Imposible morir. Escribir la muerte en Maurice Blanchot y Claudio Rodríguez

Imposible morir. Escribir la muerte en Maurice Blanchot y Claudio Rodríguez
(Jorge Fernández Gonzalo)
Fuente: “Duererías. Analecta Philosophiae”. Revista de Filosofía, 2ª época, nº 2, febrero 2011

Resumen
La obra y el pensamiento filosófico de Maurice Blanchot guardan especiales concomitancias con la poesía del autor zamorano Claudio Rodríguez por lo que respecta a la relación entre la escritura y la muerte. A lo largo de estas páginas descubriremos algunas de las analogías que se operan en la propuesta filosófica de uno y la teoría poética del otro autor, y la imposible relación que se establece entre el lenguaje y la muerte, entre la escritura y el acontecimiento de morir.

Morir, escribir. Blanchot y la imposibilidad de la muerte
Foucault (1999) hablaba de una muerte, contención de todos los males del hombre, que los dioses enviaban a los héroes mediante el poder de la palabra. Las deidades habrían hecho llegar a los mortales el incontable número de las desgracias para que las padecieran, pero también para que las contasen a lo ancho y largo de esa infinitud del lenguaje. A través de éste, tal sufrimiento se desenvolvería, infinitamente, por la extensión laberíntica de la palabra y por el choque inacabable de sus repeticiones. La muerte, por tanto, habitaría como promesa, como padecimiento último, en los intersticios del verbo, y sin embargo, y a manera de réplica, los hombres tendrían esa capacidad de corear aquellos mismos males sosteniendo el habla y distrayendo a la muerte en la infinidad de sus palabras. El lenguaje, como un cuerpo repetido que, por medio de esa repetición, hace posible la literatura, no dejaría de dar noticia de esa muerte que cuenta mientras se escribe, que aplaza a través de una escritura afanada en distanciar aquello que nombra.
Esa desgracia innumerable marca el inicio del lenguaje. Se comienza el relato, pero sin la promesa de su acabamiento. Hablar, escribir, tienen inicio, pero la muerte se asienta sobre ellos como la imposibilidad de un final, la ausencia de cláusula o cierre. Hablar, dirá Blanchot, conecta con la muerte, por la cual, a través de su violencia, se sustrae la presencia de aquello de lo que se habla. Entonces, cuando hablo, es la muerte la que habla en mí (Blanchot, 2008: 53). Hablar, señala el escritor francés, nos separa de aquello que queríamos decir: del olvido, del deseo, de la verdad, y por supuesto de la certeza de la muerte. Cuando escribo, la escritura, el habla y todas las formas del lenguaje operan un distanciamiento con aquello nombrado. Como apuntaba Mallarmé, la palabra flor nos devuelve la ausencia de todos los ramos. De tal modo que la separación que se opera con la verbalización del hecho de morir me separa de morir, por lo que no se puede cifrar ese momento de la muerte, darle escritura, reducir a la experiencia unificada que requiere el verbo: “el lenguaje como totalidad es el lenguaje que lo reemplaza todo, poniendo la ausencia de todo y al mismo tiempo la ausencia de lenguaje. En ese sentido primero el lenguaje es muerte, presencia en nosotros de una muerte que ninguna muerte particular satisface” (Blanchot, 2007: 236). La muerte sería, por lo tanto, una otredad, diferencia de la diferencia, extrañeza que se pierde en la noche sin lenguaje, en la niebla más allá de la razón. Hablar, hasta cierto punto, describe el movimiento de matar, por situar en ese no-lugar de la muerte, lejos de toda presencia factible, el habla y el poder del habla:
Sin duda, mi lenguaje no mata a nadie. Sin embargo: cuando digo «esta mujer», la muerte real está anunciada y ya presente en mi lenguaje; mi lenguaje quiere decir que esta persona, que está aquí, ahora, puede ser separada de sí misma, sustraída de su existencia y de su presencia y sumergida de pronto en una nada de existencia y de presencia; mi lenguaje significa esencialmente la posibilidad de esta destrucción; es, en todo momento, una alusión decidida a semejante acontecimiento. Mi lenguaje no mata a nadie. Pero si esa mujer realmente no fuera capaz de morir, si no estuviera en cada momento de su vida amenazada de muerte, ligada y unida a ella por un vínculo de esencia, no podría consumar yo esta negación ideal, este asesinato diferido que es mi lenguaje (2007: 288, en cursiva en el original).
Y sin embargo, la muerte me habita, me habita a través del lenguaje, participa de mi palabra y se define por esa separación, por esa diferencia con la escritura, por esa extrañeza que nos ofrece del mundo a cambio de un sentido. La muerte de la cosa sobrevendría bajo la forma del cadáver de la significación, y el habla, toda forma de habla, sería el funesto mensajero de esa fatalidad:
cuando hablo, la muerte habla en mí. Mi habla es la advertencia de que la muerte anda, en ese preciso instante, suelta por el mundo, de que entre el yo que habla y el ser que interpelo ella ha surgido bruscamente: está entre nosotros como la distancia que nos separa, pero esta distancia es también lo que nos impide estar separados, porque es la condición de todo entendimiento. Ella sola, la muerte, me permite asir lo que quiero alcanzar; ella es en las palabras la única posibilidad de su sentido. Sin la muerte, todo se hundiría en el absurdo y en la nada (2007: 288, en cursiva).
