que ejerce su fuerza. Si la reparación del daño privado, ocasionado por el delito, debe ser bien proporcionada, si la sentencia debe ser equitativa, la ejecución de la pena no se realiza para dar el espectáculo de la mesura, sino el del desequilibrio y del exceso; debe existir, en esa liturgia de la pena, una afirmación enfática del poder y de su superioridad intrínseca. Y esta superioridad no es simplemente la del derecho, sino la de la fuerza física del soberano cayendo sobre el cuerpo de su adversario y dominándolo: al quebrantar la ley, el infractor ha atentado contra la persona misma del príncipe; es ella —o al menos aquellos en quienes ha delegado su fuerza— la que se apodera del cuerpo del condenado para mostrarlo marcado, vencido, roto. La ceremonia punitiva es, pues, en suma, «aterrorizante». Los juristas del siglo XVIII, cuando comience su polémica con los reformadores, darán de la crueldad física de las penas una interpretación restrictiva y «modernista»: si son necesarias las penas severas es porque el ejemplo debe inscribirse profundamente en el corazón de los hombres. De hecho, sin embargo, lo que hasta entonces había mantenido esta práctica de los suplicios, no era una economía del ejemplo, en el sentido en que habría de entenderse en la época de los ideólogos (que la representación de la pena prevalezca sobre el interés del crimen), sino una política del terror: hacer sensible a todos, sobre el cuerpo del criminal, la presencia desenfrenada del soberano. El suplicio no restablecía la justicia; reactivaba el poder. En el siglo XVII, y todavía a principios del XVIII, no era, pues, con todo su teatro de terror, el residuo aún no borrado de otra época. Su encarnizamiento, su resonancia, la violencia corporal, un juego desequilibrado de fuerzas, un ceremonial esmerado —en suma, todo el aparato de los suplicios se inscribía en el funcionamiento político de la penalidad.
Es posible comprender a partir de ahí ciertas características de la liturgia de los suplicios. Y ante todo la importancia de un ritual que había de desplegar su magnificencia en público. Nada debía quedar oculto de este triunfo de la ley. Sus episodios eran tradicionalmente los mismos y, sin embargo, las sentencias condenatorias no dejaban de enumerarlos, que hasta tal punto eran importantes en el mecanismo penal: desfiles, altos en los cruces de calles, detención a la puerta de las iglesias, lectura pública de la sentencia, genuflexión, declaraciones en voz alta de arrepentimiento por la ofensa hecha a Dios y al rey. Ocurría que las cuestiones de precedencia y de etiqueta las decidía el propio tribunal. «Los oficiales montarán a caballo en el siguiente orden, a saber: a la cabeza los dos sargentos de policía; a continuación el paciente; tras él, irán juntos Bonfort y Le Corre a su izquierda, los cuales abrirán paso al escribano del tribunal que los seguirá, de este modo irán a la plaza pública del mercado mayor, en cuyo lugar será ejecutada la sentencia.» (33) Ahora bien, este ceremonial escrupuloso es, de una manera muy explícita, no sólo judicial sino militar. La justicia del rey se muestra como una justicia armada. El acero que castiga al culpable es también el que destruye a los enemigos. Todo un aparato militar rodea el suplicio: jefes de la ronda, arqueros, exentos, soldados. Se trata desde luego de impedir toda evasión o acto de violencia; se trata también de prevenir, de parte del pueblo, un arranque de simpatía para salvar a los condenados, o un arrebato de furor para darles muerte inmediatamente; pero se trata también de recordar que en todo crimen hay como una sublevación contra la ley y que el criminal es un enemigo del príncipe. Todas estas razones —ya sean de precaución en una coyuntura determinada, o de función en el desarrollo de un ritual— hacen de la ejecución pública, más que una obra de justicia, una manifestación de fuerza; o más bien, es la justicia como fuerza física, material y terrible del soberano la que en ella se despliega. La ceremonia del suplicio pone de manifiesto a la luz del día la relación de fuerzas que da su poder a la ley.
Como ritual de la ley armada, en el que el príncipe se muestra a la vez, y de manera indisociable, bajo el doble aspecto de jefe de justicia y dé jefe de guerra, la ejecución pública tiene dos caras: una de victoria, otra de lucha. Por una parte, cierra solemnemente una guerra entre el criminal y el soberano, cuyo desenlace era ya conocido; debe manifestar el poder desmesurado del soberano sobre aquellos a quienes ha reducido a la impotencia. La disimetría, el irreversible desequilibrio de fuerzas, formaban parte de las funciones del suplicio. Un cuerpo anulado y reducido a polvo y arrojado al viento, un cuerpo destruido trozo a trozo por el infinito del poder soberano, constituye el límite no sólo ideal sino real del castigo. Lo prueba el famoso suplicio de la Massola que se aplicaba en Aviñón, pero que fue uno de los primeros que excitó la indignación de los contemporáneos; suplicio aparentemente paradójico puesto que se desarrolla casi por completo después de la muerte, y porque la justicia no hace en él otra cosa que desplegar sobre un cadáver su teatro magnífico, el elogio ritual de su fuerza: el condenado está atado a un poste, con los ojos vendados; alrededor, sobre el cadalso, unas picas con unos ganchos de hierro. «El confesor habla al paciente al oído, y después que le ha dado la bendición, el verdugo, que blande una maza de hierro, como las empleadas en los mataderos, asesta un golpe con toda su fuerza en la sien del desdichado, que cae muerto. Al momento mortis exactor, con un gran cuchillo, le da un tajo en la garganta, con lo que queda bañado en sangre, cosa que constituye un espectáculo horrible de ver. Le rompe los tendones hacia los dos talones, y a continuación le abre el vientre del cual saca el corazón, el hígado, el bazo y los pulmones, que va colgando de un gancho de hierro y corta a trozos el cuerpo, colgándolos de los demás ganchos a medida que los corta, como se hace con los de una res. Contempla esto el que es capaz de contemplar cosas semejantes.» (34)  En la forma explícitamente evocada de la carnicería, la destrucción infinitesimal del cuerpo se integra aquí en el espectáculo: cada trozo queda expuesto como para la venta.
