Carl Jung, Lo inconsciente en la vida psíquica normal y patológica: Los Comienzos del Psicoanálisis

CAPÍTULO PRIMERO – LOS COMIENZOS DEL PSICOANÁLISIS
Como todas las ciencias, también la psicología ha pasado por una época
escolástico-filosófica, que en parte todavía llega hasta el presente. A esta clase
de psicología filosófica puede hacérsele el reparo de que decide ex cathedra
cómo el alma ha de estar acondicionada y qué propiedades le convienen en
esta y en la otra vida. El espíritu de la moderna investigación ha dado al traste
con estas fantasías y ha introducido en su lugar un método empírico
exacto. Así ha nacido la actual psicología experimental o «psico-fisiología»,
como los franceses la llaman. El padre de esta tendencia fue el espíritu
dualista de Fechner, que con su psico-física (1860) corrió la aventura de
aplicar orientaciones físicas a la interpretación de fenómenos psíquicos. Este
pensamiento fue muy fecundo. Contemporáneo (más joven) de Fechner y,
bien podemos afirmarlo, completador de su obra, fue Wundt, cuya gran
erudición, capacidad de trabajo e inventiva para los métodos de investigación
experimental, han creado la dirección de la psicología actualmente en vigor.
La psicología experimental fue por decirlo así, hasta los últimos tiempos,
esencialmente académica. El primer ensayo serio de utilizar, por lo menos,
uno de sus muchos métodos experimentales para la psicología práctica,
procedió de los psiquiatras de la antigua escuela de Heidelberg (Kraepelin,
Aschaffenburg, etc.): pues, como se comprende, el médico de las almas siente
la urgente necesidad de conocer exactamente los procesos psíquicos. En
segundo término, fue la pedagogía la que recurrió a la psicología. Así ha
resultado modernamente una «pedagogía experimental», en la que se han
distinguido, en Alemania particularmente, Meumann, y en Francia, Binet.
El médico, el llamado «neurólogo», necesita con apremio conocimientos
psicológicos, si ha de ser efectivamente útil a sus enfermos nerviosos; pues
los trastornos nerviosos, y desde luego todo lo que se conoce con el nombre
de «nerviosismo», histeria, etc., son de origen anímico, y exigen, como es
lógico, tratamiento anímico. El agua fría, la luz, el aire, la electricidad, etc.,
obran pasajeramente y, en muchos casos, ni aun obran en absoluto. Con
frecuencia son indignos artificios, calculados solamente para un efecto
sugestivo. Pero donde el enfermo padece es en el alma; y aun en las más
complicadas y altas funciones del alma, que apenas se atreve nadie a situar en
la esfera de la medicina. Así, pues, el médico ha de ser también psicólogo, es
decir, conocedor del alma humana. No puede el médico desentenderse de
esta necesidad. Naturalmente recurre a la psicología porque su manual de
psiquiatría nada le dice sobre el particular. Pero la psicología experimental de
hoy está muy lejos de ilustrarle de una manera comprensiva sobre los
procesos prácticamente más importantes del alma. Su objeto es,
efectivamente, otro distinto. La psicología trata de aislar y estudiar aisladamente
los procesos más sencillos y elementales posibles, que se hallan en la
frontera de lo fisiológico. No acoge lo infinitamente variable y movedizo de la
vida individual del espíritu; por eso sus conocimientos y datos son, en lo
esencial, detalles y carecen de cohesión armónica. Quien desee, por lo tanto,
conocer el alma humana, no podrá aprender nada, o casi nada, de la
psicología experimental. A este tal habría que aconsejarle más bien que se
despoje de la toga doctoral, que se despida del gabinete de estudio y que se
vaya por el mundo con humano corazón a ver los horrores de los presidios,
manicomios y hospitales; a contemplar los sórdidos tugurios, burdeles y
garitos; a visitar los salones de la sociedad elegante, las Bolsas, los meetings
socialistas, las iglesias, los conventículos de las sectas para experimentar en
su propio cuerpo el amor y el odio, la pasión en todas sus formas; y así
volvería cargado con más rica ciencia de la que pueden darle gruesos tomos y
podría ser entonces médico de sus enfermos, verdadero conocedor del alma
humana. Hay, pues, que perdonarle, si no concede gran atención a las
llamadas «piedras angulares» de la psicología experimental. Pues entre
aquello que la ciencia llama psicología, y lo que la práctica de la vida diaria
espera de la «psicología», hay una sima profunda. Esta deficiencia fue
precisamente el origen de una psicología nueva. Debemos esta creación, en
primer término, a Sigmund Freud, de Viena, médico genial e investigador de
las enfermedades funcionales de los nervios.
