Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres contin.3

Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres

Ahora podemos terminar en el mismo punto por el que habíamos comenzado, es decir, por el concepto de una voluntad absolutamente buena. La voluntad es absolutamente buena cuando no puede ser mala y, por consiguiente, cuando su máxima no puede contradecirse nunca al ser transformada en ley universal. Este principio es también su ley suprema: obra siempre según una máxima que puedas querer al mismo tiempo que su universalidad sea ley. Ésta es la única condición bajo la cual una voluntad no puede estar nunca en contradicción consigo misma, y este imperativo es categórico. Puesto que la validez de la voluntad, como ley universal para acciones posibles, acepta una analogía con el enlace universal de la existencia de las cosas según leyes universales, que es en general lo formal de la naturaleza, resulta que el imperativo categórico también puede expresarse de la siguiente manera: obra según máximas que, al mismo tiempo, puedan tener por objeto presentarse como leyes naturales universales . Así está constituida la fórmula de una voluntad absolutamente buena.

La naturaleza racional se distingue de las demás en que se pone un fin a sí misma, y éste sería la materia de toda buena voluntad. Pero como en la idea de una voluntad absolutamente buena sin condición limitativa (alcanzar este o aquel fin) hay que hacer completa abstracción de todo fin a realizar (aquel que cada voluntad llevaría a cabo más o menos bien), resulta que el fin no debe pensarse aquí como un fin a realizar sino como un fin independiente y, por tanto, de modo negativo, es decir, como un fin contra el cual no debe obrarse nunca y que no debe, en consecuencia, apreciarse como simple medio sino siempre, al mismo tiempo, como un fin de todo querer. Este fin no puede ser otra cosa que el fundamento (29) de todos los demás fines posibles, pues es también el fundamento de una posible voluntad absolutamente buena que no puede colocarse en función de ningún otro objeto sin caer en una contradicción. El principio trata a todo ser racional (a sí mismo y a los demás) de tal modo que en tu máxima tal ser valga al mismo tiempo como fin en sí es idéntico, en el fondo, al principio obra según una máxima que contenga en sí misma su validez universal para todo ser racional , pues si en el uso de los medios para todo fin yo debo limitar mi máxima a la condición de su validez universal como ley para todo sujeto, esto equivale a que el sujeto de los fines, es decir, el ser racional mismo, no debe nunca fundamentar las máximas de sus acciones como si fueran un simple medio, sino como constituyendo la suprema condición limitativa en la utilización de los medios, o sea, siempre y al mismo tiempo como un fin.

Ahora bien, de aquí se sigue sin discusión que todo ser racional como fin en sí mismo debe poderse considerar, con respecto a todas las leyes a que pudiera estar sometido, legislador universal, porque justamente esa aptitud de sus máximas para la legislación universal lo distingue como fin en sí mismo, al igual que su dignidad (prerrogativa) sobre todos los simples seres naturales lleva consigo el tomar siempre sus máximas desde su propio punto de vista, y, al mismo tiempo desde el de los demás seres racionales como legisladores (que por eso se llaman personas) Y de esta manera es posible un mundo de seres racionales (mundus intelligibilis) como reino de los fines por la propia legislación de todas las personas que son miembros de él. Por consiguiente, todo ser racional debe obrar como si fuera por sus máximas un miembro legislador en el reino universal de los fines. El principio formal de tales máximas es: obra como si tu máxima debiera servir al mismo tiempo de ley universal para todos los seres racionales. Un reino de los fines sólo es posible, pues, por analogía con un reino de la naturaleza: aquél, según máximas, es decir, reglas que se pone a sí mismo; éste, según leyes de causas eficientes mecánicas. No obstante, al conjunto de la naturaleza, aunque es considerado una máquina, se le da el nombre de reino de la naturaleza en cuanto que tiene referencia a los seres racionales como fines suyos. Tal reino de los fines sería realmente realizado por máximas, cuya regla prescribe el imperativo categórico a todos los seres racionales, si tales máximas fueran seguidas universalmente. Ahora bien, aunque el ser racional no puede contar con que, porque él mismo siga puntualmente esa máxima, por eso mismo los demás habrán de ser fieles a la misma; aunque tampoco puede contar con que el reino de la naturaleza y la ordenación finalista que contiene (y en la que él mismo está incluido) habrán de coincidir con un posible reino de los fines realizado por él mismo y satisfacer así su esperanza de felicidad, etc., sin embargo, la ley que dicta obra siguiendo las máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de fines conserva toda su fuerza porque manda categóricamente. Y aquí justamente está la paradoja: en que solamente la dignidad del hombre como naturaleza racional, sin considerar ningún otro fin o provecho a conseguir por ella, es decir, sólo el respeto por una pura idea debe servir, no obstante, como ineludible precepto de la voluntad, y precisamente en esta independencia de la máxima con respecto a todos los demás estímulos consiste su grandeza, así como la dignidad de todo sujeto racional consiste en ser miembro legislador en un reino de fines, puesto que de otro modo, tendría que representarse solamente como sometido a la ley natural de sus necesidades.

