Obras de Blanchot, Maurice: LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE (quinta parte)

LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE

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¿Dónde comienza en una obra el instante en que las palabras son más fuertes que su sentido y en que el sentido es más material que la palabra? ¿Cuándo pierde la prosa de Lautréamont su nombre de prosa? ¿No se deja comprender cada frase? ¿No es lógica cada sucesión de frases? ¿Y no dicen las palabras lo que quieren decir? En ese dédalo del orden, en ese laberinto de claridad, ¿en qué instante se ha perdido el sentido, en qué recodo se da cuenta el razonamiento de que ha dejado de “seguirse”, que en su lugar ha continuado, avanzado, concluido algo, semejante en todo a él, algo en lo que ha creído reconocerse, hasta el momento en que, despierto, descubre a ese otro que ha ocupado su lugar? Pero vuelve sobre sus pasos para denunciar al intruso, y al punto la ilusión se desvanece: al que encuentra es a sí mismo, la prosa de nuevo es prosa, de suerte que va más lejos y se pierde nuevamente, dejando que lo sustituya una asquerosa sustancia material, como una escalera en marcha, un corredor que se despliega, razón cuya infalibilidad excluye a cualquier razonador, lógica hecha “la lógica de las cosas”. ¿Dónde está pues la obra? Cada momento posee la claridad de un bello lenguaje que se habla, pero el todo tiene el sentido opaco de una cosa que se come y que come, que devora, se engulle y se reconstituye en el vano esfuerzo por trocarse en nada.

¿No es Lautréamont un prosista verdadero? Pero, ¿qué es entonces el estilo de Sade sino prosa? ¿Y quién escribe con mayor claridad que él? ¿Quién, formado por el siglo menos poético, desconoce más los cuidados de una literatura en busca de oscuridad? Y, sin embargo, ¿en qué obra se oye un ruido tan impersonal, tan inhumano, “murmullo gigantesco y obsesivo” (a decir de Jean Poulhan)? ¡Pero si es un simple defecto! ¡Debilidad de un escritor incapaz de escribir brevemente! Sin duda, defecto grave: la literatura es la primera en acusarlo de él. Más lo que condena por un lado, es mérito por el otro; lo que denuncia en nombre de la obra, lo admira como experiencia; lo que parece ilegible, es al parecer lo único digno de escribirse. Y, al fin, está la gloria; más lejos, el olvido; más allá, la supervivencia anónima en una cultura muerta; más lejos todavía, la perseverancia en la eternidad elemental. ¿Dónde queda el final? ¿Dónde esa muerte que es esperanza del lenguaje? Pero el lenguaje es la vida que lleva la muerte en sí y en ella se mantiene.

Si se quiere reducir la literatura al movimiento que hace aprehensible todas sus ambigüedades, allí está él: como la palabra común, la literatura empieza por el fin, lo único que permite comprenderla. Para hablar, debemos ver la muerte, verla tras nosotros. Cuando hablamos, nos apoyamos en una tumba y ese vacío de la tumba es lo que hace la verdad del lenguaje, pero al mismo tiempo el vacío es realidad y la muerte se hace ser. Hay ser –es decir, una verdad lógica y expresable– y hay un mundo, porque podemos destruir las cosas y suspender la existencia. En ese sentido se puede decir que hay ser porque hay nada: la muerte es la posibilidad del hombre, es su oportunidad, por ella nos queda el porvenir de un mundo acabado; la muerte es la esperanza más grande de los hombres, su única esperanza de ser hombres. La existencia es por eso su sola angustia verdadera, como lo ha demostrado claramente Emmanuel Levinas; [V] temen a la existencia, no porque la muerte pueda ponerle fin, sino porque ella excluye a la muerte, porque debajo de la muerte sigue estando allí, presencia en el fondo de la ausencia, día inexorable sobre el cual salen y se ponen todos los días. Y, sin duda, nos preocupa morir. Pero, ¿por qué? Porque nosotros, los que morimos, abandonamos precisamente al mundo y a la muerte. Es la paradoja del momento final. La muerte trabaja con nosotros en el mundo; poder que humaniza a la naturaleza, que eleva el ser a la existencia, está en nosotros, como nuestra parte más humana; sólo es muerte en el mundo, el hombre la conoce sólo porque es hombre, y sólo es hombre porque es la muerte en devenir. Pero morir es romper el mundo; es perder al hombre, aniquilar al ser; por tanto, es también perder la muerte, perder lo que en ella y para mí hacía de ella la muerte. Mientras vivo, soy un hombre mortal, mas, cuando muero, dejando de ser hombre, también dejo de ser mortal, ya no soy capaz de morir y la muerte que se anuncia me causa horror, porque la veo tal cual es: ya no muerte, sino imposibilidad de morir.