Bleuler ha propuesto el nombre de «psicología profunda» para indicar
verbalmente que la psicología de Freud se ocupa de las profundidades o
fondos del alma, que también se designan con el nombre de lo inconsciente.
Freud, por su parte, sé limitó a denominar el método de su investigación
psicoanálisis.
Antes de entrar en una exposición detallada del tenia mismo, hay que decir
algo sobre su posición respecto de la ciencia precedente. Asistimos aquí a un
espectáculo interesante, en el que una vez más se cumple la observación de
Anatole France: Les savants ne sont pas curieux. El primer trabajo de
importancia (1) en este terreno apenas despertó escasa resonancia, a pesar de
que aportaba una concepción enteramente nueva de las neurosis. Algunos
autores se expresaron sobre él con aplauso, y a vuelta de hoja siguieron
exponiendo sus casos de histerismo a la antigua usanza. Procedían, sobre
poco más o menos, como si se reconociese con elogio la idea o el hecho de la
forma esférica de la tierra, y se continuase tranquilamente representando la
tierra como un disco. Las siguientes publicaciones de Freud pasaron
enteramente inadvertidas, aun cuando para el campo de la psiquiatría
aportaban observaciones de inmensa trascendencia. Cuando Freud, en el año
1900, escribió la primera verdadera psicología del sueño (antes dominaba en
este campo la adecuada oscuridad nocturna), se empezó por sonreír; y
cuando a mediados del último decenio empezó a explicar la psicología de la
sexualidad, la risa se trocó en cólera. Por cierto que esta tormenta de
indignación no fue lo que menos contribuyó a dar publicidad extraordinaria
a la psicología de Freud, notoriedad que se extendió muy por encima de los
límites del interés científico.
Examinemos, pues, más detenidamente esta nueva psicología. Ya en los
tiempos de Charcot se sabía que el síntoma neurótico es «psicógeno», es decir,
que procede del alma. Se sabía también, especialmente gracias a los trabajos
de la escuela de Nancy, que todo síntoma histérico puede producirse también
por sugestión, de una manera exactamente igual. Pero no se sabía cómo
procede del alma un síntoma histérico; las dependencias causales psíquicas
eran totalmente desconocidas. A principios del año 80, el doctor Breuer, un
viejo médico práctico de Viena, hizo un descubrimiento, que fue propiamente
el comienzo de la nueva psicología. Tenía una joven enferma, muy
inteligente, que sufría de histeria, entre otros con los siguientes síntomas:
padecía una paralización espástica (rígida) del brazo derecho; sufría de
cuando en cuando «ausencias» o estados de delirio; también había perdido la
facultad del habla, en el sentido de que no disponía ya del conocimiento de
su lengua materna, sino que solamente podía expresarse en inglés (la llamada
afasia sistemática). Pretendíase a la sazón, y aún se pretende, establecer
teorías anatómicas de estas perturbaciones, aun cuando en las localizaciones
cerebrales de la función braquial no existía perturbación alguna, como no
existe en el centro correspondiente de un hombre normal. La sintomatología
de la histeria está llena de imposibilidades anatómicas. Una señora que había
perdido completamente el oído por una afección histérica, solía cantar con
frecuencia. Una vez, mientras la paciente entonaba una canción, su médico se
puso disimuladamente al piano y la acompañó con suavidad; en la transición
de una estrofa a otra cambió de repente el tono, y la enferma, sin advertirlo,
siguió cantando en el nuevo tono. Por lo tanto: la enferma oye y… no oye. Las
distintas formas de ceguera sistemática ofrecen fenómenos parecidos. Un
hombre padece una ceguera completa histérica; en el curso del tratamiento
recobra su facultad visual, pero al principio y durante largo tiempo, sólo
parcialmente; lo ve todo, excepto las cabezas de los hombres. Ve, por
consiguiente, a las personas que le rodean, sin cabeza. Por lo tanto, ve y… no
ve. Después de una gran cantidad de experiencias semejantes se llegó, hace
ya mucho tiempo, a la conclusión de que sólo la conciencia de los enfermos es
la que no ve y no oye, pero que la función sensorial se halla en perfecto
estado. Esta realidad se opone abiertamente a la existencia de una
perturbación orgánica, que siempre acarrea esencialmente el padecimiento de la función misma.
