Obras de S. Feud: El chiste y su relación con lo inconciente. Parte analítica

A. Parte analítica

Introducción.

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Quien haya tenido ocasión de compulsar textos de estética y psicología para buscar algún posible esclarecimiento sobre la esencia y los nexos del chiste, tal vez deba admitir que el empeño filosófico no se ha dedicado a este, ni de lejos, en la cabal medida a que lo haría acreedor su papel dentro de nuestra vida espiritual. Sólo puede mencionarse un corto número de pensadores que se han ocupado en profundidad de los problemas del chiste. Es cierto, entre quienes lo estudiaron hallamos los brillantes nombres del poeta Jean Paul (Richter) y de los filósofos Theodor Vischer, Kuno Fischer y Theodor Lipps; pero aun en estos autores es un tema secundario, pues el interés principal de su indagación recae sobre la problemática de lo cómico, más amplia y atrayente.

La primera impresión que se obtiene en la bibliografía es que sería por completo imposible tratar al chiste fuera de sus nexos con lo cómico.

Según Lipps (1898), la gracia (Witz) es «la comicidad enteramente subjetiva», o sea, «la que producimos nosotros, que adhiere a nuestro obrar como tal; aquella con que nos relacionamos en todo como un sujeto que está por encima, nunca como un objeto, ni siquiera como un objeto que lo aceptara voluntariamente». Y aclara lo dicho con esta puntualización: llamamos chiste, en general, a «toda provocación conciente y hábil de la comicidad, sea esta de la intuición o de la situación».

Para elucidar el nexo del chiste con lo cómico, K. Fischer (1889) recurre a la caricatura, a la que considera situada entre ambos. Asunto de la comicidad es lo feo en cualquiera de las formas en que se manifieste: «Donde está escondido, es preciso descubrirlo a la luz del abordaje cómico; donde es poco o apenas notable, hay que destacarlo y volverlo patente para que se evidencie de una manera clara y franca. ( – – – ) Así nace la caricatura». – «Nuestro íntegro mundo espiritual, el reino intelectual de lo que pensamos y nos representamos, no se despliega ante la mirada del abordaje externo, no admite una representación figura e intuible inmediata, pero también contiene sus inhibiciones, fallas y deformidades, un cúmulo de cosas risibles y contrastes cómicos. Para ponerlos de relieve y volverlos asequibles al abordaje estético hace falta una fuerza capaz no sólo de representar inmediatamente objetos, sino de reflexionar sobre esas mismas representaciones y volverlas patentes: una fuerza que arroje luz sobre lo pensado. Sólo el juicio es una fuerza así. El juicio que produce el contraste cómico es el chiste; implícitamente ya ha colaborado en la caricatura, pero sólo en el juicio alcanza su forma propia y el terreno de su libre despliegue».

Como vemos, Lipps sitúa el carácter que singulariza al chiste dentro de lo cómico en el quehacer, en la conducta activa del sujeto, mientras que K. Fischer lo caracteriza por la referencia a su asunto, que a su criterio sería la fealdad escondida en el mundo de los pensamientos. No es posible examinar el acierto de estas definiciones del chiste, y aun apenas se puede comprenderlas, sin insertarlas en la trama de la que aquí se presentan arrancadas; así, parece que nos veríamos constreñidos a abrirnos camino a través de las exposiciones que los autores dan de lo cómico, a fin de averiguar algo sobre el chiste a partir de ellas. No obstante, en otros pasajes advertiremos que esos autores saben indicar también unos caracteres esenciales y universalmente válidos del chiste en los que está ausente su referencia a lo cómico.

He aquí la caracterización del chiste que más parece satisfacer a Fischer: «El chiste es un juicio que juega». Para aclararla, nos remite a esta analogía: «así como la libertad estética consistiría en abordar las cosas jugando con ellas». En otro pasaje, la conducta estética hacia un objeto es singularizada por la condición de que no le pidamos nada, en particular, que no le demandemos satisfacción alguna de nuestras necesidades serias, sino que nos contentemos con gozar en abordarlo. La conducta estética es una que juega, en oposición al trabajo. – «Bien podría ser que de la libertad estética surgiera también una modalidad del juzgar libre de las ataduras y principios usuales, que, dado su origen, me gustaría llamar «el juicio que juega»; y podría ocurrir, entonces, que en este concepto estuviera contenida la primera condición, si no la fórmula íntegra, que solucionara nuestra tarea. «Libertad equivale a chiste {gracia} y chiste equivale a libertad», dice Jean Paul. «El chiste es un mero juego con ideas»».

Desde siempre se ha gustado definir el chiste como la aptitud para hallar semejanzas en lo desemejante, vale decir, semejanzas ocultas. Jean Paul hasta ha expresado chistosamente esta idea: «El chiste es el sacerdote disfrazado que casa a cualquier pareja». Vischer le agrega esta continuación: «Casa de preferencia a aquellas parejas cuya unión los parientes no consentirían». Empero, Vischer objeta que hay chistes en los que no cuenta para nada una comparación ni, por tanto, el hallazgo de una semejanza. Por eso, apartándose un poco de Jean Paul, define al chiste como la aptitud para crear con sorprendente rapidez una unidad a partir de diversas representaciones que en verdad son ajenas entre sí por su contenido interno y el nexo al que pertenecen. Fischer destaca luego que en toda una clase de juicios chistosos no se hallarán semejanzas, sino diferencias; y Lipps advierte que estas definiciones se refieren a la gracia que el chistoso tiene, pero no a la que él causa.

Otros puntos de vista aducidos para la definición conceptual o la descripción del chiste, y en cierto aspecto enlazados entre sí, son el «contraste de representación », el «sentido en lo sin sentido ten el disparate}», el «desconcierto e iluminación».

Definiciones como la de Von Kraepelin ponen el acento en el contraste de representación. El chiste sería «la conexión o el enlace arbitrarios de dos representaciones que contrastan entre sí de algún modo, sobre todo mediante el auxilio de la asociación lingüística». A un crítico como Lipps no le resulta difícil descubrir la total insuficiencia de estas fórmulas, pero él mismo no excluye el factor del contraste; sólo lo desplaza a otro lugar. «El contraste queda en pie, pero no es un contraste aprehendido de este o estotro modo entre las representaciones conectadas con las palabras, sino un contraste o contradicción entre el significado y la ausencia de significado de las palabras» (Lipps, 1898, pág. 87). Unos ejemplos elucidan cómo debe entenderse esto último. «Un contraste nace sólo por el hecho de que (…) atribuimos a sus palabras un significado que luego no podemos volver a atribuirles».

En el ulterior desarrollo de esta última definición cobra relevancia la oposición entre «sentido» y «sinsentido». «Lo que por un momento creímos pleno de sentido se nos presenta como enteramente desprovisto de él. En eso consiste en tales casos el proceso cómico. ( … ) Un enunciado parece chistoso cuando le atribuirnos con necesidad psicológica un significado y, en tanto lo hacemos, en el acto se lo desatribuimos. Por «significado» pueden entenderse ahí diversas cosas. Prestamos a un enunciado un sentido y sabemos que, según toda lógica, no puede convenirle. Hallamos en él una verdad que sin embargo no podemos volver a encontrarle luego, si atendemos a las leyes de la experiencia o los hábitos universales de nuestro pensar. Le adjudicamos una consecuencia lógica o práctica que rebasa su verdadero contenido, para negar justamente esa consecuencia tan pronto como estudiamos por sí misma la composición del enunciado. En todos los casos, el proceso psicológico que el enunciado chistoso provoca en nosotros y en que descansa el sentimiento de la comicidad consiste en el paso sin transiciones desde aquel prestar, tener por cierto o atribuir hasta la conciencia o la impresión de una nulidad relativa».

Por penetrantes que suenen estas argumentaciones, uno se preguntaría, llegado a este punto, si la oposición entre lo que posee sentido y lo que carece de él, oposición en que descansa el sentimiento de comicidad, contribuye en algo a la definición conceptual del chiste en tanto él se distingue de lo cómico.

También el factor del «desconcierto e iluminación» nos hace ahondar en el problema de la relación del chiste con la comicidad. Acerca de lo cómico en general, Kant dice que una propiedad asombrosa suya es que sólo pueda engañarnos por un momento. Heymans (1896) detalla cómo se produce el efecto del chiste mediante la sucesión de desconcierto e iluminación. Elucida su punto de vista a raíz de un precioso chiste de Heine, quien hace gloriarse a uno de sus personajes, el pobre agente de lotería Hirsch-Hyacinth, de que el gran barón de Rothschild lo ha tratado como a uno de los suyos, por entero «famillonarmente» («famillionär»). Aquí la palabra portadora del chiste aparece a primera vista como una mera formación Iéxica defectuosa, como algo ininteligible, incomprensible, enigmático. Por eso desconcierta. La comicidad resulta de la solución del desconcierto, del entendimiento de la palabra. Lipps (1898, pág. 95) completa esto señalando que al primer estadio de la iluminación, el caer en la cuenta de que la palabra desconcertante significa esto o aquello, sigue un segundo estadio en que uno intelige que es esa palabra carente de sentido la que nos ha desconcertado primero y luego nos ha dado el sentido correcto. Sólo esta segunda iluminación, la intelección de que una palabra sin sentido según el uso lingüístico común es la responsable de todo; sólo esta resolución en la nada, decimos, produce la comicidad.

No importa cuál de estas dos concepciones nos parezca más iluminadora, las elucidaciones sobre desconcierto e iluminación nos aproximan a una determinada intelección. Es que si el efecto cómico de la palabra «famillonarmente», de Heine, descansa en la resolución de su aparente falta de sentido, el «chiste» ha de situarse en la formación de esa palabra y en el carácter de la palabra así formada.

Sin conexión alguna con los puntos de vista que acabamos de considerar, otra propiedad del chiste es admitida como esencial de él por todos los autores. «La brevedad es el cuerpo y el alma del chiste, y aun él mismo», dice Jean Paul (1804, parte II, parágrafo 42); con ello no hace sino parafrasear lo que expresa Polonio, el viejo parlanchín, en el Hamlet de Shakespeare (acto II, escena 2):

«Puesto que la brevedad es el alma del gracioso ingenio y la prolijidad su cuerpo y ornato externo, seré breve».

Significativa es también la pintura de la brevedad del chiste en Lipps (1898, pág. 90): «El chiste dice lo que dice no siempre con pocas palabras, pero siempre con un número exiguo de ellas, o sea, tal que según una lógica rigurosa o los modos comunes de pensar y de hablar no bastarían. Y aun puede llegar a decirlo callándolo».

«Que el chiste debe poner de relieve algo oculto o escondido» (Fischer, 1889, pág. 51 ) ya nos lo enseñó la reunión del chiste con la caricatura. Vuelvo sobre esta definición porque también ella tiene que ver más con la esencia del chiste que con su pertenencia a la comicidad.

[2]

Bien sé que estos magros extractos de los trabajos de los autores sobre el chiste no pueden hacer justicia a su valor. A causa de las dificultades que ofrece una síntesis exenta de malentendidos, por tratarse de unas argumentaciones tan complejas y finamente matizadas, no puedo ahorrarle al lector curioso el trabajo de buscar en las fuentes originarias la deseada enseñanza. Pero no sé si volverá plenamente satisfecho de esa excursión. Los ya resumidos criterios de los autores para definir el chiste y sus propiedades -la actividad, la referencia al contenido de nuestro pensar, el carácter de juicio que juega, el apareamiento de lo desemejante, el contraste de representación, el «sentido en lo sin sentido», la sucesión de desconcierto e iluminación, la rebusca de lo escondido y el particular tipo de brevedad del chiste- se nos presentan a primera vista tan certeros y tan fáciles de demostrar con ejemplos que en manera alguna corremos el peligro de subestimar el valor de esas intelecciones; pero se trata de unos disjecta membra que nos gustaría ver ensamblados en un todo orgánico. No aportan al conocimiento del chiste más de lo que una serie de anécdotas contribuiría a caracterizar a una personalidad cuya biografía pretendiéramos con derecho conocer. Nos falta por entero la intelección del nexo que cabría suponer entre las diversas definiciones ( p. e¡., la relación entre la brevedad del chiste y su carácter de juicio que juega), y el esclarecimiento sobre si el ha de llenar todas estas condiciones para ser un chiste genuino o le basta satisfacer algunas de ellas, y, en tal caso, cuáles son subrogables y cuáles indispensables. Además, desearíamos tener un agrupamiento y clasificación de los chistes sobre la base de esas propiedades suyas destacadas como esenciales. La clasificación que hallamos en los autores se basa, por una parte, en los recursos técnicos (chiste por homofonía, juego de palabras) y, por la otra, en el empleo del chiste dentro del decir (chiste caricaturesco, caracterizador, réplica chistosa).

No nos movería a perplejidad, entonces, indicar las metas a un ulterior empeño por esclarecer el chiste. Para lograr éxito, deberíamos introducir nuevos puntos de vista en el trabajo, o bien tratar de penetrar más hondo mediante un refuerzo de nuestra atención y una profundización de nuestro interés. Podemos procurar que al menos este segundo recurso no falte. De todos modos, es llamativo cuán pocos ejemplos de chistes reconocidos como tales bastan a los autores para sus indagaciones, y cómo cada uno los toma de sus precursores. No podemos sustraernos del deber de analizar los mismos ejemplos que ya han servido a los autores clásicos sobre el chiste, pero nos proponemos reunir material nuevo para ofrecer un basamento más amplio a nuestras conclusiones. Además, parece indicado tomar como objeto de indagación los ejemplos de chistes que en nuestra propia vida nos han producido la mayor impresión y nos han hecho reír con más ganas.

Se preguntará si el tema del chiste merece semejante empeño. Opino que no cabe ponerlo en duda. Si dejo de lado unos motivos personales, que el lector descubrirá en el curso de estos estudios y que me esforzaron a obtener una intelección sobre los problemas del chiste, puedo invocar el hecho de la íntima concatenación de todo acontecer anímico, que de antemano asegura un valor no despreciable para otros campos a cualquier discernimiento psicológico aun sobre un campo distante. También es lícito recordar el peculiar atractivo, y aun la fascinación, que el chiste ejerce en nuestra sociedad. Un chiste nuevo opera casi como un evento digno del más universal interés; es como la novedad de un triunfo de que unos dan parte a los otros. Hasta hombres destacados, que consideran valioso relatar su formación, las ciudades y países que han visto y los hombres sobresalientes que han tratado, no desdeñan recoger en la descripción de su vida tal o cual chiste notable que escucharon.

* La técnica del chiste.

[1]

Abandonémonos al azar y escojamos el primer ejemplo de chiste que nos ha salido al paso en el capítulo anterior.

En la parte de sus Reisebilder {Estampas de viaje} titulada «Die Bäder von Lucca» {Los baños de Lucca}, Heine delinea la preciosa figura de Hirsch-Hyacinth, de Hamburgo, agente de lotería y pedicuro, que se gloria ante el poeta de sus relaciones con el rico barón de Rothschild y al final dice: «Y así, verdaderamente, señor doctor, ha querido Dios concederme toda su gracia; tomé asiento junto a Salomon Rothschild y él me trató como a uno de los suyos, por entero famillonarmente».

Con este ejemplo, reconocidamente notable y muy reidero, han ilustrado Heymans y Lipps su derivación del efecto cómico del chiste a partir del «desconcierto e iluminación». Empero, nosotros dejamos de lado este problema y nos planteamos otro: ¿Qué es lo que convierte en un chiste al dicho de Hirsch-Hyacinth? Una de dos cosas: o lo que lleva en sí el carácter de lo chistoso es el pensamiento expresado en la frase, o el chiste adhiere a la expresión que lo pensado halló en la frase. En lo que sigue estudiaremos y procuraremos dar alcance al polo en que se nos muestra, entre los mencionados, el carácter de chiste.

Un pensamiento puede, en general, expresarse en diversas formas lingüísticas -o sea, en palabras- que lo reflejen con igual justeza. En el dicho de Hirsch-Hyacinth estamos frente a una determinada forma de expresar un pensamiento, y, según vislumbramos, es una forma rara, no aquella que nos resultaría más fácil de entender. Ensayemos expresar el mismo pensamiento con la rnayor fidelidad posible en otras palabras. Lipps ya lo ha hecho y así elucidó en cierta medida la versión del poeta. Dice (1898, pág. 87): «Comprendemos que Heine quiere decirnos que la acogida fue familiar, a saber, según la consabida manera que por el tenor de la condición de millonario no suele cobrar rasgos agradables». No alteramos en nada lo que se quiere decir si adoptamos otra versión, que quizá se adecue mejor al dicho de Hirsch-Hyacinth: «Rothschild me trató como a uno de los suyos, de manera por entero familiar {familiär}, o sea como lo hace un millonario {Millionär}». «La condescendencia de un hombre rico siempre tiene algo de molesto para quien la experimenta en sí», agregaríamos.

Pero ya nos atengamos a esta formulación textual del pensamiento o a otra de índole parecida, vemos que el problema que nos hemos planteado queda ya resuelto. En este ejemplo, el carácter de chiste no adhiere a lo pensado. Es una observación correcta y aguda que Heine pone en boca de su Hirsch-Hyacinth, una reflexión de inequívoca amargura, harto comprensible en ese hombre pobre frente a la gran riqueza. Pero no nos atreveríamos a llamarla chistosa. Ahora bien, si alguien, no pudiendo aventar en la explicitación realizada el recuerdo de la versión del poeta, creyera que el pensamiento es chistoso en sí mismo, podemos remitirnos a un criterio seguro para discernir el carácter de chiste cegado en la explicitación. El dicho de Hirsch-Hyacinth nos hacía reír; la traducción de Lipps o nuestra versión, fieles a su sentido, acaso nos agraden, nos inciten a la reflexión, pero son incapaces de hacernos reír.

Entonces, si el carácter de chiste de nuestro ejemplo no adhiere al pensamiento mismo, se lo ha de buscar en la forma, en el texto de su expresión. No nos hace falta más que estudiar la particularidad de ese modo de expresión para asir lo que puede designarse como la técnica en las palabras, o expresiva, de este chiste, y que por fuerza ha de vincularse íntimamente a la esencia del chiste, pues tanto su carácter como su efecto de tal desaparecen si sustituimos aquel modo por otro. Nos encontramos, por lo demás, en pleno acuerdo con los autores al atribuir tanto valor a la forma lingüística del chiste. Así, dice Fischer (1889, pág. 72): «Es ante todo la mera forma la que convierte en chiste al juicio, y uno se acuerda aquí de un dicho de Jean Paul, que en una misma sentencia declara y demuestra justamente esta naturaleza del chiste: «Hasta ese punto triunfa el mero aprestamiento, trátese del guerrero o de las frases»».

Ahora bien, ¿en qué consiste la «técnica» de aquel chiste? ¿Qué obró sobre el pensamiento, por ejemplo en la versión que nosotros le dimos, para convertirlo en el chiste que nos hace reír tan de buena gana? Dos cosas, como lo enseña la comparación de nuestra versión con el texto del poeta. En primer lugar, se ha producido una considerable abreviación. Para expresar cabalmente el pensamiento contenido en el chiste, nosotros debimos agregar a las palabras «R. me trató como a uno de los suyos, por entero familiarmente», una frase consecuente que, reducida a su máxima brevedad, decía: «o sea como lo hace un millonario»; y todavía sentimos luego la necesidad de agregarle un complemento aclaratorio.  El poeta lo dice mucho más brevemente:

«R. me trató como a uno de los suyos, por entero famillonarmente».

En el chiste se ha perdido toda la restricción que la segunda frase agrega a la primera, la que consigna el tratamiento familiar.

Pero la frase perdida no se fue sin dejar algún sustituto a partir del cual podemos reconstruirla. En efecto, se ha producido además una segunda modificación.  La palabra «familiär» { «familiarmente »} de la expresión no chistosa del pensamiento fue trasmudada en «famillionär» {«famillonarmente»} en el texto del chiste, y justamente de este producto léxico dependen sin duda su carácter de chiste y su efecto risueño. La palabra neoformada coincide al comienzo con «familiär» de la primera frase, y en sus sílabas finales, con el «Milionär» de la segunda; por así decir, subroga al elemento «Millionär» de la segunda frase, y por lo tanto a toda esta, habilitándonos así para colegir esta segunda frase omitida en el texto del chiste. Cabe describirlo como un producto mixto de los dos componentes «familiär» y «MilIionär», y es tentador ilustrar gráficamente SU génesis a partir de estas dos palabras:

                           F a m i l i ä r

           M i l i o n ä r

        F a m i l i o n ä r

Pero el proceso mismo que trasportó el pensamiento al chiste puede figurarse del siguiente modo, que acaso al comienzo parezca sólo fantástico, pero arroja con exactitud el resultado que de hecho tenemos:

«R. me trató de manera por entero familiär,
o sea, todo lo que puede hacerlo un Millionär».

Ahora imaginemos que una fuerza compresora actuara sobre estas frases y supongamos que por alguna razón la frase consecuente sea la de menor resistencia. Esta es entonces constreñida a desaparecer, en tanto su componente más importante, la palabra «Millionär», que fue capaz de rebelarse contra esa sofocación, es introducido a presión, por así decir, en la primera frase, fusionado con el elemento de esta tan semejante a él, «familiär»; y es justamente esta posibilidad, debida al azar, de rescatar lo esencial de la segunda frase la que favorecerá el sepultamiento de los otros componentes de menor importancia. Así nace entonces el chiste:

«R. me trató de manera por entero famili    on    är».

                         (mili)                (är)

Si prescindimos de esa fuerza compresora, por cierto desconocida para nosotros, podemos describir la formación del chiste, y por tanto la técnica del chiste en este caso, como una condensación con formación sustitutiva; en nuestro ejemplo, la formación sustitutiva consiste en producir una palabra mixta. Esta última, «famillionär», incomprensible en sí misma, pero que enseguida se entiende y se discierne como provista de sentido en el contexto en que se encuentra, es ahora la portadora del efecto por el cual el chiste constriñe a reír, efecto a cuyo mecanismo, empero, no nos aproxima en nada el descubrimiento de la técnica del chiste. ¿Hasta dónde un proceso de condensación lingüística con formación sustitutiva mediante una palabra mixta puede procurarnos placer y constreñirnos a reír? Notamos que es este un problema diverso, cuyo tratamiento tenemos derecho a posponer hasta haber hallado un acceso a él. Por ahora nos detendremos en la técnica del chiste.

Nuestra expectativa de que la técnica del chiste no puede ser indiferente para la intelección de la esencia de este nos mueve a investigar, ante todo, si no existen otros ejemplos de chiste construidos como el «famillionär» de Heine. No los hay sobrados, pero sí bastantes para crear con ellos un pequeño grupo caracterizado por la formación de una palabra mixta. El propio Heine ha derivado de la palabra «Millionär» un segundo chiste: en cierto modo se copia a sí mismo cuando habla de un «Millionarr» («ldeen», cap. XIV), que es una trasparente síntesis de «Millionär»  {«millonario»} y «Narr» {«loco»}, y expresa, de una manera en un todo semejante al primer ejemplo, un pensamiento colateral sofocado.

He aquí otros ejemplos que han llegado a mi conocimiento: Los berlineses llaman a cierta fuente (Brunnen} de su ciudad, cuya erección costó muchos sinsabores al alcalde Forckenbeck, la «Forckenbecken», y no se le puede negar a esta denominación el carácter de chiste, por más que la palabra Brunnen {fuente} haya debido ser mudada primero en la poco usual Becken para sólo entonces conjugarla en una comunidad con el nombre propio. – El maligno gracejo (Witz} de Europa rebautizó en otro tiempo como «Cleopold» a un potentado llamado Leopold a causa de su enredo amoroso con una dama cuyo nombre de pila era Cléo; el resultado es una operación indudablemente condensadora, que con el gasto de apenas una letra mantiene siempre fresca una enojosa alusión. – Los nombres propios se prestan con suma facilidad a este tipo de elaboración por la técnica de chiste: En Viena había dos hermanos de nombre Salinger, uno de los cuales era Börsensensal {corredor de bolsa; Sensal, agente}. Esto dio asidero a llamar a uno de ellos «Sensalinger», en tanto que para distinguir al otro hermano se recurrió al desagradable apodo de «Scheusalinger» {Schetisal, espantajo}. Era cómodo y por cierto chistoso; no sé sí justificado. El chiste suele preocuparse poco de ello.

Me contaron el siguiente chiste de condensación: Un joven que hasta entonces había llevado una vida alegre en el extranjero visita, tras larga ausencia, a un amigo que vive aquí. Este nota con sorpresa que su visitante lleva anillo matrimonial. «¡Qué! -exclama-, ¿te has casado?». «Sí -es la respuesta-: Trauring {anillo nupcial; Ring, anillo}, pero cierto». El chiste es excelente; en la palabra «Trauring» se conjugan dos componentes: la palabra Ehering {anillo matrimonial}, mudada en Trauring {sinónima de la anterior}, y la frase «Traurig {triste}, pero cierto».

En nada perjudica al efecto del chiste que la palabra mixta no sea aquí, en verdad, un producto incomprensible, inviable en otro contexto, como lo era «famillionär», sino que coincida por entero con uno de los dos elementos condensados.

