Obras de Paulo Freire. PEDAGOGÍA DE LA AUTONOMÍA: ENSEÑAR ES UNA ESPECIFICIDAD HUMANA

PEDAGOGÍA DE LA AUTONOMÍA: Saberes necesarios para la práctica educativa

3. ENSEÑAR ES UNA ESPECIFICIDAD HUMANA
¿Qué posibilidades de expresarse, de crecer, viene teniendo mi curiosidad? Creo
que una de las cualidades esenciales que la autoridad docente democrática debe
revelar en sus relaciones con las libertades de los alumnos es la seguridad en sí
misma. La seguridad que se expresa en la firmeza con que actúa, con que decide,
con que respeta las libertades, con que discute sus propias posiciones, con que
acepta reexaminarse.
Segura de sí, la autoridad no necesita hacer, a cada instante, el discurso sobre
su existencia, sobre sí misma. No necesita preguntar a nadie, con la certeza de su
legitimidad, si «sabe con quién está hablando». Ella está segura de sí porque tiene
autoridad, porque la ejerce con indiscutible sabiduría.

1. Enseñar exige seguridad, competencia profesional y generosidad
La seguridad con que la autoridad docente se mueve implica otra, la que se funda
en su competencia profesional. Ninguna autoridad docente se ejerce sin esa
competencia. El profesor que no lleve en serio su formación, que no estudie, que
no se esfuerce por estar a la altura
de su tarea no tiene fuerza moral para coordinar las actividades de su clase. Esto
no significa, sin embargo, que i la opción y la práctica democrática del maestro o
de la , maestra sean determinadas por su competencia científica. Hay maestros y
maestras científicamente preparados pero autoritarios a toda prueba. Lo que
quiero decir es que la incompetencia profesional descalifica la autoridad del
maestro.
Otra cualidad indispensable a la autoridad en sus relaciones con las libertades es
la generosidad. No hay nada que minimice más la tarea formadora de la autoridad
que la mezquindad con que se comporte.
La arrogancia farisaica, malvada, con que juzga a los otros y la suave indulgencia
con que se ‘juzga o con la que juzga a los suyos. La arrogancia que niega la
generosidad niega también la humildad, que no es virtud de los que ofenden ni
tampoco de los que se regocijan con su humillación. El clima de respeto que nace
de relaciones justas, serias, humildes, generosas, en las que la autoridad docente y
las libertades de los alumnos se asumen éticamente, autentica el carácter
formador del espacio pedagógico.
La reacción negativa al ejercicio del mando es tan in- compatible con el
desempeño de la autoridad como la avidez por el mando. «Mandonismo» sería el
término que definiera exactamente ese gozo irrefrenable y des- medido por el mando.
La autoridad docente «mandonista», rígida, no supone ninguna creatividad en el
educando. No forma parte de su forma de ser esperar, por lo menos, a que el
educando demuestre el gusto de aventurarse.
La autoridad coherentemente democrática, que se funda en la certeza de la
importancia, ya sea de sí misma, ya sea de la libertad de los educandos para la
construcción de un clima de auténtica disciplina, nunca minimiza la libertad. Por el
contrario, le apuesta a ella. Se empeña en desafiarla siempre y siempre; nur.ca ve,
en la rebeldía de la libertad, una señal de deterioro del orden. La autoridad
coherentemente democrática está convencida de que la verdadera disciplina no
existe en la inercia, en el silencio de los silenciados, sino en el alboroto de los
inquietos. en la duda que instiga, en la esperanza que despierta.
Es más, la autoridad coherentemente democrática, que reconoce la eticidad de
nuestra presencia, la de las mujeres y de los hombres, en el mundo, reconoce,
también y necesariamente, que no se vive la eticidad sin libertad y que no se tiene
libertad sin riesgo. El educando que ejercita su libertad se volverá tanto más libre
cuanto más éticamente vaya asumiendo la responsabilidad de sus acciones. Decidir
es romper y, para eso, tengo que correr el riesgo. No se rompe como quien toma un
jugo de chirimoya en una playa tropical. Pero, por otro lado, la autoridad
coherentemente democrática jamás se omite.
Si bien se niega, por un lado, a silenciar la libertad de los educandos, rechaza,
por otro, su supresión del proceso de construcción de la buena disciplina. Siempre
está presente en la práctica de la autoridad coherentemente democrática un
esfuerzo que la vuelve casi esclava de un sueño ‘fundamental: el de persuadir o
convencer a la libertad de que ella va construyendo consigo misma, en sí misma, su
autonomía, con materiales que, aunque llegados de fuera, son reelaborados por
ella. Es con ella, con la autonomía que se construye penosamente, como la libertad
va llenando el «espacio» antes «habitado» por su dependencia. Su autonomía se
funda en la responsabilidad que va siendo asumida.
El papel de la autoridad democrática no es señalar las lecciones de la vida para
las libertades y transformar la existencia humana en un «calendario» escolar
«tradicional», sino dejar claro con su testimonio que, por más que ella tenga un
contenido programático que proponer, lo fundamental en el aprendizaje del
contenido es la construcción de la responsabilidad de la libertad que se asume.
En el fondo, lo esencial de las relaciones entre educador y educando, entre
autoridad y libertades, entre padres, madres, hijos e hijas es la reinvención del ser
humano en el aprendizaje de su autonomía.
Me muevo como educador porque, primero, me muevo como persona.
Puedo saber tanto pedagogía, biología como astronomía, puedo cuidar de la
tierra como puedo navegar. Soy persona. Sé qué ignoro y sé qué sé. Por eso, tanto
puedo saber lo que todavía no sé como puedo saber mejor lo que ya sé. Y sabré
tanto mejor y más auténticamente cuanto más eficazmente construya mi
autonomía respecto a los otros.
Enseñar y, mientras enseño, manifestar a los alumnos cuán fundamental es para
mí respetarlos y respetarme, son tareas que jamás dividí. Nunca me fue posible
separar en dos momentos la enseñanza de los contenidos de la formación ética de
los educandos. La práctica docente que no existe sin el discente es una práctica
entera. La enseñanza de los contenidos implica el testimonio ético del profesor. La
belleza de la práctica docente se compone del anhelo vivo de competencia del
docente y de los discentes y de su sueño ético. No hay lugar en esta belleza para la
negación de la decencia, ni de forma grosera ni farisaica. No hay lugar para
puritanismo. Sólo hay lugar para pureza.
Éste es otro saber indispensable para la práctica docente. El saber que es
imposible desligar la enseñanza de los contenidos de la formación ética de los
educandos. De separar práctica de teoría, autoridad de libertad, ignorancia de
saber, respeto al profesor de respeto a los alumnos, enseñar de aprender. Ninguno
de estos términos nos puede ser mecánicamente separado uno del otro. Como
profesor, tanto lidio con mi libertad como con mi autoridad en ejercicio, pero
también lidio directamente con la libertad de los educandos, que debo respetar, y
con la creación de su autonomía tanto como con los ensayos de construcción de la
autoridad de los educandos. Como profesor, no me es posible ayudar al educando a
superar su ignorancia si no supero permanentemente la mía. No puedo enseñar lo
que no sé. Pero éste, repito, no es un saber del que debo solamente hablar y
hablar con palabras que se lleva el viento. Al contrario, es un saber que debo vivir
concretamente con los educandos. El mejor discurso sobre él es el ejercicio de su
práctica. Es respetando concretamente el derecho del alumno a indagar, dudar,
criticar, como «hablo» de esos derechos. Mi pura habla sobre esos derechos, a la
que no corresponda su concretización, no tiene sentido.
Cuanto más pienso en la práctica educativa y reconozco la responsabilidad que
ella nos exige, más me convenzo de nuestro deber de luchar para que ella sea
realmente respetada. Si no somos tratados con dignidad y decencia por la
administración privada o pública de la educación, es difícil que se concrete el
respeto que como maestros debemos a los educandos.

2. Enseñar exige compromiso
Otro saber que debo traer conmigo y que tiene que ver con casi todos a los que me
he referido es el de que no es posible ejercer la actividad del magisterio como si
nada ocurriera con nosotros. Como sería imposible que saliéramos a la lluvia
expuestos totalmente a ella, sin defensas, y no nos mojáramos. No puedo ser
maestro sin ponerme ante los alumnos, sin revelar con facilidad o resistencia mi
manera de ser, de pensar políticamente. No puedo escapar a la apreciación de los
alumnos. Y la manera en que ellos me perciben tiene una importancia capital para
mi desempeño. De allí, pues, que una de mis preocupaciones centrales deba ser la
de buscar la aproximación cada vez mayor entre lo que digo y lo que hago, entre lo
que parezco ser y lo que realmente estoy siendo.
Si un alumno me pregunta qué es «tomar distancia epistemológica del objeto» le
respondo que no sé, pero que puedo llegar a saber, eso no me da la autoridad de
quien conoce, me da la alegría de, al asumir mi ignorancia, no haber mentido. Y no
haber mentido abre para mí un crédito junto a los alumnos que debo preservar.
Hubiera sido imposible desde el punto de vista ético dar una respuesta falsa, una
palabrería cualquiera. Un «rollo», como se dice popularmente. Pero, precisamente
porque la práctica docente, sobre todo como la entiendo, me pone en la situación
que debo estimular de que se me formulen diferentes preguntas, necesito
prepararme al máximo para continuar sin mentir a los alumnos, para no tener que
afirmar una y otra vez que no sé.
Saber que no puedo pasar inadvertido a los alumnos, y que la manera en que me
perciben me ayuda o me perjudica en el cumplimiento de mi tarea como profesor,
aumenta en mí los cuidados con mi desempeño. Si mi opción es democrática,
progresista, no puedo tener una práctica reaccionaria, autoritaria, elitista. No
puedo discriminar al alumno por ningún motivo. La percepción que el alumno tiene
de mí no resulta exclusivamente de cómo actúo sino también de cómo el alumno
entiende cómo actúo. No puedo, evidentemente, pasarme los días preguntándole a
los alumnos qué piensan de mí o cómo me evalúan. Pero debo estar atento a la
lectura que hacen de mi actividad con ellos. Necesitamos aprender a comprender
el significado de un silencio, o de una sonrisa, o de una retirada del salón de
clases. El tono menos cortés con que fue hecha una pregunta. Al fin y al cabo, el
espacio pedagógico es un texto para ser constante- mente «leído», interpretado,
«escrito» y «reescrito». En este sentido, cuanto más solidaridad exista entre
educador y educandos en el «trato» de ese espacio, tantas más posibilidades de
aprendizaje democrático se abren para la escuela.
Creo que el profesor progresista nunca necesitó estar tan alerta como hoy frente
a la astucia con que la ideología dominante insinúa la neutralidad de la educación.
Desde ese punto de vista, que es reaccionario, el espacio pedagógico, neutro por
excelencia, es aquel en el que se adiestran los alumnos para prácticas apolíticas,
como si la manera humana de estar en el mundo fuera o pudiera ser una manera neutra.