Aun cuando el reino de la naturaleza y el reino de los fines fuesen pensados como reunidos en un solo rector supremo y, de esta manera, el reino de los fines no fuera una simple idea sino algo verdaderamente real, ello proporcionaría, sin duda, a la dignidad del hombre como ser racional el refuerzo de un poderoso motor, pero nunca aumentaría su valor interno, pues independientemente de tal cosa ese mismo legislador único y absoluto debería ser representado según la forma en que juzga el valor de los seres racionales en función de la conducta desinteresada que les prescribe única y exclusivamente aquella idea. La esencia de las cosas no se altera por sus relaciones externas y lo que, sin pensar en estas últimas, constituye el valor absoluto del hombre ha de ser precisamente lo que sirva para juzgarle, sea quien sea el que le juzgue, aun el mismo ser supremo. La moralidad, por consiguiente, es la relación de las acciones con la autonomía de la voluntad, es decir, con una posible legislación universal por medio de sus máximas. Aquella acción que pueda resultar compatible con la autonomía de la voluntad es una acción permitida, mientras que la que no es compatible es una acción prohibida. La voluntad cuyas máximas concuerdan necesariamente con las leyes de la autonomía es una voluntad santa absolutamente buena. La dependencia en que una voluntad no absolutamente buena se halla con respecto al principio de la autonomía (la constricción moral) constituye una obligación. Esta última no puede referirse, lógicamente, a un ser santo. La necesidad objetiva de una acción obligatoria se llama deber .

Por lo que antecede resulta fácil explicar cómo sucede que, aunque bajo el concepto de deber pensamos una sumisión a la ley, nos representamos, no obstante, cierta grandeza y dignidad en aquella persona que cumple todos sus deberes, y si, desde luego, no hay en ella ninguna grandeza en cuanto que está sometida a la ley moral, sí la hay en cuanto que es al mismo tiempo legisladora, única causa por la que está sometida a la ley. También hemos mostrado más arriba cómo ni el miedo ni la inclinación sino sólo el respeto a la ley moral es el resorte que puede dar valor moral a la acción. Nuestra propia voluntad en cuanto que obra solamente bajo la condición de una posible legislación universal, esa voluntad posible para nosotros en la idea, es el objeto propio del respeto, y la dignidad de la humanidad consiste precisamente en esa capacidad de ser legisladora universal, aunque bajo la condición de estar al mismo tiempo sometida a esa legislación.

la autonomía de la voluntad como supremo principio de la moralidad

La autonomía de la voluntad es el estado por el cual ésta es una ley para sí misma, independientemente de cómo están constituidos los objetos del querer. En este sentido, el principio de la autonomía no es más que elegir de tal manera que las máximas de la elección del querer mismo sean incluidas al mismo tiempo como leyes universales. Que esta regla práctica es un imperativo, es decir, que la voluntad de todo ser racional está vinculada necesariamente a tal regla como su condición, es algo que por el mero análisis de los conceptos integrantes en esta afirmación no puede demostrarse, pues es una proposición sintética. Habría que salirse del conocimiento de los objetos y pasar a una crítica del sujeto, es decir, a una crítica de la razón pura práctica, ya que, al mandar apodícticamente, esa proposición práctica debe poder ser conocida de un modo completamente a priori. Mas este asunto no pertenece propiamente al presente capítulo. En cambio, sí puede mostrarse muy bien, por medio de un simple análisis de los conceptos de la moralidad, que el citado principio de autonomía es el único principio de la moral, pues de esa manera se halla que debe ser un imperativo categórico, que, no obstante, no manda ni más ni menos que esa autonomía justamente.

