Historiales clínicos: Señorita Elisabeth von R. (Freud) EPICRISIS: La señorita Rosalia H.

Historiales clínicos: Señorita Elisabeth von R. (Freud) EPICRISIS

La señorita Rosalia H., de veintitrés años, está desde hace algunos años empeñada en formarse como cantante; se queja de que su bella voz no le obedece en ciertas escalas. Le sobreviene una sensación de ahogo y opresión en la garganta, y las notas suenan como estranguladas; por eso su maestro no ha podido todavía autorizarla a presentarse ante el público; como esta imperfección sólo afecta su registro medio, no se la puede explicar por un defecto de sus órganos vocales; y a veces la perturbación desaparece por completo, de suerte que el maestro se declara muy satisfecho, en tanto que, en otras ocasiones, a la excitación más leve, o aun sin que medie en apariencia razón alguna, he ahí de nuevo la sensación de opresión, y estorbado el libre despliegue de la voz. No era difícil discernir, en esta importuna sensación, la conversión histérica; no comprobé si de hecho sobrevenía una contractura en ciertos músculos de las cuerdas vocales. He aquí lo que averigüé, en el análisis hipnótico que emprendí con la muchacha, acerca de sus peripecias y, así, de la causación de sus males. Huérfana a edad temprana, había sido recogida en la casa de una tía que a su vez tenía muchos hijos, viéndose forzada, pues, a participar en una vida familiar en extremo infeliz. El marido de esta tía, un hombre de personalidad evidentemente patológica, maltrataba a su mujer y a los niños de la manera más brutal y, en particular, los afrentaba con su desembozada predilección sexual por las muchachas de servicio y niñeras que vivían en la casa, lo cual se volvía más y más chocante a medida que los niños crecían. Cuando la tía falleció, Rosalia se convirtió en la protectora de ese grupo de niños huérfanos y oprimidos por el padre. Tomó en serio sus deberes y libró todos los conflictos que ese puesto le marcaba, pero debía hacer los mayores esfuerzos para sofocar las exteriorizaciones de su odio y su desprecio hacía el tío. Fue entonces cuando se generó en ella la sensación de opresión en la garganta. Cada vez que debía guardarse una respuesta, que se hacía violencia para permanecer tranquila frente a una falta indignante, sentía la irritación en la garganta, la opresión, la denegación de la voz; en suma: todas las sensaciones localizadas en laringe y faringe que ahora la perturbaban al cantar. Era comprensible que ella buscara la posibilidad de independizarse a fin de escapar a tales inquietudes y penosas impresiones que recibía diariamente en casa de su tío. Un excelente maestro de canto la aceptó desinteresadamente y le aseguró que por su voz estaba justificada en escoger el oficio de cantante. Entonces empezó en secreto a tomar lecciones con él, pero como a menudo llegaba allí a toda prisa con esa opresión todavía en la garganta, frecuentísima secuela de las violentas escenas hogareñas, se consolidó un vínculo entre el cantar y la parestesia histérica, cuya vía ya era indicada por la sensibilidad de órgano al cantar. El aparato del que habría debido disponer libremente en esa actividad se mostraba investido con restos de inervación tras aquellas numerosas escenas de excitación sofocada. Había abandonado desde entonces la casa de su tío, se había trasladado a una ciudad alejada para poner distancia respecto de su familia, pero con ello no se superaba el impedimento. Esta bella muchacha, de inteligencia nada común, no mostraba otros síntomas histéricos. Me empeñé en tramitar esta «histeria de retención» reproduciendo todas las impresiones excitadoras, y abreaccionándolas con efecto retardado {nachträglicb} . La hice insultar al tío, dirigirle filípicas, decirle en la cara toda la verdad, etc. Y este tratamiento le hizo muy bien; por desgracia, ella vivía mientras tanto en condiciones harto desfavorables. No tenía suerte con sus parientes. Era huésped en casa de otro tío, quien la acogió amistosamente, pero por eso mismo despertó el disgusto de la tía. Esta mujer conjeturaba en su marido un interés de mayor hondura por su sobrina, y lo dispuso todo para estropearle totalmente a la muchacha su estadía en Viena. Ella misma en su juventud se había visto precisada a resignar sus inclinaciones artísticas, y ahora sentía envidia por la sobrina que podía cultivar su talento aunque en el caso de esta no fuera la inclinación, sino la urgencia por independizarse, lo que la llevaba a abrazar esa senda. Rosalie se sentía tan incómoda en la casa que, por ejemplo, no osaba cantar ni tocar el piano si