Miss Lucy R. (30 años). (Freud) (contin.1)

Miss Lucy R. (30 años). (Freud)

La persistencia de este símbolo mnémico me hizo conjeturar que él, además de la escena principal, había recogido en sí la subrogación de múltiples y pequeños traumas colaterales; entonces nos pusimos a explorar cuanto pudiera guardar relación con la escena de los pastelillos quemados, recorrimos el tema de los roces en la casa, el comportamiento del abuelo, etc. La sensación del olor a chamusquina iba desapareciendo más y más. En este punto sobrevino una interrupción más prolongada a causa de una nueva afección nasal, que llevó al descubrimiento de la caries del etmoides. Al reaparecer, me informó que para Navidad había recibido muchísimos regalos de ambos señores, y aun del personal de servicio de la casa, como si todos se afanaran por reconciliarse con ella y borrar el recuerdo de los conflictos de los últimos meses. Pero esta manifiesta solicitud no le había hecho impresión alguna. Cuando volví a preguntarle otra vez por el olor a pastelillos quemados, me anotició de que había desaparecido por completo, sólo que en su remplazo la torturaba otro olor similar, como de humo de cigarro. Le parecía que este ya había estado ahí desde antes, pero como cubierto por el olor de los pastelillos. Me dijo que ahora había surgido puro. No estaba yo muy satisfecho con el resultado de mi terapia. Había ocurrido lo que se suele imputar a una terapia meramente sintomática: se había removido un síntoma sólo para que uno nuevo pudiera situarse en el lugar despejado. A pesar de ello, me dispuse a la eliminación analítica de este nuevo símbolo mnémico. Pero esta vez ella no sabía de dónde provenía esa sensación olfatoria subjetiva; no sabía en qué oportunidad importante había sido objetiva. «En casa todos los días se fuma -dijo-; en realidad no sé si el olor que siento significa una oportunidad particular». Entonces yo me obstiné en que intentara acordarse bajo la presión de mi mano. Ya he consignado que sus recuerdos tenían vividez plástica, que ella era una «visual». Y, de hecho, bajo mi esforzar {Drängen} le afloró una imagen, al comienzo vacilante y sólo fragmentaria. Era el comedor de su casa, donde aguardaba con las niñas a que los señores vinieran de la fábrica para el almuerzo. – «Ahora todos nos sentamos en torno de la mesa: los señores, la institutriz francesa, el ama de llaves, las niñas y yo. Pero es como todos los días». – «No hace falta sino que usted siga mirando la imagen, ella se desarrollará y especificará». – «Sí, ahí hay un huésped, el jefe de contaduría, un señor mayor que ama a las niñas como si fueran sus nietecitas; pero esto sucede harto a menudo a mediodía, tampoco hay ahí nada de particular». – «Tenga usted paciencia, siga mirando la imagen, sin duda surgirá algo». – «No sucede nada. Nos levantamos de la mesa, las niñas deben despedirse e ir luego con nosotros, como todos los días, al segundo piso». – «¿Y entonces?». – «Y, sin embargo, es esta una oportunidad particular; ahora reconozco la escena. Cuando las niñas se despiden, el jefe de contaduría quiere besarlas. El señor se sobresalta {auffabren} y le espeta directamente: «¡No sebesa a las niñas!». Eso me clava una espina en el corazón, y como los señores ya estaban fumando, permanece en mi memoria el olor a cigarro». Esa era, pues, la segunda escena, situada a mayor profundidad, que había tenido el efecto de un trauma y dejado como secuela un símbolo mnémico. Pero, ¿a qué se debía la eficacia de esa escena? Pregunté: «¿Cuál de estas escenas fue anterior en el tiempo, esta o la de los pastelillos quemados? ». – «La segunda escena {la que acaba de contarle} es la primera, y por casi dos meses». – «¿Y por qué esta defensa del padre le clavó a usted una espina? La reprimenda no se dirigía contra usted». – «Pero no era justo atropellar {anfahren} así a un señor mayor, que es un amigo querido y por añadidura huésped. Uno no puede decirlo tranquilamente». – «Entonces, ¿sólo la lastimó la forma violenta de su patrón? ¿Se avergonzó por él, o acaso pensó: «Si por una pequeñez así puede ser tan violento con un viejo amigo y huésped, cuánto más no lo sería conmigo si yo fuera su mujer»?». – «No, no es eso». – «¿Entonces fue por la violencia? ». – «Sí, por el besar a las niñas, nunca le gustó». – Y hete aquí que reaflora, bajo la