Por ello Blanchot afirmaba que aún no estamos acostumbrados a la muerte (1994: 29). Morir se pierde en ése vértigo de las palabras, entre sus recovecos. Entonces, la escritura y la muerte no coinciden como acontecimientos. La escritura sucede, pero, en el momento mismo en que es se ve desplazada no pertenece ya a la presencia, no existe en el presente, sino en el quicio de lo neutro, más allá de las oposiciones y los binarismos inútiles a los que estamos acostumbrados. Desde ese no-lugar, desde el intersticio que propone todo lenguaje, la escritura y la muerte coinciden por esa falta de relación, por esa imposibilidad de ponerse de manera unificada en un conjunto, de caer en la ladera del pensamiento que facilita la forma, la silueta pensable de los conceptos. Muerte y escritura no participan de la unidad, no conforman totalidades, unidades, entes, y, por lo tanto, “morir, escribir, no tienen lugar, allí donde, por lo general, alguien muere, alguien escribe” (1994: 120). Entonces, la separación entre escribir y morir pasa por la falta de relación, por una ausencia de juego de lenguaje que pueda cubrirlas, arropar en una unidad discursiva las palabras que, a pesar de toda la proximidad que proponen, no dejan de apuntar a una desigualdad, a una separación en donde el vacío, lo neutro, diría Blanchot, no tiene límites, márgenes, y por lo tanto no puede ser medido. La distancia entre morir y escribir es toda y es nada, cero e infinito, separados por una extrañeza y desmesura en donde no habita el verbo o la cifra.
Esa experiencia (esta no-experiencia) de la muerte se justifica, como decíamos, por la incómoda diferencia de la muerte con aquello que podemos pensar o escribir. Blanchot hablaba de resonancia: “si escribir, morir, están relacionados, relación siempre rota en dicha relación y que se hace aún más añicos, en cuanto una escritura pretendiese afirmarla (pero no afirma nada, sólo escribe, ni siquiera escribe) es porque, bajo el efecto de un mismo engaño (el cual, al engañar por ambos lados, no es nunca el mismo), dichas palabras entran en resonancia” (1994: 134). Escribir nos permite contar la muerte, como afirmaba Foucault, contarla incontables veces, y en ese ejercicio de contar, en ese habla dilatada, prolongar la muerte y la separación de la muerte con respecto a mi lenguaje a un mismo tiempo. Entonces, tal y como apuntará Blanchot, habría que retirar la palabra muerte de morir, lo mismo que hemos retirado el habla de la escritura.
Como resultado de todo esto sólo nos queda una última certeza: la de concebir la muerte en su condición imposible. No hay dominación o comprensión de esa fatalidad. Imposible morir porque es imposible el relato de la muerte, la cifra de ese último paso, su registro. Sin esa datación de la muerte, morir no acaba de suceder, o ya ha sucedido, sin la posibilidad de que el lenguaje lo justifique. Morir no dura, no se localiza en el acontecimiento, por lo que es sospechoso e inverificable incluso para el propio muerto, que no tiene la capacidad de hacer coincidir su lenguaje con su muerte, la experiencia de su subjetividad con su aciago fin (1994: 124).
Entonces, hablar, escribir, me aproxima a la muerte, me hace parte de esa muerte que habita en las palabras porque ahora yo habito en el nombre, en el discurso, como su objeto o su autor:
me nombro, es como si pronunciara mi canto fúnebre: me separo de mí, no soy ya ni mi presencia ni mi realidad, sino una presencia objetiva, impersonal, la de mi nombre que me excede, cuya inmovilidad petrificada realiza para mí la función de una losa funeraria pesando sobre el vacío. Cuando hablo, niego la existencia de lo que digo, pero también niego la existencia de quien lo dice (2007: 288, en cursiva).
Blanchot hablaba de la muerte del autor tal y como habían hecho otros autores: Barthes, Foucault o Derrida. Sin embargo, en Blanchot esa mortalidad tendría un carácter específico: es la obra la que me separa de ella, la que, tras su aparición, propone la extrañeza, la distancia. Al escribir me he separado de la escritura, al mismo tiempo que soy producido como autor, instaurado en la naturaleza de lo autorial. La palabra da fe de la disolución del autor, quien ya no está cuando la obra se aparece, quien nos deja la voz y con ella su ausencia de voz, su desaparición no constatada: una muerte, afirma Blanchot, de la que nos se pude levantar acta (2003: 66).
Y sin embargo, la obra parece subsistir por esa muerte, aprovecharse de ella. La escritura, la obra, es la muerte eternizada, habilitada bajo el signo de su extrañeza, perenne y sin embargo inalcanzable. La muerte se pasea por las letras, se insinúa en ellas, y todo el abismo de la literatura se apresaría en esa proyección paradójica de la muerte sobre el lenguaje. Porque, en último término, el arte, la literatura, la escritura y mi habla sólo serían posibles por esa muerte que camina sobre ellos, por la muerte que proyectan y por la posibilidad de morir que alejan, al mismo tiempo que ponen a buen recaudo, bajo las teselas del lenguaje.

Continúa en «La muerte muerta. La poética de Claudio Rodríguez«