El suplicio se lleva a cabo con todo un ceremonial de triunfo; pero incluye también, como núcleo dramático de su desarrollo monótono, una escena de afrontamiento: es la acción inmediata y directa del verdugo sobre el cuerpo del «paciente»‘. Acción reglamentada, indudablemente, ya que la costumbre, y a menudo, de manera explícita, la sentencia, prescriben sus principales episodios. Y que, con todo, ha conservado algo de la batalla. El verdugo no es simplemente aquel que aplica la ley, sino el que despliega la fuerza; es el agente de una violencia que se aplica, para dominarla, a la violencia del crimen. De ese crimen, el verdugo es materialmente, físicamente, el adversario. Adversario a veces compasivo y a veces encarnizado. Damhoudère se quejaba, con muchos de sus contemporáneos, de que los verdugos ejercían «todas las crueldades con los pacientes malhechores, arrastrándolos, golpeándolos y matándolos como si tuvieran un animal entre sus manos». (35) Y durante mucho tiempo no se perderá esa costumbre. (36) En la ceremonia del suplicio hay además algo del reto y de la justa. Si el verdugo triunfa, si consigue desprender de un golpe la cabeza que le han pedido que corte, «se la muestra al pueblo, la deja en el suelo y saluda después al público, que le dedica un aplauso con fuerte batir de palmas». (37)
Por el contrario, si fracasa, si no logra matar como es debido, se hace merecedor de un castigo. Tal el caso del verdugo de Damiens, el cual, por no haber sabido descuartizar a su paciente según las reglas, tiene que cortarlo con cuchillo; se confiscan, en provecho de los pobres, los caballos del suplicio que se le prometieran. Años después, el verdugo de Aviñón había hecho sufrir demasiado a los tres bandidos, con todo y que eran temibles, a los que tenía que ahorcar; los espectadores se enojan, lo denuncian, y para castigarlo y también para sustraerlo a la vindicta popular, se le encarcela. (38) Detrás de este castigo del verdugo torpe, se perfila una tradición muy próxima todavía, la cual quería que el condenado fuese perdonado si la ejecución fracasaba. Era una costumbre claramente establecida en algunas comarcas. (39) El pueblo esperaba a menudo que se aplicara, y ocurría a veces que protegía a un condenado que acababa de escapar así de la muerte. Para hacer desaparecer esta costumbre y esta esperanza, fue preciso invocar el adagio «el cadalso no pierde su presa»; hubo que tener la precaución de introducir en las sentencias capitales consignas signas explícitas: «colgado y estrangulado hasta que sobrevenga la muerte», «hasta la extinción de la vida». Y juristas como Serpillon o Blackstone insisten en pleno siglo XVIII en el hecho de que el fracaso del verdugo no debe significar para el condenado la salvación de la vida. (40)  Había en esto algo de la prueba y del juicio de Dios que era todavía descifrable en la ceremonia de la ejecución. En su afrontamiento con el condenado, el verdugo era en cierto modo como el campeón del rey. Campeón sin embargo inconfesable y no reconocido: según la tradición, parece ser, cuando se habían sellado las credenciales del verdugo, no se ponían sobre la mesa sino que se arrojaban al suelo. Conocidos son todos los interdictos que rodeaban aquel «oficio muy necesario» y, sin embargo, «contra natura». (41)  Por más que, en cierto sentido, fuera la espada justiciera del rey, el verdugo compartía con su adversario su infamia. El poder soberano que le ordenaba matar y que por medio de él mataba, no estaba presente en el verdugo; este poder no se identificaba con su encarnizamiento. Y precisamente jamás aparecía tal poder con más esplendor que cuando interrumpía el gesto del verdugo por un mensaje de indulto. El poco tiempo que separaba generalmente la sentencia de la ejecución (a menudo unas horas) hacía que la remisión interviniera generalmente en el último momento. Pero, sin duda, la lentitud del desarrollo de la ceremonia estaba calculada para dar lugar a tal eventualidad. (42) Los condenados esperan la remisión y, para alargar el tiempo, todavía pretenden, al pie del cadalso, tener revelaciones que hacer. Cuando el pueblo la deseaba, la pedía a gritos, trataba de retrasar el último momento, acechaba al mensajero que llevaba la carta con el sello de cera verde y, de ser necesario, hacía creer que estaba al llegar (esto es lo que ocurrió en el momento de la ejecución de los condenados por el motín de los secuestros de niños, el 3 de agosto de 1750). El soberano está presente en la ejecución no sólo como el poder que venga la ley, sino como el que puede suspender la ley y la venganza. Sólo él debe ser dueño de lavar las ofensas que se le han hecho; si bien es cierto que ha delegado en los tribunales el cuidado de ejercer su poder de justiciero, no lo ha enajenado; lo conserva íntegramente para levantar la pena tanto como para dejar que caiga sobre el delincuente.
Hay que concebir el suplicio, tal como está ritualizado aún en el siglo XVIII, como un operador político. Se inscribe lógicamente en un sistema punitivo, en el que el soberano, de manera directa o indirecta, pide, decide y hace ejecutar los castigos, en la medida en que es él quien, a través de la ley, ha sido alcanzado por el crimen. En toda infracción, hay un crimen majestatis, y en el menor de los criminales un pequeño regicida en potencia. Y el regicida, a su vez, no es ni más ni menos que el criminal total y absoluto, ya que en lugar de atacar, como cualquier delincuente, una decisión o una voluntad particular del poder soberano, ataca su principio en la persona física del príncipe. El castigo ideal del regicida sería, pues, la suma de todos los suplicios posibles. Sería la venganza infinita: las leyes francesas en todo caso no preveían pena fija para esta especie de monstruosidad. Fue preciso inventar la de Ravaillac combinando unas con otras las más crueles que se habían practicado en Francia. Quisiéronse imaginar más atroces todavía para Damiens. Hubo proyectos, pero se las juzgó menos perfectas. Repitióse por lo tanto la escena de Ravaillac. Y hay que reconocer que hubo moderación, si se piensa cómo en 1584 fue abandonado el asesino de Guillermo de Orange a lo infinito de la venganza. «El primer día, fue conducido a la plaza, donde encontró un caldero de agua hirviendo, en la que fue introducido el brazo con que había asestado el golpe. Al día siguiente, le fue cortado este brazo, el cual, como cayera a sus pies en el acto, lo empujó con el pie, haciéndolo caer junto al patíbulo; al tercer día, fue atenaceado por delante en las tetillas y en la parte delantera del brazo,’ al cuarto fue igualmente atenaceado por detrás en los brazos y en las nalgas; y así consecutivamente, este hombre fue martirizado por espacio de dieciocho días.» El último día, fue enrodado y finalmente «fajado». Al cabo de seis horas, continuaba pidiendo agua todavía, pero no se la dieron. «Finalmente se le pidió al lugarteniente de lo criminal que lo hiciera rematar y estrangular, con el fin de que su alma no se desesperara, y se perdiera.» (43)
No hay duda de que, por encima de toda esta organización, la existencia de los suplicios respondía a otra cosa muy distinta. Rusche y Kirchheimer tienen razón de ver en ella el efecto de un régimen de producción en el que las fuerzas de trabajo, y por ende el cuerpo humano, no tienen la utilidad ni el valor comercial que habría de serles conferido en una economía de tipo industrial. Es cierto también que el «menosprecio» del cuerpo se refiere a una actitud general respecto de la muerte; y en esta actitud se podría descifrar tanto los valores propios del cristianismo como una situación demográfica y en cierto modo biológica: los estragos de la enfermedad y del hambre, las mortandades periódicas de las epidemias, la formidable mortalidad de los niños, lo precario de los equilibrios bioeconómicos, todo esto hacía que la muerte fuera familiar y suscitaba en torno suyo hechos rituales para integrarla, hacerla aceptable y dar un sentido a su permanente agresión. Sería preciso también para analizar esta perdurabilidad de los suplicios remitirse a hechos de coyuntura. No se debe olvidar que la Ordenanza de 1670 que rigió la justicia criminal hasta la víspera de la Revolución, había aumentado aún en ciertos puntos el rigor de los viejos edictos; Pussort, que, entre los comisarios encargados de preparar los textos, representaba los designios del rey, lo había impuesto así, en contra de ciertos magistrados como Lamoignon. La multiplicidad de los levantamientos a mediados todavía de la edad clásica, el cercano fragor de las guerras civiles, la voluntad del rey de hacer que prevaleciera su poder sobre el de los parlamentos, explican en una buena parte la persistencia de un régimen penal «duro». Tenemos aquí, para justificar un sistema de penas supliciantes, razones generales y en cierto modo externas; explican la posibilidad y la continuada persistencia de las penas físicas, la endeblez y el carácter bastante aislado de las protestas que se les oponen. Pero sobre este fondo había que hacer que apareciera la función precisa. Si el suplicio se halla tan fuertemente incrustado en la práctica jurídica se debe a que es revelador de la verdad y realizador del poder. Garantiza la articulación de lo escrito sobre lo oral, de lo secreto sobre lo público, del procedimiento de investigación sobre la operación de la confesión; permite que se reproduzca el crimen y lo vuelve sobre el cuerpo visible del criminal; es preciso que el crimen, en su mismo horror, se manifieste y se anule. Hace