Mi presencia de profesor, que no puede pasar inadvertida a los alumnos en la
clase y en la escuela, es una presencia política en sí misma. En cuanto presencia no
puedo ser una omisión sino un sujeto de opciones. Debo revelar a los alumnos mi
capacidad de analizar, de comparar, de evaluar, de decidir, de optar, de romper.
Mi capacidad de hacer justicia, de no faltar a la verdad. Mi testimonio tiene que
ser, por eso mismo, ético.

3. Enseñar exige comprender que la educación es una forma de intervención en el mundo.
Otro saber del que no puedo ni siquiera dudar un momento en mi práctica
educativo-crítica es el de que, como experiencia específicamente humana, la
educación es una forma de intervención en el mundo. Intervención que más allá del
conocimiento de los contenidos bien o mal enseñados y/o aprendidos implica tanto
el esfuerzo de reproducción de la ideología dominante como su
desenmascaramiento. La educación, dialéctica y contradictoria, no podría ser sólo
una u otra de esas cosas. Ni mera reproductora ni mera desenmascaradora de la
ideología dominante.
La educación nunca fue, es, o puede ser neutra, «indiferente» a cualquiera de
estas hipótésis, la de la reproducción de la ideología dominante o la de su
refutación. Es un error decretarla como tarea solamente reproductora de la
ideología dominante, como es un error tomarla como una fuerza reveladora de la
realidad, que actúa libremente, sin obstáculos ni duras dificultades. Errores que
implican directamente visiones defectuosas de la Historia y de la conciencia.
Por un lado, la concepción mecanicista de la Historia, que reduce la conciencia a
un puro reflejo de la materialidad, y por otro, el subjetivismo idealista, que
hipertrofia el papel de la conciencia en el acontecer histórico. Nosotros, mujeres y
hombres, no somos ni seres simplemente determinados ni tampoco estamos libres
de condicionamientos genéticos, culturales, sociales, históricos, de clase, de
género, que nos marcan y a los cuales estamos referidos.
Desde el punto de vista de los intereses dominantes, no hay duda de que la
educación debe ser una práctica inmovilizadora y encubridora de verdades. Sin
embargo, cada vez que la coyuntura lo exige, la educación dominante es
progresista a su manera, progresista «a medias». Las fuerzas dominantes estimulan
y materializan avances técnicos comprendidos y, tanto cuanto posible, realizados
de manera neutra. Sería demasiado ingenuo de nuestra parte, incluso angelical,
esperar que la «bancada ruralista». aceptara tranquila y conforme la discusión que
se realiza en las escuelas rurales e incluso urbanas sobre la reforma agraria como
proyecto económico, político y ético de la mayor importancia para el propio
desarrollo nacional. Ésa es una tarea que los educadores y educadoras progresistas
deben cumplir, dentro y fuera de las escuelas. Es una tarea que debe ser realizada
por organizaciones no gubernamentales y sindicatos democráticos. Por otro lado,
ya no es ingenuo esperar que el empresario que se moderniza, de origen urbano,
apoye la reforma agraria. Sus intereses en la expansión del mercado lo hacen
«progresista» frente a la reacción ruralista. El propio comportamiento progresista
del empresariado que se moderniza, progresista frente a la truculencia retrógrada
de los ruralistas, pierde su humanismo en el enfrentamiento entre los intereses
humanos y los del mercado.
Para mí es una inmoralidad que a los intereses radicalmente humanos se
sobrepongan, como se viene haciendo, los intereses del mercado.
Continúo alerta a la advertencia de Marx, sobre la necesidad del radicalismo
para estar siempre despierto a todo lo que respecta a la defensa de los intereses
humanos. Intereses superiores a los de puros grupos o clases de gente.
Al reconocer que, precisamente porque nos volvimos seres capaces de observar,
de comparar, de evaluar, de escoger, de decidir, de intervenir, de romper, de
optar, nos hicimos seres éticos y se abrió para nosotros la posibilidad de
transgredir la ética, nunca podría aceptar la transgresión como un derecho sino
como una posibilidad. Posibilidad contra la cual debemos luchar y no quedarnos de
brazos cruzados. De ahí mi rechazo riguroso a los fatalismos quietistas que
terminan por absorber las transgresiones éticas en lugar de condenarlas. No puedo
volverme connivente con un orden perverso y exculparlo de su maldad al atribuir a
«fuerzas ciegas» e imponderables los daños que él causa a los seres humanos. El
hambre frente a la abundancia y el desempleo en el mundo son inmoralidades Y no
fatalidades, como lo pregona el reaccionarismo con aires de quien sufre sin poder
hacer nada. Lo que quiero repetir, con fuerza, es que nada justifica la
minimización de los seres humanos, en el caso de las mayorías compuestas por
minorías que aún no percibieron que juntas serían mayoría. Nada, ni el avance de
la ciencia y/o de la tecnología, puede legitimar un «orden» desordenador en el que
sólo las minorías del poder despilfarran y gozan mientras que a las minorías con
dificultades incluso para sobrevivir se les dice que la realidad es así, que su hambre
es una fatalidad de fines del siglo. No junto mi voz a la de quienes, hablando de
paz, piden a los oprimidos, a los harapientos del mundo, su resignación. Mi voz
tiene otra semántica, tiene otra música. Hablo de la resistencia, de la indignación
, de la «justa ira» de los traicionados y de los engañados. De su derecho y
de su deber de rebelarse contra las transgresiones éticas de que son víctimas cada
vez más. La ideología fatalista del discurso y de la política neoliberales de las que
vengo hablando es un momento de la desvalorización antes mencionada de los
intereses humanos en relación con los del mercado.
Difícilmente un empresario moderno estaría de acuerdo en que fuera un derecho
de «su» obrero, por ejemplo, discutir durante el proceso de su alfabetización o en
el desarrollo de algún curso de perfeccionamiento técnico, esta misma ideología a
la que me he venido refiriendo. Discutir, por ejemplo, la afirmación: «El desempleo
en el mundo es una fatalidad de fines de este siglo.» Y ¿por qué hacer la reforma
agraria no es también una fatalidad? Y ¿por qué acabar con el hambre y con la
miseria no son igualmente fatalidades de las cuales no se puede escapar?
La afirmación según la cual lo que interesa a los obreros es alcanzar el máximo
de su eficiencia técnica y no perder tiempo con debates «ideológicos» que no llevan
a nada, es reaccionaria. El obrero necesita inventar, a partir del propio trabajo, su
ciudadanía, pues ésta no se construye solamente con su eficiencia técnica sino
también con su lucha política en favor de la recreación de la sociedad injusta, para
que ceda su lugar otra menos injusta y más humana.
El empresario moderno, vuelvo a insistir, acepta, estimula y patrocina
naturalmente el adiestramiento técnico de «su» obrero. Lo que él rechaza
necesariamente es su formación que, al paso que incluye el saber técnico y
científico indispensable, habla de su presencia en el mundo. Presencia humana,
presencia ética, envilecida en cuanto que se la transforma en una pura sombra.
No puedo ser profesor si no percibo cada vez mejor que mi práctica, al no poder
ser neutra, exige de mí una definición. Una toma de posición. Decisión. Ruptura.
Exige de mí escoger entre esto y aquello. No puedo ser profesor en favor de
quienquiera y en favor de no importa qué. No puedo ser profesor en favor
simplemente del Hombre o de la Humanidad, frase de una vaguedad demasiado
contrastante con lo concreto de la práctica educativa. Soy profesor en favor de la
decencia contra la falta de pudor, en favor de la libertad contra el autoritarismo,
de la autoridad contra el libertinaje, de la democracia contra la dictadura de
derecha o de izquierda. Soy profesor en favor de la lucha constante contra
cualquier forma de discriminación, contra la dominación económica de los
individuos o de las clases sociales. Soy profesor contra el orden capitalista vigente
que inventó esta aberración; la miseria en la abundancia. Soy profesor en favor de
la esperanza que me anima a pesar de todo. Soy profesor contra el desengaño que
me consume y me inmoviliza. Soy profesor en favor de la belleza de mi propia
práctica, belleza que se pierde si no cuido del saber que debo enseñar, si no peleo
por este saber, si no lucho por las condiciones materiales necesarias sin las cuales
mi cuerpo, descuidado, corre el riesgo de debilitarse y de ya no ser el testimonio
que debe ser de luchador pertinaz, que se cansa pero no desiste. Belleza que se
esfuma de mi práctica si, soberbio, arrogante y desdeñoso con los alumnos, no me
canso de admirarme.
De la misma manera en que no puedo ser profesor sin sentirme capacitado para
enseñar correctamente y bien los contenidos de mi disciplina tampoco puedo, por
otro lado, reducir mi práctica docente a la mera enseñanza de esos contenidos. Ése
es tan sólo un momento de mi actividad pedagógica. Tan importante como la
enseñanza de los contenidos es mi testimonio ético al enseñarlos. Es la decencia
con que lo hago. Es la preparación científica revelada sin arrogancia, al contrario,
con humildad. Es el respeto nunca negado al educando, a su saber «hecho de
experiencia» que busco superar junto con él.
Tan importante como la enseñanza de los contenidos es mi coherencia en el
salón de clase. La coherencia entre lo que digo, lo que escribo y lo que hago.
Es importante que los alumnos perciban el esfuerzo que hacen el profesor o la
profesora al buscar su coherencia; es preciso también que este esfuerzo sea de vez
en cuando discutido en clase. Hay situaciones en que la conducta de la profesora
puede parecer contradictoria a los alumnos. Esto sucede casi siempre cuando el
profesor simplemente ejerce su autoridad en la coordinación de las actividades de
la clase y a los alumnos les parece que él, el profesor, se excedió en su poder. A
veces, el mismo profesor no tiene certeza de haber realmente rebasado o no el
límite de su autoridad.

4. Enseñar exige libertad y autoridad
En otro momento de este texto me referí al hecho de que no hemos resuelto aún el
problema de la tensión entre la autoridad y la libertad. Inclinados como estamos a
superar la tradición autoritaria, tan presente entre nosotros, nos deslizamos hacia
formas libertinas de comportamiento y descubrimos autoritarismo donde sólo hubo
ejercicio legítimo de la autoridad.
Recientemente, un joven profesor universitario, de opción democrática,
comentaba conmigo lo que le parecía haber sido un desvío suyo en el uso de su
autoridad. Me dice, consternado, haberse opuesto a que un alumno de otra clase
permaneciera en la puerta entreabierta de su salón, conversando con gestos con
una de las alumnas. El profesor había tenido incluso que dejar de hablar ante el
desconcierto provocado por la situación. Para él, su decisión, con la que había
devuelto al espacio pedagógico el clima necesario para continuar su actividad
específica y restaurado el derecho de los estudiantes y el suyo propio a proseguir la
práctica docente, había sido autoritaria. En verdad, no. Libertinaje hubiera sido si
permitía que la indisciplina de una libertad mal entendida desequilibrara el
contexto pedagógico, perjudicando así su funcionamiento.
