Obra de Donald Winnicott: Higiene mental del preescolar (1936) parte II

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Lo ayuda sentir que están fuera de él, ya que entonces puede evitarlas (fobias) o evitar ver lo que no debe ver (parpadeo). Además, permaneciendo insomne evita la angustia intolerable asociada a sus sueños y la insinuación de muerte que contiene el dormir. Ahora tiene cinco años, y presumo que nunca será realmente feliz o podrá disfrutar de la escuela; pero para el educador constituye una gran responsabilidad, y tendría que haber sido así especialmente en la guardería, ya que a edad más temprana había más probabilidades de que él viera una realidad externa buena a despecho de su distorsionado mundo interno, y corrigiese sus fantasías de acuerdo con los hechos. Si hay algo inútil es el tratamiento directo de sus síntomas ya sea mediante una terapéutica burda (sugestión, persuasión, chantaje) o con medidas punitivas. La única esperanza radica en que el desarrollo emocional del niño mejore gracias a la provisión de un trasfondo de amor y a la obra del gran curador, el tiempo. Hay muchas maneras de concebir la naturaleza humana, y según una de ellas vemos que las personas están envueltas en una vida interior y una vida exterior. La exterior es bastante obvia, aunque gran parte de sus motivaciones son oscuras e inconscientes, incluso profundamente enterradas. La vida interior es principalmente un asunto del inconsciente. Existe una interacción entre esta vida interior y la exterior en las personas sanas, de modo tal que el mundo externo nos es enriquecido por nuestro propio mundo interno, al cual podemos fácilmente colocarlo en las personas y las cosas con las que entramos en contacto; además, nuestro mundo interno es modificado por el contacto con lo externamente real, así que a medida que transcurre el tiempo llegamos a sentirnos más seguros de nosotros mismos, en el sentido de tener más clara la distinción entre las dos realidades. Esto sucede fundamentalmente en la infancia y la edad preescolar, aunque no cesa a lo largo de toda la vida; y el psicoanálisis es una técnica mediante la cual podemos llevar este proceso más cerca de su completamiento que en el curso corriente del desarrollo. Podría decirse que en el curso del desarrollo emocional nos volvemos menos supersticiosos, pues la superstición hace que no depositemos confianza en la realidad externa, dado que queda tan fuertemente investida de sentimientos que pertenecen a nuestra vida interior. Una alternativa frente a la superstición franca es que desarrollemos, como todos hacemos, un control de nuestros habitantes interiores, sus sentimientos y actividades, lo cual influye en nuestro autocontrol en las relaciones externas. Hacemos en cierta medida lo que Joan, a la que me referí antes, hacía en demasía. Un control excesivo es peligroso, dado que menoscaba nuestras fuerzas vitales, tal como las experimentamos, y nos hace sentir deprimidos, etcétera; por lo tanto, buscamos opciones, una de las cuales es colocar fuera de nosotros, en los objetos o personas del mundo externo, lo que consideramos malo en nosotros mismos, y ahí controlarlo y luchar contra eso. Un ejemplo cercano de esto puede apreciarse en la Alemania actual [1936], donde la expulsión y el maltrato a los judíos constituyen, en el mejor de los casos, una tentativa de los llamados arios por sacarse de encima algo que no les gusta de sí mismos -intentan verlo en los judíos, imaginan que lo han logrado, y luego se cree justificado perseguirlos y se sienten mejor después de haberlo hecho-. En una época se pensaba que el psicoanálisis sintetizaba todo lo peor de la naturaleza humana. La gente veía en él todas sus propias maldades, que odiaba poseer, y consideraba una virtud denunciarlas. Una dama a quien conozco y respeto se levantó un día en medio de una reunión social en la sala de una casa y dijo que el psicoanálisis de niños debía ser prohibido por la ley, lo juzgaba peor que la seducción o el asesinato de niños. Su postura me molestó bastante, dado que a la sazón yo me estaba formando como analista de niños. La realidad resultó ajena a las