Yo mismo proporcioné inadvertidamente en una conversación el material para otro chiste en un todo análogo al de «famillionär». Refería a una dama los grandes méritos de un investigador a quien juzgo injustamente ignorado. «Pero ese hombre merece entonces un monumento», dijo ella. «Es posible que alguna vez lo tenga -respondí-, pero momentáneamente su éxito es muy escaso». «Monumento» y «momentáneo» son opuestos. Y hete aquí que la dama reúne esos opuestos: «Entonces deseémosle un éxito monumentáneo».

A una excelente elaboración de este mismo asunto en lengua inglesa (A. A. Brill, 1911) debo algunos ejemplos de lenguas extranjeras que muestran el mismo mecanismo de condensación que nuestro «famillionär».

Refiere Brill que el autor inglés De Quincey señala en alguna parte que gentes ancianas tienden a caer en «anecdotage». La palabra es fusión de dos que en parte se superponen:

    anecdote    {anécdota}

y            dotage     (chochez).

En una breve historia anónima, Brill halló definida la Navidad como «the alcoholidays». Idéntica fusión de

    alcohol

y    holidays (festividades).

Cuando Flaubert publicó su famosa novela Salammbó, que se desarrolla en la antigua Cartago, Sainte-Beuve se burló de ella diciendo que era una «Carthaginoiserie» por su trabajosa pintura de los detalles:

Carthaginois    {cartaginés}

chinoiserie    {minuciosidad extrema, «trabajo de chinos»}.

El más destacado ejemplo de chiste de este grupo tiene por autor a uno de los principales hombres de Austria, que tras haber desarrollado una significativa actividad científica y pública desempeña hoy un alto cargo en el Estado. Me he tomado la libertad de usar como material para estas indagaciones los chistes que se atribuyen a esta persona y que de hecho llevan, todos, el mismo sello; es que habría sido difícil procurárselos mejores.

Un día, a este señor N. le llaman la atención sobre un escritor que se ha hecho conocido por una serie de ensayos realmente tediosos que ha publicado en un diario vienés. Todos los ensayos tratan sobre pequeños episodios tomados de los vínculos del primer Napoleón con Austria. El autor es pelirrojo {rothaarig; rot, rojo}. El señor N. pregunta, tan pronto le mencionan ese nombre: «¿No es ese el roter Fadian {insulsote rojo} que se enhebra {ziehen sich durch} por la historia de los Napoleónidas?».

Para hallar la técnica de este chiste tenemos que aplicarle aquel procedimiento reductivo que lo cancela alterándole la expresión y reponiendo el pleno sentido originario, tal como se lo puede colegir con certeza a partir de un buen chiste. El chiste del señor N. sobre el «roter Fadian» ha brotado desde dos componentes: de un juicio negativo sobre el escritor y de la reminiscencia del famoso símil con que Goethe introduce los extractos «Del diario de Otilia» en Las afinidades electivas.  La crítica desdeñosa acaso rezaba: «¡Ese es, pues, el hombre que una y otra vez, tediosamente, sólo atina a escribir folletones sobre Napoleón en Austria! ». Ahora bien, esta manifestación no tiene nada de chistosa. Tampoco lo es la bella comparación de Goethe, sin duda alguna inapropiada para provocarnos risa. Sólo si se las vincula entre sí y se las somete a ese peculiar proceso de fusión y condensación nace un chiste, y por cierto de primera clase.

El enlace entre el juicio denigratorio sobre el aburrido historiógrafo y el bello símil de Las afinidades electivas tiene que haberse producido aquí, por razones que todavía no puedo explicar, de una manera menos simple que en muchos casos parecidos. Intentaré sustituir el proceso real conjeturable por la siguiente construcción. En primer lugar, acaso el elemento del continuo retorno del mismo tema en el señor N. evocó una ligera reminiscencia del consabido pasaje de Las afinidades electivas, que casi siempre se cita erróneamente con el texto «se extiende {zieken sich} como un hilo rojo {roter Faden}». Entonces, el «roter Faden» del símil ejerce un efecto alterador sobre la expresión de la primera frase, y ello a raíz de la casual circunstancia de que también el denigrado es rot {rojo}, a saber, pelirrojo {rothaarig}. Quizá rezó entonces: «Conque este hombre rojo es el que escribe los tediosos folletones sobre Napoleón». Ahora interviene el proceso que apunta a la condensación de las dos piezas en una sola. Bajo la presión de este proceso, que había hallado su primer punto de apoyo en la igualdad del elemento rot {rojo}, langweilig {tedioso} se asimiló a Faden {hilo} y se trasformó en fad {insulso}; así, los dos componentes pudieron fusionarse en el texto del chiste, en el cual esta vez la cita ocupa casi mayor lugar que el juicio denigratorio, sin duda el único presente en el origen.

«Conque este hombre
rote {rojo} es el que escribe esa fade {insulsa} tela sobre N.[apoleón].
El rote (rojo} Faden {hilo} que se extiende atravesándolo {bindurchziehen sich} todo.
¿No es ese el roter Fadian que se enhebra por la historia de los N. [apoleónidas ]?».

En un capítulo posterior, cuando ya pueda analizar este chiste desde otros puntos de vista que los meramente formales, justificaré, pero también rectificaré, esta exposición. Pero por dudosa que ella pueda parecer, hay un hecho exento de toda duda, y es que aquí ha sobrevenido una condensación. El resultado de esta última es, por una parte, nuevamente una considerable abreviación, Y por la otra, en vez de la formación de una palabra mixta llamativa, más bien una mutua compenetración de los elementos de ambos componentes. «Roter Fadian» («insulsote rojo»] sería viable, de todos modos, como insulto; en nuestro caso es con certeza un producto de condensación.

Si en este preciso punto algún lector se sintiera disgustado por un modo de abordaje que amenaza destruirle el gusto del chiste sin poder esclarecerle la fuente de ese gusto, yo le pediría que tuviera paciencia al comienzo. Todavía estamos en la técnica del chiste, cuya indagación promete conclusiones siempre que avancemos lo suficiente en ella.

El análisis del último ejemplo nos ha preparado para hallar que en otros casos, como resultado del proceso condensador, el sustituto de lo sofocado no necesariamente será la formación de una palabra mixta, sino algún otro cambio en la expresión. Otros chistes del señor N. nos enseñarán en qué puede consistir ese sustituto diferente.

«He viajado con él tête-à-bête». Nada más fácil que reducir este chiste. Es evidente que sólo puede querer decir: «He viajado tête-à-tête {frente a frente} con X, y X es una mala bestia {bête}.

Ninguna de estas dos frases es chistosa. Tampoco lo sería su reunión en una frase única: «He viajado tête-à-tête con la mala bestia de X». El chiste sólo se produce cuando «mala bestia» es omitido y, en sustitución, tête cambia una de sus t en b, leve modificación mediante la cual el «bestia» que se acababa de sofocar reaparece en la expresión. Puede describirse la técnica de este grupo de chistes como condensación con modificación leve, y uno vislumbra que el chiste será tanto mejor cuanto más ínfima resulte la modificación.

En un todo semejante, aunque no deja de presentar su complicación, es la técnica de otro chiste. Conversando acerca de una persona en quien había mucho para alabar, pero también mucho de criticable, el señor N. dice: «Sí, la vanidad es uno de sus cuatro talones de Aquiles».  La leve modificación consiste aquí en que en vez de un talón de Aquiles, que debemos atribuir sin duda al héroe, aquí se afirma que hay cuatro {vier}. Cuatro talones, o sea cuatro patas, tiene una bestia {Vieh; propiamente, «vaca»}. Así, los dos pensamientos condensados en el chiste rezaban: «Y., salvo su vanidad, es un hombre sobresaliente; pero no me gusta nada; a pesar de ello es más una bestia que un hombre».

Semejante, sólo que mucho más simple, es otro chiste que escuché in statu nascendi en el seno de una familia. De dos hermanos, alumnos de la escuela media, uno era destacado y el otro harto mediocre. Ocurrió que también el muchacho modelo tuvo una vez un tropiezo en la escuela, y la madre se refirió al hecho expresando su preocupación de que pudiera significar el comienzo de una decadencia permanente. El muchacho oscurecido hasta entonces por su hermano aprovechó de buena gana esta ocasión. «Sí -dijo-; Karl retrocede al galope». La modificación consiste aquí en un pequeño agregado a la declaración de que también a su juicio el otro retrocede. Ahora bien, esta modificación subroga y sustituye a un apasionado alegato en favor de su propia causa: «De ningún modo debiera mi madre creer que él es tanto más inteligente que yo porque tiene más éxito en la escuela. No es más que una mala bestia, o sea mucho más tonto que yo».

Un buen ejemplo de condensación con modificación leve es otro chiste, muy famoso, del señor N. Dijo, acerca de una personalidad pública: «Tiene un gran futuro detrás suyo». El chiste apuntaba a un hombre joven que por su familia, su educación y sus cualidades personales parecía llamado a ocupar alguna vez la jefatura de un gran partido y, a la cabeza de este, alcanzar el gobierno. Pero los tiempos cambiaron, ese partido se volvió incapaz de llegar al pode!, y era previsible que tampoco llegaría a nada el hombre predestinado a ser su jefe. La versión reducida a su máxima brevedad, por la cual se podría sustituir este chiste, rezaría: «El hombre ha tenido delante suyo un gran futuro, que ahora ya no cuenta». «Ha tenido» y la frase consecuente son relevadas por la pequeña alteración en la frase principal, la que remplaza el «delante» por un «detrás», su contrario.

Casi de la misma modificación se valió el señor N. en el caso de un caballero que se había convertido en ministro de Agricultura sin más títulos que el de administrar él mismo su finca. La opinión pública tuvo oportunidad de advertir que era el menos dotado de cuantos habían ocupado ese cargo. Cuando dimitió para volver a ocuparse de sus intereses agrarios, el señor N. dijo acerca de él: «Como Cincinato, se ha retirado a ocupar su puesto delante del arado». El romano, a quien lo llamaron para ocupar un cargo público cuando trabajaba en su finca, volvió luego a su puesto detrás del arado. Delante de este, en aquel tiempo como hoy, sólo anda… el buey.

Una lograda condensación con modificación leve es la de Karl Kraus, quien, acerca de uno de esos periodistas llamados amarillos, informa que ha viajado con el Orienterpresszug a uno de los países de los Balcanes. Indudablemente, en esta palabra se encuentran otras dos: Orientexpresszug {tren expreso del Oriente} y Erpressung {extorsión}. Por el contexto, el elemento «extorsión» sólo se hace valer como modificación de «Orientexpresszug», exigida por el verbo [viajar]. Este chiste, en tanto semeja un error de imprenta, tiene todavía otro interés para nosotros.

Podríamos engrosar mucho la serie de estos ejemplos, pero opino que no necesitamos de nuevos casos para captar con certeza los caracteres de la técnica en este segundo grupo: condensación con modificación. Si ahora comparamos este grupo con el primero, cuya técnica consistía en una condensación con formación de una palabra mixta, vemos que las diferencias no son esenciales y las transiciones son fluidas. Tanto la formación de una palabra mixta como la modificación se subordinan bajo el concepto de la formación sustitutiva y, si queremos, podemos describir la formación de una palabra mixta también como una modificación de la palabra base por el segundo elemento.

[2]

Pero aquí podemos hacer un primer alto y preguntarnos con qué factor conocido por la bibliografía coincide total o parcialmente nuestro primer resultado. Es evidente que con la brevedad, llamada por Jean Paul «el alma del chiste»

Ahora bien, la brevedad no es en sí chistosa; de lo contrario, todo laconismo sería un chiste. La brevedad del chiste tiene que ser de un tipo particular. Recordamos que Lipps ha intentado describir con más precisión la especificidad de la abreviación en el chiste. En este punto, justamente, intervino nuestra indagación demostrando que la brevedad del chiste es a menudo el resultado de un proceso particular que ha dejado como secuela una segunda huella en el texto de aquel: la formación sustitutiva. Pero, aplicando el proceso reductivo, que se propone deshacer el peculiar proceso de condensación, también hallamos que el chiste depende sólo de la expresión en palabras producida por el proceso condensador. Y, desde luego, todo nuestro interés se dirige ahora a este raro proceso, casi no apreciado hasta hoy. Es que todavía no alcanzamos a comprender cómo puede generarse desde él todo lo valioso del chiste, la ganancia de placer que este nos aporta.

¿Ya se han vuelto notorios en algún otro campo del acontecer anímico procesos semejantes a los que liemos descrito aquí como técnica del chiste? Así es; en un único campo, muy, alejado en apariencia. En 1900 he publicado un libro (La interpretación de los sueños) que, como lo indica su título, procura esclarecer lo enigmático del sueño presentándolo como retoño de una operación anímica normal. Allí encuentro motivos para oponer el contenido manifiesto del sueño, a menudo extraño, a los pensamientos oníricos latentes, pero enteramente correctos, de los cuales aquel deriva; y me interno en la indagación de los procesos que crean al sueño a partir de los pensamientos oníricos latentes, así como de las fuerzas psíquicas que han participado en esa trasmudación. Al conjunto de los procesos trasmudadores lo llamo trabajo del sueño, y como una pieza de este último he descrito un proceso de condensación que muestra la máxima semejanza con el empleado por la técnica del chiste y que, lo mismo que él, lleva a una abreviación y a formaciones sustitutivas de igual carácter. Cada quien podrá familiarizarse, por el recuerdo de sus propios sueños, con los productos mixtos de personas y también de objetos que aparecen en el soñar; y aun el sueño los forma con palabras que luego el análisis es capaz de descomponer (p. ej., «Autodidasker» = = «Autodidakt» + «Lasker»). Otras veces, y por cierto con frecuencia mucho mayor, el trabajo condensador del sueño no engendra productos mixtos, sino imágenes que se asemejan por entero a un objeto o a una persona, salvo un agregado o variación que proviene de otra fuente; vale decir, modificaciones en un todo semejantes a las de los chistes del señor N. No hay duda alguna de que tanto aquí como allí estamos frente al mismo proceso psíquico, que podemos discernir por sus idénticos rendimientos. Una analogía tan vasta entre la técnica del chiste y el trabajo del sueño acrecentará, ciertamente, nuestro interés por la primera y moverá en nosotros la expectativa de conseguir mucho, para esclarecer el chiste, de su comparación con el sueño. Pero nos abstenemos de emprender ese trabajo, pues nos decimos que sólo hemos explorado la técnica en un número muy escaso de chistes, de suerte que no podemos saber si en verdad seguirá en pie esa analogía por la que nos guiaríamos. Por eso dejamos de lado la comparación con el sueño y volvemos a la técnica del chiste; por así decir, dejamos pendiente en este lugar de nuestra indagación un hilo que quizás habremos de retomar luego.

[3]

Lo siguiente que averiguaremos es si el proceso de la condensación con formación sustitutiva es pesquisable en todos los chistes, de suerte que se lo pueda establecer como el carácter universal de la técnica del chiste.

Aquí me acuerdo de un chiste que ha quedado en mi memoria a raíz de particulares circunstancias. Uno de los grandes maestros de mi juventud, a quien considerábamos incapaz de apreciar un chiste, así como nunca habíamos escuchado uno de sus labios, llegó un día riendo al Instituto e informó, mejor dispuesto que de ordinario, acerca de la ocasión de su alegre talante, «Es que he leído un excelente chiste. En un salón de París fue presentado un joven, supuesto pariente del gran Jean-Jacques Rousseau y que también llevaba ese nombre. Era pelirrojo. Pero su comportamiento fue tan torpe que la dama de la casa dijo al caballero que lo había presentado, a modo de crítica: «Vous m’avez fait connaître un jeune homme roux et sot, niais non pas un Rousseau»».  Y mi maestro echó a reír de nuevo.

De acuerdo con la nomenclatura de los autores, este es un chiste fonético, y por cierto de tipo inferior: Uno que juega con el patronímico, como el chiste del sermón del monje capuchino en Wallensteins Lager, sermón que, como es sabido, copia la manera de Abraham a Santa Clara:

«Se hace llamar Wallenstein y en efecto es para todos {allen} nosotros una piedra {Stein} de escándalo y enojo».

Ahora bien, ¿cuál es la técnica de este chiste?

Es evidente que el carácter que esperábamos quizá pesquisar como universal ya falla en este primer caso nuevo. Aquí no estamos frente a una omisión, y difícilmente haya una abreviación. La dama enuncia en el chiste mismo casi todo lo que nosotros podemos suponer en su pensamiento. «Usted me ha creado la expectativa de conocer a un pariente de Jean-Jacques Rousseau, acaso un pariente espiritual, y en cambio veo a un joven pelirrojo y tonto, a un roux et sol». Es cierto que he podido hacer un agregado, una intercalación, pero ese intento reductivo no cancela el chiste.

Este permanece y adhiere a la homofonía de:

Rousseau
Roux-sot

Así queda demostrado que la condensación con formación sustitutiva no contribuye en nada a la producción de este chiste.

Pero, ¿qué otra cosa hay? Nuevos intentos de reducción pueden enseñarme que el chiste sigue resistiendo hasta que sustituyo el nombre Rousseau por otro. En su lugar pongo, por ejemplo, Racine, y al punto la crítica de la dama, que sigue siendo tan posible como antes, pierde todo asomo de chiste. Ahora sé dónde debo buscar la técnica de este chiste, pero tal vez vacile aún sobre su formulación; ensayaré la siguiente: La técnica de chiste reside en que una y la misma palabra -el apellido- aparece en acepción doble, una vez como un todo y Iuego dividida en sus sílabas como en una charada.

Puedo citar unos pocos ejemplos idénticos a este por su técnica.

Se cuenta que una dama italiana se vengó de una falta de tacto del primer Napoleón mediante un chiste basado en esta misma técnica de la acepción doble. Durante un baile en la corte, Napoleón le dijo, señalándole a sus compatriotas: «Tutti gli Italiani danzano si male»; y ella replicó con prontitud: «Non tutti, ma buona parte».  (Brill, 1911.)

Cierta vez que se representó en Berlín la Antígona [de Sófocles], la crítica halló que le faltaba carácter antiguo. El gracejo {Witz} de Berlín se apropió de esta crítica de la siguiente manera: «Antik? Oh, nee».

En círculos médicos corre un chiste análogo por partición en sílabas. Al preguntar a un joven paciente si alguna vez se ha masturbado, no se recibirá sino esta respuesta: «O na, nie! ».

La misma técnica del chiste en los tres ejemplos, que han de bastar para su género. Un nombre recibe acepción doble, una vez entero, la otra dividido en sus sílabas, trasmitiendo otro sentido al separárselo así.

La acepción múltiple de la misma palabra, una vez con siderada íntegra y luego según las sílabas en que admite ser descompuesta, fue el primer caso que encontramos de una técnica que diverge de la condensación. Pero tras breve reflexión debimos colegir, por la multitud de los ejemplos que nos afluían, que la técnica recién descubierta difícilmente podría limitarse a ese recurso. Es evidente que existe un número, no abarcable a primera vista, de posibilidades de explotar en una frase una misma palabra o el mismo material de palabras para su acepción múltiple. ¿Tropezaremos con todas estas posibilidades como recurso técnico del chiste? Parece que sí; lo demuestran los siguientes ejemplos de chiste.

Primero, puede tomarse el mismo material de palabras y alterar sólo algo en su ordenamiento. Mientras menor sea el cambio y más se reciba por ello la impresión de que un sentido diverso se ha enunciado con las mismas palabras, mejor será el chiste en su aspecto técnico.

«El matrimonio X tiene un buen pasar. En opinión de algunos, el marido debe de haber ganado mucho ¡viel verdient} y luego con ello se ha respaldado Un poco {ctivas zurückgelegt}, mientras otros creen que su esposa se ha respaldado un poco {etwas zurückgelegt} y luego ha ganado mucho {viel verdient}».

¡Un chiste endiabladamente bueno! ¡Y cuán escasos recursos ha requerido! Ganado mucho-respaldado un poco, respaldado un poco-ganado mucho; en verdad, nada más que la transposición de las dos frases, mediante la cual lo enunciado sobre el marido es diverso de la alusión respecto de la mujer. Pero tampoco en este caso se agota en ello toda la técnica del chiste.

Un rico espacio de juego se abre a la técnica del chiste cuando la «acepción múltiple del mismo material» se amplía de modo que la palabra -o las palabras- de que depende el chiste se usan una vez sin cambio y la otra con una leve modificación. Demos como ejemplo otro chiste del señor N.: Escucha a un señor, él mismo de origen judío, que dice algo odioso respecto de los judíos. «Señor consejero áulico -le responde-: su antisemitismo me era conocido, su antisemitismo es para mí algo nuevo».

Aquí se ha alterado una sola letra, modificación que en una elocución descuidada apenas se notaría. El ejemplo recuerda a los otros chistes por modificación, de este mismo señor N.  pero, a diferencia de aquellos, le falta la condensación: en el chiste mismo se dice todo lo que se quiere decir. «Yo sé que usted antes fue judío; me asombra entonces que justamente usted insulte a los judíos».

Notable ejemplo de uno de estos chistes por modificación es la conocida exclamación: «Traduttore-Traditore» {«¡Traductor, traidor!»). La semejanza entre las dos palabras, que llegan casi a ser idénticas, figura de una manera muy impresionante la fatalidad de que el traductor deba hacer traición a su autor.

La diversidad de las modificaciones leves posibles es tan grande en estos chistes que ninguno se asemeja por entero a los otros.

He aquí un chiste que, dicen, se produjo durante un examen de derecho. El candidato debe traducir un pasaje del Corpus Jurís: «»Labeo ail. . . «: Yo caigo, dice él … ». «Usted cae, digo yo», replica el examinador, y el examen ha llegado a su término.  Es que no se merece nada mejor quien ha confundido el nombre del gran jurisconsulto con un vocablo, que por añadidura recuerda mal. Pero la técnica del chiste consiste en el empleo de casi las mismas palabras que atestiguan la ignorancia del examinando para su castigo por el examinador. El chiste es además un ejemplo de «prontitud», técnica que, como se verá, no difiere mucho de la que estamos ilustrando.

Las palabras son un plástico material con el que puede emprenderse toda clase de cosas. Hay palabras que en ciertas acepciones han perdido su pleno significado originario, del que todavía gozan en otro contexto. En un chiste de Lichtenberg se rebuscan justamente aquellas circunstancias en que las palabras descoloridas vuelven a recibir su significado pleno. «¿Cómo anda?». preguntó el ciego al paralítico. «Como usted ve», fue la respuesta de este al ciego.

En alemán existen también palabras que pueden tomarse en diferente sentido, y por cierto en más de uno, en su acepción plena o en la vacía. O sea, pueden haberse desarrollado dos retoños diferentes de un mismo origen, convirtiéndose uno de ellos en una palabra con significado pleno, y el otro en una sílaba final o sufijo descoloridos, teniendo ambos, empero, el mismo sonido. Esta homofonía entre una palabra plena y una sílaba descolorida puede también ser casual. En ambos casos la técnica del chiste puede aprovechar tales constelaciones del material lingüístico.

A Schleiermacher se atribuye un chiste que es para nosotros importante como ejemplo casi puro de ese recurso técnico: «Eifersucht {los celos} son una Leidenschaft {pasión} que con Eifer sucht {celo busca} lo que Leiden schafft {hace padecer} ».

Esto es indiscutiblemente gracioso {witzig}, aunque no muy eficaz como chiste. Aquí faltan una multitud de factores que pueden despistarnos en el análisis de otros chistes cuando los tomamos separadamente como objeto de indagación. El pensamiento expresado en el texto carece de valor; en todo caso proporciona una definición harto insuficiente de los celos. Ni hablar de «sentido en lo sin sentido», de «sentido oculto», de «desconcierto e iluminación». Ni aun con el máximo empeño se hallará un contraste de representación, y sólo forzando mucho las cosas, un contraste entre las palabras y lo que ellas significan. No hay ninguna abreviación; al contrario, el texto impresiona como prolijo. Pese a ello, es un chiste, y aun muy perfecto. Su único carácter llamativo es simultáneamente aquel con cuya cancelación el chiste desaparece, a saber, que las mismas palabras experimentan una acepción doble. Puede escogerse entre situarlo en la subclase en que las palabras se usan una vez enteras y la otra divididas (como Rousseau, Antígona), o en aquella otra en que la diversidad es producida por el significado pleno o descolorido de las palabras componentes. Fuera de este, sólo hay otro aspecto digno de nota para la técnica del chiste. Se ha establecido en este caso un nexo insólito, se ha emprendido una suerte de unificación al definirse los celos {Eifersucht} por su nombre, en cierto modo por medio de ellos mismos. También esta, como veremos, es una técnica del chiste. Por lo tanto, estos dos aspectos tendrían que ser suficientes por sí, conferir a un dicho el buscado carácter de chiste.

