Obras de Freire: Pedagogía del Oprimido. APRENDER A DECIR SU PALABRA

PEDAGOGÍA DEL OPRIMIDO (1970)
Paulo Freire

APRENDER A DECIR SU PALABRA.
EL MÉTODO DE ALFABETIZACIÓN DEL PROFESOR PAULO FREIRE
(ERNANI MARIA FIORI)
Paulo Freire es un pensador comprometido con la vida; no piensa ideas,
piensa la existencia. Es también educador: cobra existencia su pensamiento en
una pedagogía en que el esfuerzo totalizador de la “praxis” humana busca, en
la interioridad de ésta, re-totalizarse como “práctica de la libertad”. En
sociedades cuya dinámica estructural conduce a la dominación de las
conciencias, “la pedagogía dominante es la pedagogía de las clases
dominantes”. Los métodos de opresión no pueden, contradictoriamente, servir
a la liberación del oprimido. En esas sociedades, gobernadas por intereses de
grupos, clases y naciones dominantes, “la educación como práctica de la
libertad” postula necesariamente una “pedagogía del oprimido”. No pedagogía
para él, sino de él. Los caminos de la liberación son los del mismo oprimido que
se libera: él no es cosa que se rescata sino sujeto que se debe autoconfigurar
responsablemente. La educación libertadora es incompatible con una
pedagogía que, de manera consciente o mistificada, ha sido práctica de
dominación. La práctica de la libertad sólo encontrará adecuada expresión en
una pedagogía en que el Oprimido tenga condiciones de descubrirse y
conquistarse, reflexivamente, como sujeto de su propio destino histórico. Una
cultura tejida con la trama de la dominación, por más generosos que sean los
propósitos de sus educadores, es una barrera cerrada a las posibilidades
educacionales de los que se suban en las subculturas de los proletarios y
marginales. Por el contrario, una nueva pedagogía enraizada en la vida de esas
subculturas, a partir de ellas y con ellas, será un continuo retornar reflexivo
sus propios caminos de liberación; no será simple reflejo, sino reflexiva
creación y recreación, un ir adelante por esos caminos: “método”, “práctica de
la libertad”, que, por ser tal, esta intrínsecamente incapacitado para el ejercicio
de la dominación. La pedagogía del oprimido es, pues, liberadora de ambos, del
oprimido y del opresor. Hegelianamente diríamos: la verdad del opresor reside
en la conciencia del oprimido.
Así aprehendemos la idea fuente de dos libros (1) en que Paulo Freire
traduce, en forma de lúcido saber sociopedagógico, su grande y apasionante
experiencia de educador. Experiencia y saber que se dialectizan,
densificándose, alargándose, dándonos cada vez más el contorno y el relieve de
su profunda intuición central; la del educador de vocación humanista que, al
inventar sus técnicas pedagógicas, redescubre a través de ellas el proceso
histórico en que y por que se constituye la conciencia humana. El proceso a
través del cual la vida se hace historia. O, aprovechando una sugerencia de
Ortega, el proceso en que la vida coma biología pasa a ser vida como biografía.
Tal vez sea ése el sentido más exacto de la alfabetización: aprender a
escribir su vida, como autor y como testigo de su historia —biografiarse,
existenciarse, historizarse. Por esto, la pedagogía de Paulo Freire, siendo
método de alfabetización, tiene como su idea animadora toda una dimensión
humana de la “educación como práctica de la libertad”, lo que en régimen de
dominación sólo se puede producir y desarrollar en la dinámica de una
“pedagogía del oprimido”.
Las técnicas de dicho método acaban por ser la esterilización pedagógica
del proceso en que el hombre constituye y conquista, históricamente, su propia
forma: la pedagogía se hace antropología. Esa conquista no se iguala al
crecimiento espontáneo de los vegetales: se implica en la ambigüedad de la
condición humana, se complica en las contradicciones de la aventura histórica,
se explica, o mejor dicho, intenta explicarse en la continua recreación de un
mundo que, al mismo tiempo, obstaculiza y provoca el esfuerzo de la
superación liberadora de la conciencia humana. La antropología acaba por
exigir y comandar una política.
