Los escritos técnicos de Freud contin.28

 Los escritos técnicos de Freud contin.28

AG.: ¿Si alguien que desconoce la caza de pájaros con palos y liga se
cruzase con un cazador de pájaros llevando sus pertrechos, que aún no
está cazando sino camino a hacerlo, y viéndolo siguiese sus pasos
preguntándose asombrado qué significa ese equipa miento, si entonces el
cazador de pájaros, viéndose observado preparase sus palos con intención
de mostrarse, y viendo un pajarillo cerca, con ayuda de su bastón y del
halcón lo inmovilizara, lo dominara y lo capturara, el cazador de pájaros no
habría enseñado así, sin ningún signo, sino a través de su propia acción, a
su espectador, lo que éste deseaba saber?
AD.: Me temo que lo que dije acerca de quien pregunta sobre la marcha
ocurra también aquí. No veo, en efecto, cómo el arte del cazador se
mostraría aquí totalmente.
AG.: Es fácil liberarte de esta preocupación. Añado: si nuestro espectador
tiene inteligencia suficiente para inferir de lo que observa el conocimiento
total de este arte. Para lo que aquí tratamos basta, en efecto, que podamos
enseñar sin signos ciertas cosas- si no todas- al menos a algunos hombres.
AD.: Puedo entonces añadir que si ese hombre es verdaderamente
inteligente, una vez que se le haya mostrado la marcha ejecutando algunos
pasos, captará totalmente lo que es caminar.
AG.: Te permito hacerlo, y con placer. Ves, ambos hemos establecido que
sin emplear signos, hay quienes pueden ser instruidos en algunas cosas. La
imposibilidad de enseñar algo sin signos es pues falsa. En efecto, después
de estas observaciones no se trata de una cosa o la otra, sino de las
millares de cosas que se presentan a nuestra mente como capaces de
mostrarse por sí mismas, sin signo alguno. Sin hablar de los innumerables
espectáculos en los que todos los hombres exhiben las cosas mismas.
A lo cual podría responderse que, de todos modos, lo que puede mostrarse sin signos es
ya significativo, puesto que es siempre en el seno de un universo en el cual ya están
situados los sujetos, donde los procedimientos del cazador de pájaros cobran sentido.
2
El Padre Beirnaert me evita, con lo que dice con mucha pertinencia, tener que recordarles
que el arte del cazador de pájaros sólo puede existir en un mundo ya estructurado por el
lenguaje. No es necesario insistir sobre este punto.
Para San Agustín no se trata de llegar a la preeminencia de las cosas sobre los signos,
sino de hacernos dudar de la preeminencia de los signos en esa función esencialmente
hablante que es enseñar. Aquí es donde se produce la falle entre signum y verbum,
nomen, el instrumento de la enseñanza en tanto que instrumento de la palabra.
San Agustín recurre a la misma dimensión que nosotros, psicólogos. Pues los psicólogos
son personas más espirituales- en el sentido técnico, religioso de la palabra- de lo que
suele creerse. Creen, como San Agustín, en la iluminación, en la inteligencia. Eso es lo
que designan, cuando hacen psicología animal, con el nombre de instinto, de Erllebnis; se
lo señalo de pasada
San Agustín abandona la esfera del lingüista porque quiere introducirnos en la dimensión
propia de la verdad, cae así en la trampa de la que les hablaba hace un momento. Apenas
instaurada, la palabra se desplaza en la dimensión de la verdad. Pero la palabra no sabe
que es ella quien hace la verdad. San Agustín tampoco lo sabe, por eso busca alcanzar la
verdad como tal, y por iluminación. A ello se debe ese vuelco total en la perspectiva.
Por supuesto, nos dice que, a fin de cuentas, los signos son totalmente impotentes, pues
nosotros mismos no podemos reconocer su valor de signo, y sólo sabemos que son
palabras cuando sabemos lo que significan en la lengua concretamente hablada. A partir
de este punto, le es fácil hacer una inversión dialéctica, y decir que, en el manejo de los
signos que se interdefinen, nunca aprendemos nada. O bien sabemos ya la verdad en
juego y, en consecuencia, no son los signos los que nos la enseñan; o bien no la
sabemos, y no podemos situar los signos que se relaciónan con ella.
Va más lejos aún, localiza admirablemente el fundamento de la dialéctica de la verdad que
está en el corazón mismo del descubrimiento analítico. Nos dice que nos encontramos en
situaciones muy paradójicas frente a las palabras que oímos: no sabemos si son o no
verdaderas, si adherir o no a su verdad, si refutarlas o aceptarlas, o bien si dudar de ellas.