su tía se hallaba cerca como para escucharla, y ponía cuidado en evitar cantar o tocar algo para su tío, hombre por lo demás ya anciano -hermano de su madre-, cuando la tía podía llegar. Mientras yo me empeñaba en tachar las huellas de antiguas excitaciones, de esas circunstancias imperantes en casa de sus huéspedes se generaban otras nuevas, que en definitiva perturbaron el éxito de mi tratamiento e interrumpieron prematuramente la cura. Cierto día la paciente se me presentó con un síntoma de nueva data, apenas de veinticuatro horas antes. Se quejó de una desagradable comezón en la punta de los dedos que desde ayer le aparecía cada tantas horas y la constreñía, muy en particular, a hacer movimientos como de dar papirotazos. No pude ver el ataque, pues de otro modo tal vez habría colegido, viendo los movimientos de los dedos la ocasión; pero enseguida intenté ponerme sobre el rastro del fundamento del síntoma (en verdad, del pequeño ataque histérico) mediante análisis hipnótico. Como el todo llevaba tan breve existencia, yo esperaba poder producir un esclarecimiento y una tramitación rápidos. Para mi asombro, la enferma me aportó -sin titubear y en orden cronológico- toda una serie de escenas, a partir de la primera infancia, que tenían algo en común: ella había tolerado una injusticia sin defenderse, y de tal suerte que al mismo tiempo los dedos podían darle respingos. Por ejemplo, escenas como la de la escuela, donde debió tender la mano sobre la cual el maestro le dio un golpe con la regla. Pero eran ocasiones triviales, cuyo derecho a intervenir en la etiología de un síntoma histérico yo habría cuestionado. Diversa era la situación con una escena de sus primeros años de doncella, que siguió a aquellas. El tío malo, que padecía de reumatismo, le había pedido que lo masajeara en la espalda. Ella no se atrevió a rehusarse. Yacía él mientras tanto en la cama; de pronto se destapó {abwerfen die Decke},. se levantó, quiso atraparla y voltearla {hi nwerfen}. Desde luego, ella interrumpió los masajes, y un momento después había huido a refugiarse encerrándose en su habitación. Era evidente que no le gustaba acordarse de esa vivencia, y tampoco quiso manifestar si vio algo a raíz del repentino destape del hombre. La sensación en los dedos acaso se explicaba ahí por el impulso sofocado a castigarlo, o simplemente se debió a que estaba ocupada con los masajes. Sólo después de esta escena dio en hablar de la vivenciada ayer, tras la cual se habían instalado la sensación y los respingos en los dedos como símbolo mnémico recurrente. El tío en cuya casa ahora vivía le rogó que le tocara algo; se sentó al piano y se acompañaba con el canto en la creencia de que la tía había salido. Y de repente, he ahí a la tía que llega a la puerta; Rosalia se levanta de un salto, tapa {zuwerfen den Deckel} el piano y lanza lejos la partitura; bien se colige, por cierto, el recuerdo que afloró en ella y la ilación de pensamiento de la que en ese momento se defendió: la amargura por la injustificada sospecha, destinada en verdad a moverla a abandonar la casa, mientras que por causa de la cura se veía precisada a permanecer en Viena y no tenía otro alojamiento. El movimiento de los dedos que vi en la reproducción de esa escena era el de botar algo, como si uno -literal y figuradamente- rebotara alguna cosa, pasara rápidamente {arrojara lejos} una partitura o desechara una proposición. Sostenía con total determinación no haber sentido ese síntoma antes -o sea, con ocasión de las escenas referidas en primer término-. ¿Qué otra cosa restaba si no suponer que la vivencia de la víspera había despertado primero el recuerdo de parecidos contenidos de anterior data, y que luego la formación de un símbolo mnémico había conferido valimiento a todo el grupo de recuerdos? La conversión fue costeada, en parte, por lo recién vivenciado y, en parte, por un afecto recordado. Si se reflexiona sobre el tema con más atención, se deberá admitir que un proceso así ha de ser calificado de regla, más que de excepción, en la génesis de síntomas histéricos. Casi todas las veces que investigué el determinismo de esos estados, no descubrí una ocasión única, sino un grupo de ocasiones traumáticas semejantes (véanse buenos ejemplos en el historial clínico nº. 2, el de la señora Emmy). En muchos de esos casos se pudo comprobar que el síntoma respectivo ya había aparecido por breve lapso tras el primer trauma, para retirarse luego, hasta que un siguiente trauma lo volvió a convocar y lo estabilizó. Ahora bien, entre ese surgimiento temporario y la total latencia