Si nos internamos un poco más en la diversidad de la «acepción múltiple» de la misma palabra, advertimos de pronto que estamos frente a formas de «doble sentido» o de «juego de palabras» desde hace mucho tiempo conocidas y apreciadas universalmente como técnica del chiste. ¿Para qué nos hemos tomado el trabajo de descubrir algo nuevo que habríamos podido recoger del más superficial estudio sobre el chiste? Para justificarnos sólo podemos aducir por ahora que nosotros destacamos, sin embargo, otro aspecto de este mismo fenómeno de la expresión lingüística. Lo que en los autores aparece destinado a demostrar el carácter de «juego» del chiste cae en nuestro abordaje bajo el punto de vista de la «acepción múltiple».

Los otros casos de acepción múltiple que bajo el título de doble sentido pueden reunirse también en un nuevo, un tercer grupo, se dividen con facilidad en subclases que por cierto no se distinguen entre sí por diferencias esenciales, como tampoco lo hace el tercer grupo en su conjunto respecto del segundo. Tenemos aquí en primer lugar:

a. Los casos de doble sentido de un nombre y su significado material; por ejemplo: «¡Descárgate de nuestra compañía, Pistol!» (en Shakespeare).

«Más Hof {cortejo} que Freiung {matrimonio}», dijo un vienés chistoso acerca de unas hermosas muchachas que desde hacía años eran muy festejadas pero ninguna había encontrado marido. «Hof» y «Freiung» son dos lugares contiguos de la ciudad de Viena.

«Aquí en Hamburgo no gobierna el cochino Macbeth, aquí manda Banko» (por Banquo) (Heine).

Cuando el nombre no es susceptible de uso -se diría de abuso- sin introducirle cambios, se puede extraerle el doble sentido por medio de una pequeña modificación, ya familiar para nosotros:

«¿Por qué -se preguntaba antiguamente- han rechazado los franceses a Lohengrin?». Y se respondía: «Por causa de Elsa {Elsa’s wegen}» (Elsass, Alsacia}.

b. Una profusa fuente para la técnica de chiste es el doble sentido del significado material y metafórico de una palabra. Cito un solo ejemplo. Un colega médico con fama de chistoso dijo cierta vez al poeta Arthur Schnítzler:  «No me asombra que te hayas convertido en un gran poeta. Ya tu padre puso el espejo a sus contemporáneos ». El espejo que manejaba el padre del poeta, el famoso médico doctor Schnitzler, era el laringoscopio; de acuerdo con una consabida sentencia de Hamlet, la finalidad del drama, y por tanto también de su creador, es, «por así decir, ponerle el espejo a la naturaleza; mostrar a la virtud sus propios rasgos, a la infamia su imagen, y a la edad y cuerpo del tiempo su forma y estampa» (acto III, escena 2).

c. El doble sentido propiamente dicho o juego de palabras, al cual podríamos llamar el caso ideal de la acepción múltiple; aquí no se ejerce violencia sobre la palabra, no se la divide en sus componentes silábicos, no hace falta someterla a ninguna modificación ni trocar por otra la esfera a que pertenece (p. ej., la de los nombres propios). Tal como ella es, y como se encuentra en la ensambladura de la frase, puede, merced a ciertas circunstancias favorables, enunciar un sentido doble.

Disponemos de abundantes ejemplos de esto:

Una de las primeras acciones de gobierno de Napoleón III fue, como es sabido, la expropiación de los bienes de los Orléans. Corrió en aquel tiempo un notable juego de palabras: «C’est le premier vol de l’aigle». «Vol» significa «vuelo», pero también «robo» {«Es el primer vuelo = robo del águila»}.

Luis XV quiso poner a prueba la graciosa inventiva {Witz} de uno de sus cortesanos, de cuyo talento le habían hablado; en la primera oportunidad ordenó al caballero hacer un chiste sobre su propia persona; él mismo, el rey, quería ser «sujet» {«asunto»} de ese chiste. El cortesano respondió con esta hábil agudeza: «Le roi n’est pas sujet». «Sujet» significa también «súbdito» {«El rey no es asunto=no es súbdito» }.

El médico que viene de examinar a la señora enferma dice, moviendo la cabeza, al marido que lo acompaña: «No me gusta nada su señora». «Hace mucho que tampoco a mí me gusta», se apresura a asentir aquel. El médico se refiere desde luego al estado de la señora, pero ha expresado su preocupación por la enferma en palabras tales que el marido puede hallar confirmada en ellas su aversión matrimonial.

Heine dice, acerca de una comedia satírica: «Esta sátira no habría sido tan mordaz si su autor hubiera tenido más para morder». Este chiste es más un ejemplo de doble sentido metafórico y común que un genuino juego de palabras. Pero, ¿quién podría atenerse aquí a unas fronteras tajantes?

Otro buen juego de palabras es referido por los autores (Heymans, Lipps) en una forma tal que no permite entenderlo bien. No hace mucho hallé la versión y formulación correctas en una recopilación de chistes en lo demás poco utilizable:

«Saphir se encontró (zusammenkommen} cierta vez con Rothschild. Apenas habían platicado un ratito cuando Saphir dijo: «Escuche, Rothschild: me he quedado con poco dinero en caja; ¿podría usted prestarme 100 ducados?». «Muy bien -replicó Rothschild-; eso no es problema para mí {darauf soll es mir nicht ankommen}, pero sólo bajo la condición de que usted haga un chiste». «Eso no es problema tampoco para mí (darauf soll’s mir ebenfalls nicht ankommen}», arguyó Saphir. «Bueno, entonces venga {kommen Sie} mañana a mi escritorio». Saphir se presentó puntualmente, «¡Ah! -dijo Rothschild cuando lo vio entrar-. Usted viene por sus 100 ducados {Sie kommen um Ihre 100 Dukaten}». «No -replicó aquel-. Usted pierde sus 100 ducados {Sie kommen um Ihre 100 Dukaten}, pues hasta el día del juicio Final no se me ocurrirá devolvérselos»».

« ¿Qué representan {vorstellen; también «ponen delante»} estas estatuas? », pregunta un extranjero a un berlinés nativo a la vista de un grupo escultórico en una plaza pública. «Y bueno -responde el segundo-; la pierna derecha o la izquierda».

«Por lo demás, en este momento no guardo en mi memoria todos los nombres de estudiantes, y entre los profesores hay muchos que todavía no tienen ningún nombre».

Acaso nos ejercitemos en la diferenciación diagnóstica citando a continuación otro conocidísimo chiste sobre profesores. «La diferencia entre profesores ordinarios {ordentlich} y extraordinarios {ausserordentlich} consiste en que los ordinaroos no hacen nada extraordinario y los extraordinarios nada ordinarío».

Es sin duda un juego con los dos significados de las palabras «ordinario» y «extraordinario»: por una parte, el que está dentro o fuera del ordo (orden, estamento) y, por la otra, competente {ordentticb} o destacado {ausserordentlich}. Ahora bien, la concordancia entre este chiste y otros ejemplos con que nos hemos familiarizado nos advierte que en él la acepción múltiple es mucho más llamativa que el doble sentido. En efecto, no se oye en la frase otra cosa que «ordentlich», que retorna una y otra vez, ora como tal, ora modificado en sentido negativo. Además, también aquí se ha consumado el artificio de definir un concepto por su expresión literal (véase «los celos son una pasión»; o, descrito con más precisión: definir uno por el otro dos conceptos correlativos, sí bien de manera negativa, lo cual da por resultado un artificioso entrelazamiento. Por último, también en este caso cabe destacar el punto de vista de la unificación, o sea que entre los elemeníos del enunciado se establece un nexo más íntimo que el que uno tendría derecho a esperar de acuerdo con su naturaleza.

«El Bedel Sch[äfer] me saludó muy como a colega, pues él también es escritor y me ha mencionado a menudo en sus escritos semestrales; también me ha citado a menudo, y cuando no me encontraba en casa tuvo siempre la bondad de escribir la citación con tiza sobre mi puerta».

Daniel Spitzer, en sus Wiener Spaziergänge, halló para un tipo social que floreció en la época de la especulación [tras la guerra francoprusianal esta caracterización, lacónica, pero sin duda muy chistosa: «Frente de hierro -caja de hierro- Diadema de Hierro» (esta última, una orden cuya imposición iba unida a la condición de noble). Una notabilísima unificación: todo es igualmente de hierro. Los significados diversos, pero que no contrastan entre sí de manera muy llamativa, del atributo «de hierro» posibilitan estas «acepciones múltiples».

Otro juego de palabras acaso nos facilite la transición a una nueva variedad de la técnica del doble sentido. El colega chistoso antes mencionado fue autor del siguiente chiste en la época del asunto Dreyfus: «Esta muchacha me hace acordar a Dreyfus: el ejército no cree en su inocencia».

La palabra «inocencia», sobre cuyo doble sentido se construye el chiste, tiene en un contexto el sentido usual con el opuesto «culpable», «delincuente», pero en el otro un sentido sexual, cuyo opuesto es la experiencia sexual. Ahora bien, existen muchos ejemplos de doble sentido de este tipo, y en todos ellos, para el efecto del chiste cuenta muy particularmente el sentido sexual. Acaso podría reservarse para este grupo la designación «equivocidad» {«Zweideutigkeit»}.

Un notable ejemplo de un chiste equívoco de esta clase es el de Spitzer, ya comunicado: «En opinión de algunos, el marido debe de haber ganado mucho {viel verdient} y luego con ello se ha respaldado un poco {etwas zwrückgelegt}, mientras otros creen que su esposa se ha respaldado un poco {etwas zurückgelegt} y luego ha ganado mucho {viel verdient}».

Pero si este ejemplo de doble sentido con equivocidad es comparado con otros, salta a la vista una diferencia que no deja de tener valor para la técnica. En el chiste de la «inocencia», cada uno de los sentidos de la palabra está tan cerca como el otro de nuestra aprehensión; en realidad, no se sabría distinguir si nos resulta más usual y familiar el significado sexual o el no sexual de la palabra. No así en el ejemplo de Spitzer: en este, uno de los sentidos de «se ha respaldado un poco», el sentido trivial, se nos impone con fuerza mucho mayor; recubre y por así decir esconde al sentido sexual, que a una persona no maliciosa podría escapársele. Para marcar la oposición citemos otro ejemplo de doble sentido en el que se renuncia a ese encubrimiento del significado sexual. Heine pinta el carácter de una complaciente dama: «No podía abschlagen nada, excepto su agua» {abschlagen, rehusar, y vulgarmente «orinar»}. Suena como una indecencia, apenas produce la impresión de chiste.  Pero también en chistes sin sentido sexual puede presentarse la peculiaridad de que los dos significados del doble sentido no nos resulten igualmente obvios, sea porque uno de los sentidos es en sí el más usual, sea porque lo privilegía su nexo con las otras partes de la oración (p. ej., «Cest le premier vol de l’aigle»; propongo designar a todos estos casos como de «doble sentido con alusión»..

[4]

Ya llevamos conocido un número tan grande de diversas técnicas del chiste que temo que perdamos la visión de conjunto de ellas. Intentemos, pues, resumirlas:

I. La condensación:

a. con formación de una palabra mixta,

b. con modificación.

II. La múltiple acepción del mismo material:

c. todo y parte,

d. reordenamiento,

e. modificación leve,

f. la misma palabra plena y vacía.

III. Doble sentido:

g. nombre y significado material,

h. significado metafórico y material,

i.doble sentido propiamente dicho (juego de palabras).

j. equivocidad,

k. doble sentido con alusión.

Esta diversidad confunde. Podría inducirnos a lamentar el haber comenzado por los medios técnicos del chiste, y a sospechar que hemos sobrestimado el valor de estos para discernir lo esencial del chiste. Esta conjetura simplificadora tal vez tendría validez si no tropezara con un hecho incontrastable, a saber, que el chiste queda cancelado siempre, enseguida, cuando removemos lo que estas técnicas han onerado en la expresión. Por eso nos vemos precisados a buscar la unidad en esta diversidad. Debería ser posible compaginar todas estas técnicas. Como ya hemos dicho, no resulta difícil reunir los grupos segundo y tercero, Ahora bien, el doble sentido, el juego de palabras, no es más que el caso ideal de diversa acepción del mismo material. Este último es, evidentemente, el concepto más comprensivo, Los ejemplos de división, reordenamiento del mismo material y, acepción múltiple con modificación leve (c, d, e) se subordinarían al concepto de doble sentido, aunque no sin alguna dificultad. Pero, ¿qué relación de comunidad existe entre la técnica del primer grupo (condensación con formación sustitutiva) y la de los otros dos (acepción múltiple del mismo material) ?

Pues bien; yo diría que una muy simple y nítida. La acepción múltiple del mismo material no es más que un caso especial de condensación; el juego de palabras no es otra cosa que una condensación sin formación sustitutiva; la condensación sigue siendo la categoría superior. Una tendencia a la compresión o, mejor dicho, al ahorro gobierna todas estas técnicas. Todo parece ser cuestión de economía, como dice el príncipe Haralet («Thrilt, thrift, Horatio!»).

Examinemos este ahorro en los diversos ejemplos. «c,est le premier vol de l’aigle». Es el primer vuelo del águila. Sí, pero es un vuelo de rapiña. Por suerte para la existencia de este chiste, vol significa tanto «vuelo» como «robo». ¿Acaso no se ha condensado o ahorrado nada? Sin duda todo el segundo pensamiento, y por cierto que se lo ha dejado caer sin sustituto. El doble sentido de la palabra vol vuelve superfluo ese sustituto, o, dicho de manera igualmente correcta: la palabra vol contiene el sustituto del pensamiento sofocado sin que por eso a la primera frase le haga falta un añadido o un cambio. justamente en esto consiste el beneficio del doble sentido.

Otro ejemplo: «Frente de hierro-caja de hierro-Diadema de Hierro». ¡Qué ahorro extraordinario con relación a un desarrollo del pensamiento en cuya expresión no se encontrara el «de hierro»!: «Con la necesaria desfachatez y falta de escrúpulos no es difícil amasar una gran fortuna, y naturalmente la nobleza será la recompensa por tales méritos».

Así, en estos ejemplos es innegable la condensación y, por tanto, el ahorro. Debe podérselos pesquisar en todos. ¿Y dónde está el ahorro en chistes como «Rousseau-roux et sot», «Antigone-Antik? Oh, nee», en los que al comienzo echamos de menos la condensación, y que nos movieron más que otros a postular la técnica de la acepción múltiple del mismo material? Es cierto que aquí no salimos adelante con la condensación, pero si la trocamos por el concepto de «ahorro», que la comprende, lo conseguimos sin dificultad. No es difícil decir qué ahorramos en los ejemplos «Rousseau», «Antígona», etc. Nos ahorramos exteriorizar una crítica, formular un juicio, pues ambas cosas ya están dadas en el nombre mismo. En el ejemplo de pasión celos nos ahorramos componer trabajosamente una definición: «Eifersucht, Leidenschali» y «DIer sucht, Leiden schafit»; no hace falta más que completarlo con algunas palabras y ya está lista la definición. Algo parecido vale para todos los otros ejemplos analizados hasta ahora. En el que menos se ahorra, como en el juego de palabras de Saphir: «Sie kommen um Ihre 100 Dukaten», siquiera se ahorra reformular el texto de la respuesta; el texto de la pregunta basta para la respuesta. Es poco, pero en este poco reside el chiste. La acepción múltiple de las mismas palabras para la pregunta y para la respuesta pertenece indudablemente al «ahorrar». Es tal y como Hamlet quiere concebir la rápida sucesión de la muerte de su padre y las bodas de su madre:

«Las comidas horneadas para el funeral
 se sirvieron, frías, en las bodas».

Pero antes de suponer la «tendencia al ahorro» como el carácter más universal de la técnica del chiste y de preguntarnos de dónde proviene, qué intencionalidad tiene y cómo nace de ella la ganancia de placer, concederemos espacio a una duda que merece ser escuchada. Puede que toda técnica de chiste muestre la tendencia a obtener un ahorro en la expresión, pero lo inverso no es cierto. No todo ahorro en la expresión, no toda abreviación, es por eso solo chistosa. Ya habíamos llegado a este punto cuando aún esperábamos pesquisar en todo chiste el proceso de condensación; y en ese momento nos objetamos, justificadamente, que un laconismo no es todavía un chiste. Por tanto, tendría que ser un particular tipo de abreviación y de ahorro aquel del que dependiera el carácter de chiste, y mientras no lleguemos a conocer esa particularidad el descubrimiento de lo común en la técnica del chiste no nos hará avanzar en la solución de nuestra tarea. Además, tengamos la valentía de reconocer que los ahorros logrados por la técnica del chiste no pueden causarnos gran impresión. Acaso recuerden al modo en que ahorran ciertas amas de casa: para acudir a un mercado distante, donde las legumbres valen apenas unos centavos menos, gastan tiempo y el dinero del viaje. ¿Qué se ahorra el chiste mediante su técnica? Insertar unas palabras nuevas que las más de las veces habrían afluido fácilmente, a cambio de lo cual debe tomarse el trabajo de buscar una palabra que le cubra ambos pensamientos; y más todavía: si la expresión de uno de los pensamientos ha de proporcionarle el asidero para su síntesis con el segundo pensamiento, suele ser necesario que el chiste la trasmude antes a una forma insólita. ¿No habría sido más simple y fácil, y hasta un mayor ahorro, expresar los dos pensamientos como corresponde, aunque de esa manera no se produjese ninguna relación de comunidad en la expresión? ¿Acaso el gasto de operación intelectual no cancela con creces el ahorro en palabras manifestadas? ¿Quién es el que hace el ahorro, y a quién favorece este?

Podemos escapar provisionalmente a estas dudas si situamos en otro lugar la duda misma. ¿Acaso ya conocemos realmente todas las variedades de la técnica del chiste? Por cierto que será más prudente reunir nuevos ejemplos y someterlos al análisis.

[5]

De hecho, todavía no hemos considerado un importante grupo, quizás el más numeroso, de chistes, acaso influidos por el menosprecio con que se los suele desdeñar. Son los llamados comúnmente retruécanos (calembourgs) y juzgados la variedad inferior del chiste en la palabra, probablemente porque son los más «baratos», los que se hacen con poquísimo trabajo. Y en realidad son los que menores exigencias plantean a la técnica de la expresión, así como el genuino juego de palabras importa las mayores. Sí en este último los dos significados deben hallar expresión en la palabra idéntica y por eso casi siempre formulada una sola vez, en el retruécano basta que las dos palabras referidas a los dos significados se evoquen una a la otra por alguna semejanza, aun imperceptible, ya se trate de una semejanza general de su estructura, una asonancia al modo de una rima, la comunidad de las consonantes explosivas, etc. Una acumulación de tales ejemplos, no muy acertadamente llamados «chistes fonéticos», se encuentra en el sermón del capuchino en Wallensteins Lager:

«Se ocupa más de la botella que de la batalla,
Prepara más la panza que la lanza,

Comerse prefiere a un buey que no a Frente de Buey.

La corriente del Rhin se ha vuelto una corriente de aserrín,
Los monasterios son cementerios,
Los obispados están desertados,

Y los países alemanes bendecidos
están ahora todos pervertidos».

Con particular preferencia modifica el chiste a una de las vocales de la palabra; por ejemplo: acerca de un poeta italiano enemigo del Imperio, pero a quien obligaron a festejar en hexámetros a un emperador alemán, dice Hevesi (1888, pág. 87): «Como no podía derrocar a los Cäsaren {césares}, eliminó al menos las Cäsuren (cesuras}».

Entre la multitud de retruécanos que podríamos citar, acaso revista particular interés escoger un ejemplo realmente malo del que es culpable Heine.  Luego de presentarse largo tiempo ante su dama como un «príncipe hindú», arroja la máscara y confiesa: «Señora, le he mentido. . . Yo no he estado más en Kalkutta {Calcuta} que las Kalkuttenbraten {frituras de Calcuta} que comí ayer al mediodía». Es evidente que el defecto de este chiste consiste en que las dos palabras semejantes no son solamente tales, sino en verdad idénticas. El ave cuyas frituras él comió se llama así porque proviene, o se cree que proviene, de la misma Calcuta.

Fischer ( 1889, pág. 78) ha concedido gran atención a estas formas del chiste y pretende separarlas tajantemente de los «juegos de palabras». «El calembourg es un pésimo juego de palabras, pues no juega con la palabra como tal, sino como sonído». En cambio, el juego de palabras «pasa del sonido de la palabra a la palabra misma». Por otra parte, este autor incluye también chistes como «famillonarmente», «Antigone (Antik? Oh, nee)», etc., entre los chistes fonéticos. No veo ninguna necesidad de seguirlo en esto. También en el juego de palabras es la palabra para nosotros sólo una imagen acústica con la que se conecta este o estotro sentido. Pero tampoco aquí el uso lingüístico traza distingos netos, y cuando trata al «retruécano» con desprecio y al «juego de palabras» con cierto respeto, estas valoraciones parecen condicionadas por unos puntos de vista que no son técnicos. Préstese atención al tipo de chistes que suelen escucharse como «retruécanos». Existen personas que poseen el don, estando de talante festivo, de replicar durante largo tiempo con un retruécano a cada dicho que se les dirige. Uno de mis amigos, que por lo demás es un modelo de circunspección cuando están en juego sus serios trabajos científicos, suele gloriarse de conseguirlo. Cierta vez que los contertulios a quienes tenía en vilo manifestaron su asombro por su largo aliento en ese arte, dijo: «Sí, estoy aquí auf der Ka-Lauer», y cuando por fin se le pidió que cesara, impuso la condición de que se lo nombrara poeta Kalaureado. Ahora bien, ambos son excelentes chistes de condensación con formación de una palabra mixta. («Estoy aquí auf der Lauer {al acecho} para hacer Kalauer {retruécanos}».)

Comoquiera que fuese, ya de las polémicas sobre el deslinde entre retruécano y juego de palabras extraemos la conclusión de que el primero no puede procurarnos el conocimiento de una técnica de chiste enteramente nueva. Si en el retruécano se resigna también la exigencia a la acepción de múltiple sentido del mismo material, el acento sigue recayendo en el reencuentro de lo ya consabido, en el acuerdo de las dos palabras que sirven al retruécano, y así, este no es sino una subespecie del grupo que alcanza su culminación en el juego de palabras propiamente dicho.

[6]

Pero realmente existen chistes cuya técnica carece de casi todo anudamiento con los grupos considerados hasta ahora.

De Heine se cuenta que cierta velada se encontró en un salón de París con el poeta Soulié; platicaban cuando entró a la sala uno de aquellos reyes parisinos de las finanzas a quienes se compara con Midas, y no meramente por el dinero. Pronto se lo vio rodeado por una multitud que lo colmaba de zalamerías. «Vea usted -dijo Soulié a Heine- cómo el siglo xix adora al becerro de oro». Con su mirada puesta en el objeto de esa veneración, Heine respondió, como rectificándolo: «íOh! Este ya no debe de ser tan joven». (Fischer, 1889, págs. 82-3.)

Ahora bien, ¿dónde reside la técnica de este notable chiste? En un juego de palabras, opina Fischer: «Así, las palabras «becerro de oro» pueden referirse a Mammon y también a la idolatría; en el primer caso el asunto principal es el dinero, y en el segundo, la imagen animal. Por eso puede servir para designar, y de manera no precisamente lisonjera, a alguien que tiene mucho dinero y muy poco entendimiento». (Loc. cit.) Si intentamos sustituir la expresión «becerro de oro», eliminamos sin duda alguna el chiste. Hacemos, pues, decir a Soulié: «Vea usted cómo la gente adula a ese tipo idiota meramente porque es rico», lo cual ya no es más chistoso. Y entonces es imposible que la respuesta de Heine lo sea.

Pero reparemos en que no está en juego la comparación de Soulié, más o menos chistosa, sino la respuesta de Heine, mucho más chistosa por cierto. Entonces no tenemos derecho alguno a tocar la frase del becerro de oro; esta debe permanecer como premisa de las palabras de Heine, y la reducción sólo tiene permitido recaer sobre estas últimas. Si explicitamos las palabras «¡Oh! Este ya no debe de ser tan joven», sólo podremos sustituirlas por una frase de este tipo: « i Oh! Este ya no es un becerro; es un buey viejo». Lo que nos resta del chiste de Heine, pues, es que no toma metafóricamente el «becerro de oro», sino personalmente: lo habría referido al potentado mismo. ¡Si es que este doble sentido no estaba ya contenido en la mención de Soulié!

Ahora bien, ¿qué ocurre aquí? Creemos notar que esta reducción no aniquila por completo el chiste de Heine, más bien deja intacto lo esencial de él. Tenemos que Soulié dice: «Vea usted cómo el siglo xix adora al becerro de oro», y Heine responde: «¡Oh! Este ya no es un becerro; es un buey». En esta versión reducida sigue siendo un chiste. Y no es posible otra reducción de las palabras de Heine.

Lástima que este bello ejemplo contenga condiciones técnicas tan complicadas. No nos permite obtener aclaración alguna; por eso lo dejamos para buscar otro en el que creemos percibir un parentesco interno con él.