Volvamos, después de esta digresión, al caso de Breuer. No existían causas
orgánicas de la perturbación; por lo tanto, el caso debía ser interpretado como
histérico, es decir, psicógeno. Breuer había observado que, cuando hallándose
la paciente en estados artificiales o espontáneos de delirio, la inducía a contar
las fantasías o reminiscencias que se le iban ocurriendo, su estado se aliviaba
luego durante algunas horas. Esta observación la utilizó metódicamente para
el tratamiento ulterior. Para este medio curativo, la paciente inventó la frase
del «talking cure», o jocosamente también «chimney sweeping».
La paciente había enfermado al cuidar a su padre, mortalmente enfermo.
Como se comprende, sus fantasías versaban principalmente sobre aquella
época de excitación. Las reminiscencias de aquel tiempo se presentaban en los
estados de delirio con fidelidad fotográfica, y con tanta lucidez, hasta el
último detalle, que bien puede asegurarse que la memoria en vigilia nunca
hubiera podido reproducirlas con igual plasticidad y exactitud. (A esta
exacerbación de la facultad recordativa, que se presenta no pocas veces en los
estados de conciencia reducida, se llama «hiperemnesia».) Sucedieron cosas
muy curiosas. Una de las muchas narraciones era, poco más o menos, como sigue:
«Una vez velaba la enferma por la noche, con gran angustia, en torno a su
padre, atacado de alta fiebre. Hallábase en gran tensión, porque estaba
esperando de Viena a un cirujano para que le operara. La madre se había
alejado por algún tiempo, y Ana (la paciente) se sentó junto a la cama del
enfermo con el brazo derecho puesto sobre el respaldo del sillón. Cayó en un
estado de semisueño y vio cómo de la pared se acercaba al enfermo una
serpiente negra para morderle. (Es muy verosímil que en el prado de detrás
de la casa hubiera efectivamente algunas serpientes que hubieran asustado ya
antes a la muchacha y que ahora proporcionaban el material para la
alucinación.) Quiso ella apartar el bicho, pero estaba como paralizada; el
brazo derecho, colgando sobre el respaldo del sillón, estaba ‘dormido’,
anestético y parético, y cuando lo miró los dedos se le convirtieron en
pequeñas serpientes con calaveras por cabeza. Probablemente hizo esfuerzos
por ahuyentar la serpiente con la mano derecha paralizada, y por eso la
anestesia y paralización de la misma se asocio con la alucinación de la
serpiente. Cuando el reptil desapareció, quiso rezar, en su angustia; pero no
encontró idioma, no pudo hablar en ninguno; hasta que, por último, dio con
un verso infantil inglés, y ya en este idioma pudo continuar y rezar».
Esta fue la escena en que se produjo la parálisis y la perturbación en la
función verbal. La narración de esta escena tuvo por resultado la
desaparición de esa perturbación verbal. Y del mismo modo se consiguió, al
parecer, la curación total de la enferma.