Y sin embargo, la significación de todo lo que se emite se sitúa en relación a la verdad.
La palabra, tanto enseñada como enseñante, se sitúa en el registro de la equivocación, del
error, del engaño, de la mentira. Agustín llega muy lejos, puesto que la sitúa incluso bajo el
signo de la ambigüedad, y no sólo de la ambigüedad semántica, sino de la ambigüedad
subjetiva. Admite que el propio sujeto que nos dice algo, a menudo no sabe lo que nos
dice, y nos dice más o menos que lo que quiere decir. Introduce incluso el lapsus.
R. P. BEIRNAERT: Pero no explícita que el lapsus puede significar algo.
Pero casi lo hace, puesto que lo considera como significativo, pero no precisa de qué es
significativo. Hay lapsus para él cuando- el sujeto significa algo distinto- aliada lo que
quiere decir. Otro ejemplo, muy sorprendente, de la ambigüedad del discurso es el
epicúreo. El epicúreo nos conduce a la función de la verdad de los argumentos que él cree
refutar. Pero estos tienen en sí mismos tal virtud de verdad que confirman en el oyente la
convicción exactamente contraria a la que el epicúreo querría inspirar. Ustedes saben, por
otra parte, hasta qué punto un discurso enmascarado, un discurso de la palabra
perseguida- como dice alguien llamado Leo Strauss- en un régimen de opresión política,
por ejemplo, puede hacer pasar ciertas cosas pretendiendo refutar los argumentos que
constituyen su verdadero pensamiento.
En resumen, San Agustín hace girar toda su dialéctica en torno a estos tres polos: el error,
la equivocación, la ambigüedad. La próxima vez, intentaremos abordar la dialéctica
fundadora de la verdad de la palabra en función de esta impotencia de los signos para
enseñar, para retornar simplemente los términos del Padre Beirnaert.
En este trípode que les dejo, no tendrán dificultad alguna en reconocer las tres grandes
funciones sintomáticas que Freud situó en el primer plano de su descubrimiento del
sentido: la Verneinung, la Verdichtung y la Verdrängung. Lo que habla en el hombre llega
mucho más allá de la palabra hasta penetrar en sus sueños, en un ser y en su organismo
mismo.
La verdad surge de la equivocación
30 de Junio de 1954
Falido = Logrado. La palabra del más allá del discurso. Me falta la palabra. El sueño de la
monografía botánica. Deseo.
Hoy vuestro círculo, cuya fidelidad nunca fue desmentida, comienza sin embargo a
declinar. Al final de la carrera, seré yo quien llegue primero.
Partimos de las reglas técnicas tal como están expresadas por primera vez en los Escritos
Técnicos de Freud, a la vez perfectamente formuladas y harto inciertas. Por una
inclinación inherente a la naturaleza del tema, hemos sido llevados a ese punto en torno al
cual giramos a partir de la mitad del último trimestre: la estructura de la transferencia.
Para situar los problemas que a ella se refieren, es preciso partir del punto central al que
nos ha llevado nuestra investigación dialéctica, a saber, que no se puede explicar la
transferencia por una relación dual imaginaria; el motor de su progreso es la palabra.
Recurrir a la proyección ilusoria de cualquier relación fundamental sobre el compañero
analítico, o aún hacer intervenir la relación de objeto, la relación entre transferencia y
contratransferencia, todo lo cual permanece dentro de los límites de una two bodies’
psychology, es inadecuado. Nos lo demuestran, no sólo las deducciónes teóricas, sino los
testimonios concretos de los autores que he citado. Recuerden lo que nos dice Balint a
propósito de lo que constata en el momento de lo que él llama la terminación de un
análisis, nos dice que no es más que una re ación narcisista.
Por lo tanto hemos puesto de manifiesto la necesidad de un tercer término, el único que
permite concebir la transferencia en espejo: la palabra.
A pesar de todos los esfuerzos que hacemos para olvidar la palabra o para subordinarla a
una función de medio, el análisis como tal es una técnica de la palabra, y la palabra es el
ambiente mismo en el que se desplaza. Unicamente respecto a la función de la palabra
pueden distinguirse entre sí los diferentes resortes del análisis, y adquirir su sentido, su
lugar exacto. Toda la enseñanza que desarrollaremos a continuación no hará más que
volver, de mil maneras, a esta verdad.
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Nuestro último encuentro nos enriqueció con la discusión de un texto fundamental de San
Agustín acerca de la significación de la palabra.
El sistema de San Agustín puede ser llamado dialéctico. No encuentra su lugar en el
sistema de las ciencias tal como éste se ha constituido desde hace sólo algunos siglos.