también del cuerpo del condenado el lugar de aplicación de la vindicta soberana, el punto de encuentro para una manifestación del poder, la ocasión de afirmar la disimetría de las fuerzas. Más adelante veremos que la relación verdad-poder se mantiene en el corazón de todos los mecanismos punitivos, y que vuelve a encontrarse en las prácticas contemporáneas de la penalidad, pero bajo otra forma, y con efectos muy distintos. Las Luces no tardarán en desacreditar los suplicios, reprochándoles su «atrocidad». Término por el cual eran a menudo caracterizados, pero sin intención crítica, por los propios juristas. Quizá la noción de «atrocidad» es una de las que ayudan más a comprender la economía del suplicio en la antigua práctica penal. La atrocidad es ante todo una característica propia de algunos de los grandes crímenes: se refiere al número de leyes naturales o positivas, divinas o humanas que atacan, a la manifestación escandalosa o por el contrario a la astucia secreta con que han sido cometidos, a la categoría y al estatuto de los que son sus autores y sus víctimas; el desorden que suponen o que acarrean, el horror que suscitan. Ahora bien, el castigo, en la medida en que debe hacer que se manifieste a los ojos de cada cual el crimen en toda su severidad, debe asumir esta misma atrocidad, debe sacarla a la luz por medio de las confesiones, de los discursos, de los carteles que la hacen pública; debe reproducirla en las ceremonias que la aplican al cuerpo del culpable bajo la forma de la humillación y del sufrimiento. La atrocidad es esa parte del crimen que el castigo vuelve suplicio para hacer que se manifieste a la luz del día: figura inherente al mecanismo que produce, en el corazón del propio castigo, la verdad visible del crimen. El suplicio forma parte del procedimiento que establece la realidad de lo que se castiga. Pero hay más: la atrocidad de un crimen es también la violencia del reto lanzado al soberano; es lo que va a provocar de su parte una réplica que desempeña la función de sobrepujar esta atrocidad, de dominarla, de triunfar de ella por un exceso que la anula. La atrocidad propia del suplicio desempeña, pues, un doble papel: principio de la comunicación del crimen con la pena, es, de otra parte, la exasperación del castigo con relación al crimen. Asegura al mismo tiempo la manifestación de la verdad y la del poder; es el ritual de la investigación que termina y la ceremonia por la que triunfa el soberano. Une a los dos en el cuerpo del supliciado. La práctica punitiva del siglo XIX tratará de poner la mayor distancia posible entre la búsqueda «serena» de la verdad y la violencia que no se puede borrar por completo del castigo. Tratará también de marcar la heterogeneidad que separa el crimen que hay que sancionar y el castigo impuesto por el poder público. Entre la verdad y el castigo, no deberá haber ya sino una relación de consecuencia legítima. Que el poder que castiga no se manche ya por un crimen mayor que aquel que ha querido castigar. Que se mantenga inocente de la pena que inflige. «Apresurémonos a proscribir suplicios semejantes. No eran dignos sino de los monstruos coronados que gobernaron a los romanos.» (44) Pero, según la práctica penal de la época precedente, la proximidad, en el suplicio, del soberano y del crimen, la mezcla que se produce entre la «demostración» y el castigo, no se debían a una confusión bárbara; lo que en ello se jugaba era el mecanismo de la atrocidad y sus encadenamientos necesarios. La atrocidad de la expiación organizaba la reducción ritual de la infamia por la omnipotencia. El hecho de que la falta y el castigo se comuniquen entre sí y se unan en la forma de la atrocidad, no era la consecuencia de una ley del talión oscuramente admitida. Era el efecto, en los ritos punitivos, de determinada mecánica del poder: de un poder que no sólo no disimula que se ejerce directamente sobre los cuerpos, sino que se exalta y se refuerza con sus manifestaciones físicas; de un poder que se afirma como poder armado, y cuyas funciones de orden, en todo caso, no están enteramente separadas de las funciones de guerra; de un poder que se vale de las reglas y las obligaciones como de vínculos personales cuya ruptura constituye una ofensa y pide una venganza; de un poder para el cual la desobediencia es un acto de hostilidad, un comienzo de sublevación, que no es en su principio muy diferente de la guerra civil; de un poder que no tiene que demostrar por qué aplica sus leyes, sino quiénes son sus enemigos y qué desencadenamiento de fuerza los amenaza; de un poder que, a falta de una vigilancia ininterrumpida, busca la renovación de su efecto en la resonancia de sus manifestaciones singulares; de un poder que cobra nuevo vigor al hacer que se manifieste ritualmente su realidad de sobrepoder.
Ahora bien, entre todas las razones por las cuales se sustituirán unas penas que no sentían vergüenza de ser «atroces» por unos castigos que reivindicarían el honor de ser «humanos», hay una que es preciso analizar inmediatamente, en la medida en que es interna al suplicio mismo: elemento a la vez de su funcionamiento y principio de su perpetuo desorden.
En las ceremonias del suplicio, el personaje principal es el pueblo, cuya presencia real e inmediata está requerida por su realización. Un suplicio que hubiese sido conocido, pero cuyo desarrollo se mantuviera en secreto, no habría tenido sentido. El ejemplo se buscaba no sólo suscitando la conciencia de que la menor infracción corría el peligro de ser castigada, sino provocando un efecto de terror por el espectáculo del poder cayendo sobre el culpable:
«En materia criminal, el punto más difícil es la imposición de la pena: es el objeto y el término del procedimiento, y el único fruto, por el ejemplo y el terror, cuando está bien aplicada al culpable.» (45) Pero en esta escena de terror, el papel del pueblo es ambiguo. Se le llama como espectador; se le convoca para que asista a las exposiciones, a las retractaciones públicas; las picotas, las horcas y los patíbulos se elevan en las plazas públicas y al borde de los caminos; se deposita en ocasiones durante varios días los cadáveres de los supliciados bien en evidencia cerca de los lugares de sus crímenes. Es preciso no sólo que la gente sepa, sino que vea por sus propios ojos. Porque es preciso que se atemorice; pero también porque el pueblo debe ser el testigo, como el fiador del castigo, y porque debe hasta cierto punto tomar parte en él. Ser testigo es un derecho que el pueblo reivindica; un suplicio oculto es un suplicio de privilegiado, y con frecuencia se sospecha que no se realiza con toda su severidad. Se protesta cuando en el último momento la víctima es hurtada a las miradas. El cajero general de postas había sido expuesto a la vergüenza por haber dado muerte a su mujer; sustraído después a la multitud, «se le hace subir a un carruaje de alquiler; de no haber ido bien escoltado, es de creer que hubiera sido difícil librarlo de los malos tratos del populacho que clamaba justicia contra él». (46) Cuando se ahorcó a la mujer Lescombat, (47) se tuvo el cuidado de taparle el rostro con una «especie de pañoleta»; lleva «un pañuelo sobre el cuello y la cabeza, lo que hace murmurar al público y decir que no es la Lescombat».   El pueblo reivindica su derecho a comprobar los suplicios, y la persona a quien se aplican. (48)  Tiene derecho también a tomar parte en ellos. El condenado, paseado durante largo tiempo, expuesto a la vergüenza, humillado, recordado varias veces su crimen, es ofrecido a los insultos, y a veces a los asaltos de los espectadores. En la venganza del soberano se invita al pueblo a deslizar la suya. No porque sea su fundamento y porque el rey tenga que traducir a su manera la vindicta del pueblo, sino más bien porque el pueblo debe aportar su concurso al rey cuando éste intenta «vengarse de sus enemigos», incluso y sobre todo cuando esos enemigos se hallan en medio del pueblo. Hay un poco como una «servidumbre de patíbulo» que el pueblo debe a la venganza del rey. «Servidumbre» que había sido prevista por las viejas ordenanzas; el Edicto de 1347 sobre los blasfemos preveía que fuesen expuestos en la picota «desde la hora de prima, hasta la de muerte. (49) Y se les podrá arrojar a los ojos lodo y otras inmundicias, pero no piedras ni otra cosa que hiera… A la segunda vez, en caso de reincidencia, queremos que se le lleve a la picota un día de mercado solemne, y que se le parta el labio superior, y que los dientes queden al descubierto». Sin duda, en la época clásica, esta forma de participación en el suplicio no es ya más que una tolerancia, que se trata de limitar; a causa de las barbaries que suscita y de la usurpación que comete del poder de castigar. Pero correspondía muy de cerca a la economía general de los suplicios para que se reprimiera por completo. Se presencian todavía en el siglo XVIII escenas como la que acompañó al suplicio de Montigny; mientras el verdugo ejecutaba al condenado, las pescaderas del mercado paseaban un maniquí cuya cabeza cortaron después. (50) Y no pocas veces fue preciso «proteger» contra la multitud a los criminales a quienes se hacía desfilar lentamente por en medio de aquélla, a título a la par de ejemplo y de blanco, de amenaza eventual y de presa prometida a la vez que vedada. El soberano llamaba a la multitud a la manifestación de su poder y toleraba por un instante sus violencias, que hacía pasar por muestras de júbilo pero a las cuales oponía en seguida los límites de sus propios privilegios.