He de contentarme aquí con este solo ejemplo. En el citado libro de Breuer y
Freud se hallará una multitud de ejemplos parecidos. Se comprende que
escenas de esta naturaleza han de ser muy activas e impresionantes; por eso
se propende a concederles también valor causal en la producción del síntoma.
La concepción que entonces dominaba en la teoría del histerismo, la
concepción del «choque nervioso», nacida en Inglaterra y por Charcot
patrocinada enérgicamente, era apropiada para explicar el descubrimiento de
Breuer. De aquí resultó la llamada teoría del trauma, según la cual el síntoma
histérico (y, en cuanto los síntomas constituyen las enfermedades, la histeria
misma) procede de lesiones anímicas (tráumata), cuya impresión persevera
inconscientemente durante años. Freud, que al principio fue colaborador de
Breuer, pudo confirmar ampliamente este descubrimiento. Se demostró que
ninguno de los numerosos síntomas histéricos procede de la casualidad, sino
que siempre es producido por acontecimientos anímicos. En este sentido la
nueva concepción abría ancho campo al trabajo empírico. Pero el espíritu
investigador de Freud no pudo permanecer mucho tiempo en esta superficie,
pues ya se le presentaban problemas más hondos y dificultosos. Es evidente
que esos momentos de violenta angustia, tales como los que experimentó la
paciente de Breuer, pueden dejar una impresión duradera. ¿Pero cómo
explicar que se experimenten tales momentos, que al fin y al cabo ostentan
claramente el cuño de lo enfermizo? ¿Hubo de producir aquel resultado el
angustioso velar al enfermo? En ese caso habrían de suceder con mucha más
frecuencia cosas parecidas, pues desgraciadamente es cosa frecuente el
atender con angustia muchas veces a los enfermos, y el estado nervioso de la
medicina una respuesta curiosa; se dice: «La x en el cálculo es la disposición»;
para estas cosas está uno «dispuesto». Pero el problema de Freud fue este
otro: «¿En qué consiste la disposición?» Esta pregunta conducía lógicamente a
una investigación de la prehistoria del trauma psíquico. Se ve frecuentemente
cómo ciertas escenas incitantes obran de manera muy diversa en distintas
personas, o cómo cosas que para uno son indiferentes y aun agradables,
infunden a otro la mayor aversión; pongamos por ejemplo las ranas, las
serpientes, los ratones, los gatos, etc. Hay casos en que mujeres que asisten
tranquilamente a operaciones sangrientas, no pueden rozarse con un gato sin
temblar de angustia y asco en todos sus miembros. Yo conozco el caso de una
joven que cayó en un estado de fuerte histerismo a causa de un susto
repentino. Había estado una noche en sociedad, y a eso de las doce volvía a
su casa en compañía de varios conocidos, cuando de repente se precipitó por
detrás un coche a trote rápido. Los demás se apartaron, pero ella, constreñida
por el miedo, permaneció en medio de la calle y echó a correr delante de los
caballos. El cochero restalló el látigo, renegando; no consiguió nada. La
señora siguió corriendo por la calle abajo, hasta llegar a un puente. Allí la
abandonaron las fuerzas, y, para no caer debajo de los caballos, en la suprema
desesperación, quiso saltar al río, pero pudo ser contenida por algunos transeúntes.
. . Esta misma señora se encontraba incidentalmente en San
Petersburgo, durante el sangriento día 22 de enero, en una calle que
precisamente estaban «limpiando» los soldados a descargas de la ametralladora.
A su derecha y a su izquierda caían al suelo los hombres muertos o
heridos; pero ella, con la mayor tranquilidad y lucidez de ánimo, acechó la
puerta de un patio, por la cual pudo salvarse pasando a otra calle. Momentos
tan espantosos no le produjeron la menor pesadumbre. Se encontraba luego
perfectamente bien, y aun mejor dispuesta que de ordinario.