presión de mi mano, el recuerdo de una escena todavía más antigua, que fue el trauma genuinamente eficaz y había prestado eficacia traumática también a la escena con el jefe de contaduría. Lo mismo había sucedido meses antes; una dama amiga de la familia vino a visitarlos y al despedirse besó a las dos niñas en la boca. El padre, que estaba presente, se dominó para no decir nada a la dama, pero ¡da esta descargó su cólera sobre la desdichada gobernanta. Le declaró que la hacía responsable si alguien llegaba a besar a las niñas en la boca; era su deber no tolerarlo, y faltaba a sus obligaciones sí lo consentía. Si volvía a ocurrir, confiaría a otras manos la educación de las niñas. Era la época en que aún se creía amada y esperaba una repetición de aquel coloquio amistoso. Esta escena pulverizó sus esperanzas. Se dijo: «Si por una cuestión tan pequeña, y en la que además yo soy por entero inocente, puede desatarse (losfahren} contra mí de ese modo, puede decirme tales amenazas, yo me he equivocado, nunca ha tenido un sentimiento más cálido hacia mí. Este le habría impuesto miramientos». – Evidentemente, fue el recuerdo de esa penosa escena el que le acudió cuando el jefe de contaduría quiso besar a las niñas y el padre lo reprendió por ello. Cuando Miss Lucy volvió a visitarme dos días después de este último análisis, no pude menos que preguntarle qué le había sucedido de grato. Estaba como trasformada, sonreía y llevaba la cabeza erguida. Por un instante llegué a pensar que había apreciado erróneamente la situación, y que la gobernanta de las niñas era ahora la novia del director. Pero ella aventó {abwehren} mis conjeturas: «No ha sucedido absolutamente nada. Es que usted no me conoce, sólo me ha visto enferma y desazonada. De ordinario soy muy alegre. Al despertarme ayer por la mañana, la opresión se me había quitado y desde entonces estoy bien». – «¿Y qué opinión tiene sobre sus perspectivas en la casa?». – «Estoy bien en claro, sé que no tengo ninguna, y ello no me hará desdichada». – «¿Y se llevará bien ahora con el personal, doméstico?». – «Creo que mi susceptibilidad tuvo la mayor parte en ello». – «¿Y ama todavía al director?». – «Sí, por cierto, lo amo, pero ya no me importa nada. Una puede pensar y sentir entre sí lo que una quiera». Examino ahora su nariz y hallo que han retornado casi por completo su sensibilidad al dolor y sus reflejos; también distingue los olores, pero de manera insegura y sólo cuando son algo más intensos. Me veo precisado a dejar abierto el problema de saber en qué medida la enfermedad de la nariz participaba en esa anosmia. El tratamiento en su conjunto había abarcado nueve semanas. Cuatro meses después me topé con la paciente por casualidad en uno de nuestros lugares de veraneo. Estaba alegre y confirmó la perduración de su bienestar. Epicrisis Yo no menospreciaría el caso clínico aquí referido, por más que corresponda a una histeria pequeña y leve y disponga sólo de unos pocos síntomas. Por lo contrario, me parece aleccionador que también contraer una enfermedad así, pobre como neurosis, necesite de tantas premisas psíquicas; y en una apreciación más detenida de este historial clínico estoy tentado de postularlo como arquetípico de una clase de histeria, a saber: aquella forma que puede ser adquirida, en virtud de vivencias apropiadas, hasta por una persona sin lastre hereditario. Bien visto, no hablo de una histeria que sería independiente de toda predisposición; es probable que no haya una histeria tal. Pero de esa clase de predisposición sólo hablamos cuando la persona ya ha devenido histérica; antes de ello, nada la ha revelado. Una predisposición neuropática como de ordinario se la entiende es algo diverso; está comandada, ya antes que se contraiga la enfermedad, por la medida de tara hereditaria o la suma de anormalidades psíquicas individuales. Hasta donde yo estoy enterado, nada de estos dos factores se registraba en Miss Lucy R. Es lícito, pues, llamar «adquirida» a su histeria, y esta no presupone más que la aptitud, probablemente muy difundida … a adquirir una histeria, aptitud de cuya caracterización apenas si estamos sobre el rastro. Ahora bien, en tales casos el centro de gravedad se sitúa en la naturaleza del trauma, desde luego que en su nexo con la reacción de la persona frente a él. Demuestra ser