Ahora bien, en este punto es en el que el pueblo atraído a un espectáculo dispuesto para aterrorizarlo puede precipitar su rechazo del poder punitivo, y a veces su rebelión. Impedir una ejecución que se estima injusta, arrancar a un condenado de manos del verdugo, obtener por la fuerza su perdón, perseguir eventualmente y asaltar a los ejecutores de la justicia, maldecir en todo caso a los jueces y alborotar contra la sentencia, todo esto forma parte de las prácticas populares que invaden, atraviesan y trastornan a menudo el ritual de los suplicios. La cosa, naturalmente, es frecuente cuando las sentencias sancionan motines o revueltas: así ocurrió después del caso de los raptos de niños. La multitud trataba de impedir la ejecución de tres supuestos provocadores de motín, a quienes se hizo ahorcar en el cementerio Saint-Jean, «a causa de que allí hay menos salidas y pasos que guardar». (51) El verdugo amedrentado soltó a uno de los condenados; los arqueros dispararon. Así ocurrió después del motín de los trigos en 1775; y también en 1786, cuando los cargadores, tras de haber marchado sobre Ver-salles, intentaron liberar a sus compañeros que habían sido detenidos. Pero aparte de estos casos, en que el proceso de agitación ha sido iniciado anteriormente y por razones que no tienen nada que ver con una medida de justicia penal, se encuentran muchos ejemplos en los que la agitación ha sido provocada directamente por un veredicto y una ejecución. Pequeñas pero innumerables «emociones del patíbulo».
En sus formas más elementales, estos revuelos comienzan con las incitaciones y a veces las aclamaciones que acompañan al condenado hasta la ejecución. Durante todo su largo paseo va sostenido por «la compasión de los que tienen el corazón tierno, y los aplausos, la admiración y la envidia de los bravíos y empedernidos». (52) Si la multitud se agolpa en torno del patíbulo, no es únicamente para asistir a los sufrimientos del condenado o azuzar el furor del verdugo: es también para oír cómo aquel que no tiene ya nada que perder maldice a los jueces, las leyes, el poder y la religión. El suplicio permite al condenado estas saturnales de un instante, cuando ya nada está prohibido ni es punible. Al abrigo de la muerte que va a llegar, el criminal puede decirlo todo y los asistentes aclamarlo. «Si existieran unos anales en los que se consignara escrupulosamente las últimas palabras de los ajusticiados y se tuviera el valor de leerlas, si se interrogara tan sólo al vil populacho que una curiosidad cruel reúne en torno de los patíbulos, respondería que no hay culpable atado a la rueda que no muera acusando al cielo de la miseria que lo ha conducido al crimen, reprochando a sus jueces su barbarie, maldiciendo el ministerio de los altares que los acompaña y blasfemando contra el Dios cuyo órgano es.» (53)
Hay en esas ejecuciones, que no deberían mostrar otra cosa que el poder aterrorizante del príncipe, todo un aspecto carnavalesco en el que los papeles están cambiados, las potencias escarnecidas y los criminales trasformados en héroes. La infamia se invierte; su valentía, como sus llantos o sus gritos, no hacen sombra más que a la ley. Fielding lo nota con pesar: «Cuando se ve temblar a un condenado, no se piensa en la vergüenza. Y todavía menos si es arrogante.» (54) Para el pueblo que está allí y contempla, existe siempre aun en la más extremada venganza del soberano, pretexto para un desquite.