En uno de los innumerables debates en que he participado, en el que se discutía
precisamente la cuestión de los límites sin los cuales la libertad degenera en
libertinaje y la autoridad en autoritarismo, oí de uno de los participantes que, al
hablar de los límites de la libertad, yo estaba repitiendo la cantilena que
caracterizaba el discurso de un profesor suyo, reconocidamente reaccionario,
durante el régimen militar. Para mi interlocutor, la libertad estaba por encima de
cualquier límite. Para mí, no, exactamente porque le apuesto a ella, porque sé que
la existencia sólo tiene valor y sentido en la lucha por ella. La libertad sin límite es
tan negativa como la libertad asfixiada o castrada.
El gran problema al que se enfrenta el educador o educadora de opción
democrática es cómo trabajar para hacer posible que la necesidad del límite sea
asumida éticamente por la libertad. Cuanto más críticamente la libertad asuma el
límite necesario, tanto más autoridad tendrá, éticamente hablando, para seguir
luchando en su nombre.
Me gustaría dejar una vez más bien claro cuánto le apuesto a la libertad, cuánto
me parece fundamental que ella se ejercite asumiendo decisiones. Fue eso, por lo
menos, lo que marcó mi experiencia de hijo, de hermano, de alumno, de profesor,
de marido, de padre y de ciudadano.
La libertad madura en la confrontación con otras libertades, en la defensa de sus
derechos de cara a la autoridad de los padres, del profesor, del Estado. Claro está
que la libertad del adolescente no siempre le permite tomar la mejor decisión con
relación a su porvenir. Es indispensable que los padres participen en las discusiones
con los hijos en torno a ese porvenir. No pueden ni deben omitirse pero necesitan
saber y asumir que el futuro es de sus hijos y no suyo. Para mí es preferible
reforzar el derecho que tienen a la libertad de decidir, aun corriendo el riesgo de
equivocarse, que seguir la decisión de los padres. Es decidiendo como se aprende a
decidir. No puedo aprender a ser yo mismo si no decido nunca, porque la sabiduría
y sensatez de mi padre y de mi madre siempre deciden por mí. No valen los
argumentos inmediatistas como: “¿Ya imaginaste, por ejemplo, el riesgo que corres
de perder tiempo y oportunidades, insistiendo en esa idea absurda?» La idea del
hijo, naturalmente. Lo que hay de pragmático en nuestra existencia no puede
sobreponerse al imperativo ético del que no podemos huir. El hijo tiene,
mínimamente, el derecho de probar lo «absurdo de su idea». Por otro lado, la
decisión de asumir las consecuencias del acto de decidir forma parte del
aprendizaje. No hay decisión a la que no continúen efectos esperados, poco
esperados o inesperados. Es por eso por lo que la decisión es un proceso
responsable. Una de las tareas pedagógicas de los padres es hacer obvio para los
hijos que participar en su proceso de toma de decisión no es entrometerse sino
cumplir, incluso, un deber, siempre y cuando no pretendan asumir la misión de
decidir por ellos. La participación de los padres debe darse sobre todo en el
análisis, junto con los hijos, de las posibles consecuencias de la decisión que va a
ser tomada.
La posición del padre o de la madre es la de quien, sin ningún prejuicio o
disminución de su autoridad, humildemente, acepta el papel de enorme
importancia de asesor o asesora del hijo o de la hija. Asesor que, aunque
batiéndose por el acierto de su visión de las cosas, nunca intenta imponer su
voluntad ni se exaspera porque su punto de vista no fue adoptado.
Lo que es necesario, de una manera realmente fundamental, es que el hijo
asuma éticamente, responsablemente la decisión fundadora de su autonomía.
Nadie es autónomo primero para después decidir. La autonomía se va
constituyendo en la experiencia de varias, innumerables decisiones, que van siendo
tomadas. ¿Por qué, por ejemplo, no desafiar al hijo, todavía niño, para que
participe de la elección de la mejor hora para hacer sus tareas escolares? ¿Por qué
el mejor tiempo para esa tarea es siempre el de los padres? ¿Por qué perder la
oportunidad de ir señalando siempre a los hijos el deber y el derecho que tienen,
como personas, de ir forjando su propia autonomía? Nadie es sujeto de la
autonomía de nadie. Por otro lado, nadie madura de repente, a los 25 años. Las
personas van madurando todos los días, o no. La autonomía, en cuanto maduración
del ser para sí, es proceso, es llegar a ser. No sucede en una fecha prevista. Es en
este sentido en el que una pedagogía de la autonomía tiene que estar centrada en
experiencias estimuladoras de la decisión y de la responsabilidad, valga decir, en
experiencias respetuosas de la libertad.
Una cosa me parece hoy mucho más clara: nunca tuve miedo de apostarle a la
libertad, a la seriedad, a la amorosidad, a la solidaridad, en cuya lucha aprendí el
valor y la importancia de la rabia. Nunca temí ser criticado por mi mujer, por mis
hijas, por mis hijos, ni por mis alumnos y alumnas con quienes he trabajado a lo
largo de los años, por haberle apostado demasiado a la libertad, a la esperanza, a
la palabra del otro, a su voluntad de erguirse y volverse a erguir, por haber sido
más ingenuo que crítico. Lo que temí, en los diferentes momentos de mi vida, fue
dar margen, mediante gestos o palabrería, a ser considerado un oportunista, un
«realista», «un hombre con los pies sobre la tierra», o uno de esos «equilibristas» que
están siempre «sobre el muro» a la espera de saber cuál será la onda que se hará
poder.
Lo que siempre rechacé deliberadamente, en nombre del respeto mismo a la
libertad, fue su distorsión en libertinaje. Lo que siempre busqué fue vivir en
plenitud la relación tensa, contradictoria y no mecánica, entre autoridad y
libertad, en el sentido de asegurar el respeto entre ambas, cuya ruptura provoca la
hipertrofia de una o de otra.
Es interesante observar cómo, de manera general, los autoritarios consideran,
con frecuencia, el respeto indispensable a la libertad como expresión de
espontaneísmo incorregible y los libertinos descubren autoritarismo en toda
manifestación legítima de autoridad. La posición más difícil, indiscutiblemente
correcta, es la del demócrata, coherente con su sueño solidario e igualitario, para
quien no existe autoridad sin libertad ni ésta sin aquélla.

5. Enseñar exige una toma consciente de decisiones
Volvamos a la cuestión central que vengo discutiendo en esta parte del texto: la
educación, especificidad humana, como un acto de intervención en el mundo. Es
preciso dejar claro que el concepto de intervención se está usando sin ninguna
restricción semántica. Cuando hablo de la educación como intervención me refiero
tanto a la que procura cambios radicales en la sociedad, en el campo de la
economía, de las relaciones humanas, de la propiedad, del derecho al trabajo, a la
tierra, a la educación, a la salud, cuanto a la que, por el contrario, pretende
reaccionariamente inmovilizar la Historia y mantener el orden injusto.
Estas formas de intervención, que enfatizan más un aspecto que otro nos dividen
en nuestras opciones con relación a cuya pureza no siempre somos leales. Rara vez,
por ejemplo, percibimos la incoherencia agresiva que existe entre nuestras
afirmaciones «progresistas» y nuestro estilo desastrosamente elitista de ser
intelectuales. ¿Y qué decir de educadores que se dicen progresistas pero que tienen
una práctica pedagógico-política eminentemente autoritaria? Sólo por esa razón en
Cartas a quien pretende enseñar insistí tanto en la necesidad que tenemos de
crear, en nuestra práctica docente, entre otras, la virtud de la coherencia. Tal vez
no haya nada que desgaste más a un profesor que se dice progresista que su
práctica racista, por ejemplo. Es interesante observar cómo hay más coherencia
entre los intelectuales autoritarios, de derecha o de izquierda. Difícilmente uno de
ellos o una de ellas respeta y estimula la curiosidad crítica en los educandos, el
gusto por la aventura. Difícilmente contribuye, de manera deliberada y consciente,
para la constitución y solidez de la autonomía del ser del educando. De modo
general, se obstinan en depositar en los alumnos pasivos la descripción del perfil de
los contenidos, sólo como los aprenden, en lugar de desafiarlos a aprehender su
sustantividad en cuanto objetos gnoseológicos.
Es en la direccionalidad de la educación, esta vocación que ella tiene, como
acción específicamente humana, de «remitirse» a sueños, ideales, utopías y
objetivos, donde se encuentra lo que vengo llamando politicidad de la educación.
La cualidad de ser política, inherente a su naturaleza. La neutralidad de la
educación es, en verdad, imposible. Y es imposible, no porque profesores y
profesoras «alborotadores» y «subversivos» lo determinen. La educación no se vuelve
política por causa de la decisión de este o de aquel educador. Ella es política.
Quien piensa así, quien afirma que es por obra de este o de aquel educador, más
activista que otra cosa, por lo que la educación se vuelve política, no puede
esconder la forma menospreciadora en que entiende la política. Pues es
precisamente en la medida en que la educación es pervertida y disminuida por la
acción de «alborotadores» que ella, dejando de ser verdadera educación, pasa a ser
política, algo sin valor. La raíz más profunda de la politicidad de la educación está
en la propia educabilidad del ser humano, que se funde en su naturaleza inacabada
y de la cual se volvió consciente. Inacabado y consciente de su inacabamiento,
histórico, el ser humano se haría necesariamente un ser ético, un ser de opción, de
decisión. Un ser ligado a intereses y en relación con los cuales tanto puede
mantenerse fiel a la eticidad cuanto puede transgredirla. Es exactamente porque
nos volvemos éticos por lo que fue creada para nosotros, como afirmé antes, la
probabilidad de violar la ética. Para que la educación fuera neutral sería preciso
que no hubiera ninguna discordancia entre las personas con relación a los modos de
vida individual y social, con relación al estilo político puesto en práctica, a los
valores que deben ser encarnados. Sería preciso que no hubiera, en nuestro caso,
por ejemplo, ninguna divergencia acerca del hambre y la miseria en Brasil y en el
mundo; sería necesario que toda la población nacional aceptara verdaderamente
que hambre y miseria, aquí y fuera de aquí, son una fatalidad de fines del siglo.
Sería preciso también que hubiera unanimidad en la forma de enfrentarlos para
superarlos. Para que la educación no fuera una forma política de intervención en el
mundo sería indispensable que el mundo en que ella se diera no fuera humano. Hay
una total incompatibilidad entre el mundo humano del habla, de la percepción, de
la inteligibilidad, de la comunicabilidad, de la acción, de la observación, de la
comparación, de la verificación, de la búsqueda, de la elección, de la decisión, de
la ruptura, de la ética y de la posibilidad de su transgresión y la neutralidad de no
importa qué.
No es la neutralidad de la educación lo que debo pretender sino el respeto, a
toda prueba, a los educandos, a los educadores y a las educadoras. El respeto a los
educadores y educadoras por parte de la administración pública o privada de las
escuelas; el respeto a los educandos asumido y practicado por los educadores no
importa de qué escuela, particular o pública. Por esto es por lo que debo luchar sin
cansancio. Luchar por el derecho que tengo de ser respetado y por el deber que
tengo de reaccionar cuando me maltratan. Luchar por el derecho que tú, que me
lees, profesora o alumna, tienes de ser tú misma y nunca, jamás, luchar por esa
cosa imposible, grisácea e insulsa que es la neutralidad. ¿Qué otra cosa es mi
neutralidad sino una manera tal vez cómoda, pero hipócrita, de esconder mi opción
o mi miedo de denunciar la injusticia? «Lavarse las manos» frente a la opresión es
reforzar el poder del opresor, es optar por él. ¿Cómo puedo ser neutral frente a
una situación, no importa cuál sea, en que el cuerpo de las mujeres y de los
hombres se vuelve puro objeto de expoliación y de ultraje?