Sea uno de los «chistes de baño» que tratan de la aversión al baño de los judíos de Galitzia. Es que no les exigimos a nuestros ejemplos ningún título de nobleza, no preguntamos por su origen, sino sólo por su idoneidad: si son capaces de hacernos reír y si son dignos de nuestro interés teórico. Y justamente los chistes de judíos satisfacen de manera óptima ambas exigencias.

Dos judíos se encuentran en las cercanías de la casa de baños. «¿Has tomado un baño?», pregunta uno de ellos. Y el otro le responde preguntándole a su vez: «¿Cómo es eso? ¿Falta alguno?».

Cuando uno ríe de buena gana con un chiste, no está precisamente en la mejor predisposición para investigar su técnica. Por eso depara algunas dificultades el orientarse en estos análisis. «Es un cómico malentendido», he ahí la idea que se nos impone. – Bien, pero … ¿y la técnica de este chiste? – Evidentemente el uso con doble sentido de la palabra «nehmen». En uno de esos sentidos se integra, incolora ella misma, en un giro (tomar un baño}; en el otro, es el verbo con su significado no descolorido {llevarse un baño., robarlo}. Por tanto, un caso en que la misma palabra se toma en sentido «pleno» y «vacío». Sustituyamos la expresión «tomar un baño» por la más simple y de igual valor «bañarse», y el chiste desaparece. La respuesta ya no se le adecua. Por tanto, también aquí el chiste adhiere a la expresión «tomar un baño».

Todo ello está muy bien; no obstante, otra vez parece que la reducción no se ha aplicado en el lugar correcto. El chiste no reside en la pregunta, sino en la respuesta, en la contrapregunta: «¿Cómo es eso? ¿Falta alguno?». Y a esta respuesta no se le puede quitar su gracia mediante ninguna ampliación ni alteración que mantenga intacto su sentido. Además, en la respuesta del segundo judío tenemos la impresión de que su ignorancia del «baño» fuera más importante que el malentendido de la palabra «tornar». Pero tampoco aquí vemos claro todavía; busquemos un tercer ejemplo.

Otro chiste de judíos, en el que, no obstante, sólo el andamiaje es judío; el núcleo es humano universal. Sin duda también este ejemplo tiene sus indeseadas complicaciones, pero por suerte no son de la índole de las que hasta ahora nos impidieron ver claro.

«Un pobre se granjea 25 florines de un conocido suyo de buen pasar, tras protestarle largo tiempo su miseria. Ese mismo día el benefactor lo encuentra en el restaurante ante una fuente de salmón con mayonesa. Le reprocha: «¿Cómo? Usted consigue mi dinero y luego pide salmón con mayonesa. ¿Para eso ha usado mi dinero?». Y el inculpado responde: «No lo comprendo a usted; cuando no tengo dinero, no puedo comer salmón con mayonesa; cuando tengo dinero, no me está permitido comer salmón con mayonesa. Y entonces, ¿cuándo comería yo salmón con mayonesa?»».

Aquí, por fin, ya no se descubre ningún doble sentido. Y tampoco la repetición de «salmón con mayonesa» puede contener la técnica del chiste, pues no es «acepción múltiple» del mismo material, sino una efectiva repetición de lo idéntico, requerida por el contenido. Podemos quedarnos un tiempo desconcertados ante este análisis; acaso recurramos al subterfugio de impugnar el carácter chistoso de esta anécdota que nos hizo reír.

¿Qué otra cosa digna de mención podemos decir sobre la respuesta del pobre? Que se le ha prestado de manera curiosísima el carácter de lo lógico. Pero sin razón, pues la respuesta misma es alógica. El hombre se defiende de haber empleado en esas exquisiteces el dinero que le dieron, y pregunta, con una apariencia de razón, cuándo comería entonces salmón. Pero esa no es la respuesta correcta; su benefactor no le reprocha que se deleite con salmón justo el día en que le pidió dinero, sino que le recuerda que en su situación no tiene ningún derecho a pensar en táles manjares. Este sentido del reproche, el único posible, es el que omite el bon vivant empobrecido; su respuesta se dirige a otra cosa, como si hubiera incurrido en un malentendido sobre el reproche.

Ahora bien, ¿y si la técnica de este chiste residiera justamente en ese desvío de la respuesta respecto del sentido del reproche? Acaso en los otros dos ejemplos, que en nuestro sentir están emparentados con este, podamos demostrar una parecida alteración del punto de vista, un desplazamiento del acento psíquico.

Veamos, pues; esa demostración se obtiene con total facilidad, y de hecho pone en descubierto la técnica de estos ejemplos. Soulié indica a Heine que la sociedad del siglo xix adora al «becerro de oro», tal como antaño lo hizo el pueblo judío en el desierto. Lo adecuado sería que Heine diera una respuesta de este tipo: «Sí, así es la naturaleza humana; el paso de los siglos no la ha modificado en nada», o alguna otra expresión de asentimiento. Pero Heine en su respuesta se desvía de la idea incitada, en modo alguno responde a ella; se vale del doble sentido del que es susceptible la frase «becerro de oro» para seguir un sendero desviado, escoge un ingrediente de la frase, «becerro», y responde como si el acento hubiera recaído sobre este en el dicho de Soulié: «¡Ob! Este ya no es un becerro», etc.

El desvío es aún más nítido en el chiste del baño. Este ejemplo reclama una figuración gráfica.

El primer judío pregunta: «¿Has tomado un baño?». El acento recae sobre el elemento «baño».

El segundo responde como si la pregunta dijera: «¿Has tomado un baño?».

Sólo el texto «tomado un baño» es el que posibilita ese desplazamiento del acento. Si rezara «¿Te has bañado?», sería imposible cualquier desplazamiento. La respuesta, no chistosa, sería entonces: «¿Bañado? ¿Qué quieres decir? No sé qué es». Así pues, la técnica del chiste reside en el desplazamiento del acento de «baño» a «tornar».

Volvamos al ejemplo del «salmón con mayonesa», que es el más puro. Lo que tiene de novedoso puede ocuparnos en varias direcciones. En primer lugar, tenemos que dar algún nombre a la técnica aquí descubierta. Propongo designarla como desplazamiento, porque lo esencial de ella es el desvío de la ilación de pensamiento, el desplazamiento del acento psíquico a un tema diverso del comenzado. Luego, debemos indagar en qué relación se encuentra la técnica de desplazamiento con la expresión del chiste. Nuestro ejemplo (salmón con mayonesa) nos permite discernir que el chiste por desplazamiento es en alto grado independiente de la expresión literal. No depende de las palabras, sino de la ilación de pensamiento. Para removerlo no nos sirve ninguna sustitución de las palabras conservando el sentido de la respuesta. La reducción sólo es posible si modificamos la ilación de pensamiento y hacemos que el gourmet responda directamente al reproche que eludió en la versión del chiste. La versión reducida rezaría entonces: «No puedo privarme de lo que me gusta, y me es indiferente de dónde tome el dinero para ello. Ahí tiene usted la explicación de que precisamente hoy yo coma salmón con mayonesa, luego de pedirle dinero prestado». – Pero esto no sería un chiste, sino un cinismo.

Es instructivo comparar este chiste con otro que por su sentido está muy próximo a él:

Un hombre muy inclinado a la bebida se gana el sustento en una pequeña ciudad dando clases. Pero poco a poco le conocen todos el vicio, lo cual hace que pierda a la mayoría de sus alumnos. Encargan a un amigo que lo inste a corregirse: «Vea, usted podría conseguir muchísimas horas de clase en la ciudad con tal que dejase la bebida. Hágalo, pues». – «¿Qué me propone usted? -es la indignada respuesta-. Yo doy clases para poder beber; si tengo que abandonar la bebida, ¿para qué querría conseguir clases?».

También este chiste presenta la apariencia de lógica que nos llamó la atención en «salmón con mayonesa», pero ya no es un chiste por desplazamiento. La respuesta es directa. El cinismo, escondido en aquel caso, se confiesa francamente aquí: «La bebida es para mí lo principal». La técnica de este chiste es en verdad muy pobre y no puede explicarnos su efecto; sólo reside en el reordenamiento del mismo material; en rigor, es la inversión de la relación medios-fin entre el beber y el dar o conseguir clases. Tan pronto como en la reducción ya no destaco este aspecto en la expresión, he eliminado el chiste. Por ejemplo: «¿Qué disparate me propone usted? Para mí la bebida es lo principal, no las clases. Estas son para mí sólo un medio para poder seguir bebiendo». Por tanto, el chiste adhería realmente a la expresión.

En el chiste del baño es inequívoca la dependencia del chiste respecto del texto («¿Has tomado un baño?»), y el cambio de este conlleva la cancelación del chiste. Pero la técnica es aquí más compleja, una unión de doble sentido (de la subclase f) y desplazamiento. El texto de la pregunta admite un doble sentido, y el chiste se produce porque la respuesta no retoma el sentido que tenía en mente el que preguntó, sino uno colateral. Según esto, podremos hallar una reducción que deje subsistir el doble sentido en la expresión y sin embargo cancele el chiste, deshaciendo sólo el desplazamiento:

«¿Has tomado un baño?». – «¿Qué dices que habría tomado? ¿Un baño? ¿Qué es eso? ». Pero esto ya no es un chiste, sino una exageración odiosa o burlona.

Un papel por entero análogo desempeña el doble sentido en el chiste de Heine sobre el «becerro de oro». Posibilita a la respuesta el desvío respecto de la ilación de pensamiento incitada, que en el chiste del salmón con mayonesa acontece sin ese apuntalamiento en el texto. En la reducción, el dicho de Souilé y la respuesta de Heine acaso rezarían: «El modo en que la sociedad adula aquí a un hombre por el mero hecho de ser rico recuerda vivamente a la adoración del becerro de oro»; y Heine: «Y no me parece lo más enojoso que lo festejen a causa de su riqueza. A mi juicio, usted no insiste lo suficiente en que por su riqueza le perdonen su estupidez». Así quedaría cancelado el chiste por desplazamiento conservando el doble sentido.

En este punto debemos estar preparados para la objeción de que buscamos trazar tales enmarañados distingos en lo que forma, empero, una estrecha trama. ¿Acaso todo doble sentido no da ocasión a un desplazamiento, a un desvío de la ilación de pensamiento de un sentido a otro? Y siendo así, ¿cómo aceptar que «doble sentido» y «despIazamiento» se postulen como representantes de dos tipos enteramente diversos de técnica del chiste? Muy bien; es cierto que existe este vínculo entre doble sentido y desplazamiento, pero nada tiene que ver con nuestra distinción entre las técnicas del chiste, En el doble sentido, el chiste sólo contiene tina palabra susceptible de interpretación múltiple, que permite al oyente hallar el paso de un pensamiento a otro, lo cual quizá -forzándolo un poco- pueda equipararse a un desplazamiento. En cambio, en el chiste por desplazamiento, el chiste mismo contiene una ilación de pensamiento en la que se ha consumado un desplazamiento así; aquí, este último pertenece al trabajo que ha producido al chiste, no al necesario para entenderlo. Si este distingo no nos iluminara, tenemos en los ensayos de reducción un medio infalible para verlo con evidencia. Sin embargo, no pretendemos negar cierto valor a aquella objeción. Ella nos advierte que no nos es lícito confundir los procesos psíquicos que sobrevienen a raíz de la formación del chiste (el trabajo del chiste)  con los procesos psíquicos mediante los cuales se lo entiende (el trabajo de entendimiento). Sólo los primeros son el tema de nuestra presente indagación.

¿Existen todavía otros ejemplos de la técnica de desplazamiento? No son fáciles de descubrir. Un ejemplo enteramente puro, al que le falta por otra parte la logicidad tan extremada en nuestro modelo, es el siguiente chiste:

«Un mercader de caballos recomienda un corcel a uno de sus clientes: «Sí usted agarra este caballo y lo monta a las 4 de la mañana, para las 6 y media está en Presburgo». -«¿Y qué hago yo en Presburgo a las 6 y media de la mañana?»».

El desplazamiento es aquí evidentísimo. El mercader aduce la temprana llegada a la pequeña ciudad sólo con el claro propósito de dar una prueba de la bondad del caballo. El cliente prescinde de la idoneidad del animal, a la que ni siquiera pone en duda, y pasa a considerar sólo los datos del ejemplo escogido para prueba. No es, pues, difícil proporcionar la reducción de este chiste.

Más dificultades ofrece otro, de técnica muy poco trasparente pero que puede resolverse como de doble sentido con desplazamiento. El chiste cuenta el subterfugio de un casamentero (un Schadjen, casamentero judío), y por tanto pertenece a un grupo que habrá de ocuparnos muchas veces todavía.

El casamentero ha asegurado al novio que el padre de la muchacha ya no está con vida. Tras los esponsales, se sabe que el padre todavía vive y expía una pena de prisión, El novio le hace reproches al casamentero. «Y bueno -responde este-; ¿qué le he dicho yo? ¿Acaso eso es vida?».

El doble sentido reside en la palabra «vida», y el desplazamiento consiste en que el casamentero salta del sentido común de la palabra, como opuesta a «muerte», al sentido que posee en el giro «Eso no es vida». Así declara con posterioridad que su manifestación de entonces fue de doble interpretación, aunque ese significado múltiple sea harto remoto justamente en este caso. Hasta aquí la técnica sería semejante a los chistes del «becerro de oro» y del «baño».

Pero en este ejemplo cabe reparar aún en otro factor, tan llamativo que estorba entender la técnica. Podría llamarse «caracterizador» a este chiste; se empeña en ilustrar con un ejemplo la mezcla de desfachatez mentirosa y prontitud de ingenio {Witz} que caracteriza al casamentero. Pero veremos que esta no es sino la parte visible, la fachada del chiste; su sentido, es decir, su propósito, es otro. Dejamos también para más adelante ensayar su reducción.

Tras estos ejemplos complejos y de difícil análisis, nos deparará otra vez satisfacción poder discernir en un caso un modelo totalmente puro y trasparente de «chiste por desplazamiento». Un pedigüeño hace al rico barón un pedido de ayuda en dinero para viajar a Ostende; aduce que los médicos le han recomendado baños de mar para reponer su salud. «Bueno, le daré algo -dice el rico-; pero, ¿es necesario que viaje justamente a Ostende, el más caro de los balnearios?». – «Señor barón -lo corrige aquel-, en aras de mi salud nada me parece demasiado caro». -Un correcto punto de vista, sin lugar a dudas, aunque no para el Schnorrer. La respuesta fue dada desde el punto de vista de un hombre rico. Y aquel se comporta como si fuera su propio dinero el que debe sacrificar en aras de su salud, como si dinero y salud correspondieran a la misma persona.

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Retomemos el tan instructivo ejemplo del «salmón con mayonesa». De igual manera, volvía hacia nosotros un lado visible donde se ostentaba un trabajo lógico, y mediante el análisis averiguamos que esa logicidad tenía que esconder una falacia, a saber, un desplazamiento de la ilación de pensamiento. Desde aquí nos gustaría, aunque sólo fuera siguiendo el enlace por contraste, tomar conocimiento de otros chistes que, totalmente al contrario, mostraran sin disfraz un contrasentido, un disparate, una estupidez. Tenemos la curiosidad de averiguar en qué podría consistir la técnica de estos chistes.

Comienzo por el ejemplo más fuerte y a la vez más puro de todo el grupo. Es, nuevamente, un chiste de judíos: Itzig ha tomado plaza en la artillería. Sin duda se trata de un mozo inteligente, pero es indócil v carece de interés por el servicio. Uno de sus jefes, que siente simpatía por él, lo lleva aparte y le dice: «ltzig, no nos sirves. Quiero darte un consejo: Cómprate un cañón e independízate».

El consejo, que puede hacernos reír de buena gana, es un manifiesto disparate. Es claro que no hay cañones en venta, y un individuo no podría independizarse como regimiento -«establecerse », por así decir-. Pero no podemos dudar ni un momento de que ese consejo no es un mero disparate, sino un disparate chistoso, un excelente chiste. ¿Por qué vía, piles, el disparate se convierte en chiste?

No necesitamos reflexionar mucho tiempo. Por las elucidaciones de Ios autores, que hemos consignado en nuestra «Introducción», podemos colegir que en ese sinsentido {disparate} chistoso se esconde un sentido, y que este sentido dentro de lo sin sentido convierte al sinsentido en chiste. En nuestro ejemplo es fácil hallar el sentido. El oficial que da al artillero Itzig ese consejo sin sentido sólo se hace el tonto para mostrar a Itzig cuán tonta es su conducta. Copia a Itzig: «Ahora te daré un consejo que es exactamente tan tonto como tú». Acepta y retorna la tontería de Itzig y se la da a entender convirtiéndola en base de una propuesta que no puede menos que responder a los deseos de Itzig, pues si este poseyera cañones propios y cultivara por su cuenta el oficio de la guerra, ¡cuán útiles le serían su inteligencia y su orgullo! ¡Cómo mantendría en condiciones sus cañones y se familiarizaría con su mecanismo para salir airoso de la competencia con otros poseedores de cañones!

Interrumpo el análisis de] presente ejemplo para pesquisar este mismo sentido de lo sin sentido en un caso más breve y simple, pero menos flagrante, de chiste disparatado.

«No haber nacido nunca sería lo mejor para los mortales».  «Pero -Prosiguen los sabios de Fliegende Blätter-  entre 100.000 personas difícilmente pueda sucederle a una».

El agregado moderno a la vieja sentencia es un claro disparate, más tonto aún por el «difícilmente», en apariencia cauteloso. Pero al anudarse a la primera frase como una limitación correcta sin disputa, puede abrirnos los ojos para ,advertir que aquella sabiduría escuchada con reverencia tampoco es mucho más que un disparate. Quien nunca nació no es una criatura humana; para ese no existe lo bueno ni lo mejor. Lo sin sentido en el chiste sirve entonces aquí para poner en descubierto y, figurar otro sinsentido, tal como en el ejemplo del artillero Itzig.

Puedo agregar aquí un tercer ejemplo que por su contenido difícilmente merecería la detallada comunicación que exige, pero justamente vuelve a ilustrar con particular nitidez el empleo de lo sin sentido en el chiste para figurar otro sinsentido:

Un hombre que debe partir de viaje confía su hija a un amigo con el pedido de que durante su ausencia vele por su virtud. Meses después regresa y la encuentra embarazada. Desde luego, se queja a su amigo. Este hace vanos esfuerzos para explicarse la desgracia. «Pero, ¿dónde ha dormido?» -pregunta al fin el padre. – «En el mismo dormitorio que mi hijo». – «¿Y cómo pudiste hacerla dormir en la rnisma habitación que tu hijo, después que tanto te encarecí su tutela?». – «Es que había un biombo entre ellos. Ahí estaba la cama de tu hija, ahí la cama de mi hijo, y entre las dos el biombo». – «¿Y si él dio la vuelta al biombo?». – «A menos que sea eso -responde el otro pensativamente- . . Así sería posible».

De este chiste, de muy, bajo nivel por sus otras cualidades, obtenernos con la mavor facilidad su reducción. Es evidente que esta rezaría: «No tienes ningún derecho a quejarte. ¿Cómo puedes ser tan tonto de dejar a tu hija en una casa donde no podrá menos que vivir en la permanente compañía de un rnozo? ¡Como si un extraño pudiera vigilar en tales condiciones la virtud de una muchacha!». La aparente tontería del amigo tampoco aquí es otra cosa que el espejamiento de la tontería del padre. Por la reducción hemos eliminado la tontería en el chiste v, con ella, al chiste mismo. Pero no nos hemos desprendido del elernento «tontería» como tal: encuentra otro sitio dentro de la trabazón de la frase reducida a su sentido.

Ahora podemos intentar reducir también el. chiste de cañones. El oficial tendría que decirle: «ltzig, yo sé que tú eres un inteligente hombre de negocios. Pero te digo que cometes una gran tontería no viendo que en asuntos militares las cosas no pueden ser como en los negocios, donde cada quien trabaja para sí y, contra los demás. En la vida militar es preciso subordinarse, y cooperar».

Por tanto, la técnica de los chistes disparatados que hemos citado hasta aquí consiste realmente en la presentación de algo tonto, disparatado, cuyo sentido es la ilustración, la figuración, de alguna otra cosa tonta y disparatada.

¿Tiene siempre este significado el empleo del contrasentido en la técnica del chiste? He aquí otro. ejemplo, que responde por la afirmativa:

Cierta vez que Foción fue aplaudido aprobatoriamente tras un discurso, se volvió hacia sus amigos y, preguntó: «Pero, ¿qué tontería he dicho?».

Esta pregunta suena como un contrasentido. Pero enseguida comprendemos su sentido. «¿Qué he dicho que pueda gustarle a este pueblo tonto? Su aprobación en verdad debería avergonzarme; si ha gustado a los tontos, no puede ser algo muy inteligente».

Pero otros ejemplos pueden enseñarnos que el contrasentido muy a menudo se usa en la técnica del chiste sin el fin de servir para la figuración de otro sinsentido.

Un conocido profesor universitario, que suele sazonar con algunos chistes su árida disciplina, es congratulado por el nacimiento de su hijo menor, que le ha sido dado siendo él va de avanzada edad. «Sí -replica a quienes lo felicitan-, es asombroso lo que pueden conseguir las manos del hombre». – Esta respuesta parece particularmente disparatada y fuera de lugar. De los hijos se dice que son una bendición de Dios, en total oposición a las obras de la mano del hombre. Pero enseguida se nos ocurre que esta respuesta tiene sin embargo un sentido, y, sin duda obsceno. Ni hablar de que el padre feliz quiera hacerse el tonto, para designar como tales a otras cosas o personas. La respuesta en apariencia carente de sentido nos produce sorpresa, desconcierto, como dirían los autores. Ya sabemos que estos derivan todo el efecto de tales chistes de la alternancia de «desconcierto e iluminación». Luego intentaremos formarnos un juicio sobre ello; ahora nos contentamos con destacar que la técnica de este chiste consiste en la presentación de eso desconcertante, sin sentido.

Entre estos chistes de tontería ocupa un lugar particular uno de Lichteriberg:

«Le asombraba que los gatos tuvieran abiertos dos agujeros en la piel justo donde están sus ojos». Asombrarse por algo obvio, algo que en verdad no es sino la exposición de una identidad, por cierto no es otra cosa que una tontería. Recuerda a una exclamación de Michelet, entendida en serio. La cito de memoria: «¡Cuán magníficamente ha dispuesto las cosas la naturaleza que el hijo, tan pronto viene al mundo, encuentra ya una madre dispuesta a acogerlo!». La frase de Michelet es una tontería real, pero la de Lichtenberg es un chiste que se vale de la tontería para algún otro fin, un chiste tras el cual se esconde algo. ¿Qué? En este momento todavía no podemos indicarlo.

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En dos grupos de ejemplos hemos averiguado ya que el trabajo del chiste se vale de desviaciones respecto del pensar normal -el desplazamiento y el contrasentido- como recursos técnicos para producir la expresión chistosa. Es tina justificada expectativa que también otras falacias puedan hallar el mismo empleo. Y en efecto cabe indicar algunos ejemplos de esta índole:

Un señor llega a una confitería y se hace despachar una torta; pero enseguida la devuelve y en su lugar pide un vasito de licor. Lo bebe y quiere alejarse sin haber pagado. El dueño del negocio lo retiene. «¿Qué quiere usted de mí?». – «Debe pagar el licor». – «A cambio de él ya le he dado la torta». – «Tampoco la ha pagado». – «Pero tampoco la he comido».

También esta pequeña historia muestra la apariencia de una logicidad que ya conocemos como fachada apta para una falacia. Es evidente que el error consiste en que el astuto cliente establece entre la devolución d¿ la torta y su cambio por el licor un vínculo inexistente. La situación se descompone más bien en dos procesos que para el vendedor son independientes entre sí, y sólo en el propósito del comprador mantienen el nexo de sustitución. Ha tomado y ha devuelto primero la torta, por la cual en consecuencia nada debe; luego toma el licor, que debe pagar. Puede decirse que el cliente emplea en doble sentido la relación «a cambio de»; más correctamente, por medio de un doble sentido establece una conexión que de hecho no es sostenible.

Esta es la oportunidad para confesar algo que no carece de importancia. Aquí nos ocupamos de explorar la técnica del chiste a raíz de ejemplos, y por tanto debiéramos estar seguros de que los ejemplos citados por nosotros son realmente genuinos chistes. Pero sucede que en una serie de casos vacilamos sobre si deben llamarse o no chistes. Por cierto que no dispondremos de un criterio antes que la indagación nos lo haya proporcionado; en cuanto al uso lingüístico, no es confiable y su legitimidad requiere a su vez ser examinada; para decidirlo no podemos apoyarnos sino en cierta «sensación», que tenemos derecho a interpretar en el sentido de que en nuestros juicios la decisión se consuma siguiendo determinados criterios que todavía no alcanzamos a discernir. Pero si la fundamentación ha de ser suficiente, no nos bastará invocar esa «sensación». En cuanto al ejemplo aducido en último término, no podemos menos que dudar si tenemos derecho a presentarlo como chiste, acaso como un chiste sofístico, o lisa y llanamente como un sofisma. Todavía no sabemos en qué reside el carácter de chiste,

En cambio, es inequívocamente un chiste el ejemplo siguiente, que exhibe por así decir la falacia complementaria. Es, otra vez, una historia de casamenteros:

El Schadjen defiende a la muchacha por él propuesta de las críticas del joven. «La suegra no me gusta -dice este-, es una persona malvada, estúpida». – «Usted no se casa con la suegra, usted quiere a la hija». – «Sí, pero ella ya no es joven, ni tiene tampoco un rostro hermoso». – «Eso no importa; si ya no es joven ni hermosa, tanto más fiel le será». – «Tampoco hay de por medio mucho dinero». -«¿Quién habla de dinero? ¿Se casa usted con el dinero? ¡Lo que usted quiere es una esposa!». – «Pero, ¡también tiene una joroba!». – «¿Y que quiere usted? ¿Que no tenga ningún defecto?».