la heteronomía de la voluntad

como origen de todos los principios legítimosde la moralidad

Cuando la voluntad busca la ley que ha de determinarla en algún otro lugar diferente a la aptitud de sus máximas para su propia legislación universal y, por lo tanto, sale fuera de sí misma a buscar esa ley en la constitución de alguno de sus objetos, se produce entonces, sin lugar a dudas, heteronomía. No es entonces la voluntad la que se da a sí misma la ley, sino que es el objeto, por su relación con la voluntad, el encargado de dar tal ley. Ya sea que descanse en la inclinación, ya sea que lo haga en representaciones de la razón, esta relación no hace posibles más que imperativos hipotéticos, tales como debo hacer esto o lo otro porque quiero alguna otra cosa . En cambio, el imperativo moral, o., lo que es igual, categórico, sostiene: debo obrar de este o de aquel modo al margen absolutamente de lo que yo quiera . Así, por ejemplo, el primero aconseja: no debo menor si quiero conservar la honra , mientras que el segundo me ordena no debo mentir aunque el mentir no me acarree la menor vergüenza . Este último, pues, debe hacer abstracción de todo objeto, hasta el punto de que no tenga el menor influjo sobre la voluntad, y ello para que la razón práctica (voluntad) no sea una simple administradora de unos intereses extraños, sino para que demuestre su propia autoridad imperativa como suprema legislación. Deberé, por ejemplo, fomentar la felicidad ajena no porque me importe algo su existencia (por inclinación inmediata o por alguna satisfacción obtenida por la razón de una manera indirecta), sino solamente porque la máxima que la excluyese no podría concebirse en uno y el mismo querer como ley universal.

división de todos los principios posibles

de la moralidad según el concepto

fundamental ya admitido de la heteronomía

Cuando la razón humana, en éste como en todos sus usos puros, carece de crítica, intenta primero todos los caminos posibles (ilícitos) antes de conseguir entrar en el único camino verdadero.

Todos los principios que pueden adoptarse desde este punto de vista son o empíricos o racionales . Los primeros, derivados del principio de la felicidad, tienen su asiento en el sentimiento ético o en el sentimiento moral; los segundos, derivados del principio de la perfección, se asientan en el concepto racional de dicha perfección como motivación posible (30) , o bien en el concepto de una perfección sustantiva (la voluntad de Dios) como causa determinante de nuestra voluntad.

Los principios empíricos no sirven nunca como fundamentos de leyes morales, pues la universalidad con que deben valer para todos los seres racionales sin distinción, o, lo que es igual, la necesidad práctica incondicionada que por ello mismo les es atribuida, desaparecen cuando el fundamento de dichos principios se deriva de la peculiar constitución de la naturaleza humana o de las circunstancias contingentes en que se coloca. Ahora bien, el principio de la felicidad resulta ser el más rechazable, no sólo porque es falso y porque la experiencia contradice el supuesto de que el bienestar se rige por el buen obrar; no sólo porque no contribuye en nada a fundamentar la moralidad, pues es muy distinto hacer un hombre feliz que un hombre bueno, así como igualar a un hombre astutamente entregado a la búsqueda de su provecho con un hombre dedicado a la práctica de la virtud, sino porque reduce la moralidad a resortes que más bien derriban y aniquilan su elevación, juntando en una misma clase de cosas las motivaciones que impulsan a la virtud con aquellas que empujan al vicio enseñando solamente a hacer bien los cálculos y borrando, en suma, la diferencia específica entre virtud y vicio. En cambio, el sentimiento moral, ese supuesto sentido especial (31) (aunque no puede ser más superficial una apelación a este sentido con la creencia de que quienes no pueden pensar sabrán dirigirse bien por medio del sentir en aquello que se refiere a leyes universales, y aunque ni los sentimientos, que por naturaleza son infinitamente distintos unos de otros en cuanto al grado, dan una pauta estable del bien y del mal, ni puede uno juzgar válidamente a los demás apoyándose en el sentimiento), está, sin embargo, más cerca de la moralidad y su dignidad, pues tributa a la virtud el honor de atribuirle inmediatamente satisfacción y aprecio sin decirle en su cara, por así decir, que no es su belleza, sino el provecho, lo que nos vincula a ella.