De la imposibilidad de la muerte algunas religiones hicieron la inmortalidad. Vale decir que trataron de “humanizar” el propio hecho que significa: “Dejo de ser hombre.” Pero sólo el movimiento contrario hace a la muerte imposible: por la muerte, pierdo la ventaja de ser mortal, porque pierdo la posibilidad de ser hombre; ser hombre por encima de la muerte sólo podría tener este sentido extraño: pese a la muerte, ser siempre capaz de morir, continuar como si nada, con la muerte como horizonte e igual esperanza, que no tendría otra salida que un “continuad como si nada”, etc. Es lo que otras religiones llamaron la maldición de los renacimientos: se muere, pero se muere mal porque se ha vivido mal, se está condenando a revivir y se revive hasta que, habiéndose hecho cabalmente hombre, se es, muriendo, un hombre bienaventurado: un hombre verdaderamente muerto. Mediante la Cábala y las tradiciones orientales, Kafka heredó este tema. El hombre entra en la noche, pero la noche conduce al despertar y helo ahí miseria. O bien, el hombre muere, pero en realidad vive; va de ciudad en ciudad, arrastrado por los ríos, reconocido por unos, ayudado por nadie, con el error de la muerte antigua riendo con sarcasmo a su cabecera; condición extraña esa: ha olvidado morir. Pero otro cree vivir, porque ha olvidado su muerte, y otro más, sabiéndose muerto, lucha en vano por morir; la muerte es lejanía, es el gran castillo que no se puede alcanzar, y la vida era lejanía, el lugar natal que se ha dejado por un llamado falso; ahora sólo queda luchar, trabajar para morir por completo, pero luchar es seguir viviendo; y todo lo que aproxima a la meta hace la meta inaccesible.

Kafka no hizo de ese tema la expresión de un drama del más allá, sino que mediante él trató de reaprehender el hecho presente de nuestra condición. Vio en la literatura no sólo el mejor medio para describir esa condición, sino también para tratar de encontrarle una salida. Bella alabanza esta, pero ¿es merecida? Cierto que hay en la literatura una poderosa marrullería, una mala fe misteriosa que, permitiéndole jugar constantemente en dos tableros, da a los más honrados la esperanza poco razonable de perder y sin embargo de haber ganado. Antes que nada, trabaja, también, en el advenimiento del mundo; es civilización y cultura. Por este motivo, une ya dos movimientos contradictorios. Es negación, pues relega a la nada el lado inhumano, no determinado de las cosas, las define, las hace finitas y, en ese sentido, es en verdad la obra de la muerte en el mundo. Pero, al mismo tiempo, luego de haber negado las cosas en su existencia, las conserva en su ser: hace que las cosas tengan sentido, y la negación que es la muerte en el trabajo es también el advenimiento del sentido, la comprensión en acto. Por lo demás, la literatura tiene un privilegio: supera el lugar y el momento actuales para situarse en la periferia del mundo y al fin del tiempo y desde allí habla de las cosas y se ocupa en los hombres. Con ese nuevo poder, al parecer gana una autoridad eminente. Revelando a cada momento el todo del que forma parte, lo ayuda a cobrar conciencia de ese todo que no es y a ser otro momento que será momento de otro todo: y así sucesivamente; por ese camino, puede considerarse el mayor fermento de la historia. Pero de ello se sigue un inconveniente: ese todo que representa no es una simple idea, puesto que está realizado y no formulado de manera abstracta, pero no está realizado de un modo objetivo, pues lo que en él es real no es el todo, sino el lenguaje particular de una obra en particular, inmersa a su vez en la historia; además, el todo no se presenta como real, sino como ficticio, vale decir precisamente corno un todo: perspectiva del mundo, tomada desde ese punto imaginario donde el mundo puede verse en su conjunto; trátase entonces de una visión del mundo que se realiza, como irreal, a partir de la realidad propia del lenguaje. Ahora bien, ¿cuál será el resultado? Por la parte de la tarea que es el mundo, la literatura ahora se considera más como un estorbo que como una ayuda seria; no es resultado de un trabajo verdadero, puesto que no es realidad, sino realización de un punto de vista que sigue siendo irreal; es ajena a toda cultura verdadera, pues la cultura es el trabajo de un hombre que se transforma poco a poco en el tiempo y no el gozo inmediato de una transformación ficticia que descarta tanto al tiempo como al trabajo.