Lo que se le plantea a la educadora o al educador democrático, consciente de la
imposibilidad de la neutralidad de la educación, es forjar en sí un saber especial,
que jamás debe abandonar, saber que motiva y sustenta su lucha: si la educación
no lo puede todo, alguna cosa fundamental puede la educación. Si la educación no
es la clave de las transformaciones sociales, tampoco es simplemente una
reproductora de la ideología dominante. Lo que quiero decir es que, ni la
educación es una fuerza imbatible al servicio de la transformación de la sociedad,
porque yo así lo quiera, ni es tampoco la perpetuación del statu quo porque el
dominante así lo decrete. El educador y la educadora críticos no pueden pensar
que, a partir del curso que coordinan o del seminario que dirigen, pueden
transformar el país. Pero pueden demostrar que es posible cambiar. Y esto refuerza
en él o ella la importancia de su tarea político-pedagógica.
La profesora democrática, coherente, competente, que manifiesta su gusto por
la vida, su esperanza en un mundo mejor, que demuestra su capacidad de lucha, su
respeto a las diferencias, sabe cada vez más el valor que tiene para la
transformación de la realidad, la manera congruente en que vive su presencia en el
mundo, de la cual su experiencia en la escuela es apenas un momento, pero un
momento importante que requiere ser vivido auténticamente.

6. Enseñar exige saber escuchar
Recientemente, platicando con un grupo de amigas y amigos, una de ellas, la
profesora Olgair Garcia, me dijo que, en su experiencia pedagógica de profesora de
niños y de adolescentes pero también de profesora de profesoras, venía observando
cuán importante y necesario es saber escuchar. Si, en verdad, el sueño que nos
anima es democrático y solidario, no es hablando a los otros, desde arriba, sobre
todo, como si fuéramos los portadores de la verdad que hay que transmitir a los
demás, como aprendemos a escuchar, pero es escuchando como aprendemos a
hablar con ellos. Sólo quien escucha paciente y críticamente al otro, habla con él,
aun cuando, en ciertas ocasiones, necesite hablarle a él. Lo que nunca hace quien
aprende a escuchar para poder hablar con es hablar impositivamente. Incluso
cuando, por necesidad, habla contra posiciones o concepciones del otro, habla con
él como sujeto de la escucha de su habla crítica y no como objeto de su discurso. El
educador que escucha aprende la difícil lección de transformar su discurso al
alumno, a veces necesario, en un habla con él.
Hay una señal de los tiempos, entre otras, que me asusta: la insistencia con la
que, en nombre de la democracia, de la libertad y de la eficiencia, se viene
asfixiando la propia libertad y, por extensión, la creatividad y el gusto de la
aventura del espíritu. La libertad de movernos, de arriesgarnos viene siendo
sometida a una cierta uniformidad de fórmulas, de maneras de ser, en relación con
las cuales somos evaluados. Claro está que ya no se trata de la asfixia
truculentamente producida por el rey despótico sobre sus súbditos, por el señor
feudal sobre sus vasallos, por el colonizador sobre los colonizados, por el dueño de
la fábrica sobre los obreros, por el Estado autoritario sobre los ciudadanos, sino por
el poder invisible de la domesticación enajenante que alcanza una eficacia
extraordinaria en lo que vengo llamando «burocratización de la mente». Un estado
refinado de extrañeza, de «autosumisión» de la mente, del cuerpo consciente, de
conformismo del individuo, de resignación ante situaciones consideradas
fatalmente como inmutables. Es la posición de quien encara los hechos como algo
consumado, como algo que sucedió porque tenía que suceder en la forma en que
sucedió, es la posición, por eso mismo, de quien entiende y vive la Historia como
determinismo y no como posibilidad. Es la posición de quien se asume como
fragilidad total ante el todopoderosismo de los hechos que no sólo acontecieron
porque tenían que acontecer sino que no pueden ser «reorientados» o alterados. En
esta manera mecanicista de comprender la Historia no hay lugar para la decisión
humana. (22) Así como en la desproblematización del tiempo, de la que resulta que
el porvenir ora es la perpetuación del hoy, ora algo que será porque está dicho que
será, no hay lugar para elección, sino para el acomodamiento bien adaptado a lo
que está allí o a lo que vendrá. No es posible hacer nada contra la globalización
que, realizada porque tenía que ser realizada, debe continuar su destino, porque
así está misteriosamente escrito que debe ser. La globalización que refuerza el
mando de las minorías poderosas y despedaza y pulveriza la presencia impotente
de los dependientes, haciéndolos todavía más impotentes, es un destino
manifiesto. Frente a ella no hay otra salida más que cada uno baje dócilmente la
cabeza y agradezca a Dios por continuar vivo. Agradecer a Dios o a la propia
globalización.
Siempre rechacé los fatalismos. Prefiero la rebeldía que me confirma como
persona y que nunca dejó de probar que el ser humano es mayor que los
mecanicismos que lo minimizan.
La proclamada muerte de la Historia que significa, en última instancia, la
muerte de la utopía y de los sueños, refuerza, indiscutiblemente, los mecanismos
de asfixia de la libertad. De allí que la pelea por el rescate del sentido de la
utopía, de la cual no puede dejar de estar impregnada la práctica educativa
humanizante, tenga que ser una constante de ésta.
Cuanto más me dejo seducir por la aceptación de la muerte de la Historia, tanto
más admito que la imposibilidad de un mañana diferente implica la eternidad del
hoy neoliberal que está allí, y la permanencia del hoy mata en mí la posibilidad de
soñar. Una vez desproblematizado el tiempo, la llamada muerte de la Historia
decreta el inmovilismo que niega al ser humano.
La total desconsideración por la formación integral del ser humano y su
reducción a puro adiestramiento fortalece la manera autoritaria de hablar desde
arriba hacia abajo. En ese caso, hablar a, que, en la perspectiva democrática es un
momento posible de hablar con, no es ni siquiera ensayado. La total
desconsideración por la formación integral del ser humano, su reducción a puro
adiestramiento fortalecen la manera autoritaria de hablar desde arriba hacia
abajo, a la que le falta, por eso mismo, la intención de su democratización en el
hablar con.
Los sistemas de evaluación pedagógica de alumnos y de profesores se vienen
asumiendo cada vez más como discursos verticales, desde arriba hacia abajo, pero
insisten en pasar por democráticos. La cuestión que se nos plantea, en cuanto
profesores y alumnos críticos y amantes de la libertad, no es, naturalmente,
ponernos contra la evaluación, a fin de cuentas necesaria, sino resistir a los
métodos silenciadores con que a veces viene siendo realizada. La cuestión que se
nos plantea es luchar en favor de la comprensión y de la práctica de la evaluación
en cuanto instrumento de apreciación del quehacer de sujetos críticos al servicio,
por eso mismo, de la liberación y no de la domesticación. Evaluación en que se
estimule el hablar a como camino del hablar con.
En el proceso del habla y de la escucha la disciplina del silencio que debe ser
asumido con rigor y en su momento por los sujetos que hablan y escuchan es un
sine qua de la comunicación dialógica. La primera señal de que el individuo que
habla sabe escuchar es la demostración de su capacidad de controlar no sólo la
necesidad de decir su palabra, que es un derecho, sino también el gusto personal,
profundamente respetable, de expresarla. Quien tiene algo que decir tiene
igualmente el derecho y el deber de decirlo. Sin embargo, es preciso que quien
tiene algo que decir sepa, sin sombra de duda, que no es el único o la única que
tiene algo que decir. Aún más, que lo que tiene que decir no es necesariamente,
por más importante que sea, la verdad auspiciosa esperada por todos. Es preciso
que quien tiene algo que decir sepa, sin duda alguna, que, sin escuchar lo que
quien escucha tiene igualmente que decir, termina por agotar su capacidad de
decir por mucho haber dicho sin nada o casi nada haber escuchado. ;
Es por eso por lo que, agrego, quien tiene algo que decir debe asumir el deber
de motivar, de desafiar a quien escucha, en el sentido de que, quien escucha diga,
hable, responda. El derecho que se otorga a sí mismo el educador autoritario, de
comportarse como propietario de la verdad de la que se adueña y del tiempo para
discurrir sobre ella, es intolerable. Para él quien escucha no tiene siquiera tiempo
propio pues el tiempo de quien escucha es el suyo, el tiempo de su habla. Por eso
mismo, su habla se da en un espacio silenciado y no en un espacio con o en
silencio. Al contrario, el espacio del educador democrático, que aprende a hablar
escuchando, se ve cortado por el silencio intermitente de quien, hablando, calla
para escuchar a quien, silencioso, y no silenciado, habla.
La importancia del silencio en el espacio de la comunicación es fundamental. Él
me permite, por un lado, al escuchar el habla comunicante de alguien, como sujeto
y no como objeto, procurar entrar en el movimiento interno de su pensamiento,
volviéndome lenguaje; por el otro, torna posible a quien habla, realmente
comprometido con comunicar y no con hacer comunicados, escuchar la indagación,
la duda, la creación de quien escuchó. Fuera de eso, la comunicación perece.
Volvamos a un punto ya referido, pero sobre el cual es preciso insistir. Una de
las características de la experiencia existencial en el mundo en comparación con la
vida en el soporte es la capacidad que fuimos creando, mujeres y hombres, de
entender el mundo sobre el que y en el que actuamos, lo que se dio
simultáneamente con la comunicabilidad de lo entendido. No hay entendimiento de
la realidad sin la posibilidad de su comunicación.
Uno de los problemas serios que tenemos es cómo trabajar el lenguaje oral o
escrito asociado o no a la fuerza de la imagen, para hacer efectiva la comunicación
que se encuentra en la propia comprensión o entendimiento del mundo. La
comunicabilidad de lo entendido es la posibilidad que éste tiene de ser
comunicado, pero todavía no es su comunicación.
Así, seré tanto mejor profesor cuanto más eficazmente consiga provocar al
educando en el sentido de que prepare o refine su curiosidad, que debe trabajar
con mi ayuda, buscando que produzca su entendimiento del objeto o del contenido
de que hablo. En verdad, mi papel como profesor, al enseñar el contenido a o b, no
es solamente esforzarme por describir con máxima claridad la sustantividad del
contenido para que el alumno lo grabe. Mi papel fundamental, al hablar con
claridad sobre el objeto, es incitar al alumno para que él, con los materiales que
ofrezco, produzca la comprensión del objeto en lugar de recibirla, integralmente,
de mí. Él necesita apropiarse del entendimiento del contenido para que la
verdadera relación de comunicación entre él, como alumno, y yo, como profesor,
se establezca. Es por eso por lo que, repito, enseñar no es transferir contenidos a
alguien, así como aprender no es memorizar el perfil del contenido transferido en
el discurso vertical del profesor. Enseñar y aprender tienen que ver con el esfuerzo
metódicamente crítico del profesor por desvelar la comprensión de algo y con el
empeño igualmente crítico del alumno de ir entrando como sujeto en aprendizaje,
en el proceso de desvelamiento que el profesor o profesora debe desatar. Eso no
tiene nada que ver con la transferencia de contenidos y se refiere a la dificultad
pero, al mismo tiempo, a la belleza de la docencia y de la discencia.