Con más motivo si la sentencia se considera injusta. Y si se ve ajusticiar a un hombre del pueblo por un crimen que a cualquiera de mejor cuna o más rico le hubiese valido una pena relativamente ligera. Según parece, ciertas prácticas de la justicia penal no eran ya toleradas en el siglo XVIII —y desde más tiempo atrás quizá— por las capas profundas de la población. Lo cual daba fácilmente lugar cuando menos a comienzos de agitación. Puesto que los más pobres —y esto es un magistrado quien lo observa— no tienen la posibilidad de acudir a la justicia y hacerse escuchar por ella, (55) allí donde se manifiesta ésta públicamente, allí donde son llamados a título de testigos y casi de coadjutores de dicha justicia, es donde pueden intervenir, y físicamente: entrar a viva fuerza en el mecanismo punitivo y redistribuir sus efectos; proseguir en otro sentido la violencia de los rituales punitivos. Agitación contra la diferencia de las penas según las clases sociales: en 1781, el párroco de Champré había sido muerto por el señor del lugar, a quien se trataba de hacer pasar por loco. «Los campesinos enfurecidos, porque eran en extremo adictos a su pastor, parecían al principio dispuestos a los mayores excesos contra su señor y preparados para incendiar su castillo… Todo el mundo protestaba con razón contra la indulgencia del ministerio que arrebataba a la justicia los medios de castigar un crimen tan espantoso.» (56) Agitación también contra las penas demasiado graves aplicadas a delitos frecuentes y considerados como de poca monta (el robo con fractura), o contra castigos para ciertas infracciones vinculadas a condiciones sociales, como el robo doméstico. La pena de muerte por este delito suscitaba mucho descontento, porque los criados eran numerosos, porque les era difícil en tal materia probar su inocencia, porque podían ser fácilmente víctimas de la malevolencia de sus patronos y porque la indulgencia de algunos amos, que cerraban los ojos, hacía más inicua la suerte de los sirvientes, acusados, condenados y ahorcados. La ejecución de estos criados daba lugar con frecuencia a protestas. (57) Hubo un pequeño levantamiento en París en 1761 a causa de una sirvienta que había robado una pieza de tela a su amo. A pesar de haberla restituido, a pesar de las súplicas, el amo no había querido retirar su denuncia. El día de la ejecución, la gente del barrio impide que la ahorquen, invaden la tienda del comerciante, la saquean, y finalmente se perdona a la sirvienta. Pero una mujer que había estado a punto de acribillar con unas agujas al mal amo, fue desterrada por tres años. (58)
Del siglo XVIII se han conservado los grandes procesos en los que la opinión ilustrada interviene junto con los filósofos y algunos magistrados: Calas, Sirven, el caballero De la Barre. Pero se habla menos de todas las agitaciones populares en torno de la práctica punitiva. Rara vez, en efecto, han rebasado el marco de una ciudad, y a veces de un barrio. Sin embargo, han tenido una importancia efectiva. Ya fuese que esos movimientos, iniciados por la gente humilde, se propagaran y atrajeran la atención de personas de situación más elevada que, naciéndoles eco, les dieran una nueva dimensión (así, en los años que precedieron a la Revolución, los casos de Catherine Espinas falsamente convicta de parricidio en 1785; de los tres enrodados de Chaumont para los cuales escribió Dupaty, en 1786, su famosa memoria, o de aquella Marie Françoise Salmon a quien el parlamento de Rouen condenó en 1782 a la hoguera, por envenenadora, pero que en 1786 todavía no había sido ajusticiada). Ya fuese sobre todo que esas agitaciones mantuvieran en torno de la justicia penal, y de sus manifestaciones que hubiesen debido ser ejemplares, una inquietud permanente. ¡Cuántas veces, para asegurar la tranquilidad en torno de los patíbulos, fue preciso adoptar medidas «desagradables para el pueblo» y precauciones «humillantes para la autoridad»! (59) Veíase bien que aquel gran espectáculo de las penas corría el riesgo de ser vuelto del revés por los mismos a los cuales iba dirigido. El terror de los suplicios encendía de hecho focos de ilegalismo: los días de ejecución se interrumpía el trabajo, se llenaban las tabernas, se insultaba al gobierno, se lanzaban injurias y hasta piedras al verdugo, a los exentos y a los soldados; se intentaba apoderarse del condenado, ya fuese para salvarlo o para matarlo mejor; suscitábanse riñas, y los ladrones no encontraban ocasiones mejores que las deparadas por el bullicio y la curiosidad en torno del cadalso. (60) Pero sobre todo —y en esto es en lo que dichos inconvenientes se convertían en un peligro político—, jamás tanto como en estos rituales que hubiesen debido mostrar el crimen abominable y el poder invencible, se sentía el pueblo tan cerca de aquellos que sufrían la pena; jamás se sentía más amenazado, como ellos, por una violencia legal que carecía de equilibrio y de mesura. La solidaridad de una capa entera de la población con quienes podríamos llamar pequeños delincuentes —vagabundos, falsos mendigos, indigentes de industria, descuideros, encubridores, revendedores— se había manifestado muy persistente: la resistencia al rastreo policíaco, la persecución de los soplones, los ataques a la ronda o a los inspectores lo atestiguaban. (61) Ahora bien, era la ruptura de esta solidaridad lo que se estaba convirtiendo en el objetivo de la represión penal y policíaca. Y he aquí que de la ceremonia de los suplicios, de esa fiesta insegura de una violencia instantáneamente reversible, era de donde se corría el riesgo de que saliera fortalecida dicha solidaridad mucho más que el poder soberano. Y los reformadores de los siglos XVIII y XIX no olvidarían que las ejecuciones, a fin de cuentas, no atemorizaban, simplemente, al pueblo. Uno de sus primeros clamores fue para pedir su supresión.
Para circunscribir el problema político planteado por la intervención popular en el juego del suplicio, basta citar dos escenas. Una de ellas data de fines del siglo XVII; se sitúa en Aviñón, y en ella se encuentran los elementos principales del teatro de lo atroz: el enfrentamiento físico del verdugo y del condenado, el cambio de la situación; el verdugo perseguido por el pueblo y el condenado salvado por el motín, e igualmente la inversión violenta de la maquinaria penal. Se trataba de ahorcar a un asesino llamado Pierre du Fort Repetidas veces «se había trabado los pies en los escalones» y no había podido ser lanzado al vacío. «Viendo lo cual el verdugo le había tapado el rostro con su jubón y le daba por debajo con la rodilla en el estómago y en el vientre. Y como el pueblo viera que le hacía sufrir demasiado y creyendo incluso que lo trataba de degollar por debajo con una bayoneta…, movido a compasión hacia el paciente y de furor contra el verdugo, comenzó a arrojarle piedras, y al mismo tiempo el verdugo abrió las dos escalas y arrojó al paciente abajo, y saltando sobre sus hombros lo pateó, mientras que la mujer del dicho verdugo le tiraba de los pies desde abajo de la horca. Al mismo tiempo, le hicieron echar sangre por la boca. Pero la granizada de piedras aumentó, y hubo algunas que alcanzaron al ahorcado en la cabeza, lo cual obligó al verdugo a arrojarse a la escala, por la que bajó con tan gran precipitación que cayó cuando iba a la mitad, y dio de cabeza en el suelo. La multitud se arrojó sobre él. Se levantó con la bayoneta en la mano, amenazando con matar a quienes se le acercaran; pero después de unas cuantas caídas y de haberse levantado de cada una de ellas, bien apaleado, todo enlodado y medio ahogado en el arroyo, fue arrastrado con gran agitación y furor del pueblo hasta la Universidad y de allí hasta el cementerio de los Franciscanos. Su ayudante, bien apaleado también y con la cabeza y el cuerpo magullados, fue llevado al hospital, donde murió días después. Mientras tanto, algunos extraños y desconocidos subieron a la escala y cortaron la cuerda del ahorcado, mientras otros recibían su cuerpo abajo tras de haber permanecido colgado por espacio de un gran miserere. Y al mismo tiempo, rompieron la horca, y el pueblo hizo pedazos la escala del verdugo… Los chiquillos se llevaron con gran precipitación la horca y la arrojaron al Ródano.» En cuanto al ajusticiado, se le trasportó a un cementerio «con el fin de que la justicia no le echara mano, y de allí a la iglesia de Saint-Antoine». El arzobispo le concedió su perdón, lo hizo trasladar al hospital y recomendó a los oficiales que tuvieran de él un cuidado muy especial. En fin, agrega el redactor del atestado: «le mandamos hacer un traje nuevo, dos pares de medias y unos zapatos, y lo vestimos de nuevo de pies a cabeza. Nuestros colegas dieron uno camisas, otros más guantes y una peluca». (62)
La otra escena tiene lugar en París, un siglo más tarde. Es en 1775, inmediatamente después del motín de los trigos. La tensión, extremada en el pueblo, hace que se requiera una ejecución «decente». Entre el patíbulo y el público, cuidadosamente mantenido a distancia, una doble fila de soldados vigila, de un lado la ejecución inminente, del otro la revuelta posible. Se ha roto el contacto: suplicio público, pero en el cual la parte del espectáculo ha sido neutralizada, más bien reducida a la intimidación abstracta. A resguardo de las armas, en una plaza vacía, la justicia sobriamente ejecutada. Si bien muestra la muerte que da, es desde arriba y de lejos: «Hasta las tres de la tarde no se colocaron las dos horcas, de 18 pies de altura, sin duda para mayor ejemplo. Ya a las dos, la plaza de Grève y todos los alrededores habían sido guarnecidos por destacamentos de las distintas tropas, de a pie y de a caballo; los suizos y los guardias franceses seguían patrullando en las calles adyacentes. No se tolera a nadie en la plaza de Grève durante la ejecución, y se ve en todo el perímetro una doble hilera de soldados, con la bayoneta calada, colocados de dos en dos, de manera que unos miran al exterior, y los otros al interior de la plaza. Los dos desdichados… iban gritando a lo largo del camino que eran inocentes, y seguían con la misma protesta al subir la escala.» (63)  En el abandono de la liturgia de los suplicios, ¿qué papel desempeñaron los sentimientos de humanidad hacia los condenados? En todo caso, hubo por parte del poder un temor político ante el efecto de estos rituales ambiguos.