Entre los principios racionales de la moralidad es preferible, con mucho, el concepto ontológico de la perfección (por vacuo, indeterminado y, en consecuencia, inutilizable que resulte para poder encontrar, en el inconmensurable campo de toda la realidad posible, la mayor cantidad de bienestar posible para nosotros, y aunque al distinguir específicamente la realidad de que se está hablando aquí de cualquier otra realidad tenga dicho concepto una inevitable propensión a dar vueltas en círculo y no le quede más remedio que suponer de antemano la moralidad que debía explicar); con todo, el concepto ontológico de la perfección es mejor que el concepto teológico, que deriva la moralidad de una voluntad divina perfectísima, y ello no sólo porque no podemos intuir la perfección divina y sólo podemos deducirla de nuestros conceptos, entre los cuales el principal es el de la moralidad, sino porque si no hacemos esto (y hacerlo sería cometer un círculo vicioso en la explicación) no nos queda más concepto de la voluntad divina que el que se deriva de las propiedades de la ambición y el afán de dominio unidas a las terribles representaciones de la fuerza y la venganza, que habrían de formar el fundamento de un sistema de las costumbres radicalmente opuesto al de la moralidad (32) .

Ahora bien, si yo tuviera que elegir entre el concepto del sentimiento moral y el de la perfección en general (ninguno de los dos lesiona la moral, aun cuando no son aptos tampoco para servirle de fundamento), me decidiría en favor del segundo, pues éste, al menos, alejando de la sensibilidad la decisión del asunto y trasladándola al tribunal de la pura razón (aunque éste tampoco puede decidir nada), conserva la idea indeterminada de una voluntad buena en sí, sin falsearla, para una determinación más exacta y precisa.

Además, creo que puedo dispensarme de una refutación minuciosa de estos conceptos. Es tan fácil, tan bien la ven, probablemente, aquellos que por su oficio están obligados a pronunciarse a favor de algunas de estas teorías (pues los oyentes no toleran fácilmente la mera suspensión del juicio), que sería trabajo superfluo proceder a tal refutación. Aquí lo único que nos interesa es saber que estos principios no establecen más que heteronomía de la voluntad como fundamento primero de la moralidad, razón por la cual han de fracasar necesariamente (33) .

Allí donde un objeto de la voluntad es puesto como fundamento para prescribir a la voluntad la regla que ha de determinarla, esta regla no es más que simple heteronomía, y el imperativo se halla condicionado del siguiente modo: hay que obrar de tal o cual modo si se quiere este objeto o porque se quiere este objeto . Por consiguiente, no puede nunca mandar moralmente, o lo que es igual, categóricamente. Ya sea que el imperativo determine la voluntad por medio de la inclinación, como sucede en el principio de la propia felicidad, ya sea que la determine por medio de la razón dirigida a los objetos de nuestra voluntad posible en general como ocurre en el principio de la perfección, resulta que nunca se autodetermina la voluntad de un modo inmediato por la representación de la acción, sino que lo hace sólo por los motivos que actúan sobre la voluntad de cara al efecto previsto en la acción: debo hacer algo porque quiero alguna otra cosa . Y aquí hay que poner como fundamento de mi conducta otra ley según la cual quiero necesariamente esa otra cosa, y esa ley, a su vez, necesita de un imperativo que limite esa máxima. En efecto, puesto que el impulso que ha de ejercer sobre la voluntad del sujeto la representación de un objeto posible para nuestras capacidades y según la natural constitución del sujeto pertenece a la naturaleza de éste (ya sea de la sensibilidad —inclinación o gusto—, ya del entendimiento y la razón, que, según la peculiar disposición de su naturaleza, se aplican sobre un objeto con satisfacción), resulta que quien propiamente establece la ley sería la naturaleza, y esa ley no solamente tiene que ser conocida y demostrada como tal por medio de la experiencia, con lo que sería en sí misma contingente e impropia por ello para expresar una regla práctica apodíctica (como debe hacerlo la ley moral), sino que es siempre mera heteronomía de la voluntad, pues la voluntad no se da a sí misma la ley, sino que la recibe de un impulso extraño a ella a través de la naturaleza del sujeto, es decir, en concreto, por medio de su peculiar receptividad.

Una voluntad absolutamente buena, cuyo principio tiene que ser un imperativo categórico, quedará, pues, indeterminada con respecto a todos los objetos y contendrá sólo la forma del querer en general como autonomía, es decir que la aptitud que posee la máxima de toda buena voluntad de hacerse a sí misma ley universal es la única ley que se autoimpone la voluntad de todo ser racional sin que intervenga como fundamento ningún impulso o interés.