Así, no es difícil comprender que una de mis tareas centrales como educador
progresista sea apoyar al educando para que él mismo venza sus dificultades en la
comprensión o en el entendimiento del objeto y para que su curiosidad,
compensada y gratificada por el éxito de la comprensión alcanzada, sea mantenida
y, así, estimulada a continuar en la búsqueda permanente que implica el proceso
de conocimiento. Que se me perdone la reiteración, pero es preciso enfatizar una
vez más: enseñar no es transferir el entendimiento del objeto al educando sino
instigarlo para que, como sujeto cognoscente, sea capaz de entender y comunicar
lo entendido. Es en este sentido como se me impone escuchar al educando en sus
dudas, en sus temores, en su incompetencia provisional. Y al escucharlo, aprendo a
hablar con él.
Escuchar es obviamente algo que va más allá de la posibilidad auditiva de cada
uno. Escuchar, en el sentido aquí discutido, significa la disponibilidad permanente
por parte del sujeto que escucha para la apertura al habla del otro, al gesto del
otro, a las diferencias del otro. Eso no quiere decir, evidentemente, que escuchar
exija que quien realmente escucha se reduzca al otro que habla. Eso no sería
escucha, sino autoanulación. La verdadera escucha no disminuye en nada mi
capacidad de ejercer el derecho de discordar, de oponerme, de asumir una
posición. Por el contrario, es escuchando bien como me preparo para colocarme
mejor o situarme mejor desde el punto de vista de las ideas. Como sujeto que se
da al discurso del otro, sin prejuicios, el buen escuchador dice y habla de su
posición con desenvoltura. Precisamente porque escucha al otro, su habla
discordante, afirmativa, no es autoritaria.
No es difícil percibir que hay varias cualidades que la escucha legítima demanda
de su sujeto. Cualidades que van siendo constituidas en la práctica democrática de
escuchar.
Discutir cuales son estas cualidades indispensables debe formar parte de nuestra
preparación, aun sabiendo que ellas necesitan ser creadas por nosotros, en nuestra
práctica, si nuestra opción político-pedagógica es democrática o progresista y si
somos coherentes con ella. Es necesario que sepamos que, sin ciertas cualidades o
virtudes como el amor, el respeto a los otros, la tolerancia, la humildad, el gusto
por la alegría, por la vida, la apertura a lo nuevo, la disponibilidad al cambio, la
persistencia en la lucha, el rechazo a los fatalismos, la identificación con la
esperanza, la apertura a la justicia, no es posible la práctica pedagógicoprogresista,
que no se hace tan sólo con ciencia y técnica.
Aceptar y respetar la diferencia es una de esas virtudes sin las cuales la escucha
no se puede dar. Si discrimino al niño o a la niña pobre, a la niña o al niño negro, al
niño indio, a la niña rica; si discrimino a la mujer, a la campesina, a la obrera, no
puedo evidentemente escucharlas y, si no las escucho, no puedo hablar con ellas,
sino hablarles a ellas, desde arriba hacia abajo. Sobre todo, me prohíbo
entenderlas. Si me siento superior al que es diferente, no importa quien sea, me
niego a escucharlo o a escucharla. El diferente no es el otro que merece respeto,
es un esto o aquello, mal tratable o despreciable.
Si la estructura de mi pensamiento es la única correcta, irreprochable, no puedo
escuchar a quien piensa y elabora su discurso de una manera que no es la mía.
Tampoco escucho a quien habla o escribe fuera de los patrones de la gramática
dominante. ¿Y cómo estar abiertos a las formas de ser, de pensar, de valorar, de
otra cultura, consideradas por nosotros demasiado extrañas y exóticas? Vemos
cómo el respeto a las diferencias y obviamente a los diferentes exige de nosotros la
humildad que nos advierte de los riesgos de exceder los límites más allá de los
cuales nuestra autoestima necesaria se convierte en arrogancia y falta de respeto a
los demás. Es preciso afirmar que nadie puede ser humilde por puro formalismo
como si cumpliera una obligación burocrática. Al contrario, la humildad expresa
una de las raras certezas de las que estoy seguro: la de que nadie es superior a
nadie. La falta de humildad, revelada en la arrogancia y en la falsa superioridad de
una persona sobre otra, de una raza sobre otra, de un género sobre otro, de una
clase o de una cultura sobre otra, es una transgresión de la vocación humana del
ser más.(23) Lo que la humildad no puede exigir de mí es mi sumisión a la arrogancia
y a la rudeza de quien me falta el respeto. Lo que la humildad exige de mí, cuando
no puedo reaccionar como debería a la afrenta, es enfrentarla con dignidad. La
dignidad de mi silencio y de mi mirada que transmiten mi protesta posible.
Es obvio que no puedo batirme físicamente con un joven, a quien no es
necesario agregar vigor ni cualidades de luchador. Pero ni así, sin embargo, debo
humillarme ante su falta de respeto y su agravio, y lIevármelos para casa sin al
menos un gesto de protesta. Es necesario que, al asumir con seriedad mi
impotencia en la relación de poder entre él y yo, su cobardía se haga patente. Es
necesario que él sepa que yo sé que su falta de valor ético lo inferioriza. Es preciso
que sepa que, si bien puede golpearme físicamente y sus golpes causarme daño, no
tiene, sin embargo, la fuerza suficiente para doblegarme a su arbitrio.
Aun sin pegarle físicamente, el profesor puede golpear al educando, provocarle
disgustos y perjudicarlo en el proceso de su aprendizaje. La resistencia del
profesor, por ejemplo, a respetar la «lectura de mundo» con la que el educando
llega a la escuela, obviamente condicionada por su cultura de clase y revelada en
su lenguaje, también de clase, se convierte en un obstáculo a la experiencia de
conocimiento del alumno. Como he insistido en este y en otros trabajos, saber
escucharlo no significa, ya lo dejé claro, concordar con su lectura del mundo, o
conformarse con ella y asumirla como propia. Respetar la lectura de mundo del
educando tampoco es un juego táctico con el que el educador o la educadora busca
volverse simpático al alumno. Es la manera correcta que tiene el educador de
intentar, con el educando y no sobre él, la superación de una manera más ingenua
de entender el mundo con otra más crítica. Respetar la lectura de mundo del
educando significa tomarla como punto de partida para la comprensión del papel
de la curiosidad, de modo general, y de la humana, de modo especial, como uno de
los impulsos fundadores de la producción del conocimiento. Es preciso que, al
respetar la lectura del mundo del educando para superarla, el educador deje claro
que la curiosidad fundamental al entendimiento del mundo es histórica y se da en
la historia, se perfecciona, cambia cualitativamente, se hace metódicamente
rigurosa. Y la curiosidad así metódicamente rigorizada hace hallazgos cada vez más
exactos. En el fondo, el educador que respeta la lectura de mundo del educando
reconoce la historicidad del saber, el carácter histórico de la curiosidad, y así,
rechazando la arrogancia cientificista, asume la humildad crítica propia de la
posición verdaderamente científica.
La falta de respeto a la lectura de mundo del educando revela el gusto elitista,
por consiguiente antidemocrático, del educador que, de esta manera, sin escuchar
al educando, no habla con él. Deposita en él sus comunicados.
Hay todavía algo de verdadera importancia por discutir en torno de la reflexión
sobre el rechazo o el respeto a la lectura de mundo del educando por parte del
educador. La lectura de mundo revela, como es evidente, el entendimiento del
mundo que se viene constituyendo cultural y socialmente. También revela el
trabajo individual de cada sujeto en el propio proceso de asimilación del
entendimiento del mundo.
Una de las tareas esenciales de la escuela, como centro de producción
sistemática de conocimiento, es trabajar críticamente la inteligibilidad de las cosas
y de los hechos y su comunicabilidad. Por eso es imprescindible que la escuela
incite constantemente la curiosidad del educando en vez de «ablandarla» o
«domesticarla». Es necesario mostrar al educando que el uso ingenuo de la
curiosidad altera su capacidad de hallar y obstaculiza la exactitud del hallazgo. Por
otro lado y sobre todo, es preciso que el educando vaya asumiendo el papel de
sujeto de la producción de su entendimiento del mundo y no sólo el de recibidor de
la que el profesor le transfiera.
Cuanto más capaz me vuelvo de afirmarme como sujeto que puede conocer
tanto mejor desempeño mi aptitud para hacerlo.
Nadie puede conocer por mí así como yo no puedo conocer por el alumno. Desde
la perspectiva progresista en que me encuentro, lo que puedo y debo hacer es, al
enseñarle cierto contenido, desafiarlo a que se vaya percibiendo, en y por su
propia práctica, como sujeto capaz de saber. Mi papel de profesor progresista no es
sólo enseñar matemáticas o biología sino, al tratar la temática que es, por un lado,
objeto de mi enseñanza, y por el otro, del aprendizaje del alumno, ayudar a éste a
reconocerse como arquitecto de su propia práctica cognoscitiva.
Toda enseñanza de contenidos demanda de quien se encuentra en la posición de
aprendiz que, a partir de cierto momento, comience a asumir también la autoría
del conocimiento del objeto. El profesor autoritario, que se niega a escuchar a los
alumnos, se cierra a esa aventura creadora. Niega a sí mismo la participación en
este momento de belleza singular: el de la afirmación del educando como sujeto de
conocimiento. Es por eso por lo que la enseñanza de los contenidos, realizada
críticamente, implica la apertura total del profesor o de la profesora a la tentativa
legítima del educando por tomar en sus manos la responsabilidad del sujeto que
conoce. Más aún, implica la iniciativa del profesor que debe estimular esa tentativa
en el educando, ayudándolo para que la realice.
Es en este sentido como se puede afirmar que es tan erróneo separar práctica de
teoría, pensamiento de acción, lenguaje de ideología, como separar la enseñanza
de contenidos del llamado al educando para que se vaya haciendo sujeto del
proceso de aprenderlos. Desde una perspectiva progresista lo que debo hacer es
experimentar la unidad dinámica entre la enseñanza del contenido y la enseñanza
de lo que es, y de cómo aprender. Al enseñar matemáticas enseño también cómo
aprender y cómo enseñar, cómo ejercer la curiosidad epistemológica indispensable
a la producción del conocimiento.

7. Enseñar exige reconocer que la educación es ideológica
El saber que se refiere a la fuerza, a veces mayor de lo que pensamos, de la
ideología, es igualmente indispensable para la práctica educativa del profesor o de
la profesora. Es el que nos advierte de sus mañas, de las trampas en que nos hace
caer. Es que la ideología tiene que ver directamente con el encubrimiento de la
verdad de los hechos, con el uso del lenguaje para ofuscar u opacar la realidad al
mismo tiempo que nos vuelve «miopes».