Tal equívoco aparecía claramente en lo que podría llamarse el «discurso del patíbulo». El rito de la ejecución exigía, pues, que el condenado proclamara por sí mismo su culpabilidad por la retractación pública que pronunciaba, por el cartel que exhibía y por las declaraciones que sin duda le obligaban a hacer. En el momento de la ejecución, parece ser que se le daba además la ocasión de tomar la palabra, no para clamar su inocencia, sino para atestiguar su crimen y la justicia de su sentencia. En todo caso, las crónicas consignan buen número de discursos de este género. ¿Discursos reales? Indudablemente, en cierto número de casos. ¿Discursos ficticios que se hacía después circular a título de ejemplo y de exhortación? Sin duda éste fue el caso más frecuente. ¿Qué crédito conceder a lo que se refiere, por ejemplo, acerca de la muerte de Marión Le Goff, que había sido jefe de una banda célebre en Bretaña a mediados del siglo XVIII? Según dicen, gritó desde lo alto del patíbulo: «Padres y madres que me escucháis, vigilad y enseñad bien a vuestros hijos; yo fui en mi infancia embustera y holgazana, comencé por robar un cuchillito de seis ochavos… Después, robé a unos buhoneros, a unos tratantes de bueyes; finalmente fui jefe de una banda de ladrones, y por eso estoy aquí. Repetid esto a vuestros hijos y que al menos les sirva de ejemplo.» (64) Un discurso así está demasiado cerca, por sus términos mismos, de la moral que se encuentra tradicionalmente en las hojas sueltas, en los papeles públicos y en la literatura de venta ambulante, para que no sea apócrifo. Pero la existencia del género «últimas palabras de un condenado» es en sí misma significativa. La justicia necesitaba que su víctima autentificara en cierto modo el suplicio que sufría. Se le pedía al criminal que consagrara por sí mismo su propio castigo proclamando la perfidia de sus crímenes; se le hada decir, como a Jean-Dominique Langlade, tres veces asesino: «Escuchad todos mi horrible acción infame y vituperable, que cometí en Aviñón, donde mi nombre es execrable, por violar sin humanidad los sacros fueros de la amistad.» (65) Desde cierto punto de vista, la hoja volante y el canto del muerto continúan el proceso; o más bien prosiguen ese mecanismo por el cual el suplicio hacía pasar la verdad secreta y escrita del procedimiento al cuerpo, el gesto y el discurso del criminal. La justicia necesitaba estos apócrifos para fundamentarse en verdad. Sus decisiones se hallaban así rodeadas de todas esas «pruebas» póstumas. Ocurría también que se publicaran relatos de crímenes y de vidas infames, a título de pura propaganda, antes de todo proceso y para forzar la mano a una justicia de la que se sospechaba que era demasiado tolerante. Con el fin de desprestigiar a los contrabandistas, la Compagnie des Fermes publicaba «boletines» refiriendo sus crímenes. En 1768, contra cierto Montagne, que estaba a la cabeza de una banda, distribuye hojas cuyo propio redactor dice: «se le han atribuido algunos robos cuya realidad es bastante insegura… ; se ha representado a Montagne como una bestia feroz, como una segunda hiena a la que había que dar caza; las cabezas de Auvergne estaban todavía calientes, y esta idea tomó cuerpo». (66)
Pero el efecto, como el uso, de esta literatura era equívoco. El condenado se encontraba convertido en héroe por la multiplicidad de sus fechorías ampliamente exhibidas, y a veces la afirmación de su tardío arrepentimiento. Contra la ley, contra los ricos, los poderosos, los magistrados, contra la gendarmería o la ronda, contra la recaudación de impuestos y sus agentes, aparecía como protagonista de un combate, en el que cada cual se reconocía fácilmente. Los crímenes proclamados ampliaban hasta la epopeya unas luchas minúsculas que la sombra protegía cotidianamente. Si el condenado se mostraba arrepentido, pidiendo perdón a Dios y a los hombres por sus crímenes, se le veía purificado: moría, a su manera, como un santo. Pero su misma irreductibilidad constituía su grandeza: al no ceder en los suplicios, mostraba una fuerza que ningún poder lograba doblegar: «El día de la ejecución, frío, sereno e impasible, se me vio hacer sin emoción la pública retractación, téngase o no por increíble. Luego en la cruz fui a sentarme sin que tuvieran que ayudarme.» (67)  Héroe negro o criminal reconciliado, defensor del verdadero derecho o fuerza imposible de someter, el criminal de las hojas sueltas, de las gacetillas, de los almanaques, de las bibliotecas azules, lleva consigo, bajo la moral aparente del ejemplo que no se debe seguir, toda una memoria de luchas y de enfrentamientos. Se ha visto a condenados que después de su muerte se convertían en una especie de santos, cuya memoria se honra y cuya tumba se respeta. (68) Se ha visto a condenados pasar casi por completo del lado del héroe positivo. Se ha visto a condenados para los cuales la gloria y la abominación no estaban disociadas, sino que subsistían largo tiempo todavía en una figura reversible. En toda esta literatura de crímenes, que proliféra en torno de algunas altas siluetas, (69) no hay que ver sin duda ni una «expresión popular» en estado puro, ni tampoco una acción concertada de propaganda y de moralización, venida de arriba, sino el punto de encuentro de dos acometidas de la práctica penal, una especie de frente de lucha en torno del crimen, de su castigo y de su memoria. Si estos relatos pueden ser impresos y puestos en circulación, es porque se espera de ellos efecto de control ideológico, (70) fábulas verídicas de la pequeña historia. Pero si son acogidos con tanta atención, si forman parte de las lecturas de base de las clases populares, es porque en ellos no sólo encuentran recuerdos sino puntos de apoyo; el interés de «curiosidad» es también un interés político. De suerte que tales discursos pueden ser leídos como discursos de doble cara, por los hechos que refieren, por la repercusión que les da y la gloria que confieren a esos criminales designados como «ilustres» y sin duda por las palabras mismas que emplean (habría que estudiar el uso de categorías como la de «desdicha», la de «abominación», o de calificativos como «famoso», «lamentable» en relatos como Histoire de la vie, grandes voleries et subtilités de Guillen et de ses compagnons et de leur fin lamentable et malheureuse. (71)
Hay que referir sin duda a esta literatura las «emociones de patíbulo», donde se enfrentaban a través del cuerpo del ajusticiado el poder que condenaba y el pueblo que era testigo, participante, víctima eventual y «eminente» de esta ejecución. En la estela de una ceremonia que canalizaba mal las relaciones de poder que trataba de ritualizar, se ha precipitado toda una masa de discursos, prosiguiendo el mismo enfrentamiento; la proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero glorificaba también al criminal. De ahí que pronto los reformadores del sistema penal pidieran la supresión de esas hojas sueltas. (72) De ahí que entre el pueblo provocara un interés tan vivo aquello que desempeñaba en cierto modo el papel de la epopeya menor y cotidiana de los ilegalismos. De ahí que perdieran importancia a medida que se modificó la función política del ilegalismo popular.