tras las primeras ocasiones no se comprueba, diferencia alguna de principio, y en un número abrumadoramente grande de ejemplos se demostró, en cambio, que los primeros traumas no habían dejado como secuela síntoma ninguno, mientras que un trauma posterior de la misma clase provocó un síntoma que, empero, no pudo prescindir para su génesis de la cooperación de las ocasiones anteriores, y cuya solución reclamó tomar en cuenta todas las ocasiones. Traducido esto a la terminología de la teoría de la conversión, el hecho innegable de la sumación de los traumas y la latencia previa de los síntomas quiere decir que puede producirse tanto la conversión de un afecto fresco como la de uno recordado, y este supuesto esclarece por entero la contradicción en que parecen encontrarse el historial clínico y el análisis de la señorita Von R. No cabe duda de que las personas sanas toleran en considerable medida la permanencia, en el interior de su conciencia, de representaciones con afecto no tramitado. La tesis que acabo de sostener no hace más que aproximar la conducta de los histéricos a la de las personas normales. Aquí lo que importa es, evidentemente, un factor cuantitativo, a saber, la cuantía de esa tensión de afecto conciliable con una organización. También el histérico podrá mantenerla no tramitada en cierta medida; pero si esta última crece, por sumación de ocasiones semejantes, más allá de la capacidad de tolerancia (Tragfähigkeit} del individuo, se ha dado el empuje hacia la conversión. Por eso no constituye un raro enunciado, sino casi un postulado, que la formación de síntomas histéricos puede producirse también a expensas de un afecto recordado. Ya me he ocupado, pues, de los motivos y del mecanismo de este caso de histeria; resta todavía elucidar el determinismo del síntoma histérico. ¿Por qué justamente los dolores en las piernas tomarían sobre sí la subrogación del dolor anímico? Las circunstancias que rodearon el caso indican que ese dolor somático no fue creado por la neurosis, sino sólo aprovechado por ella, aumentado y conservado. Y agregaré que algo semejante ocurría en la enorme mayoría de las algias histéricas que pude llegar a inteligir; siempre había preexistido al comienzo un dolor real y efectivo, de base orgánica. Son los dolores más comunes y difundidos de la humanidad los que con mayor frecuencia parecen llamados a desempeñar un papel en la histeria; sobre todo, los periósticos y neurálgicos a raíz de enfermedades de los dientes, las cefaleas debidas a fuentes tan diversas, y en medida no menor los dolores reumáticos de los músculos, tan a menudo desconocidos como tales . Opino que también tuvo base orgánica el primer ataque de dolores que la señorita Elisabeth von R. sufrió mientras cuidaba todavía a su padre. En efecto, no obtuve información alguna cuando busqué una ocasión psíquica para ello, y confieso que me inclino a otorgar valor diagnóstico-diferencial a mi método de convocar recuerdos escondidos, siempre que se lo maneje con cuidado. Ahora bien, este dolor originariamente reumático(108) pasó a ser en la enferma el símbolo mnémico de sus excitaciones psíquicas dolientes, y ello, hasta donde yo puedo verlo, por más de una razón. Primero y principal, porque estuvo presente en la conciencia de manera aproximadamente simultánea con aquellas excitaciones; segundo, porque se enlazaba o podía enlazarse de múltiples modos con el contenido de representación de aquella época. Quizá no fue más que una consecuencia distante de su cuidado del enfermo, de la falta de movimiento y la mala alimentación que traía consigo el oficio de cuidadora. Pero esto difícilmente lo tuviera en claro la enferma; sin duda cuenta más el hecho de que debió de sentirlo en momentos significativos de ese cuidado, por ejemplo cuando en el frío del invierno saltaba de la cama para acudir al llamado del padre. Sin embargo, decisiva, sin más, para el rumbo que tomó la conversión debió de ser la otra modalidad del enlace asociativo: la circunstancia de que durante una larga serie de días una de sus piernas doloridas entraba en contacto con la pierna hinchada del padre a raíz del cambio del vendaje. El lugar de la pierna derecha marcado por ese contacto permaneció desde entonces como el foco y punto de partida de los dolores, una zona histerógena artificial cuya génesis pude penetrar con claridad en este caso. Si alguien se asombrase por este enlace asociativo entre dolor físico y afecto psíquico considerándolo demasiado múltiple y artificioso, yo respondería que ello es tan injustificado como manifestar asombro por el hecho de