Se trata entonces en realidad de una muchacha fea que ya no es joven, de dote escasa, que tiene una madre repelente y además es contrahecha. No son circunstancias que inviten al matrimonio. El casamentero, respecto de cada uno de estos defectos, sabe desde qué punto de vista se lo podría disimular; en cuanto a la joroba., que no admite disculpa, la reclama como el defecto que es preciso admitir en cualquier ser humano. Esto vuelve a presentar la apariencia de lógica que es característica del sofisma y que está destinada a encubrir la falacia. La muchacha evidentemente tiene tinos defectos flagrantes, más de los que podrían pasársele por alto, y uno que no se puede omitir; no es para desposarla. El casamentero hace como si cada uno de los defectos hubiera quedado eliminado por su subterfugio, cuando en verdad de todos ellos resta alguna desvalorización que se suma a la del que sigue. Se empeña en considerar por separado cada factor y se rehúsa a hacer su suma.

La misma omisión es el núcleo de otro sofisma que ha sido muy festejado pero de cuya legitimidad para llamarse chiste cabe dudar.

A ha tomado prestado de B un caldero de cobre, y cuando lo devuelve, B se le queja porque el caldero muestra un gran agujero que lo torna inservible. He aquí su defensa: «En primer lugar, yo no pedí prestado a B ningún caldero; en segundo lugar, el caldero ya estaba agujereado cuando lo tomé de B; en tercer lugar, yo devolví intacto el caldero». Cada uno de esos alegatos es bueno por sí; pero todos juntos se excluyen recíprocamente. A considera por separado lo que debe mirarse en su trabazón, tal como procedía el casamentero con los defectos de la novia. Puede decirse también: A pone «y» en un lugar donde sólo es posible «o bien … o bien».

Nos sale al paso otro sofisma en la siguiente historia de casamenteros:

El pretendiente le ha alegado que la novia tiene una pierna más corta y cojea. El Schadjen le replica: «Usted anda errado. Supóngase que se casara con una mujer de miembros sanos y derechos. ¿Qué conseguiría? Nunca estaría seguro de que no cayera, se quebrara una pierna y luego quedara paralítica para toda la vida. ¡Y después los dolores, la agitación, los honorarios del médico! Pero si toma esta, nada de eso le podrá suceder; es asunto terminado».

La apariencia de lógica es aquí muy tenue, y nadie preferiría el «accidente terminado» al meramente posible. El error contenido en la ilación de pensamiento podrá descubrirse más fácilmente en un segundo ejemplo, una historia a la que no puedo despojar por completo del dialecto:

En el templo de Cracovia, el gran rabino N. ora con sus discípulos. De pronto lanza un grito y, ante las preguntas de sus preocupados discípulos, dice: «Acaba de fallecer el gran rabino L. en Lemberg». La comunidad organiza el duelo por el difunto. En el trascurso de los días siguientes preguntan a los que llegan de Lemberg cómo murió el rabino, de qué adolecía; pero ellos nada saben, lo han dejado gozando de la mejor salud. Por último resulta como cosa totalmente cierta que el rabí L. no falleció en Lemberg en el momento en que el rabino N. sintió su muerte por vía telepática, puesto que sigue con vida. Un extraño aprovecha la oportunidad para enrostrarle este episodio a uno de los discípulos del rabino de Cracovia: «Fue sin duda un gran baldón para vuestro rabino que haya visto en ese momento morir al rabino L. en Lemberg. El hombre sigue con vida todavía hoy». «No importa -replica el discípulo-, el Kück desde Cracovía hasta Lemberg fue de todos modos algo grandioso».

Aquí se manifiesta sin disfraz la falacia común a los dos últimos ejemplos. El valor de la representación fantaseada es elevado abusivamente respecto de lo objetivo; la posibilidad es casi equiparada a la efectiva realidad. La mirada a la lejanía desde Cracovía a través del territorio que la separa de Lemberg sería una imponente operación telepática si diera por resultado algo verdadero, pero esto no le importa al discípulo. Habría sido posible que el rabino de Lemberg muriera en el preciso instante en que el rabino de Cracovia anunció su muerte, y para el discípulo el acento se desplaza de la condición bajo la cual aquella operación de su maestro sería digna de asombro, al asombro incondicionado por esta operación. «In magnis rebus voluisse sat est»  testimonia un punto de vista parecido. Así como en este ejemplo se prescinde de la realidad en favor de la posibilidad, en el anterior el casamentero insta al pretendiente a considerar la posibilidad de que una mujer quede paralítica por un accidente como algo mucho más sustantivo, frente a lo cual, se pretende, es desdeñable que esté o no paralítica.

A este grupo de las falacias sofistas le sigue otro, interesante, en que la falacia puede denominarse automática. Quizá sólo se deba a un capricho del azar que todos los ejemplos que tengo para citar de este nuevo grupo pertenezcan otra vez a las historias de casamenteros.

«Un casamentero se ha procurado, para su elogiosa presentación de la novia, un ayudante que debe refirmar todo lo que él diga. «Ella ha crecido como un abeto», dice el casamentero. – «Como un abeto», repite el eco. – «Y tiene unos ojos que hay que ver». – » ¡Ah! ¡Y qué ojos tiene!», refirma el eco. – «Y sus formas son incomparables». – «¡Y qué formas!». – “Pero es verdad -admite el casamentero- que tiene una pequeña joroba». – » ¡Pero qué joroba!», vuelve a refirmar el eco». Las otras historias son enteramente análogas, aunque su riqueza de sentido es mayor.

«El novio quedó muy ingratamente sorprendido cuando le presentaron a la novia, y lleva aparte al casamentero para cuchichearle sus críticas. «¿Para qué me ha traído aquí?», le pregunta en tono de reproche. «Ella es fea y vieja, bizquea y tiene malos dientes y chorrea de los ojos. . . «.  – «Puede usted hablar en voz alta -replica el casamentero—, también es sorda»».

«El novio hace junto con el casamentero la primera visita a casa de la novia, y mientras aguardan en la sala la presentación de la familia el casamentero señala una vitrina donde se exponen hermosísimos objetos de plata. «Mire usted ahí; por esas cosas advierte usted cuán rica es esta gente». – «Pero -pregunta el desconfiado joven-, ¿no habrán tomado en préstamo esos hermosos objetos para esta ocasión a fin de producir una impresión de riqueza?». -«¡Qué ocurrencia! -responde el casamentero rechazando la idea-. ¿Quién prestaría algo a esta gente?»».

En los tres casos ocurre lo mismo. Una persona que varias veces sucesivas ha reaccionado en igual forma continúa con esta manera de manifestarse también en la siguiente ocasión, cuando es inadecuada y contraría sus propósitos. Omite adaptarse a los requerimientos de la situación, cediendo al automatismo del hábito. Así, en la primera historia el ayudante olvida que lo han traído para inclinar el ánimo del pretendiente en favor de la novia propuesta, y si hasta entonces cumplió su tarea subrayando con sus repeticiones las excelencias de la novia, ahora subraya también su joroba, que, admitida a regañadientes por el casamentero, él habría debido empequeñecer. El casamentero de la segunda historia queda tan fascinado con la enumeración de los defectos y tachas de la novia que completa de su coleto la lista, aunque ciertamente no sea ese su oficio ni su propósito. Por último, en la tercera historia se deja arrastrar por su celo de convencer al joven sobre la riqueza de la familia hasta el punto de porfiar en esa sola pieza de prueba y aducir algo que no puede menos que contrariar su empeño como un todo. Dondequiera prevalece el automatismo sobre la variación, con arreglo a fines, del pensar y el expresarse.

He aquí algo que se intelige con facilidad, pero por fuerza nos produce confusión: reparar en que estas tres historias pueden ser designadas «cómicas» con el mismo derecho que las llamamos «chistosas». El descubrimiento del automatismo psíquico pertenece a la técnica de lo cómico, lo mismo que todo desenmascaramiento, toda traición que uno se haga a sí mismo. Aquí nos vemos enfrentados de pronto con el problema del vínculo del chiste con la comicidad, que procurábamos eludir. (Cf, la «Introducción») ¿Son estas historias sólo «cómicas» y no también «chistosas»? ¿Trabaja aquí lo cómico con los mismos recursos que el chiste? Y otra vez: ¿en qué consiste el carácter peculiar de lo chistoso?

Debemos atenernos al hecho de que la técnica del grupo de chistes citados en último término no consiste en otra cosa que en argumentar «falacias», pero nos vemos obligados a admitir que su indagación nos ha proporcionado hasta ahora más oscuridad que conocimiento. Sin embargo, no resignamos la expectativa de obtener, mediante una noticia más completa sobre las técnicas del chiste, un resultado que pueda servir de punto de partida para ulteriores intelecciones.

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Los siguientes ejemplos de chistes, con los que continuaremos nuestra investigación, dan menos trabajo. Su técnica, sobre todo, nos recuerda algo ya familiar.

En primer lugar, un chiste de Lichtenberg:

«Enero es el mes en que uno ofrece deseos a sus buenos amigos, y los otros meses, aquellos en que no se cumplen».

Como de estos chistes se puede decir que son más finos que eficaces, y trabajan con recursos menos llamativos, deberemos reforzar acumulativamente la impresión que producen.

«La vida humana se descompone en dos mitades; en la primera uno desea que llegue la segunda, y en la segunda uno desea volver a la primera».

«La experiencia consiste en que uno experimenta lo que no desea experimentar».

(Ambos tomados de Fischer, 1889.)

Es inevitable que estos ejemplos nos recuerden un grupo ya tratado que se singulariza por la «acepción múltiple del mismo material». El último ejemplo, en particular, nos moverá a preguntar por qué no los incluimos a continuación en aquel lugar, en vez de traerlos a cuento aquí en un nuevo contexto. Es que de nuevo la «experiencia» se describe por su propia formulación textual, como antes los celos. Y en verdad yo no tendría gran cosa que objetar a esa rectificación. Pero opino que en los otros dos ejemplos, que por su carácter son sin duda semejantes, hay otro factor más notable y sustantivo que la acepción múltiple de las mismas palabras: falta aquí todo lo que roce el doble sentido. Y además querría destacar que en estos casos se producen unidades nuevas e inesperadas, vínculos recíprocos entre representaciones, y definiciones mutuas o por referencia a un tercer término común. Me gustaría llamar unificación a este proceso; evidentemente, es análogo a la condensación por compresión en las mismas palabras. Así, las dos mitades de la vida humana se describen mediante un vínculo recíproco descubierto entre ellas; en la primera uno desea que llegue la segunda, y en la segunda, volver a la primera. Dicho con mayor exactitud, dos nexos recíprocos muy semejantes se han escogido para la figuración. Y la semejanza de los vínculos corresponde luego a la semejanza de las palabras, lo cual podría hacernos recordar justamente la acepción múltiple del mismo material (desear que llegue – desear volver). En el chiste de Lichtenberg, enero y los meses contrapuestos a él son caracterizados mediante un nexo algo modificado respecto de un tercer término; son los deseos de felicidad, que uno recibe en enero y no se cumplen en los otros meses. Aquí es bien nítida la diferencia respecto de la acepción múltiple del mismo material, que por cierto se aproxima al doble sentido.

Un buen ejemplo de chiste de unificación, que no necesita ser elucidado, es el siguiente:

El poeta francés J. B. Rousseau escribió una oda a la posteridad («A la postérité»); Voltaire halló que el valor de la poesía de manera alguna justificaba que pasase a la posteridad, y dijo a modo de chiste: «Esta poesía no llegará a su destinataria». (Según Fischer [1889, pág. 123].)

Este último ejemplo es apto para indicarnos que es esencialmente la unificación la que está en la base de los chistes llamados «de prontitud». La prontitud consiste, en efecto, en que la defensa responda a la agresión: en «dar vuelta el filo», en «pagar con la misma moneda»; por tanto, en la producción de una unidad inesperada entre ataque y contraataque.

Por ejemplo, el panadero dice al posadero a quien le supura un dedo: « ¿Lo habrás metido sin duda en tu cerveza? ». – «No fue eso, sino que se me incrustó bajo la uña una miga de tus panecillos». (Según Überhorst, 1900, 2.)

Serenissimus hace un viaje por sus posesiones, y entre la multitud repara en un hombre que se parece llamativamente a su propia, alta persona. Lo llama para preguntarle: «¿Sin duda su madre sirvió alguna vez en palacio? ». – «No, Alteza -respondió el hombre-; fue mi padre».

En una de sus cabalgatas de placer, el duque Karl von Württemberg encuentra a un tintorero ocupado en su oficio. «¿Puedes teñir de azul mi caballo blanco?», le espeta el conde, y recibe esta respuesta: «Por cierto que sí, Alteza, ¡siempre que soporte la cocción! ». [ Fischer, 1889, pág. 107.]

En esta notable «retorsión» -que responde a una pregunta disparatada con una condición igualmente imposible -opera además otro factor técnico que habría faltado de haber sido esta la respuesta del tintorero: «No, Alteza; me temo que el caballo blanco no soportaría la cocción».

La unificación dispone además de otro medio, sobremanera interesante: la ilación con la conjunción «y». Ella significa un nexo; no la comprendemos de otro modo. Por ejemplo, cuando Heine refiere en sus Harzreise, acerca de la ciudad de Gotinga: «En general, los moradores de Gotinga se dividen en estudiantes, profesores, fílisteos y ganado», comprendemos esta conjunción precisamente en el sentido que el agregado de Heine subraya todavía (« . . y estos cuatro estamentos no están separados ni muchísimo menos»). O cuando habla de la escuela donde debió soportar «tanto latín, azotes y geografía», esta coordinación, que se vuelve susceptible de interpretación múltiple por la inserción de las zurras entre las dos disciplinas académicas, quiere decirnos que la concepción del estudiante sobre la escuela, definida inequívocamente por las zurras, debe ser extendida también, sin ninguna duda, al latín y la geografía.

En Lipps [1898, pág. 177] hallamos, entre los ejemplos de «enumeración chistosa» («coordinación»), uno que se aproxima mucho al «estudiantes, profesores, filisteos y ganado» de Heine; es el verso: «Con un tenedor y con trabajo / su madre del guiso lo extrajo»; como si el trabajo fuera un instrumento al igual que el tenedor, agrega Lipps a manera de explicitación. Pero recibimos la impresión de que este verso no sería chistoso, sino muy cómico, mientras que la coordinación de Heine es inequívocamente un chiste. Quizá recordemos estos ejemplos más tarde, cuando ya no podamos eludir más el problema de los nexos entre comicidad y chiste.

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En el ejemplo del duque y el tintorero notamos que seguía siendo un chiste por unificación en caso de que el tintorero hubiera respondido: «No, me temo que el caballo blanco no soportaría la cocción». Pero su respuesta fue: «Sí, Alteza, siempre que el caballo blanco soporte la cocción». En la sustitución del «no», que es lo que correspondería, por un «sí» reside un nuevo recurso técnico del chiste, cuyo empleo estudiaremos en otros ejemplos.

Un chiste vecino al recién citado de Fischer es más simple

[1889, págs. 107-8]: Federico el Grande escucha hablar de un predicador de Silesia que posee fama de tener trato con los espíritus; lo hace venir y lo recibe con esta pregunta: «¿Puede usted conjurar espíritus?». La respuesta fue: «Como usted mande, Majestad; pero ellos no vienen». Pues bien; aquí salta a la vista que el recurso del chiste no consistió sino en la sustitución del «no», que era lo único posible, por su contrario. Para llevar a cabo esta sustitución fue preciso anudar al «sí» un «pero», de suerte que «sí» y «pero» tuvieran el mismo sentido que un «no».

Esta figuración por lo contrario, como la llamaremos, sirve al trabajo del chiste en diversos desempeños. En los dos ejemplos que siguen resalta de una manera casi pura. Heine: «Esta mujer se asemeja en muchos puntos a la Venus de Milo: como ella, es extraordinariamente vieja; como ella, carece de dientes, y como ella, en la superficie amarillenta de su cuerpo presenta algunas manchas blancas».

He ahí una figuración de la fealdad por medio de sus puntos de semejanza con lo más hermoso; desde luego que tales acuerdos sólo pueden consistir en unas propiedades expresadas con doble sentido o en cosas secundarias. Esto último se aplica al segundo ejemplo. «El gran espíritu», en Lichtenberg:

«Había reunido en sí las cualidades de los más grandes hombres; llevaba la cabeza torcida corno Alejandro, siempre tenía algo para desatar en su cabellera como César, era capaz de beber café como Leibnitz, y cierta vez que estuvo sentado cómodamente en su poltrona olvidó de comer y beber, como Newton, y fue preciso despertarlo como a este; usaba su peluca como el doctor Johnson, y siempre llevaba desprendido un botón de la pretina, como Cervantes».

Un ejemplo particularmente bueno de figuración por lo contrario, en el que se ha renunciado por completo al empleo de palabras de doble sentido, es el que ha traído J. von Falke (1897, pág. 271) a su regreso de un viaje a Irlanda. El escenario es un retablo de figuras de cera (como podría ser el de Madame Tussaud). Hay un guía que acompaña con sus explicaciones, de figura en figura, a un grupo de jóvenes y ancianos. «This is the Duke of Wellington and his horse» {«Este es el duque de Wellington y su caballo»}, ante lo cual una joven señorita pregunta: «Which is the Duke ol WeIlington and which is his horse?» f«¿Cuál es el duque de Wellington y cuál su caballo?»1. Y la respuesta: «Just as you like, my pretty child; you pay the money and you have the choice» {«Como usted quiera, hermosa niña; usted paga el dinero y es suya la elección»}.

La reducción de este chiste irlandés rezaría: « ¡Qué desvergüenza atreverse a ofrecer al publico estas figuras de cera! No se distinguen caballo y caballero. (Exageración en broma.) ¡Y para ver eso uno paga su buen dinero! ». Ahora bien, esta manifestación indignada se dramatiza, se la funda en un pequeño episodio; en lugar del público en general aparece una sola dama, y la figura ecuestre recibe un nombre individual, que en Irlanda no puede ser otro que el del popular duque de Wellington. La desvergüenza del propietario o guía, que extrae a la gente el dinero del bolsillo y no le da nada a cambio, es figurada por lo contrario, mediante un dicho en que él se precia de escrupuloso hombre de negocios a quien no lo mueve otra cosa que el respeto por los derechos que el público ha adquirido mediante el pago. No obstante, reparamos en que la técnica de este chiste no es del todo simple. Al encontrarse un camino para hacer que el embustero declare solemnemente su escrupulosidad, el chiste es un caso de figuración por lo contrario; pero en tanto lo hace en una ocasión en que se pide de él algo por entero diverso, de suerte que aduce su seriedad comercial cuando se espera que se pronuncie sobre el parecido de las figuras, es un ejemplo de desplazamiento. La técnica del chiste reside en la combinación de esos dos recursos.

Desde este ejemplo, no es muy grande la distancia a un pequeño grupo que podría denominarse «chistes de sobrepuja». En -ellos, el «sí», que sería lo adecuado en la reducción, es sustituido por un «no», que empero según su contenido tiene el mismo valor que un «sí», reforzado además, y lo mismo para el caso inverso. La contradicción remplaza a una corroboración con sobrepuja; así, por ejemplo, el epigrarna de Lessing:

«¡La buena de Galatea! Se dice que ennegrece
/su cabellera;
si cuando la compró, ya negra era».

O la intencionada defensa aparente de la sabiduría académica por Lichtenberg:

«Hay más cosas en el Cielo y la Tierra que las que tu sabiduría académica sueña», había dicho despreciativamente el príncipe Hamlet.  Lichtenberg sabe que esta condena no es ni con mucho decisiva, pues no valora todo lo que puede objetarse a la sabiduría académica. Por eso agrega lo que falta: «Pero también hay en la sabiduría académica muchas cosas que no se encuentran ni en el Cielo ni en la Tierra». Su figuración destaca, por cierto, aquello que resarce a la sabiduría académica del defecto que Hamlet le censura, pero en ese resarcimiento hay implícito un segundo reproche, todavía mayor.

Más trasparentes aún, por estar libres de toda huella de desplazamiento, son dos chistes de judíos, de gran calibre por lo demás.

Dos judíos hablan sobre el bañarse. «Yo tomo un baño por año -dice uno-, lo necesite o no».

Por cierto, esa arrogante declaración de limpieza no hace más que declararlo convicto de suciedad.

Un judío observa restos de comida en la barba de otro. «Puedo decirte lo que has comido ayer». – «Dílo, pues». -«Bueno, lentejas». – «Erraste: ¡anteayer!».

Un precioso chiste de sobrepuja, que puede reconducirse con facilidad a una figuración por lo contrario, es también el siguiente:

El rey, en su magnanimidad, visita la clínica quirúrgica y encuentra al profesor amputando una pierna; acompaña cada etapa de la operación con manifestaciones de su real benevolencia: «¡Bravo, bravo, mi querido profesor!». Terminada la operación, el profesor se vuelve a él y le pregunta, con una profunda reverencia: «¿Manda Su Majestad también la otra pierna?».

Lo que el profesor pudo haber pensado durante la aprobación real, es claro, no puede expresarse tal cual: «Esto no puede menos que causar la impresión de que yo le corto a este pobre diablo su pierna por orden del rey, y sólo para complacer a este. Sin embargo, he tenido de hecho otros motivos para practicar esta operación». Pero entonces se dirige al rey y le dice: «Yo no he tenido otros motivos para realizar una operación que la orden de Su Majestad. La aprobación que me ha dispensado me ha hecho tan dichoso que sólo espero una orden de Su Majestad para amputar también la pierna sana». Consigue hacerse entender enunciando lo contrario de lo que piensa y guarda para sí. Esto contrario es una sobrepuja increíble.

La figuración por lo contrario es, como lo vemos por estos ejemplos, un recurso muy frecuente, y de muy poderoso efecto, de la técnica del chiste. Pero hay algo que no podemos ignorar, y es que esta técnica en modo alguno es propia del chiste. Cuando Marco Antonio, tras haber modificado en el foro, con un largo discurso, la actitud de los oyentes que rodean el cadáver de César, les espeta por última vez las palabras:

«Pues Bruto es un hombre honorable … »,

sabe que ahora el pueblo le gritará, al contrario, el sentido verdadero de sus palabras:

« ¡Son unos traidores esos hombres honorables!».

O cuando Simplicissimus rotula una colección de brutalidades y cinismos inauditos como manifestaciones de «hombres de espíritu», no es sino otra figuración por lo contrario. Ahora bien, se la llama «ironía», ya no chisté. justamente, no caracteriza a la ironía otra técnica que la figuración por lo contrario. Por lo demás, se lee y se escucha hablar de chiste irónico. Ya no cabe duda, entonces, de que la sola técnica no basta para caracterizar al chiste. Tiene que agregarse algo más, que hasta ahora no hemos descubierto. Es verdad, se mantiene como un hecho incontrastable que deshaciendo la técnica se elimina al chiste. Provisionalmente puede resultarnos difícil imaginar unidos los dos puntos fijos que hemos obtenido para el esclarecimiento del chiste.

