Obras de S. Freud: Las metamorfosis de la pubertad, La teoría de la libido

Las metamorfosis de la pubertad: La teoría de la libido

Las representaciones auxiliares que nos hemos formado con miras a dominar las exteriorizaciones psíquicas de la vida sexual se corresponden muy bien con las anteriores conjeturas acerca de la base química de la excitación sexual. Hemos establecido el concepto de la libido como una fuerza susceptible de variaciones cuantitativas, que podría medir procesos y trasposiciones en el ámbito de la excitación sexual. Con relación a su particular origen, la diferenciamos de la energía que ha de suponerse en la base de los procesos anímicos en general, y le conferimos así un carácter también cualitativo. Al separar la energía libidinosa de otras clases de energía psíquica, damos expresión a la premisa de que los procesos sexuales del organismo se diferencian de los procesos de la nutrición por un quimismo particular. El análisis de las perversiones y psiconeurosis nos ha permitido inteligir que esta excitación sexual no es brindada sólo por las partes llamadas genésicas, sino por todos los órganos del cuerpo. Así llegamos a la representación de un quantum de libido a cuya subrogación psíquica llamamos libido yoica; la producción de esta, su aumento O su disminución, su distribución y su desplazamiento, están destinados a ofrecernos la posibilidad
de explicar los fenómenos psicosexuales observados.
Ahora bien, esta libido yoica sólo se vuelve cómodamente accesible al estudio analítico cuando
ha encontrado empleo psíquico en la investidura de objetos sexuales, vale decir, cuando se ha
convertido en libido de objeto. La vemos concentrarse en objetos, fijarse a ellos o bien
abandonarlos, pasar de unos a otros y, a partir de estas posiciones, guiar el quehacer sexual
del individuo, el cual lleva a la satisfacción, o sea, a la extinción parcial y temporaria de la libido.
El psicoanálisis de las denominadas neurosis de trasferencia (histeria y neurosis obsesiva) nos
proporciona una visión cierta de esto.
Además, podemos conocer, en cuanto a los destinos de la libido de objeto, que es quitada de
los objetos, se mantiene fluctuante en particulares estados de tensión y, por último, es recogida
en el interior del yo, con lo cual se convierte de nuevo en libido yoica. A esta última, por
oposición a la libido de objeto, la llamamos también libido narcisista. Desde el psicoanálisis
atisbamos, como por encima de una barrera que no nos está permitido franquear, en el interior
de la fábrica de la libido narcisista; así nos formamos una representación acerca de la relación
entre ambas. La libido narcisista o libido yoica se nos aparece como el gran
reservorio desde el cual son emitidas las investiduras de objeto y al cual vuelven a replegarse; y
la investidura libidinal narcisista del yo, como el estado originario realizado en la primera
infancia, que es sólo ocultado por los envíos posteriores de la libido, pero se conserva en el
fondo tras ellos.
Una teoría de la libido en el campo de las perturbaciones neuróticas y psicóticas tendría como
tarea expresar todos los fenómenos observados y los procesos descubiertos en los términos
de la economía libidinal. Es fácil colegir que los destinos de la libido yoica poseen con relación a
ello la mayor importancia, en particular cuando se trata de explicar las perturbaciones psicóticas
más profundas. La dificultad reside, entonces, en el hecho de que el medio de nuestra
indagación, el psicoanálisis, por ahora sólo nos ha proporcionado noticia cierta sobre las
mudanzas de la libido de objeto, pero no pudo separar claramente la libido yoica de las
otras energías que operan en el interior del yo. Por eso, una prosecución de
la teoría de la libido sólo es posible, provisionalmente, por vía especulativa. No obstante, se
renuncia a todo lo ganado hasta ahora gracias a la observación psicoanalítica cuando, siguiendo
a C. G. Jung, se disuelve el concepto de la libido haciéndolo coincidir con el de una fuerza
pulsional psíquica en general.
La separación entre las mociones pulsionales sexuales y las otras, y por consiguiente la
restricción del concepto de libido a las primeras, encuentra un fuerte apoyo en la hipótesis, ya
considerada aquí, de un quimismo particular de la función sexual.

Diferenciación entre el hombre y la mujer.