que «en el mundo sean justamente los más ricos los que poseen la mayor cantidad de dinero». De no mediar tal profuso enlace, no se forma síntoma histérico alguno, y la conversión no halla un camino; además, puedo asegurar que el ejemplo de la señorita Elisabeth von R. se cuenta, respecto del determinismo, entre los más simples. En el caso de la señora Cácilie M., en particular, he debido solucionar los más enmarañados nudos de esta índole. Ya elucidé en el historial clínico cómo la astasia-abasia de nuestra enferma se edificó sobre esos dolores una vez que a la conversión se le abrió un camino determinado. Pero allí sustenté también la tesis de que la enferma creó o acrecentó la perturbación funcional por vía de simbolización, vale decir, halló en la abasia-astasia una expresión somática de su falta de autonomía, de su impotencia para cambiar en algo las circunstancias; y de que los giros lingüísticos «No avanzar un paso», «No tener apoyo», etc., constituyeron los puentes para ese nuevo acto de conversión. Me empeñaré en sustentar esta concepción mediante otros ejemplos. La conversión sobre la base de una simultaneidad, preexistiendo ya un enlace asociativo, parece plantear mínimos reclamos a la predisposición histérica; en cambio, la conversión por simbolización parece requerir un alto grado de modificación histérica, como también en la señorita Elisabeth se pudo comprobar sólo en el estadio posterior de su histeria. Los mejores ejemplos de simbolización los he observado en la señora Cäcilie M., a cuyo caso tengo derecho a designar el más difícil e instructivo que de histeria yo haya tenido. Ya indiqué que, por desdicha, este historia] clínico no puede ser expuesto en detalle. La señora Cácilie sufría, entre otras cosas, de una violentísima neuralgia facial que le emergía de repente dos o tres veces por año, le duraba de cinco a diez días, desafiaba cualquier terapia y después cesaba como si la hubieran amputado. Estaba limitada a las ramas segunda y tercera del trigémino, y como había sin lugar a dudas uratemia, y un «rheumatismus acutus» no del todo claro había desempeñado cierto papel en el historial de la enferma, el diagnóstico de neuralgia gotosa era casi natural. Este diagnóstico era compartido por los médicos llamados a consulta y que vieron cada uno de sus ataques; la neuralgia estaba destinada a que la trataran con los métodos usuales: pincelación eléctrica, aguas alcalinas, purgantes, pero en todos los casos se mantenía incólume hasta que le daba la gana de dejar el sitio a otro síntoma. En los primeros años -la neuralgia ya llevaba quince-, se culpó a los dientes de alimentar esa dolencia; los condenaron a la extracción, y un buen día, previa narcosis, se consumó la ejecución de siete de los malhechores. Pero no fue tan fácil; los dientes estaban implantados con tal firmeza que fue preciso dejarles las raíces en la mayoría de los casos. Exito ninguno tuvo esta operación cruel: ni temporario ni duradero. La neuralgia se descargó esa vez durante meses. También en la época en que yo emprendí mi tratamiento, a cada neuralgia llamaban al odontólogo; y todas las veces él declaraba hallar raíces enfermas, ponía manos a la obra, pero por lo común interrumpía a poco andar pues la neuralgia desaparecía de repente y, con ella, la demanda de odontólogo. En los intervalos, los dientes no dolían. Cierta vez en que un ataque descargaba sus furias, fui movido por la enferma al tratamiento hipnótico, dicté para los dolores una prohibición muy enérgica y ellos cesaron en lo sucesivo. Así empecé a dudar de la autenticidad de esa neuralgia. Más o menos un año después de este éxito terapéutico hipnótico, el estado patológico de la señora Cäcilie cobró un giro nuevo y sorprendente. De pronto le sobrevinieron estados diversos de los que había padecido en los últimos años, pero, tras alguna meditación, la enferma declaró que ya los había tenido durante la prolongada duración de su enfermedad (treinta años). Y de hecho se desenvolvió una sorprendente multitud de incidentes histéricos que la enferma fue capaz de ir localizando en su correcto lugar del pasado, y pronto se volvieron también reconocibles las conexiones de pensamientos, harto enmarañadas muchas veces, que comandaban la secuencia de tales incidentes. Era como una serie de imágenes con un texto elucidador. Pitres, cuando postuló su «délire ecmnésique», debió de tener en vista algo de esta índole. Era en extremo singular el modo en que se reproducían esos estados histéricos pertenecientes al pasado. Primero, hallándose la enferma con su mejor salud, afloraba