Comportamiento análogo se observa en principio frecuentemente. De aquí se
deduce la necesaria consecuencia de que la intensidad de un trauma posee a
todas luces poca importancia patógena, la cual depende más bien de
circunstancias especiales. Esto nos da una clave, que puede explicar la
disposición. Hemos de hacernos, por lo tanto, esta pregunta: ¿Cuáles son las
circunstancias especiales que se dan en la escena del coche? La angustia
comenzó cuando la joven oyó trotar a los caballos; por un momento le pareció
como si hubiera allí una fatalidad espantosa, como si aquello significara su
muerte o algo muy temible, y desde ese momento perdió por completo el sentido.
El momento eficaz arranca manifiestamente de los caballos. La disposición dé
la paciente para reaccionar de manera tan desproporcionada ante este
insignificante suceso, podría consistir, por lo tanto, en que los caballos
significaban para ella algo especial. Habría que suponer que alguna vez le
había sucedido algo peligroso con los caballos. Así es, efectivamente, pues
siendo una niña de unos siete años, y paseando en coche, espantáronse los
caballos y en marcha precipitada se lanzaron hacia un precipicio, por cuyo
fondo pasaba un río. El cochero saltó del pescante y le gritó que saltase
también; a lo cual ella apenas pudo decidirse, tan angustiada estaba. Al fin
saltó, en el momento preciso en que los caballos con el coche se derrumbaban
por la sima. Que un suceso semejante dejase en ella profundas impresiones,
no necesita demostrarse. Sin embargo, no se explica por qué más tarde una
reacción tan disparatada pudo seguir a una alusión tan inofensiva. Hasta
ahora sólo sabemos que el síntoma posterior tuvo un precedente en la niñez.
Pero lo patológico de todo ello permanece en la oscuridad. Para penetrar en
este misterio, son necesarias todavía otras experiencias. Se ha demostrado,
por repetidas pruebas, que en todos los casos sometidos a análisis existía,
aparte de los episodios traumáticos, otra clase de perturbación, que no puede
designarse de otro modo que como una perturbación en la esfera del amor.
Sabido es que el amor es algo inmenso, que se extiende del cielo hasta el
infierno y abarca lo bueno y lo malo, lo alto y lo bajo (2). Esta observación
produjo en las ideas de Freud un cambio notable. Mientras que antes había
buscado la causa de la neurosis en los episodios traumáticos de la vida,
siguiendo más o menos la teoría del trauma de Charcot, desplazóse ahora el
centro de gravedad del problema, pasando a otro sitio enteramente distinto.
El mejor ejemplo puede ser nuestro caso: comprendemos perfectamente que
los caballos desempeñen en la vida de nuestra paciente un papel importantísimo;
pero no comprendemos la reacción posterior, tan exagerada y
desproporcionada. Lo enfermizo y extraño de esta historia consiste en que
ante los caballos se espanta de esa manera. Teniendo en cuenta la observación
empírica antes citada, según la cual generalmente junto con los episodios
traumáticos existe una perturbación en la esfera del amor, habría que investigar
en este caso si no hay quizá algo que no esté en orden en ese sentido.
La dama conoce a un joven, con quien piensa desposarse; lo ama y espera ser
dichosa con él. Por lo pronto nada más descubrimos. Pero la investigación no
ha de arredrarse por haber llegado a un resultado negativo en un
interrogatorio superficial. Hay caminos indirectos, cuando el camino directo
no conduce al fin. Volvamos, por consiguiente, a aquel momento preciso en
que la dama echa a correr delante de los caballos. Hubimos de informarnos
acerca de la reunión y de la fiesta en que la dama había tomado parte. Se
trataba de una cena de despedida dada en honor de su mejor amiga, que
marchaba por una temporada al extranjero a curarse de los nervios en un
sanatorio. La amiga está casada, y nos enteramos de que es dichosa y madre
de un niño. Por supuesto, debemos desconfiar de esta indicación; si fuera
dichosa, en efecto, no habría probablemente ninguna razón para que
padeciera de los nervios y necesitara ponerse en cura. Dirigiendo mis
preguntas por otro lado, averigüé que la paciente, cuando sus conocidos la
encontraron, fue llevada a la casa de la comida, porque era donde había
oportunidad más cercana para recogerla. Allí fue recibida con agasajo y
atendida en su estado de agotamiento. En este punto interrumpió la paciente
su narración, se mostró perpleja y confusa y trató de pasar a otro tema.