Es lo que pretendemos insinuar en tres chispazos. Primero: el movimiento
interno que unifica los elementos del método y los excede en amplitud de
humanismo pedagógico. Segundo; ese movimiento reproduce y manifiesta el
proceso histórico en que el hombre se reconoce. Tercero: los posibles rumbos
de ese proceso son proyectos posibles y, por consiguiente, la concienciación no
sólo es conocimiento o reconocimiento, sino opción, decisión, compromiso.
Las técnicas del método de alfabetización de Paulo Freire, aunque valiosas
en sí, tomadas aisladamente no dicen nada del método mismo. Tampoco se
juntaron eclécticamente según un criterio de simple eficiencia técnicopedagógica.
Inventadas o reinventadas en una sola dirección del pensamiento,
resultan de la unidad que se trasluce en la línea axial del método y señala el
sentido y el alcance de su humanismo: alfabetizar es concienciar.
Un mínimo de palabras con una máxima polivalencia fonémica es el punto
de partida para la conquista del universo vocabular. Estas palabras, oriundas
del propio universo vocabular del alfabetizando, una vez transfiguradas por la
critica, retornan a él en acción transformadora del mundo. ¿Cómo salen de su
universo y cómo vuelven a él?
Una investigación previa explora el universo de las palabras habladas en
el medio cultural del alfabetizando. De ahí se extraen los vocablos de más ricas
posibilidades fonémicas y de mayor carga semántica. Ellos no sólo permiten un
rápido dominio del universo de la palabra escrita sino también el compromiso
más eficaz (“engajamento”) de quien los pronuncia, con la fuerza pragmática
que instaura y transforma el mundo humano.
Estas palabras son llamadas generadoras porque, a través de la
combinación de sus elementos básicos, propician la formación de otras. Como
palabras del universo vocabular del alfabetizando, son significadores
constituidas en sus comportamientos, que configuran situaciones existenciales
o se configuran dentro de ellas. Tales significaciones son codificadas
plásticamente en cuadros, diapositivas, films, etc., representativos de las
respectivas situaciones que, de la experiencia vivida del alfabetizando, pasan al
mundo de los objetos. El alfabetizando gana distancia para ver su experiencia,
“ad-mira”. En ese mismo instante, comienza a descodificar.
La descodificación es análisis y consecuente reconstitución de la situación
vivida: reflejo, reflexión y apertura de posibilidades concretas de pasar más
allá. La inmediatez de la experiencia, mediada por la objetivación se hace
lúcida, interiormente, en reflexión a si misma y crítica anunciadora de nuevos
proyectos existenciales. Lo que antes era enclaustrado, poco a poco se va
abriendo; “la conciencia pasa a escuchar los llamados que la convocan siempre
más allá de sus limites: se hace critica”.
Al objetivar su mundo, el alfabetizando se reencuentra en él,
reencontrándose con los otros y en los otros, compañeros de su pequeño
“circulo de cultura”. Se encuentran y reencuentran todos en el mismo mundo
común y, de la coincidencia de las intenciones que los objetivan, surgen la
comunicación, el diálogo que critica y promueve a los participantes del círculo.
Así juntos recrean críticamente su mundo: lo que antes los absorbía, ahora lo
pueden ver al revés. En el círculo de cultura, en rigor, no se enseña, se aprende
con “reciprocidad de conciencias”; no hay profesor, sino un coordinador, que
tiene por función dar las informaciones solicitadas por los respectivos
participantes y propiciar condiciones favorables a la dinámica del grupo,
reduciendo al mínimo su intervención directa en el curso del diálogo.
La “codificación” y la “descodificación” permiten al alfabetizando integrar
la significación de las respectivas palabras generadoras en su contexto
existencial: él la redescubre en un mundo expresado por su comportamiento.
Cobra conciencia de la palabra como significación que se constituye en su
intención significante, coincidente con intenciones de otros que significan el
mismo mundo. Este, el mundo, es el lugar de encuentro de cada uno consigo
mismo y con los demás.