Cómo es posible y por qué es necesaria tal proposición práctica sintética a priori constituye un problema cuya solución no cabe en los límites de una metafísica de las costumbres. Tampoco hemos afirmado aquí su verdad ni hemos presumido de tener una demostración en nuestro poder, sino que nos hemos limitado a exponer, una vez desarrollado en general el concepto de moralidad, el hecho de que una autonomía de la voluntad va inevitablemente implícita en dicho concepto, o, mejor, le sirve de base. Así pues, quien tenga a la moralidad por algo, y no por una idea quimérica desprovista de verdad, tendrá que admitir, asimismo, el citado principio de la misma. Este capítulo ha sido, ciertamente, sólo analítico, igual que el primero. Pero para que la moralidad no sea un vano fantasma (cosa que de suyo se deducirá si el imperativo categórico y con él la autonomía de la voluntad resultan ser verdaderos y absolutamente necesarios como principios a priori) hace falta un uso sintético posible de la razón pura práctica algo que no nos es posible adelantar sin que preceda una crítica de esa facultad. En el último capítulo expondremos sus rasgos principales, pues eso es suficiente para nuestro propósito.

NOTAS

(1) En alemán Urteilskraft . El contexto parece aconsejar una versión algo diferente a la que da Morente, ya que Kant se está refiriendo aquí a simples facultades psicológicas que no tienen nada que ver con la , de la que habla el filósofo en otros lugares.

(2) Morente traduce la expresión kantiana weitere Absicht como “propósito ulterior”. Creemos que la traducción debe añadir el matiz de que una buena voluntad tomada en su sentido puro no puede plantearse propósitos que se hallen fuera de su jurisdicción, por lo que introducimos un criterio, por así decir, espacial y traducimos .

(3) En alemán aufgeklärt , por lo que preferimos mantener el matiz de una educación que, a la manera piagetiana, se limita a estimular el proceso de desarrollo natural del espíritu humano. Morente también recoge dicho matiz traduciendo .

(4) ( Nota de Kant ): Máxima es el principio subjetivo del querer: el principio objetivo (esto es, el que serviría de principio práctico, aun subjetivamente, a todos los seres racionales si la razón tuviera pleno dominio sobre la facultad de desear) es la ley práctica.

(5) ( Nota de Kant ): Podría objetárseme que, bajo el nombre de respeto, busco refugio en un oscuro sentimiento en lugar de dar una solución clara a la cuestión por medio de un concepto racional. Pero aunque el respeto es, efectivamente, un sentimiento, no es un sentimiento recibido del exterior por medio de un influjo, sino espontáneamente autogenerado a través de un concepto de la razón y, por lo tanto, específicamente distinto de todos los sentimientos de la primera clase, que pueden reducirse a inclinación o miedo. Lo que yo reconozco inmediatamente para mí como una ley lo reconozco con respeto, y este respeto significa solamente la conciencia de la subordinación de mi voluntad a una ley, sin la mediación de otros influjos en mi sentir. La determinación inmediata de la voluntad por la ley y la conciencia de la misma se llama respeto, de manera que este es considerado efecto de la ley sobre el sujeto y no causa. Propiamente es respeto la representación de un valor que menoscaba el amor que me tengo a mí mismo. Por consiguiente, es algo que no se considera ni como objeto de la inclinación ni como objeto del temor, aun cuando tiene algo de análogo con ambos a un mismo tiempo. El objeto del respeto es, pues, exclusivamente la ley, esa ley que nos imponemos a nosotros mismos, y, no obstante, como necesaria en sí misma. Como ley que es, estamos sometidos a ella sin tener que consultar al egoísmo. Como impuesta por nosotros mismos es, sin embargo, una consecuencia de nuestra voluntad. En el primer sentido tiene analogía con el miedo; en el segundo, con la inclinación. Todo respeto a una persona es propiamente respeto a la ley (a la honradez, etc.) de la cual esa persona nos da ejemplo. Puesto que la ampliación de nuestro talento la consideramos también como un deber, resulta que ante una persona de talento nos representamos, por decirlo así, el ejemplo de una ley (asemejamos a dicha persona por medio del ejercicio) y ello constituye nuestro respeto. Todo ese llamado interés moral consiste exclusivamente en el respeto a la ley.

(6) En la primera edición Kant había escrito . En esta segunda edición Kant introduce, como vemos, una mayor dosis de cautela recurriendo a la célebre metáfora de la balanza. En todo el escrito kantiano se deja ver un profundo espíritu dialéctico expresado, como en la metáfora de la balanza (presente también en el escrito del año 1766 sobre Schwedenborg), en la actitud de problemática búsqueda de las condiciones de una moralidad a priori .