Manifiestamente se trataba de alguna reminiscencia desagradable, que se le
había ocurrido de repente. Después de vencer pertinaces resistencias por
parte de la enferma, puse en claro que aquella noche aún había sucedido algo
muy notable: el amigo que daba la comida le había hecho a ella una fogosa
declaración de amor, lo cual produjo una situación que resultaba algo difícil y
enojosa, teniendo en cuenta la ausencia de la dueña de la casa. Al parecer,
esta declaración de amor fue para la enferma como un rayo en el cielo tranquilo.
Pero estas cosas suelen tener siempre su prehistoria. Por lo tanto, el
trabajo de las semanas sucesivas consistió para mí en ir desenterrando punto
por punto toda una larga historia de amor, hasta que obtuve un cuadro de
conjunto, que voy a resumir en la forma siguiente:
La paciente era, de niña, como un muchacho; sólo le gustaban los juegos
salvajes de los chicos; se burlaba de su propio sexo y rehuía todas las formas
y ocupaciones femeninas. Pasada la edad de la pubertad, cuando el problema
erótico hubiera podido presentársele más urgente, comenzó a rehuir todo
trato social, cobró odio y desprecio a todo lo que recordase, aun de lejos, la
determinación biológica del hombre, y vivió en un mundo de fantasía que
nada tenía de común con la realidad brutal. Así fue esquivando, hasta
próximamente los veinticuatro años, todas esas pequeñas aventuras,
esperanzas e ilusiones que suelen conmover íntimamente a la mujer en esa
época. (Muchas veces las mujeres son, en este sentido, de una insinceridad
maravillosa para consigo mismas y para con el médico.) Pero entonces trabó
conocimiento con dos señores, que habían de romper los setos de espinas
entre los cuales vivía. El señor A era el marido de su mejor amiga a la sazón.
El señor B era un amigo soltero del señor A Ambos le agradaban a ella Sin
embargo, pronto le pareció que el señor B le agradaba extraordinariamente
más. Como consecuencia, entablóse pronto una relación más honda entre ella
y el señor B, y hasta se hablaba de la posibilidad de un noviazgo. Por su
relación con el señor B y por su amiga, estaba también en frecuente
comunicación con el señor A, cuya presencia la excitaba muchas veces de una
manera inexplicable y la ponía nerviosa. En este tiempo asistió la paciente a
una gran reunión de sociedad. Sus amigos estaban también presentes. Ella se
había quedado ensimismada y jugaba distraída con su anillo, que de pronto
se le escapó de entre las manos y rodó bajo la mesa. Ambos señores se
pusieron a buscarlo, y fue el señor B quien lo encontró. Al ponérselo en el
dedo, le dirigió una expresiva sonrisa y le dijo: «Usted sabe lo que esto
significa». En aquel momento se sintió acometida de un sentimiento extraño e
irresistible, se arrancó el anillo del dedo y lo arrojó por la ventana. Con esto
se produjo naturalmente una situación momentáneamente violenta, y ella
abandonó en seguida la tertulia con profunda desazón. Poco después quiso la
llamada casualidad que ella pasara las vacaciones de verano en un balneario,
donde también paraban el señor A y la señora A. La señora A comenzó
entonces a ponerse visiblemente nerviosa; así que, por inadaptabilidad, hubo
de quedarse muchas veces en casa. Nuestra enferma estaba, pues, en
situación de salir a pasear sola con el señor A. Una vez se fueron de excursión
en un pequeño bote. Ella estaba muy alegre y retozona y cayó de repente por
la borda. El señor A logró salvarla, a costa de muchos esfuerzos, pues ella no
sabía nadar, y la metió en el bote medio desfallecida. Entonces él la besó. Este
romántico suceso estrechó los lazos entre ambos. Pero la enferma no
reflexionó de una manera consciente sobre la profundidad de esta pasión,