A esta altura del proceso, la respectiva palabra generadora puede ser, ella
misma, objetivada como combinación de fonemas susceptibles de
representación gráfica. El alfabetizando ya sabe que la lengua también es
cultura, de que el hombre es sujeto: se siente desafiado a develar los secretos
de su constitución a partir de la construcción de sus palabras, también ellas
construcción de su mundo. Para ese efecto, como también para la
descodificación de las situaciones significativas por las palabras generadoras es
de particular interés la etapa preliminar del método, que aún no habíamos
mencionado. En esta etapa, el grupo descodifica varias unidades básicas,
codificaciones sencillas y sugestivas, que dialógicamente descodificadas, van
redescubriendo al hombre como sujeto de todo proceso histórico de la cultura
y, obviamente, también de la cultura letrada. Lo que el hombre habla y escribe,
y cómo habla y escribe, es todo expresión objetiva de su espíritu. Por esto, el
espíritu puede rehacer lo hecho, en este redescubrir el proceso que lo hace y lo
rehace.
Así, al objetivar una palabra generadora (primero entera y después
descompuesta en sus elementos silábicos) el alfabetizando ya está motivado
para no sólo buscar el mecanismo de su recomposición y de la composición de
nuevas palabras, sino también para escribir su pensamiento. La palabra
generadora, aunque objetivada en su condición de simple vocablo escrito, no
puede liberarse nunca más de su dinamismo semántico y de su fuerza
pragmática, de que el alfabetizando tomó conciencia en la respectiva
descodificación critica.
No se dejará, entonces, aprisionar por los mecanismos de la composición
vocabular. Y buscará nuevas palabras, no para coleccionarlas en la memoria,
sino para decir y escribir su mundo, su pensamiento, para contar su historia.
Pensar el mundo es juzgarlo; la experiencia de los círculos de cultura muestra
que el alfabetizando, al comenzar a escribir libremente, no copia palabras sino
expresa juicios. Estos, de cierta manera, intentan reproducir el movimiento de
su propia experiencia; el alfabetizando, al darles forma escrita, va asumiendo
gradualmente la conciencia de testigo de una historia de que se sabe autor. En
la medida en que se percibe testigo de su historia, su conciencia se hace
reflexivamente más responsable de esa historia.
El método Paulo Freire no enseña a repetir palabras ni se restringe a
desarrollar la capacidad de pensarlas según las exigencias lógicas del discurso
abstracto; simplemente coloca al alfabetizando en condiciones de poder
replantearse críticamente las palabras de su mundo, para, en la oportunidad
debida, saber y poder decir su palabra.
Esto es porque, en una cultura letrada, ese alfabetizando aprende a leer y
a escribir, pero la intención última con que lo hace va más allá de la mera
alfabetización. Atraviesa y anima toda la empresa educativa, que no es sino
aprendizaje permanente de ese esfuerzo de totalización jamás acabado, a través
del cual el hombre intenta abrazarse íntegramente en la plenitud de su forma.
Es la misma dialéctica en que cobra existencia el hombre. Mas, para asumir
responsablemente su misión de hombre, ha de aprender a decir su palabra,
porque, con ella, se constituye a si mismo y a la comunión humana en que él
se constituye; instaura el mundo en que él se humaniza, humanizándolo.
Con la palabra el hombre se hace hombre. Al decir su palabra, el hombre
asume conscientemente su esencial condición humana. El método que le
propicia ese aprendizaje abarca al hombre todo, y sus principios fundan toda la
pedagogía, desde la alfabetización hasta los más altos niveles del quehacer
universitario.
La educación reproduce de este modo, en su propio plano, la estructura
dinámica y el movimiento dialéctico del proceso histórico de producción del
hombre. Para el hombre, producirse es conquistarse, conquistar su forma
humana. La pedagogía es antropología.
Todo fue resumido por una simple mujer del pueblo en un circulo de
cultura, delante de una situación presentada en un cuadro: “Me gusta discutir
sobre esto porque vivo así. Mientras vivo no veo. Ahora sí, observo cómo vivo”.
La conciencia es esa misteriosa y contradictoria capacidad que el hombre
tiene de distanciarse de las cosas para hacerlas presente., inmediatamente
presentes. Es la presencia que tiene el poder de hacer presente; no es
representación, sino una condición de presentación. Es un comportarse del
hombre frente al medio que lo envuelve, transformándolo en mundo humano.