Como se sabe, sólo con la pubertad se establece la separación tajante entre el carácter
masculino y el femenino, una oposición que después influye de manera más decisiva que
cualquier otra sobre la trama vital de los seres humanos. Es cierto que ya en la niñez son
reconocibles disposiciones masculinas y femeninas; el desarrollo de las inhibiciones de la
sexualidad (vergüenza, asco, compasión) se cumple en la niña pequeña antes y con menores
resistencias que en el varón; en general, parece mayor en ella la inclinación a la represión
sexual; toda vez que se insinúan claramente pulsiones parciales de la sexualidad, adoptan de
preferencia la forma pasiva. Pero la activación autoerótica de las zonas erógenas es la misma
en ambos sexos, y esta similitud suprime en la niñez la posibilidad de una diferencia entre los
sexos como la que se establece después de la pubertad. Con respecto a las manifestaciones
sexuales autoeróticas y masturbatorias, podría formularse esta tesis: La sexualidad de la niña
pequeña tiene un carácter enteramente masculino. Más aún: sí supiéramos dar un contenido
más preciso a los conceptos de «masculino» y «femenino», podría defenderse también el
aserto de que la libido es regularmente, y con arreglo a ley, de naturaleza masculina, ya se
presente en el hombre o en la mujer, y prescindiendo de que su objeto sea el hombre o la mujer.
Desde que me he familiarizado con el punto de vista de la bisexualidad, considero que ella
es el factor decisivo en este aspecto, y que sin tenerla en cuenta difícilmente se llegará a
comprender las manifestaciones sexuales del hombre y la mujer como nos l as ofrece la
observación de los hechos.
Zonas rectoras en el hombre y en la mujer.
Aparte de lo anterior, sólo puedo agregar esto: en la niña la zona erógena rectora se sitúa sin
duda en el clítoris, y es por tanto homóloga a la zona genital masculina, el glande. Todo lo que
he podido averiguar mediante la experiencia acerca de la masturbación en las niñas pequeñas
se refería al clítoris y no a las partes de los genitales externos que después adquieren relevancia
para las funciones genésicas. Y aun pongo en duda que la influencia de la seducción pueda
provocar en la niña otra cosa que una masturbación en el clítoris; lo contrario sería totalmente
excepcional. Las descargas espontáneas del estado de excitación sexual, tan comunes
justamente en la niña pequeña, se exteriorizan en contracciones del clítoris; y las frecuentes
erecciones de este posibilitan a la niña juzgar con acierto acerca de las manifestaciones
sexuales del varón, aun sin ser instruida en ellas: sencillamente le trasfiere las sensaciones de
sus propios procesos sexuales.
Si se quiere comprender el proceso por el cual la niña se hace mujer, es menester perseguir los
ulteriores destinos de esta excitabilidad del clítoris. La pubertad, que en el varón trae aparejado
aquel gran empuje de la libido, se caracteriza para la muchacha por una nueva oleada de
represión, que afecta justamente a la sexualidad del clítoris. Es un sector de vida sexual
masculina el que así cae bajo la represión. El refuerzo de las inhibiciones sexuales, creado por
esta represión que sobreviene a la mujer en la pubertad, proporciona después un estímulo a la
libido del hombre, que se ve forzada a intensificar sus operaciones; y junto con la altitud de su
libido aumenta su sobrestimación sexual, que en su cabal medida sólo tiene valimiento para la
mujer que se rehúsa, que desmiente su sexualidad. Y más tarde, cuando por fin el acto sexual
es permitido, el clítoris mismo es excitado, y sobre él recae el papel de retrasmitir esa
excitación a las partes femeninas vecinas, tal como un haz de ramas resinosas puede
emplearse para encender una leña de combustión más difícil. A menudo se requiere cierto
tiempo para que se realice esa trasferencia. Durante ese lapso la joven es anestésica. Esta
anestesia puede ser duradera cuando la zona del clítoris se rehusa a ceder su excitabilidad; una
activación intensa en la niñez predispone a ello. Como es sabido, la anestesia de las mujeres
no es a menudo sino aparente, local. Son anestésicas en la vagina, pero en modo alguno son
inexcitables desde el clítoris o aun desde otras zonas. Y después, a estas ocasiones erógenas
de la anestesia vienen a sumarse todavía las psíquicas, igualmente condicionadas por
represión.
Toda vez que logra trasferir la estimulabilidad erógena del clítoris a la vagina, la mujer ha
mudado la zona rectora para su práctica sexual posterior. En cambio, el hombre la conserva
desde la infancia. En este cambio de la zona erógena rectora, así como en la oleada represiva
de la pubertad que, por así decir, elimina la virilidad infantil, residen las principales condiciones
de la proclividad de la mujer a la neurosis, en particular a la histeria. Estas condiciones se
entraman entonces, y de la manera más íntima, con la naturaleza de la ferninidad.
El hallazgo de objeto.
