Humor PSy: Los hombres no maduran (Rudy)

Los hombres no maduran
por: Rudy

Por el Prof. Dr. Karl Psíquembaum (miembro de del Movimiento Psicoanalítico Buffet Freud)

Creo haber señalado en otro texto[1] que no suelo tomar parejas en análisis, ya que si escuchar un inconsciente es tarea complicada, escuchar dos suele ser doblemente complejo, sobre todo si se la pasan interrumpiéndose el uno al otro, o a la otra. Se preguntará entonces el lector, o la lectora, cómo es que presento un segundo caso de análisis de pareja, dadas mis objeciones al mismo, en este mismo capitulo. Yo también me hago esa pregunta. Quizás el lector malinterprete mis afirmaciones y piense que cuando me refiero a “análisis de pareja” me estoy refiriendo a un tipo de prueba de laboratorio: algo así como “me dieron los resultados del análisis; estoy bien del hígado y de la próstata, pero muy mal de la pareja”.  Nada más lejos de mis pensamientos.

Lo que ocurrió, en realidad, es que si bien fui requerido para tomar en análisis a una pareja, la consulta la hizo solo uno de los integrantes de la misma, a decir verdad, una, ya que se trataba de una mujer. Y ella me propuso venir sola a las sesiones, de manera temporaria, al menos hasta que consiguiera quien la acompañase.

Me llamó la atención que una mujer quisiera venir sola a una terapia de pareja, pero bueno, hoy en día hay parejas homosexuales, sadomasoquistas, fetichistas (hombre-zapato), zoofílicas, vegetarianas, asexuadas, monoteístas, incluso algunas monogámicas. ¿Por qué no iba a aceptar a una pareja unimembre, que estaba dispuesta a ser escuchada como tal, y a pagar como tal?

Ella vino algo más tarde de lo esperado, solo unos minutos. Y nomás al entrar, me dijo:

—Disculpe la demora, doctor, es que pensé que él me iba a venir a buscar, y lo llamé, pero no pude ubicarlo, finalmente decidí que venía igual, y acá estoy.

—Discúlpeme, Berta (en realidad se llamaba Adriana, pero le cambio el nombre por secreto profesional), pero usted me había dicho que vendría sola, porque no tenía con quien hacerlo.

–Es cierto, doctor, pero… ¡vio como soy! Hasta último momento me hice la ilusión de que finalmente iba a poder venir en pareja a mi terapia de pareja, como todo el mundo.

—¿Por qué cree usted que “todo el mundo” hace terapia de pareja?

—Ay, no sé… como todos se separan… me parece que la gente se separa porque hace terapia de pareja y ve los problemas que tiene, que si no lo hiciera, se pasaría años sufriendo por no darse cuenta de lo que le pasa, pero sin separarse.

—Ajá.

—Ay, doctor, ¡a cuántas les dirá lo mismo!

—¿Qué cosa?

—“Ajá”. Me siento muy contenida y escuchada cuando usted dice eso.

—Bien, la escucho entonces.

—Bueno, doctor, me pregunta usted si lo que yo quiero es separarme… Bueno, la verdad es que me gustaría, porque si me separo, eso quiere decir que primero estuvimos juntos. Lo que yo no consigo es “estar juntos”, doctor. ¡Los hombres no maduran, no maduran!

—¿No maduran?

—¡Uy!, ¡quise decir “no me duran, no me duran”.

—¡Qué lapsus!

—Y… ¿lapso? Póngale un par de horas, capaz unos días, una semana, más no me duran.

—No, yo me refería al lapsus linguae.

—Sí, doctor, por eso empiezan, por los besos de lengua, y cuando me quiero dar cuenta, ¡ya se fueron!

—“Cuando me quiero dar cuenta”, dice usted, o sea que muchas veces no quiere darse cuenta…

—Bueno, doctor, una ve a un hombre lindo, joven, atractivo, y se hace ilusión, y aunque no sea tan lindo, ni tan joven, ni tan atractivo, ni tan hombre… aunque sea un zapallo, usted sabe que las mujeres, desde muy chiquitas aprendemos que hasta un sapo puede transformarse en príncipe.

—Eso les cuentan…

—Sí, doctor, pero en verdad son los príncipes los que se transforman en sapos.

—Ajá.