El poder de la ideología me hace pensar en esas mañanas cubiertas de neblina en
que apenas vemos el perfil de los cipreses como sombras que más parecen manchas
de las propias sombras. Sabemos que hay algo enclavado en la penumbra pero no lo
vemos bien. La propia «miopía» que nos asalta dificulta la percepción más clara,
más nítida de la sombra. Es todavía más seria la posibilidad que tenemos de
aceptar dócilmente que lo que vemos y oímos es lo que en verdad es, y no la verdad
distorsionada. La capacidad que tiene la ideología de ocultar la realidad, de
hacernos «miopes», de ensordecernos, hace, por ejemplo, que muchos de nosotros
aceptemos con docilidad el discurso cínicamente fatalista neoliberal que proclama
que el desempleo en el mundo es una fatalidad de fin del siglo. O que los sueños
murieron y que lo válido hoy es el «pragmatismo» pedagógico, es el adiestramiento
técnico-científico del educando y no su formación, de la cual no se habla más.
Formación que, al incluir la preparación técnico-científica, la rebasa.
La capacidad de «ablandarnos» que tiene la ideología nos hace a veces aceptar
mansamente que la globalización de la economía es una invención de ella misma o
de un destino que no se podría evitar, una casi entidad metafísica y no un
momento del desarrollo económico, sometido, como toda producción económica
capitalista, a una cierta orientación política dictada por los intereses de los que
detentan el poder. Sin embargo, se habla de la globalización de la economía como
un momento necesario de la economía mundial al que, por eso mismo, no es
posible escapar. Se universaliza un dato del sistema capitalista y un instante de la
vida productiva de ciertas economías capitalistas hegemónicas como si Brasil,
México, o Argentina, debieran participar de la globalización de la economía de la
misma manera que Estados Unidos, Alemania o Japón. Se toma el tren en marcha y
no se discuten las condiciones anteriores y actuales de las diferentes economías. Se
pone en un mismo nivel los deberes entre las distintas economías sin tomar en
cuenta las distancias que separan a los «derechos» de los fuertes y su poder de
usufructuarIos de la flaqueza de los débiles para ejercerlos. Si la globalización
significa la superación de las fronteras, la apertura sin restricciones al libre
comercio, que desaparezca entonces quien no pueda resistir. No se indaga, por
ejemplo. si en momentos anteriores de la producción capitalista las sociedades que
hoy lideran la globalización eran tan radicales en la apertura que ahora consideran
una condición indispensable para el libre comercio. Exigen, en la actualidad, de los
otros, lo que no hicieron con ellas mismas. Una de las destrezas de su ideología
fatalista es convencer a los perjudicados de las economías subordinadas de que la
realidad es eso, de que no hay nada que hacer sino seguir el orden natural de las
cosas. Pues la ideología neoliberal se esfuerza por hacemos entender la
globalización como algo natural o casi natural y no como una producción histórica.
El discurso de la globalización que habla de la ética esconde, sin embargo, que
la suya es la ética del mercado y no la ética universal del ser humano, por la cual
debemos luchar arduamente si optamos, en verdad, por un mundo de personas. El
discurso de la globalización oculta con astucia o busca confundir en ella la
reedición intensificada al máximo, aunque sea modificada, de la espeluznante
maldad con que el capitalismo aparece en la Historia. El discurso ideológico de la
globalización busca ocultar que ella viene robusteciendo la riqueza de unos pocos y
verticalizando la pobreza y la miseria de millones. El sistema capitalista alcanza en
el neoliberalismo globalizante el máximo de eficacia de su maldad intrínseca.
Yo espero, convencido de que llegará el momento en que, pasada la
estupefacción ante la caída del muro de Berlín, el mundo se recompondrá y
rechazará la dictadura del mercado, fundada en la perversidad de su ética de lucro.
No creo que las mujeres y los hombres del mundo, independientemente si se
quiere de sus opiniones políticas, pero sabiéndose y asumiéndose como mujeres y
hombres, como personas, dejen de profundizar esa especie de malestar ya
existente que se generaliza ante la maldad neoliberal. Malestar que terminará por
consolidarse en una nueva rebeldía en que la palabra crítica, el discurso
humanista, el compromiso solidario, la denuncia vehemente de la negación del
hombre y de la mujer y el anuncio de un mundo «personalizado» serán armas de
alcance incalculable.
Hace un siglo y medio Marx y Engels pregonaban en favor de la unión de las
clases trabajadoras del mundo contra la explotación. Ahora se hace necesaria y
urgente la unión y la rebelión de la gente contra la amenaza que nos acecha, la de
la negación de nosotros mismos como seres humanos sometidos a la «fiereza» de la
ética del mercado.
En este sentido nunca abandoné mi preocupación primera, que siempre me
acompañó, desde los comienzos de mi experiencia educativa. La preocupación con
la naturaleza humana (24) a la que debo mi lealtad siempre proclamada. Antes
incluso de leer a Marx yo ya me apropiaba de sus palabras: ya fundaba mi
radicalismo en la defensa de los legítimos intereses humanos. Ninguna teoría de la
transformación político-social del mundo consigue siquiera conmoverme si no parte
de una comprensión del hombre y de la mujer en cuanto seres hacedores de
Historia y hechos por ella, seres de la decisión, de la ruptura, de la opción. Seres
éticos, capaces incluso de transgredir la ética indispensable, algo de lo que he
«hablado» insistentemente en este texto. He afirmado y reafirmado cuánto me
alegra realmente saberme un ser condicionado pero capaz de superar el propio
condicionamiento. La gran fuerza sobre la que se apoya la nueva rebeldía es la
ética universal del ser humano y no la del mercado, insensible a todo reclamo de
las personas y sólo abierta a la voracidad del lucro. Es la ética de la solidaridad humana.
Prefiero ser criticado de idealista y soñador inveterado por continuar, sin
vacilar, apostando al ser humano, batiéndome por una legislación que lo defienda
contra las embestidas agresivas e injustas de quien transgrede la propia ética. La
libertad del comercio no puede estar por encima de la libertad del ser humano. La
libertad de comercio sin límite es el libertinaje del lucro. Se hace privilegio de
unos cuantos que, en condiciones favorables, robustece su poder contra los
derechos de muchos, incluso el derecho de sobrevivir. Una fábrica textil que cierra
porque no puede competir con los precios de la producción asiática, por ejemplo,
significa no sólo el colapso económico-financiero de su propietario que puede o no
haber sido un transgresor de la ética universal humana, sino también la expulsión
de centenas de trabajadores y trabajadoras del proceso de producción. ¿Y sus
familias? Insisto, con la fuerza que tengo y con la que puedo reunir, en mi
vehemente rechazo a determinismos que reducen nuestra presencia en la realidad
histórico-social a una pura adaptación a ella. El desempleo en el mundo no es,
como dije y repito, una fatalidad. Es ante todo el resultado de una globalización de
la economía y de avances tecnológicos a los que les viene faltando el deber ser de
una ética realmente al servicio del ser humano y no del lucro y de la voracidad
desenfrenada de las minorías que dirigen el mundo.
El progreso científico y tecnológico que no responde fundamentalmente a los
intereses humanos, a las necesidades de nuestra existencia, pierde, para mí, su
significación. A todo avance tecnológico debería corresponder el empeño real de
respuesta inmediata a cualquier desafío que pusiera en riesgo la alegría de vivir de
los hombres y de las mujeres. A un avance tecnológico que amenaza a millares de
mujeres y de hombres de perder su trabajo debería corresponder otro avance
tecnológico que estuviera al servicio de la atención a las víctimas del progreso
anterior. Como se ve, ésta es una cuestión ética y política y no tecnológica. El
problema me parece muy claro. Así como no puedo usar mi libertad de hacer cosas,
de indagar, de caminar, de actuar, de criticar para sofocar la libertad que los otros
tienen de hacer y de ser, así también no podría ser libre para usar los avances
científicos y tecnológicos que llevan a millares de personas a la desesperación. No
se trata, agreguemos, de inhibir las investigaciones y frenar los avances sino de
ponerlos al servicio de los seres humanos. La aplicación de los avances tecnológicos
con el sacrificio de millares de personas es más un ejemplo de cuánto podemos ser
transgresores de la ética universal del ser humano y lo hacemos en favor de una
ética pequeña, la del mercado, la del lucro.
Entre las transgresiones a la ética universal del ser humano, sujetas a
penalidades, debería estar la que implicara la falta de trabajo de un sinnúmero de
personas, su desesperación y su muerte en vida.
Por eso mismo, la preocupación con la formación técnico-profesional capaz de
reorientar la actividad práctica de los que fueron puestos entre paréntesis, tendría
que multiplicarse.
Me gustaría dejar bien claro que no sólo imagino sino que sé cuán difícil es la
aplicación de una política de desarrollo humano que, así, privilegie
fundamentalmente al hombre y a la mujer y no sólo al lucro. Pero también sé que,
si pretendemos superar realmente la crisis en que nos encontramos, el camino
ético se impone. No creo en nada sin él o fuera de él. Si, de un lado, no pue- de
haber desarrollo sin lucro, éste no puede ser, por otro, el objetivo del desarrollo,
en cuyo caso su fin último sería el gozo inmoral del inversionista.
De nada vale, a no ser de manera engañosa para una minoría que terminaría
pereciendo también, una sociedad eficazmente operada por máquinas altamente
«inteligentes», que sustituyeran a mujeres y hombres en actividades de las más
variadas, y millones de Marías y Pedros sin tener qué hacer, y éste es un riesgo muy
concreto que corremos. (25)
Tampoco creo que la política que debe alimentar este espíritu ético pueda
jamás ser la dictatorial, contradictoriamente de izquierda o coherentemente de
derecha. El camino autoritario ya es de por sí una contravención a la naturaleza
inquietamente inquisidora, de búsqueda, de hombres y de mujeres que se pierden
al perder la libertad.
Es exactamente por causa de todo esto por lo que, como profesor, debo estar
consciente del poder del discurso ideológico, comenzando por el que proclama la
muerte de las ideologías. En realidad, a las ideologías sólo las puedo matar
ideológicamente, pero es posible que no perciba la naturaleza ideológica del
discurso que habla de su muerte. En el fondo, la ideología tiene un poder de
persuasión indiscutible. El discurso ideológico amenaza anestesiar nuestra mente,
confundir la curiosidad, distorsionar la percepción de los hechos, de las cosas, de
los acontecimientos. No podemos escuchar, sin un mínimo de reacción crítica,
discursos como éstos:
«El negro es genéticamente inferior al blanco. Es una lástima, pero es lo que nos
dice la ciencia.»
«En defensa de su honra, el marido mató a la mujer.»
“¿ Qué podríamos esperar de ellos, unos alborotadores, invasores de tierras?»
«Esa gente es siempre así: les das la mano y se toman el pie.»
«Nosotros ya sabemos lo que el pueblo quiere y necesita. Preguntarle sería una
pérdida de tiempo.»
«El saber erudito que será proporcionado a las masas incultas es su salvación.»
«María es negra, pero es bondadosa y competente.»
«Ese individuo es un buen tipo. Es nordestino, pero es serio y solícito.»