Denegada por la historia, la literatura juega en otro tablero. Si trabajando para hacer el mundo no está realmente en el mundo es que, por su falta de ser (de realidad inteligible), se vincula a la existencia aún inhumana. Sí, según lo reconoce, hay en su naturaleza un deslizamiento extraño entre ser y no ser, presencia, ausencia, realidad e irrealidad. ¿Qué es una obra? Palabras reales y una historia imaginaria, un mundo donde todo lo que ocurre está tomado de la realidad y ese mundo es inaccesible; personajes que se tienen por vivos, aunque nosotros sepamos que su vida es no vivir (seguir siendo ficción); entonces, ¿nada pura? Pero se toca el libro que está allí, se leen las palabras que no se pueden cambiar; ¿la nada de una idea, de lo que sólo existe si es comprendido? Mas la ficción no se comprende, es vivida en las palabras a partir de las cuales se realiza y, para mí que la leo o la escribo, es más real que muchos acontecimientos reales, pues se impregna de toda la realidad del lenguaje y sustituye mi vida, a fuerza de existir. La literatura no actúa; pero porque se hunde en ese fondo de existencia que no es ni ser ni nada y en que se suprime radicalmente la esperanza de no hacer nada. No es explicación ni pura comprensión, pues en ella se presenta lo inexplicable. Y expresa sin expresar, ofreciendo su lenguaje a lo que se murmura en ausencia de la palabra. La literatura aparece entonces vinculada a lo extraño de la existencia que el ser ha repudiado y que escapa de cualquier categoría. El escritor se siente en garras de una fuerza impersonal que no lo deja vivir ni morir: la irresponsabilidad que no puede superar se hace traducción de esa muerte sin muerte que lo espera al borde de la nada; la inmortalidad literaria es el movimiento mismo mediante el cual, hasta en el mundo, un mundo minado por la existencia bruta, se insinúa la náusea de una supervivencia que no es supervivencia, de una muerte que no da fin a nada. El escritor que escribe una obra se suprime en esa obra y se afirma en ella. Si la escribió para deshacerse de sí mismo, resulta que esa obra lo compromete consigo y lo devuelve a sí, y si la escribe para manifestarse y vivir en ella, ve que lo que ha hecho es nada, que la obra más grande no vale el acto más insignificante y que lo condena a una existencia que no es la suya y a una vida que no es vida. O incluso, ha escrito porque ha oído, en el fondo del lenguaje, ese trabajo de la muerte que prepara a los seres para la verdad de su nombre: ha trabajado por esa nada y él mismo ha sido una nada que trabaja. Mas, por realizar el vacío, se crea una obra y la obra, nacida de la fidelidad a la muerte, finalmente ya no es capaz de morir y a quien quiso prepararse una muerte sin historia sólo le vale la burla de la inmortalidad.

¿Dónde radica entonces el poder de la literatura? Juega a trabajar en el mundo y el mundo considera su trabajo un juego nulo o peligroso. Se abre un camino hacia la oscuridad de la existencia y no logra pronunciar el “Nunca más” que dejaría su maldición en suspenso. ¿Dónde está pues su fuerza? ¿Por qué un hombre como Kafka pensaba que, si tenía que errar su destino, ser escritor era para él la única manera de errarlo con verdad? Tal vez sea un enigma indescifrable, pero, si lo es, el misterio se deriva entonces del derecho de la literatura a afectar indiferentemente a cada uno de sus momentos y a cada uno de sus resultados con el signo negativo o el signo positivo. Extraño derecho este que se vincula a la interrogante de la ambigüedad en general. ¿Por qué hay ambigüedad en el mundo? La ambigüedad es su propia respuesta. Sólo se responde a ella encontrándola en la ambigüedad de la respuesta y la respuesta ambigua es una pregunta acerca de la ambigüedad. Uno de sus medios de seducción es el deseo que despierta de ponerla en claro, lucha semejante a la lucha contra el mal de que habla Kafka y que termina en el mal, “como la lucha con las mujeres, que acaba en la cama”.