Absorbido por el medio natural, responde a estímulos; y el éxito de sus
respuestas se mide por su mayor o menor adaptación: se naturaliza. Alejado de
su medio vital, por virtud de la conciencia, enfrenta las cosas, objetivándolas, y
se enfrenta con ellas, que dejan de ser simples estímulos para erigirse en
desafíos. El medio envolvente no lo cierra, lo limita; lo que supone la conciencia
del más allá del límite. Por esto, porque se proyecta intencionalmente más allá
del límite que intenta encerrarla, la conciencia puede desprenderse de él,
liberarse y objetivar, transustanciado, el medio físico en mundo humano.
La “hominización” no es adaptación: el hombre no se naturaliza,
humaniza al mundo. La “hominización” no es sólo un proceso biológico, sino
también historia.
La intencionalidad de la conciencia humana no muere en la espesura de
un envoltorio sin reverso. Ella tiene dimensión siempre mayor que los
horizontes que la circundan. Traspasa más allá de las cosas que alcanza y,
porque las sobrepasa, puede enfrentarlas como objetos.
La objetividad de los objetos se constituye en la intencionalidad de la
conciencia, pero, paradójicamente, ésta alcanza en lo objetivado lo que aún no
se objetivó: lo objetivable. Por lo tanto, el objeto no es sólo objeto sino, al
mismo tiempo, problema: lo que está enfrente, como obstáculo e interrogación.
En la dialéctica constituyente de la conciencia, en que ésta se acaba de hacer
en la medida en que hace al mundo, la interrogación nunca es pregunta
exclusivamente especulativa: en el proceso de totalización de la conciencia, es
siempre provocación que la incita a totalizarse. El mundo es espectáculo, pero
sobre todo convocación. Y, como la conciencia se constituye necesariamente
como conciencia del mundo, ella es pues, simultánea e implícitamente,
presentación y elaboración del mundo.
La intencionalidad trascendental de la conciencia le permite retroceder
indefinidamente sus horizontes Y. dentro de ellos, sobrepasar los momentos y
las situaciones que intentan retenerla y enclaustrarla. Liberada por la fuerza
de su impulso trascendentalizante, puede volver reflexivamente sobre tales
situaciones y momentos, para juzgarlos y juzgarse. Por esto es capaz de crítica.
La reflexividad es la raíz de la objetivación. Si la conciencia se distancia del
mundo y lo objetiva, es porque su intencionalidad trascendental la hace
reflexiva. Desde el primer momento de su constitución, al objetivar su mundo
originario, ya es virtualmente reflexiva. Es presencia y distancia del mundo: la
distancia es la condición de la presencia. Al distanciarse del mundo,
constituyéndose en la objetividad, se sorprende ella misma en su subjetividad.
En esa línea de entendimiento, reflexión y mundo, subjetividad y objetividad no
se separan: se oponen, implicándose dialécticamente. La verdadera reflexión
crítica se origina y se dialectiza en la interioridad de la “praxis” constitutiva del
mundo humano; reflexión que también es “praxis”.
Distanciándose de su mundo vivido, problematizándolo, “descodificándolo”
críticamente, en el mismo movimiento de la conciencia, el hombre se
redescubre como sujeto instaurador de ese mundo de su experiencia. AI
testimoniar objetivamente su historia, incluso la conciencia ingenua acaba por
despertar críticamente, para identificarse como personaje que se ignoraba,
siendo llamada a asumir su papel. La conciencia del mundo y la conciencia de
sí crecen juntas y en razón directa; una es la luz interior de la otra, una
comprometida con otra. Se evidencia la intrínseca correlación entre
conquistarse, hacerse más uno mismo, y conquistar el mundo, hacerlo más
humano. Paulo Freire no inventó al hombre; sólo piensa y practica un método
pedagógico que procura dar al hombre la oportunidad de redescubrirse
mientras asume reflexivamente el propio proceso en que él se va descubriendo,
manifestando y configurando: “método de concienciación”.