Y desaparecieron a medida que se desarrollaba una literatura del crimen completamente distinta: una literatura en la que el crimen aparece glorificado, pero porque es una de las bellas artes, porque sólo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado: de la novela negra a Quincey, o del Castillo de Otranto a Baudelaire, hay toda una reescritura estética del crimen, que es también la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles. Se trata, en apariencia, del descubrimiento de la belleza y de la grandeza del crimen; de hecho es la afirmación de que la grandeza también tiene derecho al crimen y que llega a ser incluso el privilegio exclusivo de los realmente grandes. Los bellos asesinatos no son para los artesanos del ilegalismo. En cuanto a la literatura policíaca, a partir de Gaboriau, responde a este primer desplazamiento: con sus ardides, sus sutilezas y la extremada agudeza de su inteligencia, el criminal que presenta se ha vuelto libre de toda sospecha; la lucha entre dos puras inteligencias —la del asesino y la del detective— constituirá la forma esencial del enfrentamiento. Se está totalmente alejado de aquellos relatos que detallaban la vida y las fechorías del criminal, que le hacían confesar sus propios crímenes y que referían con pelos y señales el suplicio sufrido; se ha pasado de la exposición de los hechos y de la confesión al lento proceso del descubrimiento; del momento del suplicio a la fase de la investigación; del enfrentamiento físico con el poder a la lucha intelectual entre el criminal y el investigador. No son simplemente las hojas sueltas las que desaparecen cuando nace la literatura policíaca; es la gloria del malhechor rústico y es la sombría glorificación por el suplicio. £1 hombre del pueblo es ahora demasiado sencillo para ser el protagonista de las verdades sutiles. En este nuevo género no hay ya ni héroes populares ni grandes ejecuciones; se es perverso, pero inteligente, y de ser castigado no hay que sufrir. La literatura policíaca traspone a otra clase social ese brillo que rodeaba al criminal. En cuanto a los periódicos, reproducirán en sus gacetillas cotidianas la opaca monotonía sin epopeya de los delitos y de sus castigos. A cada cual lo que le corresponde; que el pueblo se despoje del viejo orgullo de sus crímenes; los grandes asesinatos se han convertido en el juego silencioso de los cautos.

Notas:

1) J. A. Soulatges, Traité des crimes, 1762, I, pp. 169-171.
2) Châtelet: Tribunal civil de París. [T.]
3) Cf. el artículo de P. Petrovitch, in Crime et criminalité en France XVIIe-XVllle siècles, 1971, pp. 226 ss.
4) P. Dautricourt, La criminalité et la répression au Parlement de Flandre, 1721-1790 (1912).
5) Es lo que indicaba Choiseul a propósito de la declaración del 3 de agosto de 1764 sobre los vagabundos (Mémoire expositif. B. N. tas. 8129 fol. 128-129).
6) Encyclopédie, artículo «Supplice».
7) La expresión es de Olyffe, An essay to prevent capital crimes, 1731.
8) Hasta el siglo XVIII, hubo largas discusiones en cuanto a saber si, en el curso de los interrogatorios capciosos, le era lícito al juez usar de falsas promesas, de embustes o de palabras de doble significado. Toda una casuística de la mala fe procesal.
9) P. Ayrault, L’Ordre, formalité et instruction judiciaire,  1576,  1. m, cap. LXXII y cap. LXXIX.
10) D. Jousse, Traité de la justice criminelle, 1771, I, p. 660.
11) Adminiculo: en jurisprudencia, lo que ayuda a la prueba. [T.]
12) P. F. Muyart de Vouglans, Institutes au droit criminel. 1757, pp. 345-347.
13) Poullain du Parc, Principes du droit français selon les coutumes de Bretagne, 1767-1771, t. XI, pp.  112-113. Cf. A. Esmein, Histoire de la procédure criminelle en France, 1882, pp. 260-283; K. J. Mittermaier, Traité de la preuve, trad. de 1848, pp. 15-19.
14) G. Seigneux de Correvon, Essai sur l’usage, l’abus et les inconvénients de la torture, 1768, p. 63.
15) P. Ayrault, L’Ordre, formalité et instruction judiciaire, 1. I, cap. 14.
16) En los catálogos de pruebas judiciales la confesión aparece hacia los siglos XIII y XIV. No se la encuentra en Bernardo de Pavía, pero sí en Hostie-mis. La fórmula de Cráter es, por lo demás, característica: «aut legitime con-victus aut sponte confessus».
En el derecho medieval la confesión no era válida de no haber sido hecha por un mayor de edad y ante el adversario. Cf. J. Ph. Lévy, La Hiérarchie des preuves dans le droit savant du Moyen Age, 1939.
17) La más famosa de estas críticas es la de Nicolás: Si la torture est un moyen à vérifier les crimes, 1682.
18) Cl. Ferrière, Dictionnaire de pratique, 1740, t. H, p. 612.
19) En 1729, Aguesseau mandó hacer una encuesta sobre los medios y las reglas de tortura aplicados en Francia. Se halla resumida por Joly de Fleury (B. N. Fonds Joly de Fleury, 258, vols. 322-328).
20) El primer grado del suplicio era la exhibición de los instrumentos de tortura. No se pasaba de esta etapa cuando se trataba de niños y de ancianos de más de setenta años.
21) G. du Rousseaud de la Combe, Traité des matières criminelles, 1741, p. 503.
22) S.P. Hardy, Mes loisirs, B. N., ms. 6680-87, t. iv, p. 80, 1778.
23) S. P. Hardy. Mes loisirs, t. I, p. 327 (únicamente está impreso el tomo I).
24) Presidial: antiguo tribunal civil y criminal de primera instancia. [T.]
25) Archivos municipales de Nantes, F. F. 124. Cf. P. Parfouru, Mémoires de la société archéologique d’Ille-et-Vilaine, 1896, t. xxv.
26) Citado en P. Dautricourt, op. cit., pp. 269-270.
27) S. P. Hardy, Mes loisirs, t. I, p. 13; t. IV, p. 42; t. v. p. 184.
28) P. Risi, Observations sur les matières de jurisprudence criminelle, 1768, p. 9, con referencia a Cocceius, Dissertationes ad Grotium, XII, § 545.
29) P. F. Muyart de Vouglans, Les Lois criminelles de France, 1780, p. xxxiv
30) D. Jousse, Traité de la justice criminelle, 1777, p. vii.
31) P. F. Muyart de Vouglans, ibid.
32) Ibid.
33) Citado en A. Corre, Documents pour servir à l’histoire de la torture judiciaire en Bretagne, 1896, p. 7.
34) A. Bruncau, Observations et maximes sur les matières criminelles, 1715, p. 259.
35) J. de Damhoudère, Pratique judiciaire ès causes civiles, 1572, p. 219.
36) I.a Gazette des tribunaux, 6 de julio de 1837, refiere, según el Journal de Gloucester, la conducta «atroz y repugnante» de un verdugo que tras de haber ahorcado a un condenado «tomó el cadáver por los hombros, le hizo dar una vuelta sobre sí mismo con violencia y lo golpeó repetidamente, diciendo: ‘Viejo bribón, ¿estas ya bastante muerto?’ Después, volviéndose a la multitud, soltó en tono chocarrero las expresiones más indecentes».