La literatura es el lenguaje que se hace ambigüedad. La lengua corriente no es clara por necesidad, no siempre dice lo que dice, también el malentendido es uno de sus caminos. Es inevitable, sólo se habla haciendo de la palabra un monstruo de dos caras, realidad que es presencia material y sentido que es ausencia ideal. Pero la lengua corriente limita el equívoco. Encierra a la ausencia con solidez en una presencia, pone un fin al entendimiento, al movimiento indefinido de la comprensión; el entendimiento es limitado, pero es limitado también el malentendido. En literatura, la ambigüedad se halla entregada a sus excesos por las facilidades que encuentra y agotada por la amplitud de los abusos que puede cometer. Se pensaría que se ofrece una trampa secreta para que revele sus propias trampas y que, entregándose a ella sin reservas, la literatura trata de retenerla fuera de la vista del mundo y fuera del pensamiento del mundo, en un terreno en que se realiza sin poner nada en peligro. La ambigüedad se enfrenta allí a sí misma. No sólo que cada momento del lenguaje pueda ser ambiguo y decir algo distinto de lo que dice, sino que el sentido general del lenguaje es incierto, de él no se sabe si expresa o si representa, si es una cosa o si la significa; si está allí para ser olvidado o si sólo se hace olvidar para que lo vean; si es transparente a causa del poco sentido de lo que dice o claro por la exactitud con que lo dice, oscuro porque dice demasiado, opaco porque no dice nada. La ambigüedad está por doquier: en la apariencia fútil, aunque lo más frívolo sea tal vez la máscara de la seriedad; en su desinterés, aunque detrás de ese desinterés estén las fuerzas del mundo con las que pacta desconociéndolas o incluso en ese desinterés salvaguarda el carácter absoluto de los valores sin los cuales la acción se detendría o sería mortal; su irrealidad es por tanto principio de acción e incapacidad de actuar: como la ficción es en ella verdad y asimismo indiferencia a la verdad; igual que si se liga a la moral, se corrompe y, si rechaza a esa moral, se pervierte también; así como no es nada si no es su propio fin, pero en ella no puede tener fin, pues es sin fin, termina fuera de sí misma, en la historia, etcétera.

Todas esas inversiones del pro o del contra –y las que han evocado estas páginas– sin duda se explican por causas muy diversas. Hemos visto que la literatura se fija tareas inconciliables. Se ha visto que del escritor al lector, del trabajo a la obra, pasa por momentos opuestos y sólo se reconoce en la afirmación de todos los momentos que se oponen. Pero todas esas contradicciones, esas exigencias hostiles, esas divisiones y esas contrariedades, tan diferentes por su origen, por su especie y su significado, remiten sin excepción a una ambigüedad última, cuyo extraño efecto consiste en atraer a la literatura a un punto inestable donde puede cambiar indiferentemente de sentido y de signo.