fantasías que esta buena dama tenía sobre ella. Hacemos esta clase de cosas; por ejemplo, cuando ávidamente atribuimos nuestro reumatismo a gérmenes, nuestros dolores al ácido úrico y nuestro malhumor al clima de Inglaterra en general. Ahora bien, es fácil ver que muchas personas se muestran ansiosas (me refiero a sus sentimientos inconscientes) de encontrar en el niño los impulsos que odiarían ver en sí mismas; confían en que controlando, adiestrando y educando al niño podrán sentirse mejor, incluso sentirse buenas. Estas personas se desesperan por ocuparse no sólo de sus hijos sino de los de sus relaciones, y de todos los niños de la ciudad o el país en que viven. Las distinguirán fácilmente de quienes son amantes naturales de los niños porque aquéllas no pueden ver al niño íntegro, sólo ven sus burdos impulsos, que a su entender deben ser controlados. Sucede, empero, que el niño atiende al manejo de sus propios impulsos, de manera que quien sólo vea estos impulsos no podrá ver más que la mitad de cada niño. No es que el niño pequeño carezca de control innato, sino más bien que sus métodos primitivos de control de esos impulsos burdos son en sí mismos burdos y fallidos, y a menudo el niño debe ser rescatado del funcionamiento demasiado eficaz de los mecanismos de control. Por ejemplo, un bebé de nueve meses puede aterrorizarse al comprobar que tiene impulsos de morder, más aún, de comerse a su madre; y es corriente que se destete o hasta que se niegue a comer nada, en especial si en coincidencia con esta crisis de temor hay una frustración externamente real, como el destete concreto o un cambio de niñera, o se llevan a cabo nuevos y especiales esfuerzos por inculcarle hábitos de limpieza. Incumbe a la madre o la enfermera proteger al niño de la inanición a que daría lugar el funcionamiento burdo de la conciencia moral primitiva. Durante el desarrollo emocional del bebé y el niño pequeño, una de las cosas principales que ha de observarse es el crecimiento de la conciencia moral en dirección a un estado ideal (que nunca se alcanza) en el cual no hay necesidad de ninguna conciencia moral, porque bastan el amor y la identificación con las personas amadas, controladas, ya sean reales o fantaseadas. Se advertirá que la conciencia religiosa es un gran avance respecto de la más primitiva, puesto que la persona religiosa, a raíz de su creencia en el perdón, puede cometer errores en virtud de los cuales, por supuesto, sentirá remordimientos. Cuanto más primitiva es la conciencia moral, menor es la posibilidad de errar, pues cualquier error puede tener efectos fantásticamente graves. En términos del adulto, la retención de una conciencia moral primitiva implica depresión ante la idea del mal y suicidio ante la amenaza del mal, en tanto que la persona religiosa puede vislumbrar la posibilidad del error debido a que existe para ella la posibilidad del arrepentimiento y el perdón. Otro punto en el cual el niño se asemeja al adulto es su consideración de un mundo externo y un mundo interno, junto con la valoración del externo en virtud de la riqueza del interno y a la modificación del interno por la experiencia que tiene del externo. Además, el niño está ansioso por aprovechar la oportunidad que le ofrece el mundo externo de reparación, de compensar haciendo bien lo que se hizo mal en el mundo interno de su fantasía. Si contemplamos al niño íntegro vemos todo esto y reconocemos que el ambiente bueno o malo que le brindamos al niño pequeño sólo es indirectamente bueno o malo. Si nos controlamos, afectamos al niño por cuanto éste nos ama, llega a conocernos, puede ver la bondad en nosotros como consecuencia de la bondad de su propio mundo interno, y nos incorpora a sí mismo y es capaz de mantenernos vivos ahí. Y si somos brutales, resultamos malos para el niño si éste, al abordar en sus fantasías a las personas brutales, necesita reconfortarse diciéndose que no somos brutales, siendo nuestra falla el hecho de que no podamos corregir la fantasía mala. Tal vez el niño siguiente ni siquiera se dé cuenta de nuestra brutalidad, ocupado como está en otras cualidades en ese momento, o teniendo en su