Pero nadie cobra conciencia separadamente de los demás. La conciencia
se constituye como conciencia del mundo. Si cada conciencia tuviera su
mundo, las conciencias se ubicarían en mundos diferentes y separados, cual
nómadas incomunicables. Las conciencias no se encuentran en el vacío de sí
mismas, porque la conciencia es siempre, radicalmente, conciencia del mundo.
Su lugar de encuentro necesario es el mundo que, si no fuera originariamente
común, no permitiría la comunicación. Cada uno tendrá sus propios caminos
de entrada en este mundo común, pero la convergencia de las intenciones que
la significan es la condición de posibilidad de las divergencias de los que, en él,
se comunican. De no ser así, los caminos serían paralelos e intraspasables, las
conciencias no son comunicantes porque se comunican; al contrario, se
comunican porque son comunicantes. La intersubjetividad de las conciencias
es tan originaria cuanto su mundanidad o su subjetividad. En términos
radicales, podríamos decir, en lenguaje ya no fenomenológico, que la
intersubjetividad de las conciencias es la progresiva concienciación, en el
hombre, del “parentesco ontológico” de los seres en el ser. Es el mismo misterio
que nos invade y nos envuelve, encubriéndose y descubriéndose en la
ambigüedad de nuestro cuerpo consciente.
En la constitución de la conciencia, mundo y conciencia se presentan
como conciencia del mundo o mundo consciente y, al mismo tiempo, se oponen
como conciencia de sí y conciencia del mundo. En la intersubjetividad, las
conciencias también se ponen como conciencias de un cierto mundo común y,
en ese mismo mundo, se oponen como conciencia de sí y conciencia de otro.
Nos comunicamos en la oposición, única vía de encuentro para conciencias que
se constituyen en la mundanidad y en la intersubjetividad.
El monólogo, en cuanto aislamiento, es la negación del hombre. Es el
cierre de la conciencia mientras que la conciencia es apertura. En la soledad,
una conciencia que es conciencia del mundo, se adentra en sí, adentrándose
más en su mundo que, reflexivamente, se hace más lúcida mediación de la
inmediatez intersubjetiva de las conciencias. La soledad y no el aislamiento,
sólo se mantiene en cuanto se renueva y revigoriza en condiciones de diálogo.
El diálogo fenomenaliza e historiza la esencial intersubjetividad humana;
él es relacional y en él nadie tiene la iniciativa absoluta. Los dialogantes
“admiran” un mismo mundo; de él se apartan y con él coinciden: en él se
ponen y se oponen. Vemos que, de este modo, la conciencia adquiere existencia
y busca planificarse. El diálogo no es un producto histórico, sino la propia
historización. Es, pues, el movimiento constitutivo de la conciencia que,
abriéndose a la finitud, vence intencionalmente las fronteras de la finitud e,
incesantemente, busca reencontrarse más allá de sí misma. Conciencia del
mundo, se busca ella misma en un mundo que es común; porque este mundo
es común, buscarse a sí misma es comunicarse con el otro. El aislamiento no
personaliza porque no socializa. Mientras más se intersubjetiva, más densidad
subjetiva gana el sujeto.
La conciencia y el mundo no se estructuran sincrónicamente en una
conciencia estática del mundo: visión y espectáculo. Esa estructura se
funcionaliza diacrónicamente en una historia. La conciencia humana busca
conmensurarse a sí misma en un movimiento que transgrede, continuamente,
todos sus límites. Totalizándose más allá de sí misma, nunca llega a totalizarse
enteramente, pues siempre se trasciende a sí misma. No es la conciencia vacía
del mundo que se dinamiza, ni el mundo es simple proyección del movimiento
que la constituye como conciencia humana. La conciencia es conciencia del
mundo: el mundo y la conciencia, juntos, como conciencia del mundo, se
constituyen dialécticamente en un mismo movimiento, en una misma historia.
En otras palabras: objetivar el mundo es historizarlo, humanizarlo. Entonces,
el mundo de la conciencia no es creación sino elaboración humana. Ese mundo
no se constituye en la contemplación sino en el trabajo.
En la objetivación aparece, pues, la responsabilidad histórica del sujeto.
