Viktor Frankl: Las primeras reacciones

Las primeras reacciones

Las ilusiones que algunos de nosotros conservábamos todavía las fuimos perdiendo una a una; entonces, casi inesperadamente, muchos de nosotros nos sentimos embargados por un humor
macabro. Supimos que nada teníamos que perder como no fueran nuestras vidas tan ridículamente desnudas. Cuando las duchas empezaron a correr, hicimos de tripas corazón e intentamos bromear sobre nosotros mismos y entre nosotros. ¡Después de todo sobre nuestras espaldas caía agua de verdad!…
Aparte de aquella extraña clase de humor, otra sensación se apoderó de nosotros: la curiosidad. Yo había experimentado ya antes este tipo de curiosidad como reacción fundamental ante
ciertas circunstancias extrañas. Cuando en una ocasión estuve a punto de perder la vida en un accidente de montañismo, en el momento crítico, durante segundos (o tal vez milésimas de
segundo) sólo tuve una sensación: curiosidad, curiosidad sobre si saldría con vida o con el cráneo fracturado o cualquier otro percance.
Una fría curiosidad era lo que predominaba incluso en Auschwitz, algo que separaba la mente de todo lo que la rodeaba y la obligaba a contemplarlo todo con una especie de objetividad.
Al llegar a este punto, cultivábamos este estado de ánimo como medida de protección. Estábamos ansiosos por saber lo que sucedería a continuación y qué consecuencias nos traería, por ejemplo, estar de pie a la intemperie, en el frío de finales de otoño, completamente desnudos y todavía mojados por el agua de la ducha. A los pocos días nuestra curiosidad se tornó en
sorpresa, la sorpresa de ver que no nos habíamos resfriado.
A los recién llegados nos estaban reservadas todavía muchas sorpresas de este tipo. Los médicos que había en nuestro grupo fuimos los primeros en aprender que los libros de texto mienten.
En alguna parte se ha dicho que si no duerme un determinado número de horas, el hombre no puede vivir. ¡Mentira! Yo había vivido convencido de que existían unas cuantas cosas que
sencillamente no podía hacer: no podía dormir sin esto, o no podía vivir sin aquello. La primera noche en Auschwitz dormimos en literas de tres pisos. En cada litera (que medía aproximadamente 2 X 2,5 m) dormían nueve hombres, directamente sobre los tablones. Para cada nueve había dos mantas. Claro está que sólo podíamos tendernos de costado, apretujados y amontonados los unos contra los otros, lo que tenía ciertas ventajas a causa del frío que penetraba hasta los huesos.
Aunque estaba prohibido subir los zapatos a las literas, algunos los utilizaban como almohadas a pesar de estar cubiertos de lodo.
Si no, la cabeza de uno tenía que descansar en el pliegue de un brazo casi dislocado. Y aún así, el sueño venía y traía olvido y alivio al dolor durante unas pocas horas.
Me gustaría mencionar algunas sorpresas más acerca de lo que éramos capaces de soportar: no podíamos limpiarnos los dientes y, sin embargo y a pesar de la fuerte carencia vitamínica,
nuestras encías estaban más saludables que antes. Teníamos que llevar la misma camisa durante medio año, hasta que perdía la apariencia de tal. Pasaban muchos días seguidos sin lavarnos ni siquiera parcialmente, porque se helaban las cañerías de agua y, sin embargo, las llagas y heridas de las manos sucias por el trabajo de la tierra no supuraban (es decir, a menos que se congelaran). O, por ejemplo, aquel que tenía el sueño ligero y al que molestaba el más mínimo ruido en la habitación contigua, se acostaba ahora apretujado junto a un camarada que roncaba ruidosamente a pocas pulgadas de su oído y, sin embargo, dormía profundamente a pesar del ruido. Si alguien nos preguntara sobre la verdad de la afirmación de Dostoyevski que asegura terminantemente que el hombre es un ser que puede ser utilizado para cualquier cosa, contestaríamos: «Cierto, para cualquier cosa, pero no nos preguntéis cómo».

Viktor Frankl