Pero tampoco es un punto de vista ajeno al nuestro, que es el de la lingüística. Al
contrario, comprobamos que mucho antes de que nazca la lingüística en las ciencias
modernas, alguien que medita sobre el arte de la palabra, es decir que habla de él, es
llevado a plantear un problema que el progreso de esta ciencia vuelve a encontrar
actualmente.
Este problema se plantea a partir de la cuestión de saber de qué modo la palabra se
relacióna con la significación, de qué modo el signo se relacióna con lo que significa. En
efecto, cuando aprehendemos la función del signo, nos vemos siempre remitidos de signo
a signo. ¿Por qué? Porque el sistema de los signos, tal como están concretamente
instituidos, hic et nunc forma un todo en sí mismo. Es decir, instituye un orden sin salida.
Por supuesto, es preciso que haya una, sino sería un orden insensato.
Este callejón sin salida sólo se revela cuando se considera el orden de los signos en su
totalidad. Sin embargo, es así como han de ser considerados, en su conjunto, porque el
lenguaje no puede ser concebido como el resultado de una serie de brotes, de capullos
que surgirían de las cosas. El nombre no es como una punta de espárrago que emergería
de la cosa. El lenguaje sólo puede ser concebido como una trama, una red que se
extiende sobre el conjunto de las cosas, sobre la totalidad de lo real. Inscribe en el plano
de lo real ese otro plano que aquí llamamos el plano simbólico.
Ciertamente, comparación no es razón, y no hago sino ilustrar lo que estoy explicando.
A partir del callejón sin salida puesto en evidencia en la segunda parte de la demostración
agustiniana, la cuestión de la adecuación del signo, no digo ya a la cosa, sino a lo que
significa, nos coloca ante un enigma. Este enigma no es otro que el de la verdad, y es allí
donde nos espera la apologética agustimana.
O bien poseen el sentido, o bien no lo poseen. Cuando comprenden lo que expresan los
signos del lenguaje es siempre, a fin de cuentas, gracias a una luz exterior a los signos: ya
sea ésta una verdad exterior que permite reconocer aquello de lo que son portadores, ya
sea gracias a la presentación de un objeto, repetida e insistentemente correlaciónado con
un signo. Y he aquí que la perspectiva se invierte. La verdad está fuera de los signos, en
otro lugar. Esta báscula de la dialéctica agustiniana nos orienta hacia el reconocimiento del
magister auténtico, del maestro interior de la verdad.
Podemos, con todo derecho, detenernos un momento para señalar que la cuestión misma
de la verdad ya está planteada por el progreso dialéctico mismo.
Así como, en cierto momento de su demostración, San Agustín olvida que la técnica del
cazador de pájaros, esa técnica compleja- astucia, trampa para su objeto, el pájaro que
debe capturarse- ya está estructurada, instrumentada por la palabra; igualmente parece
desconocer aquí que la cuestión misma de la verdad ya está incluida desde este momento
en el interior de su discusión, puesto que es con la palabra que cuestiona la palabra, y
crea así la dimensión de la verdad. Toda palabra formulada como tal introduce en el
mundo la novedad de la emergencia del sentido. No porque se afirme como verdad, sino
más bien porque introduce en lo real la dimensión de la verdad.
San Agustín argumenta: la palabra puede ser engañadora. Ahora bien, el signo por sí sólo
no puede presentarse y sostenerse más que en la dimensión de la verdad. Porque es
engañadora, la palabra se afirma como verdadera. Esto, para quien escucha. Para quien
habla, el engaño mismo exige primero el apoyo de la verdad que se quiere disimular y, a
medida que se desarrolla, supone una verdadera profundización de la verdad a la cual, si
puedo decirlo así, él responde.
En efecto, a medida que la mentira se organiza, emite sus tentáculos, le es necesario el
control correlativo de la verdad que encuentra a cada recodo del camino y que debe evitar.
La tradición moralista lo afirma: es preciso tener buena memoria cuando se h a mentido. Es
preciso saber muchas cosas para poder sostener una mentira. Nada es más difícil de
montar que una mentira que se sostenga. Ya que, en este sentido, la mentira realiza, al
desarrollarse, la constitución de la verdad.
Sin embargo, no es aún éste el verdadero problema. El verdadero problema es el del error,
y es allí donde está planteado desde siempre.
Es evidente que el error sólo puede definirse en términos de verdad. Pero no se trata de
decir que no habría error si no hubiese verdad, así como se dice que no hay blanco sin
negro. Hay que avanzar más aún: no hay error que no se formule y enseñe como verdad.