Al reproducirla críticamente, el hombre se reconoce como sujeto que elabora el
mundo; en él, en el mundo, se lleva a cabo la necesaria mediación del
autorreconocimiento que lo personaliza y le hace cobrar conciencia, como autor
responsable de su propia historia. El mundo se vuelve proyecto humano: el
hombre se hace libre. Lo que parecería ser apenas visión es, efectivamente,
“provocación”; el espectáculo, en verdad, es compromiso.
Si el mundo es el mundo de las conciencias intersubjetivas, su
elaboración forzosamente ha de ser colaboración. El mundo común mediatiza
la originaria intersubjetivación de las conciencias: el autorreconocimiento se
“plenifica” en el reconocimiento del otro; en el aislamiento la conciencia se
“nadifica”. La intersubjetividad, en que las conciencias se enfrentan, se
dialectizan, se promueven, es la tesitura del proceso histórico de
humanización. Está en los orígenes de la “hominización” y contiene las
exigencias últimas de la humanización. Reencontrarse como sujeto y liberarse
es todo el sentido del compromiso histórico. Ya la antropología sugiere que la
“praxis”, si es humana y humanizadora, es “práctica de la libertad”.
El círculo de cultura, en el método Paulo Freire, revive la vida en
profundidad crítica. La conciencia emerge del mundo vivido, lo objetiva, lo
problematiza, lo comprende como proyecto humano. En diálogo circular,
intersubjetivándose más y más, va asumiendo críticamente el dinamismo de su
subjetividad creadora. Todos juntos, en círculo, y en colaboración, reelaboran
el mundo, y al reconstruirlo, perciben que, aunque construido también por
ellos, ese mundo no es verdaderamente de ellos y para ellos. Humanizado por
ellos, ese mundo los humaniza. Las manos que lo hacen no son las que lo
dominan. Destinado a liberarlos como sujetos, los esclaviza como objetos.
Reflexivamente, retoman el movimiento de la conciencia que los constituye
sujetos, desbordando la estrechez de las situaciones vividas; resumen el
impulso dialéctico de la totalización histórica. Hechos presentes como objetos
en el mundo de la conciencia dominadora, no se daban cuenta de que también
eran presencia que hace presente un mundo que no es de nadie, porque
originalmente es de todos. Restituida en su amplitud, la conciencia se abre
para la “práctica de la libertad”: el proceso de “hominización”, desde sus
oscuras profundidades, va adquiriendo la traslucidez de un proyecto de
humanización. No es crecimiento, es historia: áspero esfuerzo de superación
dialéctica de las contradicciones que entretejen el drama existencial de la
finitud humana. El Método de Concienciación de Paulo Freire rehace
críticamente ese proceso dialéctico de historización. Como todo buen método
pedagógico, no pretende ser un método de enseñanza sino de aprendizaje; con
él, el hombre no crea su posibilidad de ser libre sino aprende a hacerla efectiva
y a ejercerla. La pedagogía acepta la sugerencia de la antropología: se impone
pensar y vivir “la educación como práctica de la libertad”.
No fue por casualidad que este método de concienciación se haya
originado como método de alfabetización. La cultura letrada no es una
invención caprichosa del espíritu; surge en el momento de la cultura, como
reflexión de si misma, consigue decirse a sí misma, de manera definida, clara y
permanente. La cultura marca la aparición del hombre en el largo proceso de la
evolución cósmica. La esencia humana cobra existencia autodescubriéndose
como historia. Pero esa conciencia histórica, al objetivarse, se sorprende
reflexivamente a sí misma, pasa a decirse, a tornarse conciencia historiadora; y
el hombre es conducido a escribir su historia. Alfabetizarse es aprender a leer
esa palabra escrita en que la cultura se dice, y diciéndose críticamente, deja de
ser repetición intemporal de lo que pasó, para temporalizarse, para concienciar
su temporalidad constituyente, que es anuncio y promesa de lo que ha de
venir. El destino, críticamente, se recupera como proyecto.