un talante patológico de particular coloración que ella por regla general equivocaba y refería a un suceso trivial de las últimas horas; luego, con creciente enturbiamiento de la conciencia, seguían unos síntomas histéricos: alucinaciones, dolores, convulsiones, largas declamaciones; por último, a todo ello subseguía el afloramiento alucinatorio de una vivencia del pasado que era apta para explicar el talante inicial y determinar el respectivo síntoma. Con esta última pieza del ataque de nuevo se hacía la claridad, los achaques desaparecían como por ensalmo e imperaba de nuevo el bienestar… hasta el siguiente ataque, medio día después. Por lo común me llamaban en el apogeo de ese estado, yo introducía la hipnosis, convocaba la reproducción de la vivencia traumática y ponía término al ataque mediante las reglas del arte. Recorrí con la enferma varios cientos de esos ciclos, y así adquirí las más instructivas informaciones acerca del determinismo de los síntomas histéricos. Y aun fue la observación de este singular caso en comunidad con Breuer la ocasión inmediata para que publicáramos nuestra «Comunicación preliminar». Dentro de esta trabazón se llegó por fin a reproducir la neuralgia facial, que yo mismo había tratado ya como ataque actual. Sentía curiosidad por saber si aquí resultaría una causación psíquica. Cuando intenté convocar la escena traumática, la enferma se vio trasladada a una época de gran susceptibilidad anímica hacia su marido; contó sobre una plática que tuvo con él, sobre una observación que él le hizo y que ella concibió como grave afrenta {mortificación}; luego se tomó de pronto la mejilla, gritó de dolor y dijo: «Para mí eso fue como una bofetada». – Pero con ello tocaron a su fin el dolor y el ataque. No cabe ninguna duda dé que se había tratado de una simbolización; había sentido como si en realidad recibiera la bofetada. Ahora todo el mundo preguntará cómo es posible que la sensación de una «bofetada» se haya podido parecer en lo externo a una neuralgia del trigémino, limitada a las ramas segunda y tercera, que se acrecentaba al abrir la boca y masticar ( ¡no al hablar! ) . Al día siguiente, he ahí de nuevo instalada la neuralgia, sólo que esta vez se pudo solucionar por la reproducción de otra escena cuyo contenido era, de igual modo, un supuesto ultraje. Y así se siguió durante nueve días; parecía deducirse que durante años las afrentas, en particular las inferidas de palabra, habían convocado nuevos ataques de esta neuralgia facial por el camino de la simbolización. Finalmente se logró penetrar también hasta el primer ataque de neuralgia (databa de más de quince años). Aquí no se encontró simbolización alguna, sino una conversión por simultaneidad; fue una visión dolida a raíz de la cual emergió un reproche, que la movió a refrenar {esforzar hacia atrás} otra serie de pensamientos. Era, pues, un caso de conflicto y defensa; la génesis de la neuralgia en este momento ya no sería explicable si uno no supusiera que padecía a la sazón de dolores leves en los dientes o la cara, lo cual no era improbable, pues se hallaba en los primeros meses de su primer embarazo. Entonces, se obtuvo el siguiente esclarecimiento: esa neuralgia había pasado a ser, por el habitual camino de la conversión, el signo distintivo de una determinada excitación psíquica; pero en lo sucesivo pudo ser despertada por eco asociativo desde la vida de los pensamientos, por conversión simbolizadora. En verdad, es el mismo comportamiento que hallamos en la señorita Elisabeth von R. Expondré otro ejemplo apto para volver intuitiva la eficacia de la simbolización bajo condiciones diversas: En cierta época, atormentaba a la señora Cácilie un violento dolor en el talón derecho, punzadas a cada paso, que le impedían caminar. El análisis nos llevó hasta un tiempo en que la paciente se encontraba en un sanatorio del extranjero. Había pasado ocho días en su habitación, y el médico del instituto debía venir a recogerla para que asistiera por primera vez a la mesa común. El dolor se generó en el momento en que la enferma tomó su brazo para abandonar la habitación; desapareció en el curso de la reproducción de esa escena, cuando la enferma manifestó que ella había estado gobernada entonces por el miedo de no «andar derecha» en esa reunión de personas extrañas. Ahora bien, ese parece un ejemplo contundente, casi cómico, de génesis de síntomas histéricos por simbolización mediante la expresión lingüística. No obstante, si uno examina con más atención las circunstancias de aquel momento preferirá otra concepción. En esa época la