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Si la figuración por lo contrario se cuenta entre los recursos técnicos del chiste, nace en nosotros la expectativa de quede pueda utilizar también su opuesto, la figuración por lo semejante y emparentado. Y, en efecto, la prosecución de nuestras indagaciones puede enseñarnos que esta es la técnica de un nuevo grupo, muy vasto, de chistes en el pensamiento.  Describiremos la peculiaridad de esta técnica con mucho mayor acierto si en vez de figuración por lo «emparentado» decimos por lo que «se copertenece» o «forma una misma trama». Y aun comenzaremos por este último carácter, ilustrándolo enseguida con un ejemplo.Una anécdota norteamericana refiere:  Dos comerciantes poco escrupulosos consiguieron, mediante una serie de muy aventuradas empresas, hacerse de una gran fortuna, tras lo cual todos sus empeños se dirigieron a ingresar en la buena sociedad. Entre otros recursos, les pareció adecuado procurarse unos retratos del pintor más notable y cotizado de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros era considerado un acontecimiento. Los preciosos retratos se presentaron en el curso de una gran soirée, y los propios dueños de casa condujeron al experto y crítico más influyente hasta la pared del salón donde aquellos estaban colgados uno junto al otro; querían arrancarle un juicio admirativo. El contempló largo rato los cuadros, después sacudió la cabeza como si echara de menos algo, y se limitó a preguntar, señalando el espacio vacío entre los dos: «And where is the Saviour?» {«¿Y dónde está el Salvador?»} (o sea: yo echo de menos ahí la imagen del Salvador).El sentido de este dicho es claro. Se trata, Je nuevo, de la figuración de algo que no puede expresarse directamente. ¿Por qué vía se produce esta «figuración indirecta»? A través de una serie de asociaciones y razonamientos que se intercalan con facilidad, seguimos el camino retrocedente desde la figuración del chiste.La pregunta «¿Dónde está el Salvador, el cuadro del Salvador?» nos permite colegir que el que pronunció el dicho recordó, al tener ante sí los dos cuadros, una visión familiar a él tanto como a nosotros, que empero mostraba, como elemento aquí faltante, la imagen del Salvador en medio de otras dos imágenes. Sólo hay un caso así: Cristo en la cruz entre los dos ladrones. El chiste pone de relieve lo que falta; la semejanza corresponde a las imágenes, que el chiste omite, situadas a derecha e izquierda del Salvador. Y esa semejanza sólo puede consistir en que también los cuadros colgados en el salón son los de unos ladrones. Lo que el crítico quiso decir y no podía era, pues: «Son ustedes un par de pillos»; .más precisamente: «¿Qué me importan a mí sus cuadros? Son ustedes un par de pillos, eso es lo que yo sé». Y en definitiva eso fue lo que dijo a través de algunas asociaciones y razonamientos, por un camino que designamos como el de la alusión.Al punto recordamos que ya hemos tropezado con la ilusión a raíz del doble sentido: cuando de los dos significados que hallan expresión en una misma palabra uno se sitúa en el primer plano como el más frecuente y usual, hasta el punto de que por fuerza ha de ocurrírsenos primero, mientras que el otro está relegado como el más remoto, designaríamos este caso como de doble sentido con alusión. En toda una serie de los ejemplos indagados hasta aquí habíamos notado que su técnica no era simple, y ahora discernimos la alusión como el factor que los complicaba (p. ej., el chiste de reordenamiento de la mujer que se había respaldado un poco y entonces había ganado mucho, o el chiste de contrasentido, a raíz de las congratulaciones por el nuevo hijo, acerca de todo lo que son capaces de conseguir las manos del hombre

Ahora bien, en la anécdota norteamericana estamos frente a la alusión exenta de doble sentido, y hallamos que su carácter es la sustitución por algo que está conectado en la trama de pensamientos. Es fácil colegir que el nexo utilizable puede ser de más de un tipo. Para no perdernos en la multitud de casos, elucidaremos sólo !as variaciones más notables, y estas. en unos pocos ejemplos.

El nexo utilizado para la sustitución puede ser una mera asonancia, de suerte que esta subclase se vuelve análoga al retruécano en el caso del chiste en la palabra. Empero, no se trata de la asonancia entre dos palabras, sino entre frases enteras, entre conexiones características de palabras, etc.

Por ejemplo, Lichtenberg ha acuñado esta sentencia: «Baño nuevo sana bien», que de manera instantánea nos recuerda al proverbio: «Escoba nueva barre bien», con el que tiene en común la segunda y la última palabras, y toda la estructura de la oración.  Y por otra parte, sin duda ha nacido en la cabeza del gracioso (witzig} pensador como una copia del consabido proverbio. La sentencia de Lichtenberg se convierte así en una alusión al proverbio. Por medio de esta alusión se hace referencia a algo que no se nos dice directamente, a saber, que en el efecto de los baños coopera algo más que las aguas termales, cuyas propiedades permanecen idénticas.

De manera parecida puede resolverse técnicamente otra chanza o chiste de Lichtenberg: «Una muchacha de apenas doce modas {Moden} de edad». Esto suena a la determinación temporal «doce lunas {Monden}» (o sea, meses {Monate}), y sin duda en su origen fue un error en la escritura por esta última expresión, admisible en la poesía. Pero tiene su sentido utilizar las cambiantes modas en lugar de los cambios de la luna para determinar la edad de una mujer.

El nexo puede consistir en la igualdad salvo una sola modificación leve. Por tanto, esta técnica vuelve a ser paralela a una técnica en la palabra. Las dos clases de chistes provocan casi la misma impresión; empero, cabe separarlas mejor entre sí según los procesos que operan en el trabajo del chiste.

Como ejemplo de un chiste en la palabra o retruécano de esta clase: La gran cantante, pero célebre por la amplitud no sólo de su voz, Marie Wilt, recibe la afrenta de que para aludir a su mala figura se utilice el título de una pieza de teatro extraída de la famosa novela de Julio Verne: «La vuelta al Wilt {por Welt = mundo} en 80 días».

O «Cada braza, una reina», modificación de la consabida sentencia de Shakespeare, «Cada pulgada, un rey»; alude a esta cita y al mismo tiempo se refiere a una dama noble y en extremo obesa. En realidad, no habría muchos argumentos serios que oponer si alguien prefiriera clasificar este chiste entre las condensaciones con modificaciones como formación sustitutiva. (Véase «tête-à-bête».

Acerca de una persona de elevadas miras, pero terca en la persecución de sus metas, dijo un amigo: «Tiene un ideal metido en la cabeza» {«Er hat ein Ideal vor dem Kopf»}. «Ein Brett vor dem Kopf haben» {«Tener una tabla metida en la cabeza»} es el giro usual al que alude esta modificación y cuyo sentido reclama para sí. También aquí puede describirse la técnica como una condensación con modificación.

La alusión por modificación y la condensación con formación sustitutiva se vuelven casi indistinguibles cuando la modificación se limita al cambio de letras, por ejemplo:

Dichteritis {«poetitis»}. La alusión a la maligna epidemia de Diphtheritis {difteria} califica también de peligro público a los ineptos para poetizar.

Las partículas de negación posibilitan muy hermosas alusiones con costos mínimos en cuanto a variantes:

«Mi compañero de descreencia, Spinoza», dice Heine. «Nosotros, jornaleros, siervos de la gleba, negros, villanos, por la desgracia de Dios», empieza en Lichtenberg un manifiesto, no continuado, de estos desdichados, que en todo caso tienen más derecho a aquel título que reyes y príncipes al inmodificado.

Por último, también la omisión es una forma de la alusión; se la puede comparar a la condensación sin formación sustitutiva. En verdad, en toda alusión hay algo omitido, a saber, el camino de pensamiento que desemboca en la alusión. Depende sólo de qué resulte más llamativo en el texto de la alusión, si la laguna o el sustituto que en parte la llena. Así, a través de una serie de ejemplos regresaremos de la omisión cruda a la alusión propiamente dicha.

Una omisión sin sustitución se encuentra en el siguiente ejemplo:  En Viena vive un escritor agudo y pendenciero que por la mordacidad de sus invectivas se atrajo repetidas veces maltratos corporales de parte de los atacados. Cierta vez que corrían lenguas sobre un nuevo desaguisado de uno de sus habituales enemigos, un tercero dijo: «Si X llega a enterarse, recibirá otra bofetada».  En la técnica de este chiste participa en primer lugar el desconcierto – frente al aparente contrasentido, pues recibir una bofetada no nos parece en modo alguno la consecuencia inmediata de enterarse de algo; no se nos ilumina el sentido. El contrasentido se disipa si uno intercala en la laguna: « … escribirá un artículo tan mordaz contra la persona en cuestión que, etc.». Alusión por omisión y contrasentido son, entonces, los recursos técnicos de este chiste.

Heine: «Se alaba tanto que los sahumerios suben de precio». Esta laguna es fácil de llenar. Lo omitido está aquí remplazado por una consecuencia que sólo remite a él por vía de alusión. El autoelogio huele mal.

Y henos aquí de nuevo con los dos judíos que se encuentran ante la casa de baños: «Ha pasado ya otro año», suspira uno de ellos.

Estos ejemplos no dejan subsistir ninguna duda de que la omisión forma parte de la alusión.

Una laguna todavía más llamativa presenta el siguiente ejemplo, que es empero un genuino y verdadero chiste por alusión. Tras un festival artístico realizado en Viena, se editó un libro burlesco donde se anotaba, entre otros, el siguiente apotegma, en extremo curioso:

«Una esposa es como un paraguas. Uno acaba siempre por tomar un coche de alquiler». Un paraguas no protege suficientemente de la lluvia. El «Uno acaba siempre por… » sólo puede significar: cuando llueve en forma; y un coche de alquiler es un vehículo público. Pero como aquí estamos frente a la forma del símil, pospondremos para más adelante la indagación en profundidad de este chiste.

Un verdadero avispero de las más picantes alusiones contienen los «Bäder von Lucca», de Heine, que hacen la más artística aplicación de esta forma de chiste a fines polémicos (contra el conde de Platen).-  Mucho antes de que el lector pueda vislumbrar ese empleo, cierto tema, particularmente inapropiado para una figuración directa, es preludiado por alusiones tomadas del más variado material, por ejemplo en las contorsiones verbales de Hirsch-Hyacinth: «Usted es demasiado corpulento y yo demasiado flaco; usted tiene mucha imaginación y yo tanto mayor sentido para los negocios; yo soy un práctico y usted es un diarrético; en suma: usted es mi completo antipodex». – «Venus Urinia» – «la gruesa Gudel von Dreckwall en Hamburgo», y cosas por el estilo;  luego los episodios que el autor refiere cobran un giro que al comienzo sólo parece testimoniar su maleducado atrevimiento, pero pronto revela su referencia simbólica al propósito polémico y, con ello, se da a conocer como una alusión. Por fin estalla el ataque a Platen, y entonces, de cada una de las frases que Heine dirige contra el talento y el carácter de su enemigo brotan y borbotean las alusiones a la pederastia del conde. Por ejemplo:

«Aunque las musas no le son, por cierto, propicias, él en su violencia retiene empero al genio de la lengua, o más bien sabe hacerle violencia; puesto que le falta el libre amor de este genio, tiene que empecinarse en correr detrás de este joven también, y sabe asir sólo las formas exteriores, que a pesar de su linda redondez nunca se expresan noblemente».

«Le ocurre, además, como al avestruz, que se cree oculto todo el tiempo que esconde su cabeza en la arena, dejando sólo el trasero visible. Nuestro ilustre pájaro habría hecho mejor escondiendo en la arena el trasero y mostrándonos la cabeza».

La alusión es quizás el medio del chiste más usual y fácil de manejar, y está en la base de la mayoría de las efímeras producciones chistosas que salpicamos en nuestra conversación y no toleran ser trasplantadas de este suelo en que nacieron y perdurar autónomamente. Ahora bien, es a raíz de ella como volvemos a recordar la circunstancia que ha empezado a despistarnos en la apreciación de la técnica del chiste. En efecto, tampoco la alusión es en sí chistosa; existen alusiones correctamente formadas que no pueden reclamar ese carácter. Chistosa es sólo la alusión «chistosa», de suerte que vuelve a escapársenos la caracterización del chiste, que hemos perseguido en su técnica.

En ocasiones he designado la alusión como figuración indirecta, y ahora llamaré la atención sobre el hecho de que las diversas variedades de la alusión, junto con la figuración por lo contrario y otras técnicas que todavía hemos de mencionar, muy bien pueden reunirse en un único gran grupo, para el cual figuración indirecta sería el nombre más comprensivo. Entonces, falacia-unificación-figuración indirecta se llaman los puntos de vista bajo los cuales pueden situarse las técnicas del chiste en el pensamiento con que nos hemos familiarizado.

Prosiguiendo en la indagación de nuestro material creemos discernir ahora una nueva subclase de la figuración indirecta, que admite ser caracterizada con precisas lindes, pero sólo unos pocos ejemplos la documentan. Es la figuración por algo pequeño o ínfimo que resuelve la tarea de expresar un carácter íntegro mediante un detalle ínfimo. Este grupo se nos alinea con la alusión si reflexionamos en que justamente esa nimiedad se entrama con lo que ha de figurarse, puede derivarse de esto como una consecuencia. Por ejemplo:

Un judío de Galitzia viaja en tren y se ha puesto bien cómodo, desabrochada la chaqueta, los pies sobre el asiento. Entonces sube un señor vestido a la moderna. Y al punto el judío se compone, adopta una postura recatada. El extraño hojea un libro, echa cuentas, medita y de pronto dirige al judío esta pregunta: «Dígame usted, por favor, ¿cuándo cae Yom Kippur (el Día del Perdón)?». «¡Ah, ya, ya!», dice el judío, y vuelve a poner los pies sobre el asiento antes de responder.

No se puede negar que este modo de figuración por algo pequeño se anuda con la tendencia al ahorro que, tras nuestra explotación de la técnica del chiste, nos quedó como el rasgo común último.

He aquí otro ejemplo en un todo semejante:

El médico a quien se le ha demandado asistir en el parto a la señora baronesa declara que el momento aún no es llegado, y propone al barón jugar entretanto una partida de naipes en la habitación vecina. Pasado un rato, la exclamación de dolor de la señora baronesa llega a oídos de ambos hombres: «Ah, mon Dieu, que je souffre!». El marido se incorpora de un salto, pero el médico hace un ademán de restarle importancia: «No es nada, sigamos jugando». Un rato después vuelve a escucharse a la parturienta: «¡Dios mío, Dios mío, qué dolores!». «¿Quiere usted pasar, profesor?», pregunta el barón. «No, no; todavía no es el momento». – Por último, se escucha desde la habitación contigua un inequívoco «¡Ay-ay-ay ay!»; entonces el médico arroja los naipes y dice: «Es el momento».

Cómo el dolor hace que la naturaleza originaría irrumpa a través de todos los estratos de la educación, y cómo una decisión importante se toma, acertadamente, sobre la base de una manifestación en apariencia insignificante, he ahí dos cosas que este buen chiste muestra con el ejemplo de la progresiva alteración de la queja de la distinguida señora en trance de dar a luz.

[12]

En cuanto a otra variedad de la figuración indirecta utilizada por el chiste, el símil, nos la hemos reservado tanto tiempo porque en su apreciación se tropieza con dificultades nuevas, o se disciernen con particular nitidez dificultades planteadas a raíz de otros problemas. Confesamos ya que en muchos de los ejemplos sometidos a estudio no podemos aventar la duda sobre si se los debe considerar o no chistes, y admitimos que esta incertidumbre cuestiona las bases de nuestra indagación. Ahora bien, ningún otro material me hace sentir esa incertidumbre con mayor intensidad y frecuencia que los chistes de símiles. La sensación que suele decirme -y no sólo a mí, sino probablemente a muchos otros en las mismas condiciones-: «Ese es un chiste, es lícito calificarlo de chiste», y ello aun antes que se descubra el oculto carácter esencial del chiste; esa sensación, pues, me deja en la estacada las más de las veces en el caso de las comparaciones graciosas. Cuando de entrada declaro sin reservas que una de ellas es un chiste, un momento después creo notar que el contento que me depara es de cualidad diversa de la que suele procurarme el chiste, y la circunstancia de que. la comparación graciosa rara vez sea capaz de producir la risa explosiva por la que se acredita un chiste bueno me vuelve imposible sustraerme de la duda como de costumbre, o sea, limitándome a los mejores y más eficaces ejemplos del género.

Es fácil demostrar que existen ejemplos eficaces y notablemente bellos de símiles que en modo alguno nos impresionan como chistes. Uno de ellos es la fina comparación entre la ternura que recorre el diario íntimo de Otilia y el hilo rojo de la marina inglesa; y no puedo abstenerme de citar en igual sentido otro que no me canso de admirar y me ha producido imborrable impresión. Es el símil con que Ferdinand Lassalle cerró uno de los famosos discursos que pronunció en su propia defensa («La ciencia y los obreros»): «Un hombre que, como se los he declarado, consagró su vida a la consigna «La ciencia y los obreros»; un hombre así, digo, si hubiere de tropezar en su camino con una condena judicial, no recibiría de ella otra impresión que la que liaría al químico, abismado en sus experimentos científicos, la explosión de una retorta. La resistencia de la materia le haría apenas arrugar el ceño y, eliminada la perturbación, proseguiría calmosamente sus investigaciones y trabajos».

Una rica cosecha de símiles certeros y graciosos se encuentra en los escritos de Lichtenberg (en el segundo volumen de la edición de Gotinga de 1853); y de ahí tomaré el material para nuestra indagación.

«No se puede llevar la antorcha de la verdad a través de la multitud sin chamuscar alguna barba».

Sin duda que esto parece chistoso, pero si uno lo considera con mayor detenimiento nota que el efecto chistoso no proviene de la comparación misma, sino de una propiedad accesoria suya. La «antorcha de la verdad» no es por cierto una comparación novedosa, sino harto usual, y aun se la ha reducido a frase estereotipada, como les ocurre siempre a las comparaciones felices y aceptadas por el uso lingüístico. Pero mientras que en ese giro nosotros apenas si reparamos ya en la comparación, Lichtenberg le devuelve toda su plenitud originaria al seguir hilando sobre ella y extraerle una consecuencia. Ahora bien, ese modo de tomar en sentido pleno giros descoloridos nos resulta ya familiar como técnica del chiste, y halla un sitio dentro de la acepción múltiple del mismo material. Muy bien podría ocurrir que la impresión chistosa de la oración de Lichtenberg sólo se debiera a su apuntalamiento en esta técnica del chiste.

Igual apreciación merecerá sin duda otra comparación graciosa del mismo autor:

«El hombre no era precisamente una gran luz, pero sí un gran candelero … Era profesor de filosofía».

Llamar a un erudito «una gran luz», un lumen mundo, hace tiempo que ha dejado de ser una comparación eficaz, haya producido o no en su origen el efecto de chiste. Pero se la refresca, se le devuelve su plenitud, derivando de ella una modificación y obteniendo de esa suerte una segunda comparación, nueva. Es el modo en que ha nacido la segunda comparación el que parece contener la condición del chiste, no las comparaciones tomadas por sí mismas. Sería un caso de la misma técnica de chiste que en el ejemplo de la antorcha.

Por otra razón, pero que ha de apreciarse en parecidos términos, la siguiente comparación parece chistosa:

«Veo las reseñas como una especie de enfermedad infantil que aqueja en mayor o menor medida a los libros recién nacidos. Se conocen ejemplos en que los más sanos mueren a causa de ellas, y los más endebles a menudo las pasan. Muchos, nunca las sufren. Suele intentarse prevenirlas mediante amuletos de prefacios y dedicatorias, o aun inocularlas con los propios pareceres; pero no siempre vale esto de socorro».

La comparación de las reseñas con las enfermedades infantiles tiene en principio por único fundamento que ellas aquejan poco después de ver la luz del mundo. Si hasta aquí es chistosa, no me atrevo a decidirlo. Pero luego prosigue, y vemos cómo los ulteriores destinos de los nuevos libros pueden figurarse en el marco de ese mismo símil, o por símiles apuntalados en él. Ese modo de prolongar la comparación es indudablemente chistoso, pero ya sabemos merced a qué técnica lo parece; es un caso de unificación, de producción de un nexo insospechado. El carácter de la unificación no varía, empero, por el hecho de que aquí consista en seguir la línea de un símil.

En una serie de otras comparaciones se está tentado de situar la impresión chistosa, que sin lugar a dudas está presente, en otro factor que, de nuevo, en sí nada tiene que ver con la naturaleza del símil. Se trata de comparaciones que contienen una combinación llamativa, a menudo una reunión que suena absurda, o se sustituyen por una tal como resultado de la comparación. La mayoría de los ejemplos de Lichtenberg pertenecen a este grupo.

«Es lástima que uno a los escritores no pueda verles las doctas entrañas para averiguar lo que han comido». «Doctas entrañas» es un caso de atribución desconcertante, en verdad absurda, que sólo por la comparación se esclarece. ¿Qué tal si la impresión chistosa de esta comparación se remontara íntegramente al carácter desconcertante de esa combinación? Correspondería a uno de los recursos del chiste que ya conocemos bien: la figuración por contrasentido.

Lichtenberg ha usado en otro chiste esta misma comparación entre alimentarse de un material docto y literario, y la nutrición física:

«Tenía en muy alta estima el hacerse docto de gabinete, y por eso era en un todo partidario del docto pienso ».

Igual atribución absurda, o al menos llamativa, que, según empezamos a notarlo, es la genuina portadora del chiste, muestran otros símiles del mismo autor:

«Ese es el lado de barlovento de mi constitución moral; ahí puedo mantenerme al pairo».

«Todo hombre tiene también su trasero moral, que no muestra si no está apremiado y cubre todo el tiempo que puede con los calzones del buen decoro».

El «trasero moral» es la atribución llamativa que subsiste como el resultado de una comparación. Pero luego la comparación prosigue con un juego de palabras en toda la regla («apremio») y una segunda combinación, todavía más insólita («los calzones del buen decoro»), que acaso sea chistosa en sí misma, pues así lo parecen los calzones mismos, por el hecho de serlo del buen decoro. Y no puede movernos a asombro que luego el todo nos produzca la impresión de una comparación muy chistosa; empezamos a caer en la cuenta de nuestra universal tendencia a extender al todo un carácter que adhiere sólo a una parte de él. Por lo demás, los «calzones del buen decoro» nos traen a la memoria un parecido verso desconcertante de Heine:

«Hasta que al fin se me acabaron los botones
en los calzones de la paciencia».

Es inequívoco que estas dos últimas comparaciones muestran un carácter que no se reencuentra en todos los buenos símiles, es decir, los certeros. Son en alto grado «rebajadoras», podría decirse; reúnen una cosa de elevada categoría, algo abstracto (aquí: el buen decoro, la paciencia), con otra de naturaleza muy concreta y aun de inferior condición (los calzones). En otro contexto habremos de entrar a considerar si esta peculiaridad tiene algo que ver con el chiste. Ensayemos analizar otro ejemplo en que ese carácter rebajador resulta sumamente nítido. El mayordomo Weinberl, en la farsa de Nestroy Einen Jux will er sich machen {Quiere gastar una broma}, que pinta en su imaginación cómo recordará su juventud algún día cuando sea un sólido y venerable comerciante, dice: «Cuando así, en íntimo coloquio, se rompa el hielo frente al almacén del recuerdo, cuando la puerta del sótano de la prehistoria vuelva a abrirse y la despensa de la fantasía se llene toda ella con mercaderías de entonces . . . ».  Son, por cierto, comparaciones de cosas abstractas con otras harto ordinarias y concretas, pero el chiste depende -exclusivamente o sólo en parte- de la circunstancia de que un mayordomo se sirva de estas comparaciones tomadas del ámbito de su actividad cotidiana. Ahora bien, vincular lo abstracto con esas cosas ordinarias que llenan su vida es un acto de unificación.

Volvamos a las comparaciones de Lichtenberg.

«Los móviles por los que uno hace algo podrían ordenarse como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres formarse de manera semejante; por ejemplo, «pan-panfama» o «fama-famapan»».

Como es tan frecuente en los chistes de Lichtenberg, también aquí la impresión de lo certero, ingenioso, agudo, prevalece a punto tal que despista nuestro juicio sobre el carácter de lo chistoso. Si el brillante sentido de una sentencia de esta clase va mezclado con algo de chiste, es probable que nos veamos inducidos a declarar que en su conjunto es un excelente chiste. Por mi parte, aventuraría la tesis de que todo cuanto hay aquí de efectivamente chistoso procede del asombro por la rara combinación «pan-panfama». Por tanto, como chiste sería una figuración por contrasentido.

La combinación rara o atribución absurda puede presentarse por sí sola como resultado de una comparación:

Lichtenberg: «Una mujer de dos plazas. – Un banco de iglesia de una plaza».  Tras ambas frases se esconde la comparación con una cama, y en ambas, además del desconcierto, coopera el factor técnico de la alusión, en un caso al efecto soporífero {einschläfernd} de los sermones, y en el otro al inagotable tema de las relaciones sexuales.

Si hasta aquí hemos hallado que toda vez que una comparación se nos antojaba chistosa debía esa impresión a la mezcla con una de las técnicas de chiste que ya conocemos, algunos otros ejemplos parecen probar en definitiva que una comparación puede ser también en sí y por sí chistosa.

Liclitenberg caracteriza a ciertas odas:

«Son en la poesía lo que las inmortales obras de Jalcob Bólime -en la prosa: una especie de picnic donde el autor pone las palabras y el lector el sentido».

«Cuando filosofa suele arrojar una grata claridad lunar sobre las cosas; es en general placentera, pero no muestra ninguna con nitidez».

O Heine: «Su rostro se asemeja a un palimpsesto donde tras la negra escritura de un monje que copió el texto de un Padre de la Iglesia acechan los versos medio borrados de un poeta amatorio de la antigua Grecia». [Harzreise.]