condición indispensable para adquirir la histeria que entre el yo y una representación que se le introduce se genere la relación de la inconciliabilidad. Espero poder mostrar en otro lugar cómo diferentes perturbaciones neuróticas provienen de los diversos procedimientos que emprende el «yo» para librarse de aquella inconciliabilidad. Y la modalidad histérica de la defensa -modalidad para la cual se requiere una particular aptitudconsiste en la conversión de la excitación en una inervación corporal; la ganancia de esto es que la representación inconciliable queda esforzada afuera {drängen aus} de la conciencia yoica. A cambio, la conciencia yoica conserva la reminiscencia corporal generada por conversión -en nuestro caso., las sensaciones olfatorias subjetivas- y padece bajo el afecto que, con mayor o menor nitidez, se anuda justamente a esas reminiscencias. La situación así creada ya no experimenta más alteraciones; en efecto, la contradicción que habría propendido al trámite del afecto ha sido cancelada ya por represión y conversión. Así, el mecanismo por el cual se produce la histeria corresponde, por una parte, a un acto de pusilanimidad moral y, por 33 la otra, se presenta como un dispositivo protector, de que el yo dispone. En muchos casos uno se ve precisado a admitir que la defensa frente al incremento de excitación por medio de la producción de una histeria fue, a la sazón, lo más acorde al fin; más a menudo, desde luego, uno llegará a la conclusión de que una medida mayor de coraje moral habría sido ventajosa para el individuo. Según lo dicho, el momento genuinamente traumático es aquel en el cual la contradicción se impone al yo y este resuelve expulsar la representación contradictoria. Tal expulsión no la aniquila, sino que meramente la esfuerza a lo inconciente; y si este proceso sobreviene por primera vez, establece un centro nuclear y de cristalización para que se forme un grupo psíquico divorciado del yo, en torno del cual en lo sucesivo se reunirá todo lo que tenga por premisa aceptar la representación impugnada. La escisión de la conciencia en estos casos de histeria adquirida es entonces intencional, deliberada, y, al menos con frecuencia, introducida por un acto voluntario. En verdad, lo que sucede es diverso de lo que el individuo se proponía; pretendía cancelar una representación como si nunca hubiera aparecido, pero sólo consigue aislarla psíquicamente. En la historia de nuestra paciente, el momento traumático corresponde a la escena que le hizo el director por el beso a las niñas. Pero esa escena permanece por un tiempo sin efecto visible; acaso empezaron con ella la desazón y la animosidad, no lo sé: los síntomas histéricos se generaron sólo después, en momentos que uno designaría «auxiliares» y caracterizaría diciendo que en ellos, como en la conciencia sonámbula ensanchada, confluyen temporariamente los dos grupos psíquicos divorciados. El primero de esos momentos, en el que se produjo la conversión, fue en Miss Lucy R. la escena de la mesa, cuando el jefe de contaduría quiso besar a las niñas. Aquí cojugó el recuerdo traumático, y ella se comportó como sí todo lo que se refería a su inclinación hacia su patrón no se hubiera arruinado ya. En otros historiales clínicos, estos diversos momentos coinciden, la conversión acontece de manera inmediata bajo la injerencia del trauma, El segundo momento auxiliar repite con bastante exactitud el mecanismo del primero. Una impresión intensa restablece provisionalmente la unidad de la conciencia y la conversión recorre el mismo camino que se le abrió la primera vez. Es interesante que el síntoma generado en el segundo tiempo cubra al primero, de modo que este último no es sentido con claridad hasta no ser removido aquel. Digna de nota me parece, además, la inversión de la secuencia temporal, a que también el análisis debió plegarse. En toda una serie de casos me he encontrado con parecido fenómeno: los síntomas generados después recubrían a los primeros, y sólo lo último hasta lo cual el análisis avanzaba contenía la clave del todo. La terapia consistió aquí en la compulsión que obligó a reunir los grupos psíquicos escindidos con la conciencia yoica. Cosa notable, el éxito no era paralelo a la medida del trabajo realizado; sólo cuando se tramitó la última pieza sobrevino de pronto la curación.