En este sentido, alfabetizarse no es aprender a repetir palabras, sino a
decir su palabra, creadora de cultura. La cultura de las letras tiñe de
conciencia la cultura; la conciencia historiadora automanifiesta a la conciencia
su condición esencial de conciencia histórica. Enseñar a leer las palabras
dichas y dictadas es una forma de mistificar las conciencias,
despersonalizándolas en la repetición —es la técnica de la propaganda
masificadora. Aprender a decir su palabra es toda la pedagogía, y también toda
la antropología.
La “hominización” se opera en el momento en que la conciencia gana la
dimensión de la trascendentalidad. En ese instante, liberada del medio
envolvente, se despega de él, lo enfrenta, en un comportamiento que la
constituye como conciencia del mundo. En ese comportamiento, las cosas son
objetivadas, esto es, significadas y expresadas —el hombre las dice. La palabra
instaura el mundo del hombre La palabra, como comportamiento humano,
significante del mundo, no sólo designa a las cosas, las transforma; no es sólo
pensamiento, es “praxis”. Así considerada, la semántica es existencia y la
palabra viva se plenifica en el trabajo.
Expresarse, expresando el mundo, implica comunicarse. A partir de la
intersubjetividad originaria, podríamos decir que la palabra, más que
instrumento, es origen de la comunicación. La palabra es esencialmente
diálogo. En esta línea de entendimiento, la expresión del mundo se
consustancia en elaboración del mundo y la comunicación en colaboración. Y
el hombre sólo se expresa convenientemente cuando colabora con todos en la
construcción del mundo común; sólo se humaniza en el proceso dialógico de la
humanización del mundo. La palabra, por ser lugar de encuentro y de
reconocimiento de las conciencias, también lo es de reencuentro y de
reconocimiento de sí mismo. Se trata de la palabra personal, creadora, pues la
palabra repetida es monólogo de las conciencias que perdieron su identidad,
aisladas, inmersas en la multitud anónima y sometidas a un destino que les es
impuesto y que no son capaces de superar, con la decisión de un proyecto.
Es verdad: ni la cultura iletrada es la negación del hombre ni la cultura
letrada llegó a ser su plenitud. No hay hombre absolutamente inculto: el
hombre “se hominiza” expresando y diciendo su mundo. Ahí comienza la
historia y la cultura. Más, el primer instante de la palabra es terriblemente
perturbador: hace presente el mundo a la conciencia y, al mismo tiempo, lo
distancia. El enfrentamiento con el mundo es amenaza y riesgo. El hombre
sustituye el envoltorio protector del medio natural por un mundo que lo
provoca y desafía. En un comportamiento ambiguo, mientras ensaya el
dominio técnico de ese mundo, intenta volver a su seno, sumergirse en él,
enredándose en la indistinción entre palabra y cosa. La palabra,
primitivamente, es mito.
Dentro del mito, y como condición suya, el “logos” humano va
conquistando primacía con la inteligencia de las manos que transforman al
mundo. Los comienzos de esa historia aún son mitología: el mito es objetivado
por la palabra que lo dice. La narración del mito, entretanto, objetivando el
mundo mítico y así entreviendo su contenido racional, acaba por devolver a la
conciencia la autonomía de la palabra, distinta de las cosas que ella significa y
transforma. En esa ambigüedad con que la conciencia hace su mundo,
apartándolo de sí, en el distanciamiento objetivamente que lo hace presente
como mundo consciente, la palabra adquiere la autonomía que la hace
disponible para ser recreada en la expresión escrita. Aunque no haya sido un
producto arbitrario del espíritu inventivo del hombre, la cultura letrada es un
epifenómeno de la cultura que, al actualizar su reflexividad virtual, encuentra
en la palabra escrita una manera más firme y definida de decirse, esto es, de
existenciarse discursivamente en la “praxis” histórica. Podemos concebir la
superación de las letras; lo que en todo caso quedará es el sentido profundo
que la cultura letrada manifiesta: escribir no es conversar y repetir la palabra
dicha, sino decirla con la fuerza reflexiva que a su autonomía le da la fuerza
ingénita que la hace instauradora del mundo de la conciencia, creadora de
cultura.