O, en «Die Bäder von Lucca» [Reisebilder III], una analogía proseguida con fuerte tendencia rebajadora:

«El sacerdote católico actúa más bien como un administrador empleado en un gran comercio; la Iglesia, la gran casa cuyo jefe es el papa, le asigna una ocupación determinada a cambio de cierto salario; él trabaja con poco celo, como todo aquel que no lo hace por cuenta propia y tiene muchos colegas, entre los cuales, dentro de una gran empresa, puede fácilmente pasar inadvertido. Sólo toma a pecho el crédito de la casa, y más todavía su supervivencia, pues una bancarrota lo privaría de su medio de vida. En cambio, el párroco protestante es él mismo en todas partes el patrón y lleva adelante el negocio de la religión por cuenta propia. Y no atiende un gran comercio, como su colega católico, sino uno pequeño; como debe promoverlo solo, no puede permitirse trabajar con poco celo; tiene que encarecer a la gente sus artículos de fe y desprestigiar los artículos de sus competidores, y, como genuino pequeño comerciante, permanece en su tiendita lleno de envidia profesional hacia todas las grandes casas, y muy en particular hacia la gran casa de Roma, que mantiene a sueldo a miles y miles de tenedores de libros y mozos de expedición y posee factorías en las cuatro partes del mundo».

En vista de estos ejemplos, así como de muchos otros, ya no cabe poner en entredicho que una comparación puede ser en sí chistosa, sin que esa impresión deba ser referida a su complicación con alguna de las técnicas del chiste ya familiares. Empero, se nos escapa por completo lo que presidiría el carácter chistoso del símil, puesto que él sin duda no adhiere al símil como forma de expresión del pensamiento ni a la operación de comparar. No podemos hacer otra cosa que incluir al símil entre las variedades de la «figuración indirecta» utilizada por la técnica del chiste, y nos vemos precisados a dejar irresuelto el problema que en el caso del símil nos ha salido al paso con nitidez mucho mayor que en los recursos del chiste ya tratados. Debe de existir una particular razón para que en el símil hallemos más dificultades que en otras formas de expresión en cuanto a decidir si algo es o no un chiste.

Ahora bien, esa laguna que nos queda sin entender no es motivo para que se nos acuse de haber malgastado infructuosamente el tiempo en esta primera indagación. Dada la íntima trabazón que debemos estar preparados para atribuir a las diversas propiedades del chiste, habría sido impropio esperar que pudiéramos esclarecer por completo un aspecto del problema antes de echar un vistazo a los otros. Ahora, justamente, pasaremos a abordarlo desde otro costado.

¿Tenemos la certeza de que a nuestra indagación no se le ha escapado ninguna técnica posible del chiste? No, por cierto; pero si continuamos el examen de material nuevo podemos convencernos de que hemos tomado conocimiento de los recursos técnicos más frecuentes e importantes del trabajo del chiste, al menos hasta donde es necesario para formarse un juicio sobre la naturaleza de este proceso psíquico. Por ahora ese juicio está en suspenso; en cambio, poseemos unos importantes indicios que hemos obtenido acerca de la dirección en que cabe esperar un ulterior esclarecimiento del problema. Los interesantes procesos de la condensación con formación sustitutiva, que hemos discernido como el núcleo de la técnica para el chiste en la palabra, nos remiten a la formación del sueño, en cuyo mecanismo se han descubierto estos mismos procesos psíquicos. Pero ahí mismo nos remiten también las técnicas del chiste en el pensamiento: el desplazamiento, la falacia, el contrasentido, la figuración indirecta, la figuración por lo contrario, que en su conjunto y por separado reaparecen en la técnica del trabajo de! sueño. Al desplazamiento debe el sueño su apariencia extraña, que nos estorba el discernirlo como prosecución de nuestros pensamientos de vigilia; el empleo del contrasentido y la absurdidad en el sueño lo ha privado de la dignidad de producto psíquico, induciendo en los autores el erróneo supuesto de que las condiciones de la formación del sueño son la desintegración de las actividades mentales, la suspensión de la crítica, la moral y la lógica. La figuración por lo contrario es tan usual en el sueño que aun los libros populares sobre interpretación de sueños, totalmente erróneos, suelen tenerla en cuenta; la figuración indirecta, la sustitución del pensamiento del sueño por una alusión, por algo pequeño, por un simbolismo análogo al símil, he ahí lo que distingue al modo de expresión del sueño del de nuestro pensar despierto.-  Una concordancia tan vasta como la que se advierte entre los recursos del trabajo del chiste y los del trabajo del sueño en modo alguno puede ser casual. Demostrarla en sus detalles y pesquisar su fundamento serán nuestras ulteriores tareas.

* Las tendencias del chiste.

[1]

Cuando al final del capítulo anterior registré la comparación de Heine del sacerdote católico con un empleado de una gran casa comercial, y del protestante con un pequeño comerciante autónomo, sentí una inhibición que quería moverme a no utilizar este símil. Me dije que entre mis lectores probablemente habría algunos para quienes no sólo la religión, sino su gobierno y su personal, son venerables; y aquella comparación no haría más que indignarlos, cayendo así en un estado afectivo que les arrebataría todo interés por el distingo en cuestión, a saber, si el símil parece chistoso en sí o sólo a consecuencia de algún otro añadido. En cuanto a otros símiles -P. ej., el vecino a este, el de la placentera claridad lunar que cierta filosofía arroja sobre las cosas-, no hay cuidado de que tengan esa consecuencia, perturbadora para nuestra indagación, sobre una parte de los lectores. Aun el más piadoso de los hombres conservaría de todos modos su aptitud para formarse un juicio acerca de nuestro problema.

Es fácil colegir aquel carácter del chiste con el cual se relaciona la diversidad de reacción del oyente frente a él. Unas veces el chiste es fin en sí mismo y no sirve a un propósito particular, y otras veces se pone al servicio de un propósito de esa clase; se vuelve tendencioso. Sólo el chiste que tiene tendencia corre el peligro de tropezar con personas que no quieran escucharlo.

El chiste no tendencioso ha sido designado por T. Vischer como chiste «abstracto»; prefiero llamarlo «inocente».

Puesto que antes hemos diferenciado los chistes, según el material que su técnica aborda, en chistes en la palabra y chistes en el pensamiento, es forzoso que indaguemos el nexo de esa clasificación con la que acabamos de presentar. Ahora bien, chistes en la palabra y en el pensamiento, por un lado, y abstractos y tendenciosos, por el otro, no mantienen relación alguna de recíproco influjo; son dos clasificaciones, por entero independientes una de la otra, de las producciones chistosas. Quizás alguien haya podido recibir la impresión de que los chistes inocentes lo serían sobre todo en la palabra, mientras que la técnica, más complicada, del chiste en el pensamiento se utilizaría las más de las veces al servicio de fuertes tendencias. Sin embargo, existen chistes inocentes que trabajan con el juego de palabras y la homofonía, y otros igualmente inocentes que se valen de todos los recursos del chiste en el pensamiento. También es fácil mostrar que el chiste tendencioso puede ser, según su técnica, un mero chiste en la palabra. Por ejemplo, los que «juegan» con nombres propios, cuya tendencia es a menudo ultrajar y lastimar, pertenecen a los chistes en la palabra, como lo indica su designación misma. Empero, los más inocentes entre los chistes vuelven a ser chistes en la palabra, como las rimas gemelas, tan en boga últimamente, cuya técnica consiste en la acepción múltiple del mismo material con una peculiarísima modificación:

«Und weil er Geld in Menge hatte,
lag stets er in der Hängematte».

{«Como ganaba mucho dinero,
bien lo pasaba el ducho minero».}

Nadie pondrá en duda, espero, que el contento producido por estas rimas, que no tienen otras pretensiones, es el mismo que discernimos en el chiste.

Buenos ejemplos de chistes en el pensamiento, abstractos o inocentes, se encuentran en abundancia entre las comparaciones de Lichtenberg, de las que ya conocemos algunas. He aquí otras:

«Habían enviado a Gotinga un tomito en octavo y recibieron de vuelta en cuerpo y alma a un alumno en cuarto».

«Para realizar este edificio convenientemente es preciso sobre todas las cosas ponerle buenos cimientos, y no conozco más sólidos que aquellos que por cada echada en pro llevan una en contra».

«Uno engendra el pensamiento, otro lo apadrina, un tercero concibe hijos con él, el cuarto lo visita en el lecho de muerte y el quinto lo entierra». (Símil con unificación.)

«Tanto no creía en fantasmas que ni siquiera les tenía miedo». El chiste reside exclusivamente, en este caso, en la figuración por contrasentido que consiste en poner en la frase de comparativo lo que suele estimarse en menos, y en la positiva lo que se juzga más importante. Sí la despojáramos de esta vestidura chistosa, diría: «Es mucho más fácil librarse con el entendimiento del miedo a los fantasmas que defenderse de él sí la ocasión llega». Esto último ya no tiene nada de chistoso, sino que es un conocimiento psicológico no suficientemente apreciado todavía, el mismo que Lessing expresó en las famosas palabras:

«No son libres todos los que se burlan de sus cadenas».

Puedo aprovechar la oportunidad que aquí se ofrece para aventar un malentendido siempre posible. Chiste «inocente» o «abstracto» en modo alguno significa lo mismo que chiste «sin sustancia», sino que designa ni más ni menos lo opuesto de los chistes «tendenciosos» que luego consideraremos. Como lo muestra nuestro último ejemplo, un chiste inocente (o sea, desprovisto de tendencia) puede también tener mucha sustancia, enunciar algo valioso. Ahora bien, la sustancia de un chiste es por entero independiente de él; no es sino la del pensamiento que aquí se expresa de manera chistosa mediante un particular arreglo. Así como los relojeros suelen dotar de una preciosa caja a una máquina singularmente buena, también en nuestro caso puede ocurrir que las mejores operaciones de chiste se utilicen para revestir justamente los pensamientos con más sustancia.

Pero si nos atenemos con firmeza al distingo entre sustancia de pensamiento y vestidura chistosa, llegamos a tina intelección capaz de esclarecernos muchas incertidumbres en nuestro juicio sobre los chistes. En efecto, resulta -lo cual es sin duda sorprendente- que es la impresión sumada de sustancia y operación del chiste la que nos produce agrado en este, y que fácilmente nos dejarnos engañar por uno de esos factores sobre la dimensión del otro. Sólo la reducción del chiste nos esclarece ese juicio engañoso.

Por lo demás, esto mismo es válido para el chiste en la palabra. Cuando nos dicen que «la experiencia consiste en que uno experimenta lo que no desea experimentar», quedamos desconcertados, creemos haber escuchado una verdad nueva y pasa un rato antes que discernamos en ese disfraz el lugar común: «De los escarmentados nacen los avisados» (Fischer [ 1889, pág. 591 ). La certera operación de chiste que consiste en definir la «experiencia» casi exclusivamente por el empleo de la palabra «experimentar» nos engaña de tal suerte que sobrestimamos la sustancia de la oración. Lo mismo nos sucede en el chiste por unificación, de Lichtenberg, sobre «enero» (pág. 63), que no nos dice más que lo que harto sabemos: los deseos de Año Nuevo se cumplen tan rara vez como otros deseos; y así en muchos casos semejantes.

Lo contrario experimentamos con otros chistes en que nos cautiva evidentemente lo acertado y correcto del pensamiento, de suerte que rotulamos a la oración como un chiste brillante cuando en verdad sólo el pensamiento lo es, en tanto que la operación del chiste suele ser endeble. justamente en los chistes de Lichtenberg el núcleo de pensamiento suele ser mucho más valioso que la vestidura del chiste, a la que extendemos luego de manera injustificada la estima que merece aquel. Por ejemplo, la observación sobre la «antorcha de la verdad» es una comparación apenas chistosa, pero tan acertada que tendemos a destacar la oración misma como particularmente chistosa.

Los chistes de Lichtenberg descuellan sobre todo por su contenido de pensamiento y su acierto. Goethe ha dicho acerca de este autor, y con razón, que sus ocurrencias chistosas y chanzas esconden verdaderos problemas; mejor: rozan la solución de problemas. Por ejemplo, cuando anota, como una ocurrencia chistosa: «Siempre leía «Agamemnon» {«Agamenón»} en vez de «angenommen» {«supuesto»} tanto había leído a Homero» (lo cual técnicamente se compone de tontería + homofonía de la palabra), ha descubierto nada menos que el secreto del desliz en la lectura.  Un caso semejante es el del chiste cuya técnica nos pareció bastante insatisfactoria: «Le asombraba que los gatos tuvieran abiertos dos agujeros en la piel justo donde están sus ojos». La tontería que aquí se exhibe es sólo aparente; en realidad, tras esa observación simplota se esconde el gran problema de la teleología en la organización animal; hasta que la historia evolutiva no esclarezca la coincidencia, no es cosa tan obvia que la fisura del párpado se abra en el lugar preciso para dejar expedita la córnea.

Retengamos esto en la memoria: de una oración chistosa recibimos una impresión global en la que no somos capaces de separar lo que han aportado el contenido de pensamiento y el trabajo del chiste; quizás hallemos luego un paralelismo a esto, más significativo aún.

[2]

Para nuestro esclarecimiento teórico sobre la esencia del chiste, por fuerza han de resultarnos de mayor socorro los chistes inocentes que los tendenciosos, y los insustanciales que los profundos. Es que los juegos de palabras inocentes e insustanciales nos plantearán el problema del chiste en su forma más pura, pues en ellos escapamos al peligro de que nos confunda su tendencia o de que engañe nuestro juicio su hondo sentido. Con un material de esta índole, puede que nuestro discernimiento haga un nuevo progreso.

Escojo un ejemplo de chiste en la palabra, lo más inocente posible:

Una muchacha que recibe el anuncio de una visita mientras hace su toilette exclama: « ¡Ah! Lástima grande que una no pueda dejarse ver justo cuando está más anziehend {«cuando está más poniéndose la ropa»; también, «cuando está más atractiva»}» (Kleinpaul, 1890).

Pero como me asaltan dudas sobre si tengo derecho a declarar no tendencioso este chiste, lo sustituyo por otro, bien simplote, y al que se puede considerar exento de esa objeción:

En una casa adonde me habían invitado a comer se sirvió al término de la comida el plato llamado «roulard», cuya preparación supone alguna destreza en la cocinera. «¿Hecho en casa?», pregunta uno de los convidados, y el anfitrión responde: «Sí, efectivamente, un home-roulard» (Home Rule).

Esta vez no le indagaremos la técnica al chiste, sino que atenderemos a otro factor, que es por cierto el más importante. Escuchar este improvisado chiste deparó contento a los presentes -yo mismo me acuerdo muy bien-, y nos hizo reír. En estos casos, como en muchísimos otros, la sensación de placer que experimenta el oyente no puede provenir de la tendencia ni del contenido de pensamiento del chiste; no nos queda otra posibilidad que relacionarla con la técnica de este. Por tanto, sus recursos técnicos ya descritos -condensación, desplazamiento, figuración indirecta, etc.- tienen la capacidad de provocar en el oyente una sensación de placer, aunque todavía no podamos inteligir cómo resultan ellos dotados de esa capacidad. De esta manera, tan simple, obtenemos la segunda tesis para el esclarecimiento del chiste; la primera decía que el carácter de chiste depende de la forma de expresión. Pero reparemos en que esta segunda tesis en verdad no nos ha enseñado nada nuevo. Sólo aísla lo que ya estaba contenido en una experiencia que hicimos antes. En efecto, recordemos que cuando conseguíamos reducir el chiste, es decir, sustituir su expresión por otra conservando escrupulosamente su sentido, quedaba cancelado no sólo el carácter de chiste sino el efecto reidero, o sea, el contento que el chiste produce.

Llegados a este punto, no podemos proseguir sin considerar lo que sostienen nuestras autoridades filosóficas.

Los filósofos, que incluyen el chiste en lo cómico, y tratan lo cómico mismo dentro de la estética, caracterizan el representar estético mediante la condición de que en él no queremos nada de las cosas ni con ellas, no utilizamos las cosas para satisfacer alguna de nuestras grandes necesidades vitales, sino que nos conformamos considerándolas y gozando de su representación. «Este goce, esta manera de la representación, es la puramente estética, que descansa sólo en el interior de sí, sólo dentro de sí tiene su fin y no cumple ningún otro fin vital» (Fischer, 1889, pág. 20).

No creemos contradecir estas palabras de Fischer, tal vez sólo traducimos su pensamiento a nuestra terminología, si destacamos que, empero, no puede decirse que la actividad chistosa carezca de fin o de meta, ya que se ha impuesto la meta inequívoca de producir placer en el oyente. Dudo mucho de que seamos capaces de emprender nada que no lleve un propósito. Cuando no necesitamos de nuestro aparato anímico para el cumplimiento de una de las satisfacciones indispensables, lo dejamos que trabaje él mismo por placer, buscamos extraer placer de su propia actividad. Conjeturo que esta es en general la condición a que responde todo representar estético, pero lo que yo entiendo de estética es demasiado escaso para pretender ponerme a desarrollar esta tesis; no obstante, y sobre la base de las dos intelecciones ya obtenidas, acerca del chiste puedo aseverar que es una actividad que tiene por meta ganar placer a partir de los procesos anímicos -intelectuales u otros-. Es verdad que también otras actividades llevan el mismo fin. Acaso se diferencien según el ámbito de actividad anímica del cual procuran conseguir placer, o acaso por los métodos de que se valen para ello. En este momento no podemos decidirlo; pero retengamos que como resultado de nuestra indagación la técnica del chiste y la tendencia al ahorro, que la gobierna parcialmente, han quedado vinculadas con la producción de placer.

Ahora bien, antes de pasar a la solución de este enigma, a saber, cómo los recursos técnicos del trabajo del chiste pueden excitar placer en el oyente, recordemos que a fin de simplificar y de obtener una mayor trasparencia hemos dejado de lado los chistes tendenciosos. No obstante, estamos obligados a indagar cuáles son las tendencias del chiste y la manera en que él sirve a esas tendencias.

Una observación, sobre todo, nos advierte que no debemos dejar de lado al chiste tendencioso en la indagación del origen del placer provocado por el chiste. El efecto placentero del chiste inocente es las más de las veces moderado; un agrado nítido y una fácil risa es casi siempre todo cuanto puede conseguir en el oyente, y de ese efecto, además, una parte debe cargarse en la cuenta de su contenido de pensamiento, como ya lo notamos en ejemplos apropiados. El chiste no tendencioso casi nunca consigue esos repentinos estallidos de risa que vuelven irresistible al tendencioso. Puesto que la técnica puede ser la misma en ambos, nos está permitido conjeturar que el chiste tendencioso por fuerza dispondrá, en virtud de su tendencia, de unas fuentes de placer a que el chiste inocente no tiene acceso alguno.

Ahora bien, es fácil abarcar el conjunto de las tendencias del chiste. Cuando este no es fin en sí mismo, o sea, no es inocente, se pone al servicio de dos tendencias solamente, que aun admiten ser reunidas bajo un único punto de vista: es un chiste hostil (que sirve a la agresión, la sátira, la defensa) u obsceno (que sirve al desnudamiento). De antemano cabe apuntar, también aquí, que la modalidad técnica del chiste -que sea un chiste en la palabra o en el pensamiento- no tiene ninguna relación con esas dos tendencias.

Más espacio requiere exponer la manera en que el chiste sirve a tales tendencias. Prefiero empezar esta indagación, no con el chiste hostil, sino con el desnudador. Por cierto, mucho más raramente se lo ha considerado digno de estudio, como si cierta repugnancia se hubiera trasferido aquí del tema de esos chistes al hecho positivo de su existencia; en cuanto a nosotros, no nos dejaremos despistar por ello, pues enseguida tropezaremos con un caso límite de chiste que promete esclarecernos más de un punto oscuro.

Bien se sabe lo que se entiende por «pulla indecente» (Zote}: poner de relieve en forma deliberada hechos y circunstancias sexuales por medio del decir. No obstante, esta definición no es más exacta que cualquier otra. A pesar de ella, una conferencia sobre la anatomía de los órganos sexuales o sobre la fisiología de la concepción no tendrá ni un solo punto de contacto con la pulla indecente. Además, es propio de la pulla dirigirse a una persona determinada que a uno lo excita sexualmente, y en quien se pretende provocar igual excitación por el hecho de que, al escuchar la indecencia, toma noticia de la excitación del decidor. En lugar de excitada, puede ocurrirle que se vea avergonzada o turbada, lo cual no es sino un modo de reaccionar a su excitación y, por ese rodeo, una confesión de esta. Así, en su origen la pulla indecente está dirigida a la mujer y equivale a un intento de seducirla. Si luego relatar o escuchar tales pullas produce contento a un hombre en una sociedad de hombres es porque al mismo tiempo se representa la situación originaria, que no puede concretarse a consecuencia de inhibiciones sociales. Quien ríe por la pulla escuchada, lo hace como un espectador ante una agresión sexual.

Eso sexual que forma el contenido de la pulla abarca algo más que lo particular de cada uno de los sexos; queremos decir que también comprende lo común a ambos, a lo cual se extiende la vergüenza: lo excrementicio en todo su alcance. Pero este mismo es el alcance que tiene lo sexual en la infancia; en ella, para la representación, existe en alguna medida una cloaca dentro de la cual lo sexual y lo excrementicio se separan mal o no se separan.  Por todo el orbe de pensamiento de la psicología de las neurosis, lo sexual incluye además lo excrementicio, se lo entiende en el antiguo sentido, infantil.

La pulla es como un desnudamiento de la persona, sexualmente diferente, a la que está dirigida. Al pronunciar las palabras obscenas, constriñe a la persona atacada a representarse la parte del cuerpo o el desempeño en cuestión, y le muestra que el atacante se representa eso mismo. No cabe duda de que el motivo originario de la pulla es el placer de ver desnudado lo sexual.

No podrá menos que aclarar las cosas el remontarnos aquí hasta los fundamentos. La inclinación a ver desnudo lo específico del sexo es uno de los componentes originarios de nuestra libido. A su vez quizá sea ya una sustitución, y se remonte a un placer, que hemos de suponer primario, de tocar lo sexual. Como es tan frecuente, también aquí el ver ha relevado al tocar.  La libido de ver o tocar es en cada quien de dos maneras, activa y pasiva, masculina y femenina, y según sea el carácter sexual que prevalezca se plasmará predominantemente en una u otra dirección. En niños pequeños es fácil observar su inclinación al autodesnudamiento. Donde el núcleo de esta inclinación no ha experimentado su destino ordinario, el de la superposición de otras capas y la sofocación, se desarrolla hasta constituir aquella perversión de los adultos conocida como «esfuerzo exhibicionista». En la mujer, a la inclinación exhibicionista pasiva se le sobrepone de una manera casi regular la grandiosa operación reactiva del pudor sexual, pero ello no sin que se le reserve, en el vestido, una puertecita de escape. Apenas hace falta señalar lo extensible y variable, de acuerdo con la convención y las circunstancias, que es esta medida de exhibición permitida a la mujer.

En el varón, un grado considerable de esta aspiración subsiste como pieza integrante de la libido y sirve como introducción al acto sexual. Cuando esta aspiración se hace valer en el primer acercamiento a la mujer, se ve precisada, por dos motivos, a servirse del decir. En primer lugar, para insinuársele y, en segundo, porque el despertar de la representación por medio del dicho pone a la mujer misma en la excitación correspondiente y es apto para despertar en ella la inclinación al exhibicionismo pasivo. Este dicho cortejante no es todavía la pulla indecente, pero se propasa hacia ella. En efecto, toda vez que la aquiescencia de la mujer sobreviene enseguida, el dicho obsceno es efímero, pronto deja sitio a la acción sexual. Distinto es cuando no puede contarse con la pronta aquiescencia de la mujer, y en cambio afloran las reacciones defensivas de ella. Entonces el dicho sexualmente excitador deviene fin en sí mismo como pulla; al verse interceptada la agresión sexual en su progreso hasta el acto, se detiene en provocar la excitación y extrae placer de los indicios de esta en la mujer. Con ello la agresión cambia también su carácter, en el mismo sentido que cualquier moción libidinosa que tropiece con un obstáculo; se vuelve directamente hostil, cruel, pide ayuda entonces, contra el obstáculo, a los componentes sádicos de la pulsión sexual.

La inflexibilidad de la mujer es, pues, la condición inmediata para la plasmación de la pulla indecente; claro está, siempre que parezca significar una mera posposición y no haga perder esperanzas para un intento posterior. El caso ideal de una resistencia de esta índole en la mujer es el de la simultánea presencia de otro hombre, de un tercero, pues entonces el consentimiento inmediato de ella queda poco menos que excluido. Este tercero pronto cobra la máxima significación para el desarrollo de la pulla; al comienzo, empero, no se puede prescindir de la presencia de la mujer. Entre gentes campesinas o en posadas de mala muerte se puede observar que sólo la entrada de la camarera o la posadera hace que salga a relucir la pulla; únicamente en niveles sociales más elevados ocurre lo contrario: la presencia de una persona del sexo femenino pone fin a la pulla; los hombres se reservan este tipo de conversación, que en su origen presupone una mujer que se avergüence, hasta encontrarse solos, «entre ellos». Así, poco a poco, en lugar de la mujer es el espectador, y ahora el oyente, la instancia a que está destinada la pulla, mudanza con la cual el carácter de esta se aproxima ya al del chiste.

A partir de este punto, dos factores pueden reclamar nuestra atención: el papel del tercero, el oyente, y las condiciones de contenido de la pulla misma.