37) Escena referida por T. S. Gueulette, de la ejecución del exento Mon-tigny en 1737. Cf. R. Anchel, Crimes et châtiments au XVIIIe  siècle, 1933, pp. 62-69.
38) Cf. L. Duhamel, Les exécutions capitales à Avignon, 1890, p. 25.
39) En Borgoña, por ejemplo, cf. Chassanée, Consuetudo Burgundi, fol. 55.
40) F. Serpillon, Code criminel, 1767, t. III, p. 1100. Blackstone: «Es cosa clara que si un criminal condenado a ser ahorcado hasta que sobrevenga la muerte se libra de ella por la torpeza del verdugo y escapa a otras manos, el sheriff está obligado a repetir la ejecución, porque la sentencia no ha sido cumplida; y porque si nos dejáramos ganar por esta falsa compasión, se abriría la puerta a infinidad de colusiones» (Commentaire sur le Code criminel d’Angleterre, trad, francesa, 1776, p. 201).
41) Ch. Loyseau, Cinq livres du droit des offices, ed. de 1613, pp. 80-81.
42) Cf. S. P. Hardy, 30 de enero de 1769, p. 125 del vol. impreso; 14 de diciembre de 1779, iv, p. 229; R. Anchel, Crimes et châtiments au XVIIIe siècle, pp. 162-163, refiere la historia de Antoine Boulleteix que está ya al pie del cadalso cuando llega un jinete con el famoso pergamino. Gritan todos «viva el Rey», se lleva a Boulleteix a la taberna, y mientras tanto el escribano pasa el sombrero haciendo una colecta.
43) Brantôme, Mémoires, La vie des hommes illustres   ed   de 1722, t   H, pp. 191-192.
44) C. E. Pastoret, a propósito de la pena de los regicidas, Des lois pénales, 1790, II, p. 61.
45) A. Bruneau, Observations et maximes SUT les affaires criminelles, 1715. Prefacio no foliado de la primera parte.
46) S. P. Hardy, Mes loisirs, I. vol. impreso, p. 328.
47) T. S. Gueulette, citado por R. Anchel, Crimes et châtiments au KVIIIe tiède, pp. 70-71.
48) La primera vez que se utilizó la guillotina, la Chronique de Paris refiere que el pueblo se quejaba de que no veía nada y cantaba: «¡Devolvednos nuestros patíbulos!» (Cf. J. Laurence, A history of capital punishment, 1932, páginas 71 ss.).
49) Hora de muerte, es decir la de nona (a la puesta del sol), aquella en que según los Sinópticos, murió Jesús. [T.]
50) T. S. Gueulette, citado por R. Anchel, p. 63. La escena ocurre en 1787.
51) Marquis d’Argenson, Journal et mémoires, VI, p. 241. Cf. el Journal de Barbier, t. iv, p. 455. Uno de los primeros episodios de este caso es, por lo demás, muy característico de la agitación popular en el siglo XVIII en torno de la justicia penal. El teniente general de policía, Berryer, habla hecho raptar a los «niños pervertidos y vagabundos»; los exentos no consentían en devolvérselos a sus padres «sino por dinero»; se murmura que de lo que se trata es de proveer a los placeres del rey. Habiendo descubierto la multitud a un delator, le da muerte «con una inhumanidad llevada al último exceso», y lo arrastra tras de su muerte, con la cuerda al cuello, hasta la puerta de M. Berryer. Ahora bien, el tal delator era un ladrón que hubiese debido ser enrodado con su cómplice Raffiat, de no haber aceptado el papel de confidente; su conocimiento de los hilos de toda la intriga había hecho que fuese apreciado por la policía; y era «muy estimado» en su nuevo oficio. Tenemos aqui un ejemplo muy recargado: un motín, provocado por un medio de represión relativamente nuevo, y que no es la justicia penal, sino la policía; un caso de esa colaboración técnica entre delincuentes y policías que se vuelve sistemática a partir del siglo XVIII; un motín en el que el pueblo toma a su cargo ajusticiar a un condenado que se ha sustraído indebidamente al patíbulo.
52) H. Fielding, An inquiry, en The causes of the late increase of robbers, 1751, p. 61.
53) A. Boucher d’Argis, Observations sur les lois criminelles, 1781, pp. 128-129. Boucher d’Argis era consejero del Châtelet.
54) H. Fielding, loc. cit., p. 41.
55) C. Dupaty, Mémoire pour trois hommes condamnés à la roue, 1786, p. 247.
56) S. P. Hardy, Mes loisirs, 14 de enero de 1781, t. IV, p. 394.
57) Sobre el descontento provocado por estos tipos de condena, cf. Hardy, Mes loisirs, t. I, pp. 319, 367; t. m, pp. 227-228; t. IV, p. 180.
58) Referido por R. Anchel, Crimes et châtiments au XVIIIe siècle, 1937, p. 226.
59) Marquis d’Argenson, Journal et mémoires, t. VI, p. 241.
60) Hardy refiere numerosos casos, como el del robo importante que se cometió en la casa misma donde se habia instalado el lugarteniente de lo criminal para asistir al suplicio. Mes loisirs, t. IV, p. 56.
61) Cf. D. Richet, La France moderne, 1974, pp. 118-119.
62) L. Duhamel, Les exécutions capitales à Avignon au XVIIle siècle, 1890, pp. 5-6. Escenas de este género ocurrieron todavía en el siglo XIX. J. Laurence las cita en A history of capital punishment, pp. 195-198 y 56.
63) S. P. Hardy, Mes loisirs, t. III, 11 de mayo de 1775, p. 67.
64) Corre, Documents de criminologie rétrospective, 1896, p. 257.
65) Citado en L. Duhamel, p. 32.
66) Archivos de Puy-de-Dôme. Citado en M. Juillard, Brigandage et contrebande en Haute Auvergne au XVIIIe siècle, 1937, p. 24.
67) Jácara de J. D. Langlade, ejecutado en Aviñón el 12 de abril de 1768.
68) Tal fue el caso de Tanguy, ejecutado en Bretaña hacia 1740. Cierto es que antes de ser condenado había iniciado una larga penitencia ordenada por su confesor. ¿Conflicto entre la justicia civil y la penitencia religiosa? Cf. A. Corre, Documents de criminologie rétrospective, 1895, p. 21. Corre se refiere a Trevedy, Une promenade à la montagne de justice et à ¡a tombe Tanguy.
69) Aquellos a quienes R. Mandrou llama los dos grandes: Cartouche y Mandrin, a los cuales hay que añadir a Guilleri (De la culture populaire aux XVIIe et XVlII siècles, 1964, p. 112). En Inglaterra, Jonathan Wild, Jack Sheppard, Claude Duval desempeñaban un papel bastante parecido.
70) La impresión y la difusión de almanaques, hojas sueltas, etc., estaban en principio sometidas a un control estricto.
71) Este título se encuentra  tanto en la  Bibliothèque bleue de Normandía como en la de Troyes (cf. R. Helot, La Bibliothèque bleue en Normandie, 1928).
72) Cf.  por ejemplo  Lacretelle:   «Para  satisfacer  la  necesidad  de  emociones fuertes que nos inquieta, para hacer más profunda la impresión de un gran ejemplo, se dejan circular esas espantosas historias, de las cuales se apoderan los poetas del pueblo y extienden por doquier su fama.   Hay familia que oye un día cantar a la puerta de su casa el crimen y el suplicio de sus hijos.» (Discours sur ¡es peines infamantes, 1784, p. 106.)

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