mundo interno muchas menos personas brutales que el otro niño. El tipo de personas que yo describía hace uno o dos minutos (y todos somos propensos a ser un poco culpables de estas y otras fallas) busca inconscientemente su felicidad personal a través del adiestramiento y el control de los niños. Recordarán los efectos aniquiladores de esas personas descritos en el libro Oliver Untwisted, cuando hacen una visita de inspección a la institución luego de la reunión del Consejo Directivo. Tan pronto aparece una persona comprensiva a cargo de los niños, capaz de inculcar en una comisión que se tolere la individualidad de cada niño en vez de preocuparse por frenarlo y controlarlo, surge una nueva comisión con renovadas exigencias de que impere el orden. Sí, incluso ciertos adultos son educables, y en mi impulso de educar a los adultos parece que yo mostrase algo de ese mismo impulso que critico. Sin embargo, confío en que me perdonen, dado que fueron ustedes, adultos, los que me han pedido que les dirigiera la palabra. Les aconsejo que elijan su Consejo Directivo con el mismo cuidado que pondrían para elegir a sus padres, si es que pretenden ocuparse de los niños pequeños en edad preescolar. Una palabra más. Les he presentado la conciencia moral primitiva del niño, que no es débil, como tal vez suponían, sino cruda, y de la cual el niño pequeño a menudo necesita protección. A veces él les pedirá que ustedes le presenten su propia moral, más desarrollada y menos cruel; y si no tienen ninguna a mano se verán obligados a inventar alguna en el momento, algo que está a mitad de camino entre el ideal que ustedes tienen de bondad natural, o cualquiera otra cosa en la que crean, y el insoportable sistema punitivo ya armado en el niño. Los padres instruidos suelen alarmarse cuando su hijo les pide que lo castiguen o incluso que le aten las manos. No se sorprendan ante estas cosas. Deben comprenderse en relación con el sistema de control que se está desarrollando en el niño. En cierta medida, lo que acabo de describir aparece con frecuencia y puede dar origen a perturbaciones y a una falsa idea sobre los requerimientos del niño normal. Quiero hablar de esto. Los niños en condiciones de convertirse en delincuentes plantean continuas demandas de control externo a quienes se ocupan de ellos. Su enfermedad reside en que son incapaces de tolerar su propio sistema punitivo, con toda su crueldad y otras características insoportables, y pese a ello no pueden hace crecer su conciencia moral. Su conciencia moral primitiva no maduró, y a lo largo de toda la vida necesitarán fuerzas que los controlen, eventualmente las de la ley, para permanecer cuerdos. Alternativamente, desarrollan delirios de persecución, pues no aguantan las persecuciones y los maltratos que surgen dentro de ellos mismos, en su realidad interna. Un niño como éste, si integra un grupo de niños, desbaratará los mejores propósitos de cualquiera. La dulce sensatez en la que uno confiaba es convertida en futilidad por ese niño que parece encantador y fácilmente se gana nuestro cariño, pero ciertamente nos obligará, tarde o temprano, a controlarlo. La reacción inmediata de uno es sentirse culpable y preguntarse si después de todo uno no se habría equivocado al acariciar la idea de que los niños desarrollan su propio control a su manera, si se les da tiempo y amor. Antes de dejarlos, mi pedido es que endurezcan su corazón y se libren de los delincuentes potenciales que hay en sus grupos, o de lo contrario reúnan a todos los delincuentes potenciales del vecindario y limiten su atención a ellos y a sus problemas especiales. Sólo así podrán hacer lo mejor por los niños preescolares normales, quienes a veces son delincuentes, a veces están deprimidos, a veces confundidos, a veces malhumorados, a veces son neuróticos, a veces obstinados, a veces suspicaces, con frecuencia bestiales entre sí y con uno, y sin embargo queribles porque cada uno es un individuo lleno de esperanzas, con sus propias dificultades y su propia manera de abordarlas, y porque cada uno tiene su modo peculiar de hacer uso de la ayuda que le brindamos. Donald Winnicott, 1896-1971