Con el método de Paulo Freire, los alfabetizandos parten de algunas pocas
palabras, que les sirven para generar su universo vocabular. Pero antes,
cobran conciencia del poder creador de esas palabras, pues son ellas quienes
gestan su mundo. Son significaciones que se constituyen como historia, de la
que los alfabetizandos se perciben sujetos, hasta entonces, tal vez, ignorados
por sí mismos, mistificados o masificados por la dominación de las conciencias.
Son significaciones que se constituyen en comportamientos suyos; por tanto,
significaciones del mundo, pero también suyas. De este modo, al visualizar la
palabra escrita, en su ambigua autonomía, ya están conscientes de la dignidad
de que ella es portadora. La alfabetización no es un juego de palabras, sino la
conciencia reflexiva de la cultura, la reconstrucción crítica del mundo humano,
la apertura de nuevos caminos, el proyecto histórico de un mundo común, el
coraje de decir su palabra.
La alfabetización, por todo esto, es toda la pedagogía: aprender a leer es
aprender a decir su palabra. Y la palabra humana imita a la palabra divina: es
creadora.
La palabra se entiende aquí como palabra y acción; no es el término que
señala arbitrariamente un pensamiento que, a su vez, discurre separado de la
existencia. Es significación producida por la “praxis”, palabra cuya
discursividad fluye en la historicidad, palabra viva y dinámica, y no categoría
inerte y exánime. Palabra que dice y transforma el mundo.
La palabra viva es diálogo existencial. Expresa y elabora el mundo en
comunicación y colaboración. El diálogo auténtico —reconocimiento del otro y
reconocimiento de si en el otro— es decisión y compromiso de colaborar en la
construcción del mundo común. No hay conciencias vacías; por esto, los
hombres no se humanizan sino humanizando el mundo.
En lenguaje directo: los hombres se humanizan, trabajando juntos para
hacer del mundo, cada vez más, la mediación de conciencias que cobran
existencia común en libertad. A los que construyen juntos el mundo humano
compete asumir la responsabilidad de darle dirección. Decir su palabra
equivale a asumir conscientemente, como trabajador, la función de su-jeto de
su historia, en colaboración con los demás trabajadores: el pueblo.
Al pueblo le cabe decir la palabra de mando en el proceso históricocultural.
Si la dirección racional de tal proceso ya es política, entonces
concienciar es politizar. Y la cultura popular se traduce por política popular; no
hay cultura del pueblo sin política del pueblo.
El método de Paulo Freire es, fundamentalmente, un método de cultura
popular; da conciencia y politiza. No absorbe lo político en lo pedagógico ni
enemista la educación con la política. Las distingue sí, pero en la unidad del
mismo movimiento en que el hombre se historiza y busca reencontrarse, esto
es, busca ser libre. No tiene la ingenuidad de suponer que la educación, y sólo
ella, decidirá los rumbos de la historia, si no tiene, con todo, el coraje suficiente
para afirmar que la educación verdadera trae a la conciencia las
contradicciones del mundo humano, sean estructurales, supraestructurales o
interestructurales, contradicciones que impelen al hombre a ir adelante. Las
contradicciones concienciadas no le dan más descanso sino que vuelven
insoportable la acomodación. Un método pedagógico de concienciación alcanza
las últimas fronteras de lo humano. Y como el hombre siempre las excede, el
método también lo acompaña. Es “la educación como práctica de la libertad”.
En un régimen de dominación de conciencias, en que los que más
trabajan menos pueden decir su palabra, yen que inmensas multitudes ni
siquiera tienen condiciones para trabajar, los dominadores mantienen el
monopolio de la palabra, con que mistifican, masifican y dominan. En esa
situación, los dominados, para decir su palabra, tienen que luchar para
tomarla. Aprender a tomarla de los que la retienen y niegan a los demás, es un
difícil pero imprescindible aprendizaje: es “la pedagogía del oprimido”.

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Notas:
1- Educação como práctica da liberdade, Ed. Paz e Terra, Rio, 1967. 150 pp. Véase edición en
español: Editorial Tierra Nueva, Montevideo. 1969, 2a edición. 1970. Pedagogía del oprimido,
Ed. Tierra Nueva y Siglo XXI Argentina Editores, Buenos Aires, 1972.