(7) ( Nota de Kant ): Así como se distinguen la matemática pura y la matemática aplicada, y la lógica pura y la lógica aplicada, pueden distinguirse, si se quiere, la filosofía pura de las costumbres (metafísica) y la filosofía aplicada (sobre todo a la naturaleza humana). Esta distinción nos recuerda inmediatamente que los principios morales no deben fundamentarse en las propiedades de la naturaleza humana, sino que han de subsistir por sí mismos a priori, pero que debe ser posible derivar de esos principios reglas prácticas para toda naturaleza racional y, por lo tanto, también para la naturaleza humana.

(8) ( Nota de Kant ): Poseo una carta del difunto Sulzer en la que este hombre excelente me pregunta cuál puede ser la causa de que las teorías de la virtud por muy convincentes que sean para la razón, resulten, sin embargo, tan poco eficaces. Mi contestación se retrasó a causa de los preparativos que estaba haciendo para darla completa. Pero no es otra más que ésta: los teóricos de la virtud no han depurado sus conceptos y, queriendo hacerlo mejor y acopiando por todas partes causas determinantes del bien moral para hacer enérgica la medicina, terminan por echarla a perder. Pues, en efecto, la más vulgar observación muestra que cuando se representa un acto de honradez realizado con independencia de toda intención de provecho en este mundo o en otro, llevado a cabo con ánimo firme bajo las mayores tentaciones de miseria o atractivos diversos, deja muy por debajo de si a cualquier otro acto semejante que esté afectado en lo más mínimo por un motivo extraño, eleva el alma y despierta el deseo de hacer otro tanto. Incluso niños de mediana edad sienten esta impresión, por lo que no se les debería presentar los deberes de otra manera.

(9) En alemán vergeblich sei das Moralische der Pflicht in allem, was pflichrmässig ist, genau für die spekulative Beuneilung zu bestimmen. La traducción aquí propuesta, algo menos exacta que la ofrecida por Morente, intenta hacer resaltar el matiz que hace posible la apertura del problema entre la Moralität y la Sittlichkeit , puesto que la ausencia de una metafísica de las costumbres en el sentido kantiano provoca la confusión entre una y otra, así como la lenta e inexorable disolución de la primera en la segunda. El precio que se paga por tal disolución es inadmisible: nada menos que la relativización de la virtud moral, primer paso para su simple desaparición.

(10) En la primera edición Kant había escrito: “donde los ejemplos, por muy adecuados que sean a las ideas, nada tienen que hacer”.

(11) ( Nota de Kant ): La dependencia en que la facultad de desear se halla con respecto a las sensaciones se llama inclinación, que demuestra siempre una exigencia. Cuando una voluntad determinada de un modo contingente depende de principios de la razón nos encontramos ante un interés . El interés sólo se encuentra, por tanto, en una voluntad dependiente que no siempre es por sí misma conforme a la razón: en la voluntad divina no cabe pensar en la existencia de un interés. Pero la voluntad humana puede también tomar interés por algo sin por ello obrar por interés . Lo primero significa el interés práctico en la acción; lo segundo, el interés patológico en el objeto de la acción. Lo primero demuestra que la voluntad depende de principios de la razón en sí misma, mientras que lo segundo demuestra que la voluntad depende de principios de la razón con respecto a la inclinación, pues, en efecto, la razón no hace aquí más que dar la regla práctica de cómo poder satisfacer la exigencia de la inclinación. En el primer caso me interesa la acción; en el segundo, el objeto de la acción (en cuanto que me es agradable). Ya hemos visto en el primer capítulo que cuando una acción se cumple por deber no hay que mirar el interés en el objeto sino exclusivamente en la acción misma y su principio fundamentado en la razón (la ley).

(12) Kant está hablando, obviamente, del valor moral de las cosas.

(13) ( Nota de Kant ): La palabra se toma en dos sentidos: en un caso puede llevar el nombre de sagacidad mundana, en el otro, el de sagacidad privada. La primera es la habilidad de un hombre que tiene influjo sobre los demás para usarlos en pro de sus propósitos, mientras que la segunda es el conocimiento que reúne todos esos propósitos para el propio provecho duradero. La segunda es la que da propiamente valor a la primera, hasta el punto de que de quien es sagaz en la primera acepción y no en la segunda podría decirse que es hábil y astuto, pero no sagaz en sentido pleno.

(14) ( Nota de Kant ): Me parece que ésta es la manera más exacta de determinar la función propia de la palabra , ya que, en efecto, se llaman pragmáticas a las sanciones que no se originan propiamente del derecho de los Estados como leyes necesarias, sino del cuidado por la felicidad universal. Una Historia es pragmática cuando nos hace sagaces, o sea, cuando nos enseña cómo poder procurar mejor nuestro provecho o, al menos, tan bien como nuestros antecesores.