Durante los procesos de la pubertad se afirma el primado de las zonas genitales, y en el varón,
el ímpetu del miembro erecto remite imperiosamente a la nueva meta sexual: penetrar en una
cavidad del cuerpo que excite la zona genital. Al mismo tiempo, desde el lado psíquico, se
consuma el hallazgo de objeto, preparado desde la más temprana infancia. Cuando la
primerísima satisfacción sexual estaba todavía conectada con la nutrición, la pulsión sexual
tenía un objeto fuera del cuerpo propio: el pecho materno. Lo perdió sólo más tarde, quizá justo
en la época en que el niño pudo formarse la representación global de la persona a quien
pertenecía el órgano que le dispensaba satisfacción. Después la pulsión sexual pasa a ser,
regularmente, autoerótica, y sólo luego de superado el período de latencia se restablece la
relación originaria. No sin buen fundamento el hecho de mamar el niño del pecho de su madre
se vuelve paradigmático para todo vínculo de amor. El hallazgo {encuentro} de objeto es
propiamente un reencuentro.
Objeto sexual del período de lactancia.
Pero de estos vínculos sexuales, los primeros y los más importantes de todos, resta, aun luego
de que la actividad sexual se divorció de la nutrición, una parte considerable, que ayuda a
preparar la elección de objeto y, así, a restaurar la dicha perdida. A lo largo de todo el período de
latencia, el niño aprende a amar a otras personas que remedian su desvalimiento y satisfacen
sus necesidades, Lo hace siguiendo en todo el modelo de sus vínculos de lactante con la
nodriza, y prosiguiéndolos. Tal vez no se quiera identificar con el amor sexual los sentimientos
de ternura y el aprecio que el niño alienta hacia las personas que lo cuidan; pero yo opino que
una indagación psicológica más precisa establecerá esa identidad por encima de cualquier
duda. El trato del niño con la persona que lo cuida es para él una fuente continua de excitación y
de satisfacción sexuales a partir de las zonas erógenas, y tanto más por el hecho de que esa
persona -por regla general, la madre- dirige sobre el niño sentimientos que brotan de su vida
sexual, lo, acaricia, lo besa y lo mece, y claramente lo toma como sustituto de un objeto sexual
de pleno derecho. La madre se horrorizaría, probablemente, si se le
esclareciese que con todas sus muestras de ternura despierta la pulsión sexual de su hijo y
prepara su posterior intensidad. juzga su proceder como un amor «puro», asexual, y aun evita
con cuidado aportar a los genitales del niño más excitaciones que las indispensables para el
cuidado del cuerpo. Pero ya sabemos que la pulsión sexual no es despertada sólo por
excitación de la zona genital; lo que llamamos ternura infaliblemente ejercerá su efecto un día
también sobre las zonas genitales. Ahora bien: si la madre conociera mejor la gran importancia
que tienen las pulsiones para toda la vida anímica, para todos los logros éticos y psíquicos, se
ahorraría los autorreproches incluso después de ese esclarecimiento. Cuando enseña al niño a
amar, no hace sino cumplir su cometido; es que debe convertirse en un hombre íntegro, dotado
de una enérgica necesidad sexual, y consumar en su vida todo aquello hacia lo cual la pulsión
empuja a los seres humanos. Sin duda, un exceso de ternura de parte de los padres resultará
dañino, pues apresurará su maduración sexual; y también «malcriará» al niño, lo hará incapaz
de renunciar temporariamente al amor en su vida posterior, o contentarse con un grado menor
de este. Uno de los mejores preanuncios de la posterior neurosis es que el niño se muestre
insaciable en su demanda de ternura a los padres; y, por otra parte, son casi siempre padres
neuropáticos los que se inclinan a brindar una ternura desmedida, y contribuyen en grado
notable con sus mimos a despertar la disposición del niño para contraer una neurosis. Por lo
demás, este ejemplo nos hace ver que los padres neuróticos tienen caminos más directos que
el de la herencia para trasferir su perturbación a sus hijos.
Angustia infantil.