Para decirlo de una vez: el error es la encarnación habitual de la verdad. Si queremos ser
estrictamente rigurosos, diremos que, hasta que la verdad no esté totalmente desvelada –
es decir y según toda probabilidad nunca, por los siglos de los siglos- propagarse en forma
de error es parte de su naturaleza.
No es preciso avanzar mucho más para percibir aquí la estructura constituyente de la
revelación del ser en tanto tal
Por el momento, sólo quiero, respecto a este tema, abrir una puertecita que algún día
franquearemos. Permanezcamos hoy en la fenomenología de la función de la palabra.
Hemos visto que el engaño, como tal, sólo puede sostenerse en función de la verdad, y no
sólo de la verdad, sino del progreso de la verdad- que el error es la manifestación habitual
de la verdad misma- y, por lo tanto, las vías de la verdad son, por esencia, las vías del
error. Me dirán ustedes: ¿cómo detectar entonces en el seno de la palabra el error? Será
necesario, o bien la prueba por la experiencia, la confrontación con el objeto; o bien la
iluminación de esa verdad interior, objetivo de la dialéctica agustiniana.
Esta objeción no carece de peso.
El fundamento mismo de la estructura del lenguaje es el significante, que siempre es
material, al que hemos reconocido en el verbum en San Agustín, y el significado.
Considerados uno a uno, están en una relación que se presenta como estrictamente
arbitraria. No hay mayor razón para llamar a la jirafa, jirafa, y al elefante, elefante, que para
llamar a la jirafa, elefante, y al elefante, jirafa . Ninguna razón impide decir que la jirafa
tiene una trompa, y que el elefante tiene un cuello demasiado largo. Si dentro del sistema
habitualmente utilizado, esto es un error, ese error no puede detectarse, como señala San
Agustín, mientras las definiciones no hayan sido planteadas. ¿Hay acaso algo más difícil
que plantear las definiciones justas?
No obstante, si ustedes continúan indefinidamente el discurso sobre la jirafa con trompa, y
todo lo que dicen se aplica perfectamente al elefante será evidente que, con el nombre de
jirafa, están hablando del elefante. Sólo hace falta acordar los términos que están
utilizando con los que habitualmente son utilizados. San Agustín lo demuestra a propósito
del término perducam. No es esto lo que se llama un error.
El error se demuestra como tal porque, en determinado momento, culmina en una
contradicción. Si comencé diciendo que las rosas son plantas que viven generalmente bajo
el agua, y resulta luego que permanecí un día entero en un sitio donde había rosas, ya que
es evidente que no puedo permanecer un día entero bajo el agua, surge en mi discurso
una contradicción que demuestra mi error. En otros términos, en el discurso es la
contradicción la que establece la separación entre verdad y error.
A ello se debe la concepción hegeliana del saber absoluto. El saber absoluto es ese
momento en que la totalidad del discurso se sierra sobre sí misma en una no contradicción
perfecta hasta el punto de- y precisamente por- plantearse, explicarse y justificarse. ¡De
aquí a que alcancemos ese ideal!
De sobra conocen la discusión que persiste acerca de todos los temas y todos los sujetos,
planteada con mayor o menor ambigüedad según las formas de acción interhumana de
que se trate; conocen también la discordancia manifiesta entre los distintos sistemas
simbólicos que ordenan las acciones; los sistemas religioso, jurídico, científico, político. No
hay allí superposición ni conjunción de estas referencias; entre ellas hay hiancia, fallas,
desgarraduras. No podemos, en consecuencia, concebir el discurso humano como
unitario. Toda emisión de palabra está siempre, hasta cierto punto, en una necesidad
interna de error. Hénos aquí pues conducidos, aparentemente, a un pirronismo histórico
que suspende el valor de verdad de todo lo que puede emitir la voz humana, lo suspende
a la espera de una futura totalización.
¿Es caso impensable su realización? ¿Después de todo, no podemos concebir el progreso
del sistema de las ciencias físicas como el progreso de un único sistema simbólico,
alimentado y materializado por las cosas? Por otra parte, a medida que este sistema se
perfeccióna vemos cómo las cosas se trastornan, se descomponen, se disuelven bajo su
presión. El sistema simbólico no es un ropaje pegado a la piel de las cosas, tiene efectos
sobre ellas y también sobre la vida humana. Se puede llamar como se quiera a esta
conmoción: violación de la naturaleza, transformación de la naturaleza, humanización del
planeta.