(15) ( Nota de Kant ): Enlazo el acto a priori con la voluntad sin presuponer como condición la existencia de inclinaciones, es decir, necesariamente (aunque sólo de un modo objetivo, esto es, bajo la idea de una razón que tenga pleno poder sobre todas las motivaciones subjetivas). Es ésta, pues, una proposición práctica que no deriva analíticamente el querer una acción de otro querer anteriormente presupuesto (pues no tenemos una voluntad tan perfecta), sino que lo vincula al concepto de la voluntad de un ser racional inmediatamente, como algo que no está contenido en ella.

(16) (Nota de Kant): La máxima es el principio subjetivo de la acción y debe distinguirse del principio objetivo, la ley práctica. Aquélla contiene la regla práctica que determina la razón en conformidad con las condiciones del sujeto (muchas veces su ignorancia, e incluso sus inclinaciones), y es, en consecuencia, el principio por el cual obra de hecho el sujeto. La ley, por el contrario, es el principio objetivo y válido para todo ser racional, y es, por tanto, en este sentido, el principio por el cual debe obrar el sujeto.

(17) ( Nota de Kant ): Hay que advertir en este punto que me reservo la división de los deberes para una futura Metafísica de las costumbres . Esta que ahora uso es sólo una división cualquiera para ordenar mis ejemplos. Por lo demás, entiendo aquí por deber perfecto aquel que no admite excepción en favor de las inclinaciones, por lo que tengo deberes perfectos tanto internos como externos. Esto es algo que contradice el uso que tales términos tienen en las escuelas, pero que aquí no intentaré justificar porque resulta indiferente para mi propósito que se admita o no.

(18) Nótese que, de los cuatro ejemplos aducidos por Kant, este último es especialmente confuso desde el punto de vista de una moralidad a priori, pues, aunque Kant introduce el concepto de compasión (lo que le aparta inmediatamente de las concepciones liberales vigentes en su época, como ya señalara magistralmente Ernst Bloch), todavía nos encontramos con un criterio de reciprocidad perfectamente falible, en la medida en que alguien puede aceptar una situación asimétrica, aun quedando con ello enormemente perjudicado. Y es que Kant no ha introducido aún el criterio a priori de una moralidad pura nucleado en torno a unas determinadas sensibilidad y madurez morales por las que debo querer que exista una solidaridad universal aunque no me perjudique su no existencia. La fundamentación propiamente kantiana tiene lugar más adelante en referencia a los mismos cuatro ejemplos que acabamos de ver.

(19) Nótese el tono irónico empleado por Kant a la hora de caracterizar a esta (por decirlo con Hegel) bella conciencia , que hace lo que le dicta su inclinación inmediata pero sin abandonar la defensa -por supuesto retórica- de los deberes del imperativo moral. Recordará, asimismo, el lector cómo hablaba Kant algo más arriba de las , etc., lo que anula ipsofacto los reproches que se han formulado acerca de una supuesta hipocresía en el establecimiento de su concepción analítica de la ética. Quien se lleva la palma en este tipo de reproches no es otro, sin duda, que el Hegel de la Fenomenología del Espíritu.

 

(20) ( Nota de Kant ): Contemplar la virtud en su verdadera figura no significa otra cosa que representar la moralidad despojada de todo lo sensible y de todo adorno, recompensa o egoísmo. Fácilmente puede cualquiera, por medio de un pequeño ensayo de su razón (con tal de que no esté incapacitada para toda abstracción) convencerse de todo lo que oscurece a la moralidad, aquello que aparece como un excitante a las inclinaciones.

(21) ( Nota de Kant ): Presento esta proposición como un postulado. En el último capítulo hallará el lector sus fundamentos.

(22) Hemos empleado el término “relacionarse”, aunque el verbo empleado por Kant es el verbo brauchen , porque responde mucho mejor al espíritu de lo afirmado por el filósofo, cuya insistencia en la legitimidad moral de la utilización de unos hombres por otros no deja lugar a dudas. La traducción de Morente es, en este sentido, mucho más exacta.

