Viktor Frankl: La primera selección

La primera selección

Creo que todos los que formaban parte de nuestra expedición vivían con la ilusión de que seríamos liberados, de que, al final, todo iba a salir muy bien. No nos dábamos cuenta del significado que encerraba la escena que expongo a continuación. Hasta la tarde no comprendimos su sentido. Nos dijeron que dejáramos nuestro equipaje en el tren y que formáramos dos filas, una de mujeres y otra de hombres, y que desfiláramos ante un oficial de las SS. Por sorprendente que parezca, tuve el valor de esconder mi macuto debajo del abrigo. Uno a uno, los hombres pasamos ante el oficial. Me daba cuenta del peligro que corría si el oficial localizaba mi saco. Lo menos que haría sería derribarme al suelo de una bofetada; lo sabía por propia experiencia. Instintivamente, al irme aproximando a él me enderecé de modo que no se diera cuenta de mi pesada carga. Ahora lo tenía frente a frente. Era un hombre alto y delgado y llevaba un uniforme impecable que le sentaba perfectamente. ¡Qué contraste con nosotros, todos sucios y mugrientos después de tan largo viaje! Había adoptado una actitud de aparente descuido sujetándose el codo derecho con la mano izquierda. Ninguno de nosotros tenía la más remota idea del siniestro significado que se ocultaba tras aquel pequeño movimiento de su dedo que señalaba unas veces a la izquierda y otras a la derecha, pero sobre todo a la derecha.
Tocaba mi turno. Alguien me susurró que si nos enviaban a la derecha («desde el punto de vista del espectador») significaba trabajos forzados, mientras que la dirección a la izquierda era para los enfermos e incapaces de trabajar, a quienes enviaban a otro campo. No podía hacer otra cosa que dejar que las cosas siguieran su curso, como así sería a partir de entonces muchas veces más. El macuto me pesaba y me obligaba a ladearme hacia la izquierda, pero hice un esfuerzo para caminar erguido. El hombre de las SS me miró de arriba abajo y pareció dudar; después puso sus dos manos sobre mis hombros. Intenté con todas mis fuerzas parecer distinguido: me hizo girar hasta que quedé frente al lado derecho y seguí andando en aquella dirección.
Por la tarde nos explicaron la significación del juego del dedo.
Se trataba de la primera selección, el primer veredicto sobre nuestra existencia o no existencia. Para la gran mayoría de aquella expedición, cerca de un 90%, significó la muerte; la sentencia se ejecutó en las horas siguientes. Los que fueron enviados hacia la izquierda marcharon directamente desde la estación al crematorio. Dicho edificio, según me contó un prisionero que trabajaba allí, tenía escrito sobre sus puertas en varios idiomas europeos, la palabra «baño». Al entrar, a cada prisionero se le entregaba una pastilla de jabón y después…, pero gracias a Dios no necesito relatar lo que sucedía después. Muchos han escrito ya sobre tanto horror. Los que nos habíamos salvado, la minoría de nuestra expedición, supo aquella tarde la verdad.
Pregunté a los prisioneros que llevaban allí algún tiempo a dónde podrían haber enviado a mi amigo y colega P.
«¿Lo mandaron hacia la izquierda?»
«Sí», repliqué.
«Entonces puede verle allí», me dijeron.
«¿Dónde?» La mano señalaba la chimenea que había a unos cuantos cientos de yardas y que arrojaba al cielo gris de Polonia una llamarada de fuego que se disolvía en una siniestra nube de humo.
«Allí es donde está su amigo, elevándose hacia el cielo», fue su respuesta. Pero entonces todavía no comprendía lo que quería decir hasta que me revelaron la verdad con toda su crudeza.
Pero me estoy adelantando al contar las cosas. Desde un punto de vista psicológico, teníamos un largo, muy largo, camino por delante desde que pusimos el pie en la estación hasta nuestra primera noche en el campo. Escoltados por los guardias de las SS que iban cargados con pesados fusiles, nos hicieron recorrer a paso ligero el camino que desde la estación atravesaba la alambrada electrificada y el campo, hasta llegar al pabellón de desinfección; para aquellos de nosotros que habíamos pasado la primera selección, fue un auténtico baño. Una vez más se vio confirmada nuestra ilusión de salvarnos. Los hombres de las SS parecían casi casi encantadores. Pronto supimos por qué: eran amables con nosotros mientras teníamos nuestros relojes de pulsera y nos podían persuadir, en todos los tonos y maneras, para que se los entregáramos. ¿Acaso no habíamos perdido ya todo lo que poseíamos? ¿Por qué no habíamos de dar nuestro reloj a aquellas personas relativamente agradables? Tal vez algún día nos lo devolverían con creces.

Viktor Frankl