Este sistema simbólico de las ciencias avanza hacia la lengua bien hecha, que podemos
considerar como su lengua propia, una lengua privada de toda referencia a una voz. La
dialéctica agustiniana también nos lleva a este punto, al privarse de toda referencia a ese
dominio de la verdad en cuyo interior sin embargo se desarrolla implícitamente.
Aquí es también donde no podemos dejar de sorprendernos ante el discurso Freudiano.
2
A este interrogante que parece, literalmente, metafísico, el descubrimiento Freudiano no
deja de aportar, por ser empírico, una contribución fascinante, tan fascinante que nos
ciega en cuanto a su existencia.
Lo propio del campo psicoanalítico es suponer, en efecto, que el discurso del sujeto se
desarrolla normalmente- así dice Freud -en el orden del error, del desconocimiento, incluso
de la denegación: ésta no es exactamente la mentira, está entre el error y la mentira. Estas
son verdades de burdo sentido común. Pero- aquí radica la novedad- durante el análisis en
ese discurso que se desarrolla en el registro del error, ocurre algo a través de lo cual hace
irrupción la verdad, y que no es la contradicción.
¿Deben los analistas empujar a los sujetos en la vía del saber absoluto, educarlos en
todos los planos, no sólo en psicología descubriéndoles las absurdidades en medio de las
que viven habitualmente, sino también en el sistema de las ciencias? ¡Por supuesto que
no: lo hacemos aquí porque somos analistas, pero si hubiera que hacerlo con los
enfermos!
Puesto que los tomamos entre cuatro paredes, tampoco les preparamos el encuentro con
lo real. Nuestra función no es guiarlos de la mano por la vida, es decir, por las
consecuencias de sus tonterías. En la vida podemos ver cómo la verdad alcanza al error
por detrás. En el análisis, la verdad surge por el representante más manifiesto de la
equivocación: el lapsus, la acción que impropiamente se llama fallida.
Nuestros actos falidos son actos que triunfan, nuestras palabras que tropiezan son
palabras que confiesan. Unos y otras revelan una verdad de atrás. En el interior de lo que
se llama asociaciones libres, imagenes del sueño, síntomas, se manifiesta una palabra
que trae la verdad. Si el descubrimiento de Freud tiene un sentido sólo puede ser éste: la
verdad caza al error por el cuello en la equivocación.
Relean el comienzo del capítulo sobre la elaboración del sueño: un sueño -dice Freud- es
una frase, un jeroglífico. Cincuenta páginas de la Interpretación de los sueños nos llevarían
igualmente a esta ecuación si ella no estuviese explícitamente formulada por Freud.
Aparecería igualmente a partir de ese formidable descubrimiento que es la condensación.
Estarían errados si creen que condensación quiere decir simplemente correspondencia
término a término entre un símbolo y alguna cosa. Al contrario, en un determinado sueño,
el conjunto de los pensamientos del sueño, es decir el conjunto de las cosas significadas,
de los sentidos del sueño, está captado como en una red y está representado, no término
a término, sino por una serie de entrecruzamientos. Para demostrárselos, bastaría que
tome uno de los sueños de Freud, y que haga un esquema en la pizarra. Lean la
Tramdeutung, y verán que así es como lo entiende Freud: el conjunto de los sentidos está
representado por el conjunto de lo que es significante. Cada elemento significante del
sueño, cada imagen, hace referencia a una serie de cosas a significar e, inversamente,
cada cosa a significar está representada por varios significantes.
El descubrimiento Freudiano nos conduce pues a escuchar en el discurso esa palabra que
se manifiesta a través, o incluso a pesar del sujeto.
El sujeto no nos dice esta palabra sólo con el verbo, sino con todas sus restantes
manifestaciones. Con su propio cuerpo el sujeto emite una palabra que, como tal, es
palabra de verdad, una palabra que él ni siquiera sabe que emite como significante.
Porque siempre dice más de lo que quiere decir, siempre dice más que lo que sabe que
dice.
La objeción principal que San Agustín formula a la inclusión del dominio de la verdad en el
dominio de los signos es – dice- que los sujetos muy a menudo dicen cosas que van
mucho más lejos de lo que piensan, y que son incluso capaces. de reconocer la verdad sin
adherirse a ella. El epicúreo que sostiene que el alma es mortal, cita, para refutarlos, los
argumentos de sus adversarios. Pero quienes tienen abiertos los ojos perciben que allí
está la palabra verdadera y reconocen que el alma es inmortal.
Mediante algo, cuya estructura y función de palabra hemos reconocido, el sujeto
testimonia un sentido más verídico que todo lo que expresa con su discurso de error. Si
nuestra experiencia no se estructura de este modo no tiene, estrictamente hablando,
sentido alguno.