(23) Como podrá advertir el lector, nos encontramos ante uno de los razonamientos más confusos (el peor, sin duda, de todo el escrito kantiano), en la medida en que viene a fundamentarse de una manera inevitable en una extraña dualidad entre la persona y su cuerpo, lo que supone la pervivencia en la filosofía de Kant de ciertos vestigios cristianos que en nada ayudan al desarrollo de dicha filosofía, cuyas apelaciones a la divinidad cristiana son extraordinariamente aisladas y se hallan, como se puede comprobar tras la lectura del presente escrito, radicalmente alejadas de cualquier connotación apologética.

(24) Por el contexto se observa inmediatamente que se trata de un fin relativo.

(25) ( Nota de Kant ): No se piense que en este asunto pueda servir de principio rector el trivial dicho quod tibi non vis fieri , etc., pues éste es derivado de aquél, aunque con diversas limitaciones. Tal dicho no puede constintuir una ley universal porque no contiene el fundamento de los deberes para consigo mismo, ni tampoco el de los deberes de la compasión para con los demás (pues alguien podría decir que los demás no deben tenerle compasión con tal de quedar él dispensado de tenérsela a ellos), ni tampoco el de los deberes necesarios de unos con otros, pues el criminal podría apoyarse en él para argumentar contra el juez que le condena, etc.

(26) ( Nota de Kant ): Puedo abstenerme aquí de aducir ejemplos para explicar este principio, pues en este sentido sirven todos los que ilustraron el imperativo categórico y sus formas.

(27) Estamos ante un punto algo confuso en el desarrollo de la reflexión moral kantiana, puesto que una traducción literal del mismo vendría a dar a entender al lector que las escuelas filosóficas de la moralidad (reducidas, en lo esencial, a escuelas teológicas y escuelas pragmatistas ) resultan incapaces de captar los ejemplos empíricos de una moral autónoma al reducir todo fenómeno moral a sus aspectos de coacción de la voluntad por parte de una ley exterior a ella, lo que supone la imposibilidad radical de una noción como la de autocoacción racional de la voluntad. Ello supone, sin embargo, la existencia de ejemplos empíricos de una moralidad pura, lo que no parece poder articularse (al margen de las advertencias kantianas sobre la imitación como simple ejercicio de la virtud) con sus tantas veces señalada imposibilidad de fundamentar la moralidad en otro terreno que no sea el de la razón pura. En el fondo se trata, una vez más, del viejo problema entre la moralidad y la eticidad, cuya solución kantiana contiene matices que hemos procurado incorporar en la presente traducción. De ahí que su exactitud sea menor que la ofrecida por Morente en este sentido.

(28) ( Nota de Kant ): La teleología concibe la naturaleza como un reino de fines, mientras que la moral concibe un posible reino de fines como un reino de la naturaleza. Allí el reino de los fines es una idea teórica para explicar lo que es; aquí es una idea práctica para realizar lo que no es pero puede ser real por nuestras acciones y omisiones, todo ello de conformidad con esa idea.

(29) En alemán Subjekt . Haber traducido habría introducido quizá alguna confusión, pues, como el mismo Kant va a señalar un poco más abajo, el sujeto de los fines es el ser racional mismo. De cualquier forma, se trata aquí, obviamente, de un fundamento moral.

(30) En alemán Wirkung . Hemos traducido porque este término viene a dar con la clave del pensamiento moral kantiano en este punto, ya que una voluntad absolutamente buena debe recibir toda su motivación (en el marco del problema del anclaje motivacional) precisamente de la representación ideal del deber moral, sin añadir ni una sola determinación exterior en términos de refuerzo psicológico.

(31) ( Nota de Kant ): Coordino el principio del sentimiento moral con el de la felicidad porque todo interés empírico promete una contribución a la felicidad por medio del agrado que algo nos produce, ya sea inmediatamente y sin propósito de provecho, ya con referencia a éste último. De igual manera hay que incluir el principio de la compasión por la suerte ajena siguiendo en este caso al filósofo Hutcheson.

(32) Observará el lector la forn’suna influencia que sobre esta concepción kantiana de la ejercen las reflexiones de Espinosa y de Rousseau. Las afirmaciones de Kant en este asunto le valieron, como sabemos, que en el edicto de Wollner de 1794 se le amenazara descaradamente si seguía exponiéndolas por escrito.

(33) Kant está hablando, naturalmente, de los principios empíricos de la moralidad, entre los que incluye no sólo el denominado sino (y aquí viene a ponerse de manifiesto una vez más la extraordinaria penetración reflexiva de este pensador) cualquier moralidad basada en el concepto teológico de la virtud como un principio pragmático encubierto . Tal es el marco general de las reflexiones que ahora siguen.