— ¡Gracias!, dígamelo de vuelta, por favor.

—Prefiero escucharla a usted.

—¿Se da cuenta, doctor? Ni siquiera consigo que usted me diga “ajá” dos veces seguidas. Los hombres salen conmigo una sola vez, se acuestan, y luego no me vuelven a ver.

—¿Se quedan ciegos, como Edipo, y por eso no la vuelven a ver?

—Doctor, me gusta más cuando me dice “ajá”.

—Ajá.

—Gracias.

—Bueno, hábleme de sus experiencias de pareja.

—Ojalá pudiera. Doctor… no llegan a ser pareja nunca. Cada vez que estoy por preguntarle a un hombre “¿Nosotros, qué somos?”, ya no somos, ya SOY, porque él no es, o es, pero no está, o está, pero en otro lado. “Y yo me paso la noche llorando, paso la noche esperando, lo mismo que usted”.

—Mucho me temo que ha proyectado usted en mí un sentimiento no recíproco.

– No, doctor, le canté una canción de Palito Ortega, de la década del sesenta.

—¿Y para qué hizo usted eso?

—Bueno, le podría decir que porque tuve ganas, porque lo asocié con la ausencia, o porque quise probar si con esa canción lograba retener a un hombre a mi lado, total, ya probé tantas cosas.

—¿Infructuosamente?

—La fruta no tiene nada que ver, doctor, aunque ahora que lo dice, sí tiene que ver, yo busco a mi “media naranja”.

—Usted me quiere decir que siente que le falta algo.

—¡Ay!, no, doctor; esas cosas yo no las hago, estaré desesperada pero no tanto. ¡Algo no, doctor, alguien, alguien, con “E” de hombre!

—Dirá usted con “H”.

—Con Hache, con Jota, que se llame como quiera, doctor. El problema no es cómo se llame él, el problema es que no me llama ¡a mí!

—Ahora, Berta.

—Adriana, doctor

—Sí, ya lo sé. Es para mantener el secreto profesional.

—¿Qué secreto?, si acá estamos solamente usted y yo. ¿Acaso hay alguien más?, ¿un hombre? ¿Me lo presenta?

—No, solamente estamos nosotros. Dígame, ¿para qué necesita usted a un hombre?

—Para que él me necesite a mí, no pueda vivir sin mí, me ame, me mime,  sale la ensalada y asee la sala.

—Me parecen un poco infantiles sus argumentos, Berta.

—No más que los suyos al cambiarme el nombre, doctor. Pero no se confunda; no busco a un niño, aunque, en último caso…

—¿Aceptaría usted salir con un niño?

—No, doctor, no soy esa clase de mujer, pero ¡esperaría a que crezca un poco!

—Insisto en no entender para qué quiere usted a un hombre.

—Ay, doctor, se ve que no es usted una mujer.

—Ah, ¡cuántas me dirán lo mismo!

—¿Qué?

—Ajá.

—Gracias.

—Berta… ¿me puede decir para qué quiere usted estar en pareja?

—Bueno, doctor, mi mamá y mi papá están en pareja, también mis abuelos, mis tíos, mis amigas, hasta mi perrita… Algo bueno debe tener, ¿no lo cree usted?

—¿Y a usted qué le parece? —dije, no pude reprimir, aspirando al “premio a la originalidad psicoanalítica del año”.

—No lo sé, justamente, el problema es que no lo sé, porque ningún hombre quiere ser el príncipe azul que me proteja, el depositario de todas mis fantasías, mi fiel acompañante, el espejo en el que mire por las mañanas, el conductor de mi vida, el que sea capaz todo por mí.

—No entiendo, ¿quiere usted un hombre, un espejo, un policía, un perro o un chofer?

—Mmmm…

—Me temo, Berta, que usted va a tener que elegir entre esas opciones, que “un hombre no es un espejo, ni un depósito, ni un perro”.

—En la realidad no, doctor, pero en mis sueños…

—¿Y usted que prefiere, Berta, un hombre para sus sueños, o para su realidad?

Se quedó pensando. Aproveché para escabullirme hasta la cocina y hacerme un té. Cuando volví, ella no estaba allí. Vaya uno a saber si estaba en un sueño, o en una realidad.

[1] En realidad es en este mismo texto, pero en otro caso.