Los propios niños se comportan desde temprano como si su apego por las personas que los
cuidan tuviera la naturaleza del amor sexual. La angustia de los niños no es originariamente
nada más que la expresión de su añoranza de la persona amada; por eso responden a todo
extraño con angustia; tienen miedo de la oscuridad porque en esta no se ve a la persona
amada, y se dejan calmar si pueden tomarle la mano. Se sobrestima el efecto de todos los
espantaniños y todos los horripilantes relatos de las niñeras cuando se los hace culpables de
producir ese estado de angustia. Sólo los niños que tienden al estado de angustia recogen tales
relatos, que en otros no harán mella; y al estado de angustia tienden únicamente niños de
pulsión sexual hipertrófica, o prematuramente desarrollada, O suscitada por los mimos
excesivos. En esto el niño se porta como el adulto: tan pronto como no puede satisfacer su
libido, la muda en angustia; y a la inversa, el adulto, cuando se ha vuelto neurótico por una libido
insatisfecha, se porta en su angustia como un niño: empezará a tener miedo apenas quede solo
(vale decir, sin una persona de cuyo amor crea estar seguro) y a querer apaciguar su angustia
con las medidas más pueriles.
La barrera del incesto.
Cuando la ternura que los padres vuelcan sobre el niño ha evitado despertarle la pulsión sexual
prematuramente -vale decir, antes que estén dadas las condiciones corporales propias de la
pubertad-, y despertársela con fuerza tal que la excitación anímica se abra paso de manera
inequívoca hasta el sistema genital, aquella pulsión puede cumplir su cometido: conducir a este
niño, llegado a la madurez, hasta la elección del objeto sexual. Por cierto, lo más inmediato para
el niño sería escoger como objetos sexuales justamente a las personas a quienes desde su
infancia ama, por así decir, con una libido amortiguada. Pero, en virtud del
diferimiento de la maduración sexual, se ha ganado tiempo para erigir, junto a otras inhibiciones
sexuales, la barrera del incesto, y para implantar en él los preceptos morales que excluyen
expresamente de la elección de objeto, por su calidad de parientes consanguíneos, a las
personas amadas de la niñez. El respeto de esta barrera es sobre todo una exigencia cultural
de la sociedad: tiene que impedir que la familia absorba unos intereses que le hacen falta para
establecer unidades sociales superiores, y por eso en todos los individuos, pero especialmente
en los muchachos adolescentes, echa mano a todos los recursos para aflojar los lazos que
mantienen »con su familia, los únicos decisivos en la infancia.
Pero la elección de objeto se consuma primero en la [esfera de la] representación; y es difícil
que la vida sexual del joven que madura pueda desplegarse en otro espacio de juego que el de
las fantasías, O sea, representaciones no destinadas a ejecutarse. A raíz de
estas fantasías vuelven a emerger en todos los hombres las inclinaciones infantiles, sólo que
ahora con un refuerzo somático. Y entre estas, en primer lugar, y con la frecuencia de una ley,
la moción sexual del niño hacia sus progenitores, casi siempre ya diferenciada por la atracción
del sexo opuesto: la del varón hacia su madre y la de la niña hacia su padre.
Contemporáneo al doblegamiento y la desestimación de estas fantasías claramente
incestuosas, se consuma uno de los logros psíquicos más importantes, pero también más
dolorosos, del período de la pubertad: el desasimiento respecto de la autoridad de los
progenitores, el único que crea la oposición, tan importante para el progreso de la cultura, entre
la nueva generación y la antigua. Un número de individuos se queda retrasado en cada una de
las estaciones de esta vía de desarrollo que todos deben recorrer. Así, hay personas que nunca
superaron la autoridad de los padres y no les retiraron su ternura o lo hicieron sólo de modo
muy parcial. Son casi siempre muchachas: de tal suerte, para contento de sus progenitores,
conservan plenamente su amor infantil mucho más allá de la pubertad. Y resulta muy instructivo
encontrarse con que a estas muchachas, en su posterior matrimonio, se les ha quebrantado la
capacidad de ofrendar a sus esposos lo que es debido. Pasan a ser esposas frías y
permanecen sexualmente anestésicas. Esto enseña que el amor a los padres, no sexual en
apariencia, y el amor sexual se alimentan de las mismas fuentes; vale decir: el primero
corresponde solamente a una fijación infantil de la libido.
A medida que nos aproximamos a las perturbaciones más profundas del desarrollo psicosexual,
más inequívocamente resalta la importancia de la elección incestuosa de objeto. En los
psiconeuróticos, una gran parte de la actividad psicosexual para el hallazgo de objeto, o toda
ella, permanece en el inconciente. Para las muchachas que tienen una exagerada necesidad de
ternura, y un horror igualmente exagerado a los requerimientos reales de la vida sexual, pasa a
ser una tentación irresistible, por un lado, realizar en su vida el ideal del amor asexual y, por el
otro, ocultar su libido tras una ternura que pueden exteriorizar sin autorreproches, conservando
a lo largo de toda su vida la inclinación infantil, renovada en la pubertad, hacia los padres o
hermanos. El psicoanálisis puede demostrarles sin trabajo a estas personas que están
enamoradas, en el sentido corriente del término, de esos parientes consanguíneos suyos; lo
hace pesquisando, con ayuda de los síntomas y otras manifestaciones patológicas, sus
pensamientos inconcientes, y traduciéndolos a pensamientos concientes. También en aquellos
casos en que una persona, antes sana, enferma después de sufrir una experiencia de amor
desdichada, se puede descubrir con certeza, como mecanismo de su enfermedad, la reversión
de su libido a las personas predilectas de la niñez.