Esta última vicisitud tiene a la obra en suspenso, de tal suerte que ésta puede a su antojo cobrar un valor positivo o un valor negativo y, como si pivoteara invisiblemente alrededor de un eje invisible, entrar en la luz de las afirmaciones o en la contraluz de las negaciones, sin que el estilo, el género, el asunto puedan explicar esa transformación radical. No está en tela de juicio ni el contenido de las palabras ni su forma. Oscuro, claro, poético, prosaico, insignificante, importante, hablando del guijarro, hablando de Dios, en la obra está presente algo que no depende de sus características y que en fondo de sí misma siempre está en vías de modificarla de todo a todo. Ello ocurre como si, en el seno de la literatura y del lenguaje, por encima de los movimientos aparentes que los transforman, estuviera reservado un punto de inestabilidad, una potencia de metamorfosis sustancia, capaz de cambiarlo todo sin cambiar nada. Esta inestabilidad puede pasar como efecto de una fuerza desintegradora, pues por ella la obra más fuerte y más dotada de fuerzas puede ser una obra de desdicha y de ruina, pero esa desintegración también es construcción, si por ella bruscamente la aflicción se hace esperanza y la destrucción elemento de lo indestructible. ¿Cómo puede esa inminencia de cambio, dada en la profundidad del lenguaje, fuera del sentido que la afecta y de la realidad de ese lenguaje, estar sin embargo presente en ese sentido y en esa realidad? ¿Introduciría consigo en la palabra el sentido de esa palabra algo que, garantizando su significación precisa y sin atentar contra ella, fuera capaz de modificarlo por completo y de modificar el valor material de la palabra? ¿Habrá oculta en la intimidad de la palabra, una fuerza amiga y enemiga, un arma hecha para construir y para destruir, que actúe detrás de la significación y no en la significación? ¿Habrá que suponer un sentido del sentido de las palabras que, al mismo tiempo que lo determina, envuelve esa determinación en una indeterminación ambigua, pendiente entre el sí y el no?

Mas no tenemos nada que suponer: a ese sentido del sentido de las palabras, que es tanto el movimiento de la palabra hacia su verdad como su regreso, por la realidad del lenguaje, en el fondo oscuro de la existencia, a esa ausencia por la cual la cosa es aniquilada, destruida, para hacerse ser e idea, la hemos interrogado largamente. Es esa vida que lleva la muerte en sí y en ella se mantiene, la muerte, el poder prodigioso de lo negativo, o incluso la libertad, por cuyo trabajo la existencia se desvincula de sí misma y se hace significativa. Ahora bien, nada puede hacer que, en el momento en que trabaja en la comprensión de las cosas y, en el lenguaje, en la especificación de las palabras, ese poder no continúe afirmándose como una posibilidad siempre distinta y no perpetúe un doble sentido irreductible, una alternativa cuyos términos se cubren en una ambigüedad que los hace idénticos haciéndolos opuestos.

Si llamamos a ese poder la negación, la irrealidad o la muerte, trabajando en el fondo del lenguaje, ora la muerte, ora la negación, ora bien la irrealidad significan en él el advenimiento de la verdad en el mundo, el ser inteligible que se construye, el sentido que se forma. Pero, al punto, cambia el signo: el sentido ya no representa la maravilla de comprender, sino que nos remite a la nada de la muerte, el ser inteligible solamente significa la repulsa de la existencia y el cuidado absoluto por la verdad se manifiesta en la impotencia de actuar verdaderamente. O bien la muerte se muestra como la fuerza civilizadora que desemboca en la comprensión del ser. Pero, al mismo tiempo, la muerte que desemboca en el ser representa la locura absurda, la maldición de la existencia que reúne en sí a la muerte y al ser y no es ni ser ni muerte. La muerte desemboca en el ser: es la esperanza y la tarea del hombre, pues la propia nada ayuda a hacer el mundo, la nada es creadora del mundo en el hombre que trabaja y que comprende. La muerte desemboca en el ser: es la desgarradura del hombre, el origen de su desdichada suerte, pues por el hombre viene la muerte al ser y por el hombre el sentido reposa en la nada; no comprendemos que, privándonos de existir, haciendo la muerte posible, infectando lo que comprendemos con la nada de la muerte, de suerte que, si salimos del ser, caemos fuera de la posibilidad de la muerte y la salida es la desaparición de todas las salidas.

En ese doble sentido inicial, que en el fondo de toda palabra es una especie de condenación aún desconocida y una felicidad aún invisible, la literatura encuentra su origen, pues ella es la forma que aquél ha escogido para manifestarse tras el sentido y el valor de las palabras y la interrogante que plantea es la interrogante que plantea la literatura.

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Notas:

[V] “¿No es la angustia ante el ser ‘el horror por el ser’ —escribe Levinas— tan original como la angustia ante la muerte? ¿El miedo de ser tan original como el miedo por el ser? Incluso más original, pues ésta podría explicarse por aquélla.” (De l´existence à l´existant.)