«¿Tú sabes con quién estás hablando?»
«Qué vergüenza, hombre casarse con hombre, mujer casarse con mujer.»
«Ahí está, te fuiste a meter con gentuza y ése es el resultado.»
«Cuando el negro no ensucia a la entrada ensucia a la salida.»
«Donde el gobierno tiene que invertir es precisamente en las áreas donde viven
personas que pagan impuestos.»
«Tú no necesitas pensar. Vota por fulano, que piensa por ti.»
«Tú, desempleado, sé agradecido. Vota por quien te ayudó. Vota por fulano-detal.»
«Se percibe, por la cara, que es gente fina, de buen trato, que recibió buena
educación de pequeño y no un andrajoso cualquiera.»
«El profesor habló sobre la lnconfidencia mineira.» (*)
«Brasil fue descubierto por Cabral.»
En el ejercicio crítico de mi resistencia al poder tramposo de la ideología, voy
generando ciertas cualidades que se van haciendo sabiduría indispensable a mi
práctica docente. La necesidad de esa resistencia crítica, por ejemplo, me
predispone, por un lado, a una actitud siempre abierta hacia los demás, a los datos
de la realidad, y por el otro, a una desconfianza metódica que me defiende de
estar totalmente seguro de las certezas. Para resguardarme de las artimañas de la
ideología no puedo ni debo cerrarme a los otros ni tampoco enclaustrarme en el
ciclo de mi verdad. Al contrario, el mejor camino para guardar viva y despierta mi
capacidad de pensar correctamente, de ver con perspicacia, de oír con respeto, y
por eso de manera exigente, es exponerme a las diferencias, es rechazar posiciones
dogmáticas, en que me admita como propietario de la verdad. En el fondo, ésta es
la actitud correcta de quien no se siente dueño de la verdad ni tampoco objeto
adaptado al discurso ajeno que le es dictado autoritariamente. Es la actitud
correcta de quien se encuentra en disponibilidad permanente para estimular y ser
estimulado, para preguntar y responder, para concordar y discordar. Disponibilidad
hacia la vida y sus contratiempos. Estar disponible es ser sensible a los llamados
que se nos hacen, a las señales más diversas que nos invocan, al canto del pájaro, a
la lluvia que cae o que se anuncia en la nube oscura, al río manso de la inocencia,
a la cara huraña de la desaprobación, a los brazos que se abren para abrigar o al
cuerpo que se cierra en el rechazo. Es en mi disponibilidad permanente a la vida a
la que me entrego de cuerpo entero, pensar crítico, emoción, curiosidad, deseo, es
así como voy aprendiendo a ser yo mismo en mi relación con mi contrario. Y
mientras más me entrego a la experiencia de lidiar sin miedo, sin prejuicio, con las
diferencias, tanto más me conozco y construyo mi perfil.

8. Enseñar exige disponibilidad para el diálogo
En mis relaciones con los otros, quienes no tuvieron necesariamente las mismas
opciones que yo, en el nivel de la política, de la ética, de la estética, de la
pedagogía, no debo partir de que debo «conquistarlos», no importa a qué costo, ni
tampoco temo que pretendan «conquistarme». Es en el respeto a las diferencias
entre ellos o ellas y yo, en la coherencia entre lo que hago y lo que digo, donde me
encuentro con ellos o con ellas. Es en mi disponibilidad hacia la realidad donde
construyo mi seguridad, indispensable a la propia disponibilidad. Es imposible vivir
la disponibilidad para la realidad sin seguridad pero también es imposible crear la
seguridad fuera del riesgo de la disponibilidad.
Como profesor no debo escatimar ninguna oportunidad para manifestar a los
alumnos la seguridad con que me comporto al discutir un tema, al analizar un
hecho, al exponer mi posición frente a una decisión gubernamental. Mi seguridad
no reposa en la falsa suposición de que lo sé todo, de que soy lo «máximo». Mi
seguridad se funda en la convicción de que algo sé y de que ignoro algo, a lo que se
junta la certeza de que puedo saber mejor lo que ya sé y conocer lo que aún
ignoro. Mi seguridad se afirma en el saber confirmado por la propia experiencia de
que, si mi inconclusión, de la que soy consciente, atestigua, de un lado, mi
ignorancia, me abre, del otro, el camino para conocer.
Me siento seguro porque no hay razón para avergonzarme por desconocer algo.
Ser testigo de la apertura a los otros, la disponibilidad curiosa hacia la vida, a sus
desafíos, son saberes necesarios a la práctica educativa. Debería formar parte de la
aventura docente vivir la apertura respetuosa a los otros y, de vez en cuando, de
acuerdo con el momento, tomar la propia práctica de apertura al otro como objeto
de reflexión crítica. La razón ética de la apertura, su fundamento político, su
referencia pedagógica; la belleza que hay en ella como viabilidad del diálogo. La
experiencia de la apertura como experiencia fundadora del ser inacabado que
terminó por saberse inacabado. Sería imposible saberse inacabado y no abrirse al
mundo y a los otros en busca de explicación, de respuestas a múltiples preguntas.
El cerrarse al mundo y a los otros se convierte en una transgresión al impulso
natural de la incompletitud.
El sujeto que se abre al mundo y a los otros inaugura con su gesto la relación
dialógica en que se confirma como inquietud y curiosidad, como inconclusión en
permanente movimiento en la Historia.
Cierta vez, en una escuela de la red municipal de Sao Paulo donde se realizaba
una reunión de cuatro días con profesores y profesoras de las diez escuelas del área
para planear en común sus actividades pedagógicas, visité una sala donde estaban
expuestas fotografías de los alrededores de la escuela. Fotografías de calles
enlodadas, también de calles bien conservadas. Fotografías de recovecos feos que
sugerían tristeza y dificultades. Fotografías de cuerpos caminando con dificultad,
lentamente, desalentados, de caras maltratadas, de mirada vaga. Detrás de mí dos
profesores hacían comentarios sobre lo que más los impresionaba. De repente, uno
de ellos afirmó: «Yo enseño hace diez años en esta escuela. Nunca conocí de sus
alrededores más que las calles que le dan acceso. Ahora, al ver esta exposición (26) de
fotografías que nos revelan un poco de su contexto, me convenzo de cuán precaria
debe haber sido mi tarea formadora durante todos estos años. ¿Cómo enseñar,
cómo formar sin estar abierto al contorno geográfico, social, de los educandos?»
La formación de los profesores y de las profesoras debía insistir en la
constitución de este saber necesario y que me da certeza de esta cosa obvia, que
es la importancia innegable que tiene para nosotros el entorno, social y económico
en el que vivimos. Y al saber teórico de esta influencia tendríamos que añadir el
saber teórico-práctico de la realidad concreta en la que los profesores trabajan. Ya
sé, no hay duda, que las condiciones materiales en que y bajo las que viven los
educandos les condicionan la comprensión del propio mundo, su capacidad de
aprender, de responder a los desafíos. Ahora necesito saber o abrirme a la realidad
de estos alumnos con los que comparto mi actividad pedagógica. Necesito
volverme, si no absolutamente cercano a su forma de estar siendo, al menos no tan
extraño y distante de ella. Y la disminución de mi extrañeza o de mi distancia de la
realidad hostil en que viven mis alumnos no es una cuestión de pura geografía. Mi
apertura a la realidad negadora de su proyecto humano es una cuestión de mi real
adhesión a ellos y ellas, a su derecho de ser. No va a ser cambiándome a una favela
como les probaré mi verdadera solidaridad política, por no hablar, además, de la
casi cierta pérdida de eficacia de mi lucha en función de la propia mudanza. Lo
fundamental es mi decisión ético-política. mi voluntad nada sentimental de
intervenir en el mundo. Es lo que Amílcar Cabral (**) llamó «suicidio de clase» y a lo
que me referí en la Pedagogía del oprimido como pascua o travesía. En el fondo,
reduzco la distancia que me separa de las malas condiciones en que viven los
explotados, cuando, apoyando realmente el sueño de justicia, lucho por el cambio
radical del mundo y no sólo espero que llegue porque se dice que habrá de llegar.
No es con discursos airados, sectarios, ineficaces porque sólo dificultan todavía más
mi comunicación con los oprimidos, como disminuyo la distancia que hay entre la
vida dura de los explotados y yo. Con relación a mis alumnos, disminuyo la
distancia que me separa de sus condiciones negativas de vida en la medida en que
los ayudo a aprender cualquier saber, el de tornero o el de cirujano, con vistas al
cambio del mundo, a la superación de las estructuras injustas, nunca con vistas a
su inmovilización.
El saber fundador del camino en busca de la disminución de la distancia entre la
realidad perversa de los explotados y yo es el saber fundado en la ética de que
nada legitima la explotación de los hombres y de las mujeres por los propios
hombres o mujeres. Pero este saber no basta. En primer lugar, es necesario que
sea permanentemente activado e impulsado por una ardorosa pasión que lo
convierta casi en un saber arrebatado. También es necesario que a él se añadan
otros saberes de la realidad concreta, de la fuerza de la ideología; saberes
técnicos, en diferentes áreas, como la de la comunicación. Cómo revelar verdades
escondidas, cómo desmitificar la farsa ideológica, especie de ardid atractivo en
que caemos fácilmente. Cómo enfrentar el extraordinario poder de los medios, del
lenguaje de la televisión, de su «sintaxis» que reduce a un mismo plano el pasado y
el presente y sugiere que lo que todavía no existe ya está hecho. Más aún, que
diversifica temáticas en el noticiero sin que haya tiempo para la reflexión sobre los
varios asuntos presentados. De una noticia sobre Miss Brasil se pasa a un terremoto
en China; de un escándalo sobre otro banco dilapidado por directores
inescrupulosos pasamos a escenas de un tren que se descarriló en Zúrich.
El mundo se reduce, el tiempo se diluye: el ayer se vuelve hoy; el mañana ya
está hecho. Todo muy rápido. Me parece cada vez más importante debatir lo que
se dice y lo que se muestra y cómo se muestra en la televisión.
Como educadores y educadoras progresistas no sólo no podemos desconocer la
televisión sino que debemos usarla, sobre todo, discutirla.
No temo parecer ingenuo al insistir en que no es posible ni siquiera pensar en la
televisión sin tener en mente la cuestión de la conciencia crítica. Es que pensar en
la televisión o en los medios en general nos plantea el problema de la
comunicación, un proceso imposible de ser neutro. En verdad, toda comunicación
es comunicación de algo, hecha de cierta manera en favor o en defensa, sutil o
explícita, de algún ideal contra algo y contra alguien, aunque no siempre
claramente referido. De allí también el papel refinado que cumple la ideología en
la comunicación, ocultando verdades pero también la propia ideologización del
proceso comunicativo. Sería una santa ingenuidad esperar que una emisora de
televisión del grupo del poder dominante, al dar la noticia de una huelga de
metalúrgicos, dijera que su comentario se funda en los intereses patronales. Al
contrario, su discurso se esforzará por demostrar que su análisis de la huelga
considera los intereses de la nación.