Efectos posteriores de la elección infantil de objeto.
Ni siquiera quien ha evitado felizmente la fijación incestuosa de su libido se sustrae por
completo de su influencia. El hecho de que el primer enamoramiento serio del joven, como es
tan frecuente se dirija a una mujer madura, y el de la muchacha a un hombre mayor, dotado de
autoridad, es un claro eco de esta fase del desarrollo: pueden revivirles, en efecto, la imagen de
la madre y del padre. Quizá la elección de objeto, en general, se produce
mediante un apuntalamiento, más libre, en estos modelos. El varón persigue, ante todo, la
imagen mnémica de la madre, tal como gobierna en él desde el principio de su infancia; y
armoniza plenamente con ello que la madre, aún viva, se revuelva contra esta renovación suya
y le demuestre hostilidad. Dada esta importancia de los vínculos infantiles con los padres para
la posterior elección del objeto sexual, es fácil comprender que cualquier perturbación de ellos
haga madurar las más serias consecuencias para la vida sexual adulta; ni siquiera los celos del
amante carecen de esa raíz infantil o, al menos, de un refuerzo proveniente de lo infantil.
Desavenencias entre los padres, su vida conyugal desdichada, condicionan la más grave
predisposición a un desarrollo sexual perturbado o a la contracción de una neurosis por parte de
los hijos.
La inclinación infantil hacia los padres es sin duda la más importante, pero no la única, de las
sendas que, renovadas en la pubertad, marcan después el camino a la elección de objeto.
Otras semillas del mismo origen permiten al hombre, apuntalándose siempre en su infancia,
desarrollar más de una serie sexual y plasmar condiciones totalmente variadas para la elección
de objeto.
Prevención de la inversión.
Una de las tareas que plantea la elección de objeto consiste en no equivocar el sexo opuesto.
Como es sabido, no se soluciona sin algún tanteo. Con harta frecuencia, las primeras mociones
que sobrevienen tras la pubertad andan descaminadas (aunque ello no provoca un daño
permanente). Dessoir [1894] hizo notar con acierto la ley que se trasparenta en las apasionadas
amistades de los adolescentes, varones y niñas, por los de su mismo sexo. El gran poder que
previene una inversión permanente del objeto sexual es, sin duda, la atracción recíproca de los
caracteres sexuales opuestos; en el presente contexto no podemos dar explicación alguna
acerca de estos últimos. Pero ese factor no basta por sí solo para excluir la
inversión; vienen a agregarse toda una serie de factores coadyuvantes. Sobre todo, la inhibición
autoritativa de la sociedad: donde la inversión no es considerada un crimen, puede verse que
responde cabalmente a las inclinaciones sexuales de no pocos individuos. Además, en el caso
del varón, cabe suponer que su recuerdo infantil de la ternura de la madre y de otras personas
del sexo femenino de quienes dependía cuando niño contribuye enérgicamente a dirigir su
elección hacía la mujer; y que, al mismo tiempo, el temprano amedrentamiento sexual que
experimentó de parte de su padre, y su actitud de competencia hacia él, lo desvían de su propio
sexo. Pero ambos factores valen también para la muchacha, cuya práctica sexual está bajo la
particular tutela de la madre. El resultado es un vínculo hostil con su mismo sexo, que influye
decisivamente para que la elección de objeto se haga en el sentido considerado normal. La
educación de los varones por personas del sexo masculino (esclavos, en el mundo antiguo)
parece favorecer la homosexualidad; la frecuencia de la inversión en la nobleza de nuestros
días se vuelve tal vez algo más comprensible si se repara en el empleo de servidumbre
masculina, así como en la escasa atención personal que la madre prodiga a sus hijos. En
muchos histéricos, la ausencia temprana de uno de los miembros de la pareja parental (por
muerte, divorcio o enajenación recíproca), a raíz de la cual el miembro restante atrajo sobre sí
todo el amor del niño, resulta ser la condición que fija después el sexo de la persona escogida
como objeto sexual y, de esta manera, posibilita una inversión permanente.