Viktor Frankl: Irritabilidad

Irritabilidad

Aparte de su función como mecanismo de defensa, la apatía de los prisioneros era también el resultado de otros factores. El hambre y la falta de sueño contribuían a ella (al igual que ocurre en la vida normal), así como la irritabilidad en general, que era otra de las características del estado mental de los prisioneros. La falta de sueño se debía en parte a la invasión de toda suerte de bichos molestos que, debido a la falta de higiene y atención sanitaria, infectaban los barracones tan terriblemente superpoblados. El hecho de que no tomáramos ni una pizca de nicotina o cafeína contribuía igualmente a nuestro estado de apatía e irritabilidad. Además de estas causas físicas, estaban también las mentales, en forma de ciertos complejos. La mayoría de los prisioneros sufrían de algún tipo de complejo de inferioridad. Todos nosotros habíamos creído alguna vez que éramos «alguien» o al menos lo habíamos imaginado. Pero ahora nos trataban como si no fuéramos nadie, como si no existiéramos. (La conciencia del amor propio está tan profundamente arraigada en las cosas más elevadas y más espirituales, que no puede arrancarse ni viviendo en un campo de concentración. ¿Pero cuántos hombres libres, por no hablar de los prisioneros, lo poseen?) Sin mencionarlo, lo cierto es que el prisionero medio se sentía terriblemente degradado. Esto se hacía obvio al observar el contraste que ofrecía la singular estructura sociológica del campo. Los prisioneros más «prominentes», los «capos», los cocineros, los intendentes, los policías del campo no se sentían, por lo general, degradados en modo alguno, como se consideraban la mayoría de los prisioneros, sino que al contrario se consideraban ¡promovidos! Algunos incluso alimentaban mínimas ilusiones de grandeza. La reacción mental de la mayoría, envidiosa y quejosa, hacia esta minoría favorecida se ponía de manifiesto de muchas maneras, a veces en forma de chistes. Por ejemplo, una vez oí a un prisionero hablarle a otro sobre un «Capo» y decirle: «¡Figúrate! Conocí a ese hombre cuando sólo era presidente de un gran banco. Ahora, el cargo de «capo» se le ha subido a la cabeza.» Siempre que la mayoría degradada y la minoría promovida entraban en conflicto (y eran muchas las oportunidades de que tal sucediera, empezando por el reparto de la comida) los resultados eran explosivos. De suerte que la irritabilidad general (cuyas causas físicas se analizaron antes) se hacía más intensa cuando se le añadían estas tensiones mentales. Nada tiene de sorprendente que la tensión abocara en una lucha abierta. Dado que el prisionero observaba a diario escenas de golpes, su impulso hacia la violencia había aumentado. Yo sentía también que cerraba los puños y que la rabia me invadía cuando tenía hambre y cansancio. Y el cansancio era mi estado normal, ya que durante toda la noche teníamos que cebar la estufa, que nos permitían tener en el barracón a causa de los enfermos de tifus. No obstante, algunas de las horas más idílicas que he pasado en mi vida ocurrieron en medio de la noche cuando todos los demás deliraban o dormían y yo podía extenderme frente a la estufa y asar unas cuantas patatas robadas en un fuego alimentado con el carbón que sustraíamos. Pero al día siguiente me sentía todavía más cansado, insensible e irritable. Mientras trabajé como médico en el pabellón de los enfermos de tifus, tuve que ocupar también el puesto de jefe del mismo, lo que quería decir que ante las autoridades del campo era responsable de su limpieza (si es que se puede utilizar el término limpieza para describir aquella condición). El pretexto de la inspección a la que con frecuencia nos sometían era más con ánimo de torturarnos que por motivos de higiene. Mayor cantidad de alimentos y unas cuantas medicinas nos hubieran ayudado más, pero la única preocupación de los inspectores consistía en ver si en el centro del pasillo había una brizna de paja o si las mantas sucias, hechas andrajos e infectadas de piojos estaban bien plegadas y remetidas a los pies de los pacientes. El destino de los prisioneros no les preocupaba en absoluto. Si yo me presentaba marcialmente con mi rapada cabeza descubierta y chocando los talones informaba: «Barracón número VI/9; 52 pacientes, dos enfermeros ayudantes y un médico», se sentían satisfechos. A renglón seguido se marchaban. Pero hasta que llegaban —solían anunciar su visita con muchas horas de antelación y muchas veces ni siquiera venían— me veía obligado a mantener bien estiradas las mantas, a recoger todas las motas de paja que caían de las literas y a gritar a los pobres diablos que se revolvían en sus catres, amenazando con desbaratar mis esfuerzos para conseguir la limpieza y pulcritud requeridas. La apatía crecía sobre todo entre los pacientes febriles, de suerte que no reaccionaban a nada si no se les gritaba. A veces fallaban incluso los gritos y ello exigía un tremendo esfuerzo de autocontrol para no golpearlos. La propia irritabilidad personal adquiría proporciones inauditas cuando chocaba con la apatía de otro, especialmente en los casos de peligro (por ejemplo, cuando se avecinaba una inspección) que tenían su origen en ella.

Viktor Frankl