evidentemente porque estaba de antiguo acostumbrada a pasar de largo ante
tales impresiones o, mejor dicho, a rehuirlas. Para disculparse ante sí misma,
la paciente activó con mayor energía su noviazgo con el señor B, y llegó a
convencerse efectivamente de que lo amaba. Este juego extraño no había de
pasar inadvertido, evidentemente, a la sutil mirada de los celos femeninos. La
señora A, su amiga, había penetrado el secreto y se atormentaba, como es de
suponer; con esto creció su nerviosidad. Así llegó a ser necesario que la
señora A marchase al extranjero para ponerse en cura. En la fiesta de
despedida, el espíritu malo susurró al oído a nuestra enferma: »Hoy por la
noche él está solo y tiene que sucederte algo, para que vayas a su casa». Y así
sucedió, en efecto. Merced a su extraía conducta, fue a casa de A y consiguió
lo que buscaba. Después de esta explicación, acaso se incline alguno a
suponer que sólo un refinamiento diabólico pudo inventar y poner por obra
semejante cadena de circunstancias. Del refinamiento no puede dudarse, pero
su apreciación moral es difícil; pues habré de afirmar con insistencia que los
motivos de esta situación dramática de la enferma no eran conscientes para
ella en modo alguno. La historia le ocurrió, al parecer, espontáneamente, sin
que ella se hubiera formado conciencia de motivo alguno. Pero la prehistoria
manifiesta que inconscientemente todo iba orientado a este fin, mientras que
la conciencia se esforzaba por provocar el noviazgo con el señor B. Sin
embargo, era más fuerte la tendencia inconsciente a seguir el otro camino.
Volvamos ahora a nuestra consideración inicial, o sea, inquiramos de dónde
procede lo patológico (es decir, lo extraño, lo exagerado) de la reacción al
trauma. Basados en un principio, deducido de muchas experiencias,
insinuamos la sospecha de que también en el caso presente, además del
trauma, hubiera una perturbación en la esfera del amor. Esta sospecha se ha
confirmado plenamente, y hemos aprendido que el trauma, que produce
supuestos efectos patógenos, no es sino una ocasión para que se manifieste
algo que antes no era consciente, a saber: un importante conflicto erótico. Con
esto, el trauma pierde su sentido patógeno y en su lugar aparece otra
concepción mucho más profunda y amplia, que explica la eficacia patógena
como un conflicto erótico.
Se oye con frecuencia esta pregunta: ¿Por qué ha de ser precisamente un
conflicto erótico la causa de la neurosis y no otro conflicto cualquiera? A esto
se responde: Nadie afirma que deba ser así, sino que se descubre que
efectivamente es así. A pesar de las irritadas aseveraciones en contrario, es
indudable que el amor (3), sus problemas y sus conflictos son de importancia
fundamental para la vida humana. De cuidadosas investigaciones se
desprende que el amor tiene mucha mayor trascendencia de lo que el individuo se imagina.
La teoría del trauma ha quedado, pues, abandonada como arcaica; pues con
la opinión de que la raíz de la neurosis no es el trauma, sino un conflicto
erótico oculto, pierde el trauma su significación patógena.
Notas:
1 * Breuer y Freud: Studien über Hysterie (Estudios sobre histerismo). Deuticke, Leipzig y Viena, 1895.
2 * Al amor puede aplicarse aquella antigua sentencia mística; «Cielo arriba, cielo abajo, éter arriba,
éter abajo. Todo eso arriba, todo eso abajo, tómalo y alégrate».
3 * En el sentido amplio, que le corresponde por naturaleza y que no abarca solamente la
sexualidad. Pero esto no quiere decir que el amor y sus perturbaciones sean la única fuente de la
neurosis. La perturbación del amor puede ser de naturaleza secundaria y provocada por causas
profundas.Hay, además, otras posibilidades de llegar a ser neurótico.

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