enferma padecía, en efecto, de dolores en los pies; a causa de ellos había permanecido tanto tiempo en cama. Y puede admitirse que el miedo que la sobrecogió al dar los primeros pasos escogiera, de los dolores que estaban presentes de manera simultánea, uno simbólicamente conveniente en el talón derecho, a fin de plasmarlo como algia psíquica y procurarle una persistencia particular. Si en estos ejemplos el mecanismo de la simbolización parece relegado a un segundo plano, lo cual con seguridad responde a la regla, yo dispongo también de ejemplos que parecen demostrar la génesis de síntomas histéricos por mera simbolización. He aquí uno de los mejores, referido también a la señora Cäcilie. Era una muchacha de quince años y estaba en cama, bajo la vigilancia de su rigurosa abuela. De pronto la niña da un grito, le ha venido un dolor taladrante en la frente, entre los ojos; le duró varias semanas. A raíz del análisis de este dolor, que se reprodujo tras casi treinta años, indicó que la abuela la ha mirado de manera tan «penetrante» que horadó hondo en su cerebro. Y es que tenía miedo de que la anciana señora sospechara de ella. A raíz de la comunicación de este pensamiento rompió a reír fuertemente, y hete aquí de nuevo desaparecido el dolor. Yo no veo en esto nada más que el mecanismo de la simbolización, intermedio en cierta medida entre el mecanismo de la autosugestión y el de la conversión. Esa observación que hice en la señora Cäcilie M. me dio oportunidad de reunir una verdadera colección de tales simbolizaciones. Toda una serie de sensaciones corporales, que de ordinario se mirarían como de mediación orgánica, eran en ella de origen psíquico o, al menos, estaban provistas de una interpretación psíquica. Una serie de vivencias iba acompañada en ella por la sensación de una punzada en la zona del corazón. («Eso me dejó clavada una espina en el corazón».) El dolor de cabeza puntiforme de la histeria se resolvía en ella inequívocamente como un dolor de pensamiento. («Se me ha metido en la cabeza».) Y el dolor aflojaba {lösen} cuando se resolvía {lösen} el problema respectivo. La sensación del aura histérica en el cuello iba paralela a este pensamiento: «Me lo tengo que tragar», cuando esta sensación emergía a raíz de una afrenta. Había una íntegra serie de sensaciones y representaciones que corrían paralelas, y en la cual ora la sensación había despertado a la representación como interpretación de ella, ora la representación había creado a la sensación por vía de simbolización; y no pocas veces era por fuerza dudoso cuál de los dos elementos había sido el primario. En ninguna otra paciente he podido hallar un empleo tan generoso de la simbolización. Claro que la señora Cácilie M. era una persona de raras dotes, en particular artísticas, cuyo muy desarrollado sentido de las formas se daba a conocer en poesías de bella perfección. Pero yo sostengo que el hecho de que la histérica cree mediante simbolización una expresión somática para la representación de tinte afectivo es menos individual y arbitrario de lo que se supondría. Al tomar literalmente la expresión lingüística, al sentir la «espina en el corazón» o la «bofetada» a raíz de un apóstrofe hiriente como un episodio real, ella no incurre en abuso de ingenio {witzig}, sino que vuelve a animar las sensaciones a que la expresión lingüística debe su justificación. ¿Cómo habríamos dado en decir, respecto del afrentado, que «eso le clavó una espina en el corazón», si la afrenta no fuese acompañada de hecho por una sensación precordial interpretable de ese modo, y se la reconociera en esta? ¿Y no es de todo punto verosímil que el giro «tragarse algo», aplicado a un ultraje al que no se replica, se deba de hecho a las sensaciones de inervación que sobrevienen en la garganta cuando uno se deniega el decir, se impide la reacción frente al ultraje? Todas estas sensaciones e inervaciones pertenecen a la «expresión de las emociones», que, como nos lo ha enseñado Darwin [1872], consiste en operaciones en su origen provistas de sentido y acordes a -un fin; por más que hoy se encuentren en la mayoría de los casos debilitadas a punto tal que su expresión lingüística nos parezca una trasferencia figural, es harto probable que todo eso se entendiera antaño literalmente, y la histeria acierta cuando restablece para sus inervaciones más intensas el sentido originario de la palabra. Y hasta puede ser incorrecto decir que se crea esas sensaciones mediante simbolización; quizá no haya tomado al uso lingüístico como arquetipo, sino que se alimenta junto con él de una fuente común.