No podemos ponemos frente a un aparato de televisión «entregados» o
«dispuestos» a lo que venga. Cuanto más nos sentamos frente al televisor -hay
excepciones-, como quien está de vacaciones, abiertos al puro reposo y
entretenimiento, tanto más corremos el riesgo de tropezar en la comprensión de
los hechos y de los acontecimientos. La postura crítica y despierta no puede faltar
en los momentos necesarios.
El poder dominante lleva, entre muchas, otra gran ventaja sobre nosotros. Es
que para enfrentar el ardid ideológico con que está envuelto su mensaje en los
medios, sea en los noticieros, en los comentarios de los acontecimientos o en la
línea de ciertos programas, para no hablar de la propaganda comercial, nuestra
mente o nuestra curiosidad tendrían que funcionar epistemológicamente todo el
tiempo. Y eso no es fácil. Pero, aunque no es fácil estar permanentemente en
estado de alerta, es posible saber que, sin ser un demonio que nos acecha para
destruimos, el televisor frente al cual estamos tampoco es un instrumento
salvador. Tal vez sea mejor contar de uno a diez antes de hacer la afirmación
categórica a que Wright MilIs se refiere: «Es verdad, lo oí en el noticiero de las
veinte horas.” (27)

9. Educar exige querer bien a los educandos
Qué decir, pero sobre todo qué esperar de mí, si, como profesor, no me ocupo por
ese otro saber, el de que es necesario estar abierto al gusto de querer bien, a
veces, al desafío de querer bien a los educandos y a la propia práctica educativa de
la cual participo. Esta apertura al querer bien no significa, en verdad, que, por ser
profesor, me obligo a querer bien a todos los alumnos de manera semejante.
Significa, de hecho, que la afectividad no me asusta, que no tengo miedo de
expresarla. Esta apertura al querer bien significa la manera que tengo de sellar
auténticamente mi compromiso con los educandos, en una práctica específica del
ser humano. En verdad, preciso descartar como falsa la separación entre seriedad
docente y afectividad. No es cierto, sobre todo desde el punto de vista
democrático, que seré mejor profesor cuanto más severo, más frío, más distante e
«incoloro» me ponga en mis relaciones con los alumnos, en el trato de los objetos
cognoscibles que debo enseñar. La afectividad no está excluida de la
cognoscibilidad. Lo que obviamente no puedo permitir es que mi afectividad
interfiera en el cumplimiento ético de mi deber de profesor en el ejercicio de mi
autoridad. No puedo condicionar la evaluación del trabajo escolar de un alumno al
mayor o menor cariño que yo sienta por él.
Mi apertura al querer bien significa mi disponibilidad a la alegría de vivir. Justa
alegría de vivir, que, asumida en plenitud, no permite que me transforme en un ser
«almibarado» ni tampoco en un ser áspero y amargo.
La actividad docente de la que el discente no se separa es una experiencia
alegre por naturaleza. También es falso concebir que la seriedad docente y la
alegría son inconciliables, como si la alegría fuera enemiga del rigor. Al contrario,
cuanto más metódicamente riguroso me vuelvo en mi búsqueda y en mi docencia,
tanto más alegre y esperanzado me siento. La alegría no llega sólo con el
encuentro de lo hallado sino que forma parte del proceso de búsqueda. Y enseñar y
aprender no se pueden dar fuera de ese proceso de búsqueda, fuera de la belleza y
de la alegría. La falta de respeto a la educación, a los educandos, a los educadores
y a las educadoras corroe o deteriora en nosotros, por un lado, la sensibilidad o la
apertura al bien querer de la propia práctica educativa, por el otro, la alegría
necesaria al quehacer docente. Es notable la capacidad que tiene la experiencia
pedagógica para despertar, estimular y desarrollar en nosotros el gusto de querer
bien y el gusto de la alegría sin la cual la práctica educativa pierde el sentido. Es
esta fuerza misteriosa, a veces llamada vocación, la que explica la casi devoción
con que la gran mayoría del magisterio sigue en él, a pesar de la inmoralidad de los
salarios. y no sólo sigue, sino cumple, como puede, su deber. Amorosamente, agrego.
Pero es preciso, recalco, que, al permanecer y cumplir amorosamente su deber,
no deje de luchar políticamente por sus derechos y por el respeto a la dignidad de
su tarea, así como por el cuidado extremo debido al espacio pedagógico en que
actúa con sus alumnos.
Por otro lado, es necesario volver a insistir en que no hay que pensar que la
práctica educativa vivida con afectividad y alegría prescinda de la formación
científica seria y de la claridad política de los educadores o educadoras. La
práctica educativa es todo eso: afectividad, alegría, capacidad científica, dominio
técnico al servicio del cambio o, lamentablemente, de la permanencia del hoy. Es
exactamente esta permanencia del presente neoliberal lo que propone la ideología
del discurso de la «muerte de la Historia». Permanencia del presente a que se
reduce el futuro desproblematizado. De allí el carácter desesperanzado, fatalista,
antiutópico de tal ideología en la que se forja una educación fríamente tecnicista y
que requiere un educador experto en la tarea de adaptación al mundo y no en la de
su transformación. Un educador muy poco formador, mucho más un adiestrador, un
transferidor de saberes, un ejercitador de destrezas.
Los saberes que este educador «pragmático» necesita en su práctica no son de los
que vengo hablando en este libro. A mí no me toca hablar de ellos, de los saberes
necesarios al educador «pragmático» neoliberal sino denunciar su actividad
antihumanista.
El educador progresista necesita estar convencido de que una de sus
consecuencias es hacer de su trabajo una especificidad humana. Ya vimos que la
condición humana fundadora de la educación es precisamente la inconclusión de
nuestro ser histórico del cual nos tornamos conscientes. Nada de lo que diga
respecto al ser humano, a la posibilidad de su perfeccionamiento físico y moral, a
su inteligencia al ser producida y desafiada, a los obstáculos a su crecimiento, a lo
que pueda hacer en favor del embellecimiento o del afeamiento del mundo, a la
dominación a que esté sujeto, a la libertad por la que debe luchar, nada que diga
respecto a los hombres y a las mujeres puede pasar inadvertido al educador
progresista. No importa con qué serie escolar trabaje el educador o la educadora.
El nuestro es un trabajo que se realiza con personas, pequeñas, jóvenes o adultas,
pero personas en permanente proceso de búsqueda. Personas que se están
formando, cambiando, creciendo, reorientándose, mejorando, pero, porque son
personas, capaces de negar los valores, de desviarse, de retroceder, de
transgredir. Mi práctica profesional, que es la práctica docente, al no ser superior
ni inferior a ninguna otra, exige de mí un alto nivel de responsabilidad ética de la
cual forma parte mi propia capacitación científica. Es que trabajo con personas.
Por eso mismo, a pesar del discurso ideológico negador de los sueños y de las
utopías, trabajo con los sueños, con las esperanzas, tímidas a veces, pero a veces
fuertes, de los educandos. Si no puedo, por un lado, estimular los sueños
imposibles, tampoco debo, por el otro, negar a quien sueña el derecho de soñar.
Trabajo con personas y no con cosas. Y porque trabajo con personas, por más que
me dé incluso placer entregarme a la reflexión teórica y crítica en torno a la propia
práctica docente y discente, no puedo negar mi atención dedicada y amorosa a la
problemática más personal de este o aquel alumno o alumna. Mientras no
perjudique el tiempo normal de la docencia, no puedo cerrarme a su sufrimiento o
a su inquietud sólo porque no soy terapeuta o asistente social. Pero soy persona. Lo
que no puedo, por una cuestión de ética y de respeto profesional, es pretender
pasar por terapeuta. No puedo negar mi condición de persona, de la que se deriva,
a causa de mi apertura humana, una cierta dimensión terapéutica.
Siempre convencido de esto, desde joven me dirigí de mi casa al espacio
pedagógico para encontrarme con los alumnos, con quienes comparto la práctica
educativa. Fue siempre como práctica humana como entendí el quehacer docente.
De gente inacabada, de gente curiosa, inteligente, de gente que puede saber, que
puede por eso ignorar, de gente que, al no poder vivir sin ética se tornó
contradictoriamente capaz de transgredirla. Pero, si nunca idealicé la práctica
educativa, si en ningún momento la vi como algo que, por lo menos, se pareciera a
un quehacer divino, jamás se debilitó en mí la certeza de que vale la pena luchar
contra los desvíos que nos impidan ser más. Naturalmente, lo que me ayudó de
manera permanente a mantener esta certeza fue la comprensión de la Historia
como posibilidad y no como determinismo, de donde viene por necesidad la
importancia del papel de la subjetividad en la Historia. la capacidad de comparar,
de analizar, de evaluar, de decidir, de romper y, por todo eso, la importancia de la
ética y de la política.
Es esta percepción del hombre y de la mujer como seres «programados, pero
para aprender» y, por lo tanto, para enseñar, para conocer, para intervenir, lo que
me hace entender la práctica educativa como un ejercicio constante en favor de la
producción y del desarrollo de la autonomía de educadores y educandos. Siendo
una práctica estrictamente humana, jamás pude entender la educación como una
experiencia fría, sin alma. en la cual los sentimientos y las emociones, los deseos,
los sueños, debieran ser reprimidos por una especie de dictadura racionalista. Ni
tampoco comprendí nunca la práctica educativa como una experiencia a la que le
faltara el rigor que genera la necesaria disciplina intelectual.
Estoy convencido, sin embargo, de que el rigor, la disciplina intelectual seria, el
ejercicio de la curiosidad epistemológica no me convierten por necesidad en un ser
mal querido, arrogante, soberbio. O, en otras palabras, no es mi arrogancia
intelectual la que habla de mi rigor científico. Ni la arrogancia es señal de
competencia ni la competencia es causa de la arrogancia. Por otro lado, no niego la
competencia de ciertos arrogantes, pero lamento que les falte la simplicidad que,
sin disminuir en nada su saber, los haría mejores personas. Personas más personas.

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Notas:
22- Véase Paulo Freire, Pedagogía de la esperanza, op. cit.
23- Véase Paulo Freire. Pedagogía del oprimido. op. cit.
24- Véase Pauta Freire, Pedagogía de la esperanza. Cartas a Cristina y Pedagogía del oprimido, op. cit.
25- Joseph Moermann, «Suisse. La globalization de I’économie provoquera-t-elle un mai 68 mondial? La marmite mondiale sous pres- sion», en Le Courrier, 8 de agosto de 1996.
*- Insurrección criolla independentista que tuvo lugar en la Capita nía de Minas Gerais en 1789, liderada por el alférez Joaquim José da Silva Xavier, «Tiradentes», estimulada por contratantes de impuestos de minas de oro y diamantes pesadamente endeudados con el fisco portugués.
26- Las fotos que integraban la exposición habían sido tomadas por un grupo de profesoras del área.
**- Líder independentista nacido en Guinea-Bissau, fundador del Movimiento Anticolonialista y después del Partido Africano por la Independencia de Guinea y Cabo Verde, precursores de los movimientos de liberación nacional en el Africa portuguesa. Asesinado en 1973 por la policía secreta de Portugal. [T.]
27- Wright Milis, LA élite del poder, México. FCE.