El chiste tendencioso necesita en general de tres personas; además de la que hace el chiste, una segunda que es tomada como objeto de la agresión hostil o sexual, y una tercera en la que se cumple el propósito del chiste, que es el de producir placer. Más adelante deberemos buscar el fundamento más profundo de esta constelación; por ahora nos atendremos al hecho que se anuncia en ella, a saber, que no es quien hace el chiste, sino el oyente inactivo, quien ríe a causa de él, o sea, goza de su efecto placentero. Es la misma relación en que se encuentran las tres personas en la pulla indecente. Cabe describir así el proceso: El impulso libidinoso de la primera despliega, tan pronto como halla inhibida su satisfacción por la mujer, una tendencia hostil dirigida a esta segunda persona, y convoca como aliada a la tercera persona, originariamente perturbadora. Mediante el dicho indecente de la primera, la mujer es desnudada ante ese tercero, quien ahora es sobornado como oyente -por la satisfacción fácil de su propia libido-

Cosa curiosa, ese echar pullas es en todas partes quehacer predilecto entre la gente vulgar, e infaltable cuando se está de talante alegre. Pero también es notable que en ese complejo proceso que conlleva tantos de los caracteres del chiste tendencioso no se exijan a la pulla misma ninguno de los requisitos formales que distinguen al chiste. El mero enunciar la franca desnudez depara contento al primero y hace reír al tercero.

Sólo cuando subimos hasta una sociedad refinada y culta se agrega la condición formal del chiste. La pulla se vuelve chistosa y sólo es tolerada cuando es chistosa. El recurso técnico de que se vale casi siempre es la alusión, o sea, la sustitución por algo pequeño, algo que se sitúa en un nexo distante y que el oyente reconstruye en su representar hasta la obscenidad plena y directa. Mientras mayor sea el malentendido entre lo que la pulla presenta de manera directa y lo que ella necesariamente incita en el oyente, tanto más fino será el chiste y tanto más alto se le permitirá osar remontarse hasta la buena sociedad. Además de la alusión grosera y la refinada, como es fácil mostrarlo con ejemplos, la pulla chistosa dispone de todos los otros recursos del chiste en la palabra y el chiste en el pensamiento.

Por fin se vuelve aquí palpable el servicio que el chiste presta a su tendencia. Posibilita la satisfacción de una pulsión (concupiscente u hostil) contra un obstáculo que se interpone en el camino; rodea este obstáculo y así extrae placer de una fuente que se había vuelto inasequible por obra de aquel. El obstáculo mismo no es en verdad otra cosa que la insusceptibilidad de la mujer, creciente en correlación a los grados superiores de la sociedad y la cultura, para soportar lo sexual sin disfraz. La mujer, concebida como presente en la situación inicial, es retenida en lo sucesivo como sí lo estuviera, o bien su influjo sigue amedrentando al hombre aun ausente ella. Puede observarse cómo hombres de estamentos superiores se ven movidos enseguida, en compañía de muchachas de inferior condición, a dejar que la pulla chistosa descienda hasta su forma simple.

Al poder que estorba o impide a la mujer, y en menor medida al hombre, el goce de la obscenidad sin disfraz lo llamamos «represión»; en él discernimos ese mismo proceso psíquico que en casos patológicos graves mantiene alejados de la conciencia íntegros complejos de mociones junto con sus retoños, y que demostró ser factor principal en la causación de las llamadas «psiconeurosis». Atribuimos a la cultura y a la educación elevada una gran influencia sobre el despliegue de la represión, y suponemos que bajo esas condiciones sobreviene en la organización psíquica una alteración, que hasta puede ser congénita como una disposición heredada, a consecuencia de la cual lo que antes se sentía agradable aparece ahora desagradable y es desautorizado con todas las fuerzas psíquicas. Por obra de este trabajo represivo de la cultura se pierden posibilidades de goce primarias, pero desestimadas ahora en nuestro interior por la censura. Pues bien, la psique del ser humano tolera muy mal cualquier renuncia, y así hallamos que el chiste tendencioso ofrece un medio para deshacer esta, para recuperar lo perdido. Cuando reímos por un fino chiste obsceno, reímos de lo mismo que provoca risa al campesino en una pulla grosera; en ambos casos el placer proviene de la misma fuente. Pero nosotros no somos capaces de reír por la pulla grosera; nos avergonzaríamos o ella nos parecería asquerosa; sólo podemos reír cuando el chiste nos ha prestado su socorro.

Parece corroborarse, pues, lo que desde el comienzo conjeturamos, a saber, que el chiste tendencioso dispone de otras fuentes de placer que el chiste inocente, en el cual todo placer se anuda de algún modo a la sola técnica. Y podemos volver a destacar que, en el chiste tendencioso, somos incapaces de diferenciar mediante nuestra sensación entre el aporte de placer que proviene de las fuentes de la técnica y, el que deriva de las fuentes de la tendencia. Por eso no sabemos en sentido estricto de qué reímos.  En todos los chistes obscenos nuestro juicio sucumbe a flagrantes engaños sobre la «bondad» del chiste por lo que atañe a sus condiciones formales; la técnica de estos chistes suele ser pobrísima, mientras que es enorme su éxito reidero.

[3]

Ahora indaguemos si es similar el papel del chiste al servicio de la tendencia hostil.

De entrada tropezamos aquí con las mismas condiciones. Los impulsos hostiles hacia nuestros prójimos están sometidos desde nuestra infancia individual, así como desde las épocas infantiles de la cultura humana, a las mismas limitaciones y la misma progresiva represión qoe nuestras aspiraciones sexuales. Empero, no hemos llegado tan lejos como para poder amar a nuestros enemigos u ofrecerles la mejilla izquierda después que nos abofetearon la derecha; y, por otra parte, todos los preceptos morales que limitan el odio activo exhiben todavía hoy los más claros indicios de que en su origen estuvieron destinados a regir dentro de una pequeña comunidad tribal. Tan pronto como todos nosotros tenemos derecho a sentirnos ciudadanos de un pueblo, nos permitimos prescindir de la mayoría de esas limitaciones frente a un pueblo extraño. Empero, dentro de nuestro propio círculo hemos hecho progresos en el gobierno sobre las mociones hostiles; como lo expresa drásticamente Lichtenberg: aquello por lo que hoy decimos «Disculpe usted», antes nos valía una bofetada. La hostilidad activa y violenta, prohibida por la ley, ha sido relevada por la invectiva de palabra, y a medida que crece nuestro saber sobre el encadenamiento de las mociones humanas vamos perdiendo, por su consiguiente «Tout comprendre c’est tout pardonner» {«Comprenderlo todo es perdonarlo todo»}, la capacidad de encolerizarnos con el prójimo que nos estorba el camino. Cuando niños, estamos aún dotados de potentes disposiciones hostiles; luego, la elevada cultura personal nos enseña que es indigno valerse de insultos, y aun donde la lucha en sí continúa permitiéndose ha crecido enormemente el número de las cosas cuyo empleo como recursos de combate no se autoriza. Desde que debimos renunciar a expresar la hostilidad de hecho -estorbados en ello por el tercero desapasionado, cuyo interés reside en la conservación de la seguridad personal- hemos desarrollado, igual que en el caso de la agresión sexual, una nueva técnica de denostar, con la que intentamos granjearnos el favor de ese tercero contra nuestro enemigo. Nos procuramos a través de un rodeo el goce de vencerlo empequeñeciéndolo, denigrándolo, despreciándolo, volviéndolo cómico; y el tercero, que no ha hecho ningún gasto, atestigua ese goce mediante su risa.

Ahora estamos preparados para entender el papel del chiste en la agresión hostil. El chiste nos permitirá aprovechar costados risibles de nuestro enemigo, costados que a causa de los obstáculos que se interponen no podríamos exponer de manera expresa o conciente; por tanto, también aquí sorteará limitaciones y abrirá fuentes de placer que se han vuelto inasequibles. Además, sobornará al oyente, con su ganancia de placer, a tomar partido por nosotros sin riguroso examen, como nosotros mismos, en otras ocasiones, sobornados por el chiste inocente, solemos sobrestimar la sustancia de la oración expresada como chiste. Como lo manifiesta nuestra lengua con entero acierto: «Die Lacher auf seine Seite ziehen» {«Poner de nuestra parte a los que ríen» = «burlarse de la gente»}.

Considérense, por ejemplo, los chistes del señor N. que insertamos aquí y allá en el capítulo anterior. Todos ellos son denuestos. Es como si el señor N. quisiera exclamar: « ¡Pero si ese ministro de Agricultura es él mismo un buey!»; «Ni me hablen de Fulano; ¡ese revienta de vanidad!»; «¡Jamás he leído nada más aburrido que los ensayos de ese historiador sobre Napoleón en Austria!». Pero la elevada posición de esa personalidad le impide expresar sus juicios en esa forma. Por eso estos últimos recurren al chiste, que les asegura la audiencia que nunca habrían hallado en su forma no chistosa, a despecho de su eventual sustancia de verdad. Uno de esos chistes, el del «roter Fadian», es especialmente instructivo, y acaso el más subyugante. ¿Qué es lo que en él nos constriñe a reír y hace que no nos interese en absoluto si así se comete una injusticia contra el pobre escritor? Sin duda la forma chistosa; el chiste, pues. Pero, ¿de qué reímos? Ciertamente, de la persona misma que nos es presentada como «roter Fadian» y, en particular, de su condición de pelirroja. Las personas cultas se han desarraigado el hábito de reír de los defectos físicos, y por lo demás el ser pelirrojo ni siquiera se cuenta entre los defectos risibles. Pero sí es considerado tal entre los escolares y el pueblo ordinario, y aun en el nivel de cultura de ciertos representantes comunales y parlamentarios. Y hete aquí que el chiste del señor N., de la manera más artificiosa, ha posibilitado que nosotros, gente adulta y de refinados sentimientos, nos riamos como lo haría un escolar de los rojos cabellos del historiador X. Por cierto que esto no estaba en los propósitos del señor N.; pero es harto dudoso que alguien que se deje subyugar por su chiste pueda conocer su exacto propósito.

Si en estos casos el obstáculo que se oponía a la agresión y que el chiste ayudaba a sortear era interno -la revuelta estética contra el denuesto-, en otros casos puede ser de naturaleza enteramente externa. Así, cuando Serenissimus pregunta al extraño cuya semejanza con su propia persona le resulta llamativa: «¿Su madre estuvo alguna vez en palacio?», y la inmediata respuesta reza: «No; fue mi padre». Sin duda que el interrogado habría querido aplastar al desvergonzado que osaba injuriar la memoria de su querida madre; pero ese desvergonzado es Sereníssimus, a quien no se puede aplastar, ni siquiera afrentar, si no se quiere pagar con la vida esa venganza. Es forzoso entonces tragarse en silencio el ultraje; pero por suerte el chiste enseña el camino para desquitarse sin peligro, recogiendo la alusión y volviéndola contra el atacante mediante el recurso técnico de la unificación. Aquí la impresión de lo chistoso está hasta tal punto comandada por la tendencia que ante la réplica chistosa solemos olvidar que la pregunta misma del atacante es chistosa por alusión.

Es harto común que circunstancias exteriores estorben el denuesto o la réplica ultrajante, tanto que se advierte una muy notable preferencia en el uso del chiste tendencioso para posibilitar la agresión o la crítica a personas encumbradas que reclamen autoridad. El chiste figura entonces una revuelta contra esa autoridad, un liberarse de la presión que ella ejerce. En esto reside también el atractivo de la caricatura, que nos hace reír aun siendo mala, sólo porque le adjudicamos el mérito de revolverse contra la autoridad.

Si tenemos en cuenta que el chiste tendencioso es apropiadísimo para atacar lo grande, digno y poderoso que inhibiciones internas o circunstancias externas ponen a salvo de un rebajamiento directo, se nos impondrá una particular concepción de ciertos grupos de chistes que parecen habérselas con personas inferiores o impotentes. Me refiero a las historias de casamenteros, de las que ya consignamos varias a raíz de la indagación de las diversas técnicas del chiste en el pensamiento. En algunas, como en los ejemplos «También es sorda» y « ¿Quién -prestaría algo a esta gente?» [loc. cit.], el casamentero es puesto en ridículo como un hombre desprevenido e incauto que se vuelve cómico al escapársele la verdad de una manera *automática, por así decir. Pero, ¿se compadece lo que hemos averiguado acerca de la naturaleza del chiste tendencioso, por una parte, y, por la otra, la magnitud del agrado que nos producen esas historias, con la pobreza de espíritu de las personas de quienes el chiste parece reírse? ¿Son ellas unos oponentes dignos del chiste? ¿No ocurrirá más bien que el chiste simule ir dirigido al casamentero para dar en el blanco de algo más sustantivo y, como dice el proverbio, le pegue a la alforja pensando en la mula? Realmente, no cabe rechazar esta última concepción.

La interpretación ya dada sobre las historias de casamenteros admite una continuación. Es cierto que no necesito entrar en ella, que puedo contentarme con ver en aquellas unos «chascarrillos» {«Schwank»} y negarles el carácter de chistes. Y, en efecto, hay en el chiste un condicionamiento subjetivo de esa índole; en este punto nos ha saltado a la vista, y habremos de indagarlo luego [capítulo VI. Significa que sólo es chiste lo que yo considero tal. Lo que para mí es un chiste puede ser para otro una mera historia cómica. Pero si un chiste consiente semejante duda, ello sólo puede deberse a que tiene una vitrina, una fachada -cómica en los casos que consideramos- con la que se da por satisfecha la mirada de algunos, mientras que otros tal vez hagan el intento de espiar tras ella. Y es lícito también mover la sospecha de que esa fachada está destinada a enceguecer la mirada crítica y, por tanto, que tales historias tienen algo que esconder.

En todo caso, si nuestras historias de casamenteros son chistes, lo son tanto mejores porque merced a su fachada son capaces no sólo de esconder lo que tienen para decir, sino que tienen algo -prohibido- para decir. He aquí cuál sería aquella continuación interpretativa que descubre lo escondido y desenmascara esas historias de fachada cómica como chistes tendenciosos: Quien en un momento de descuido deja que de ese modo se le escape la verdad, de hecho se alegra por haber puesto término al disimulo. Esta es una intelección psicológica correcta y profunda. Sin esa complicidad interior nadie se deja subyugar por un automatismo como el que aquí saca a luz la verdad.  Pero con ello la ridícula persona del casamentero se trueca en una que merece conmiseración y simpatía. ¡Cuán dichoso debe hacerle el poder arrojar por fin de sí el lastre del disimulo si coge al vuelo la primera ocasión para gritar la verdad que faltaba! Tan pronto nota que la causa está perdida, pues al joven no le gusta la novia, de buena gana se traiciona y revela que ella tiene además un defecto oculto en que aquel no reparó, o aprovecha la ocasión para aportar un detalle, un argumento decisivo con el que manifiesta su desprecio por la gente a cuyo servicio trabaja: «Por favor, ¿quién prestaría algo a esta gente?». Ahora, toda la ridiculez recae sobre los padres -a quienes apenas se alude en la historia- que se permiten tales fraudes sólo para conseguir marido a su hija; sobre la bajeza de la muchacha misma, que admite casarse con tales amaños, y sobre la indignidad del matrimonio que se concluirá tras semejantes preliminares. El casamentero es el hombre apto para expresar esa crítica pues conoce mejor que nadie esa clase de abusos, que no puede proclamar en voz alta porque no es sino un pobre hombre que sólo puede vivir, justamente, aprovechándolos. Ahora bien, en parecido conflicto se encuentra el espíritu del pueblo que ha creado estas historias y otras del mismo tenor; en efecto, sabe que la sacralidad del matrimonio contraído tolera mal que se le mencionen los procesos que llevaron a él.

Recordemos, además, la puntualización hecha a raíz de la indagación de la técnica del chiste, a saber, que un contrasentido en el chiste a menudo sustituye a una burla Y una crítica contenida en los pensamientos que hay tras él, en lo cual, por otra parte, el trabajo del chiste obra igual que el del sueño; aquí hallamos de nuevo corroborada esa relación de las cosas. Que burla y crítica no se refieren a la persona del casamentero, que en los anteriores ejemplos sólo aparece como el chivo emisario del chiste, lo probará otra serie en que aquel es caracterizado, bien al contrario, como una persona superior cuya dialéctica muestra estar a la altura de cualquier dificultad. Son historias de fachada lógica en vez de cómica, chistes sofistas en el pensamiento. En una de ellas, el casamentero sabe refutar la cojera de la novia, que se le aduce como defecto de ella. Ese es al menos «asunto terminado»: otra mujer con miembros derechos estaría de continuo expuesta a caerse y romperse una pierna, y luego vendrían la enfermedad, y los dolores, y los gastos del tratamiento, todo lo cual uno se ahorra con la que ya está coja. O, como en otra historia, sabe refutar con buenos argumentos cada una de las objeciones que hace el pretendiente a la novia, para oponer al fin a la última de ellas, que es incontrovertible: « ¿Y qué quiere usted? ¿Que no tenga ningún defecto?», como si de las tachas anteriores no hubiera subsistido un necesario resto. No es difícil en estos dos ejemplos hallar el lado débil de la argumentación; y hasta lo hicimos cuando indagábamos la técnica. Pero es otra cosa la que ahora nos interesa. Si al dicho del casamentero se le presta una apariencia lógica tan fuerte que sólo se discierne como vana tras un examen cuidadoso, la verdad que hay tras ello es que el chiste da la razón al casamentero; el pensamiento no osa hacer esto último en serio y sustituye esa seriedad por la apariencia que el chiste presenta, pero aquí la chanza, como tan a menudo sucede, deja traslucir lo serio. No nos equivocaremos suponiendo, respecto de todas las historias de fachada lógica, que en efecto quieren decir lo que afirman con una argumentación deliberadamente falaz. Sólo este uso del sofisma para una figuración encubierta de la verdad les presta el carácter de chiste, el cual, por tanto, depende principalmente de la tendencia. Y, en efecto, lo que ambas historias se proponen indicar es que el pretendiente se coloca de hecho en ridículo al examinar con tanto cuidado cada una de las excelencias de la novia, frágiles todas ellas, y al olvidar de ese modo que debe prepararse para convertir en su mujer a una criatura humana con sus inevitables defectos, siendo que la única cualidad que volvería tolerable el matrimonio con la personalidad más o menos defectuosa de la mujer sería la simpatía mutua y la complacencia en tina adaptación amorosa, de lo cual ni siquiera se habla en todo aquel trato.

En otras historias se expresa aún con mayor claridad la burla al pretendiente, contenida en estos ejemplos, y en la que el casamentero desempeña con buen derecho el papel de quien es superior. Pero mientras más nítidas son ellas, tanto menos contienen de la técnica del chiste; son, por así decir, casos límite de este, con cuya técnica ya no comparten sino la formación de una fachada. Sin embargo, por el hecho de poseer igual tendencia y encubrirla tras la fachada, les está reservado el cabal efecto del chiste. Por lo demás, la pobreza de recursos técnicos permite comprender que muchos chistes de esta clase no puedan prescindir del elemento cómico del dialecto coloquial, que ejerce un efecto semejante a la técnica del chiste.

He aquí una historia de esta índole, que poseyendo toda la fuerza del chiste tendencioso ya no permite discernir nada de su técnica. El casamentero pregunta: «¿Qué requiere usted de su novia?».  Respuesta: «Debe ser hermosa, y también rica, y culta».  «Bien -dice el casamentero-, pero con eso yo arreglo a tres partidos». Aquí la referencia al novio se administra de manera directa, no ya en la vestidura de un chiste.

En los ejemplos anteriores, la agresión disfrazada aún se dirigía a personas; en los chistes de casamentero, a todas las partes envueltas en el trato matrimonial: novia, novio, y los padres de ella. Pero de igual modo los objetos atacados por el chiste pueden ser instituciones, personas en tanto son portadoras de estas, estatutos de la moral o de la religión, visiones de la vida que gozan de tal prestigio que sólo se puede vetarlas bajo la máscara de un chiste, y por cierto de uno encubierto por su fachada. Acaso los temas a que apuntan estos chistes tendenciosos sean unos pocos; sus formas y vestiduras son en extremo variada- Creo que haremos bien distinguiendo con un nombre particular este género del chiste tendencioso. Cuál ha de ser el nombre apropiado, lo averiguaremos tras interpretar algunos de sus ejemplos.

Me vienen a la memoria dos historias: la del gourmand empobrecido a quien sorprendieron comiendo «salmón con mayonesa» y la del profesor aficionado a la bebida; prosigo la interpretación de ambas, en las que habíamos visto unos chistes por desplazamiento sofista. Desde entonces hemos aprendido que si a la fachada de tina historia va adherida la apariencia de lógica, el pensami ento mismo ha querido decir en serio: «El hombre tiene razón»; pero dada la contradicción con que se tropezaría, no se ha osado concedérsela sino en un punto en el que su sinrazón es fácilmente demostrable, El «pointe» escogido es el cabal compromiso entre su razón y su sinrazón; claro que ello no equivale a una decisión, pero sí responde al conflicto que tenernos en nosotros mismos. Las dos historias son simplemente epicúreas. Dicen: «Sí, el hombre tiene razón, no hay nada superior al goce y no importa mucho la manera en que uno se lo procure». Eso suena terriblemente inmoral, y de hecho no es mucho mejor que eso, pero en el fondo no es otra cosa que el «carpe diem» del poeta que invoca el carácter incierto de la vida y la vanidad de la abstención virtuosa. Si nos resulta tan repelente la idea de que pueda tener razón ese hombre del chiste de «salmón con mayonesa», ello se debe a que la verdad es ilustrada con un goce de inferior calidad, que nos parece harto prescindible. En realidad, cada uno de nosotros ha tenido horas y épocas en que ha otorgado su parte de razón a esa filosofía de la vida y ha reprochado a la doctrina moral que sólo atine a exigirnos cosas sin resarcirnos a cambio. Desde que hemos perdido la fe en el más allá, donde toda abstinencia será recompensada con una satisfacción -o al menos son poquísimas las personas pías, si es que la abstinencia ha de tomarse como signo distintivo de la fe-, desde ese mismísimo momento el «carpe diem» se vuelve una seria admonición. De buena gana pospongo la satisfacción, pero … ¿acaso sé si mañana seguiré existiendo? «Di doman’ non c’è certezza».

Estoy dispuesto a renunciar a todos los caminos de satisfacción prohibidos por la sociedad, ¿pero estoy seguro de que la sociedad me premiará esa abstinencia abriéndome -aunque con cierta dilación- uno de los caminos permitidos? Se puede decir en voz alta lo que estos chistes murmuran, a saber, que los deseos y apetitos de los seres humanos tienen derecho a hacerse oír junto a la moral exigente y despiadada; y justamente en nuestros días se ha dicho, en expresivas y cautivadoras frases, que esa moral no es sino el precepto egoísta de unos pocos ricos y poderosos que en todo momento pueden satisfacer sin dilación sus deseos. Mientras el arte de curar no consiga más para asegurar la vida, y mientras las instituciones sociales no logren más para volverla dichosa, no podrá ser ahogada esa voz en nosotros que se subleva contra los requerimientos morales. Todo hombre honrado deberá terminar por hacerse esa confesión, siquiera para sí. Sólo mediante el rodeo de una nueva intelección se podrá decidir este conflicto. Uno debe anudar tanto su vida a la de otros, debe poder identificarse tan estrechamente con los demás, que la brevedad de sus días se vuelva superable; y uno no tiene derecho a cumplir los reclamos de sus propias necesidades de una manera ¡legítima, sino que debe dejarlos incumplidos, porque sólo la persistencia de tantos reclamos incumplidos puede desarrollar el poder que modifique el régimen social. Pero no todas las necesidades personales se dejan desplazar de esa manera y trasferir a otras, y no existe una solución universalmente válida para este conflicto.

Ahora sabemos cómo debemos llamar a chistes como los indicados en último término; son chistes cínicos y lo que esconden son cinismos.

Entre las instituciones que el chiste cínico suele atacar, ninguna hay más importante ni más enérgicamente protegida por preceptos morales, pero tampoco ninguna invita más al ataque, que la del matrimonio, a la cual por lo demás se refieren la mayoría de los chistes cínicos. No hay exigencia más personal que la de libertad sexual, y en ninguna parte la cultura ha intentado ejercer una sofocación más intensa que en el campo de la sexualidad. Baste para nuestros propósitos con un solo ejemplo, «Anotación en el álbum de Don Carnaval»:

«Una esposa es como un paraguas. Uno acaba siempre por tomar un coche de alquiler».

Ya hemos elucidado la complicada técnica de este ejemplo: una comparación desconcertante, imposible en apariencia pero que, como ahora vemos, no es en sí chistosa; además, una alusión (coche de alquiler = transporte público) y, como potente recurso técnico, una omisión que refuerza la incomprensibilidad. La comparación podría desarrollarse del siguiente modo: Uno se casa para ponerse a salvo del asedio de la sensualidad, y luego resulta que el matrimonio no le permite satisfacer ninguna necesidad algo más intensa, justamente como uno lleva consigo un paraguas para protegerse de la lluvia y luego se moja a pesar de él. En ambos casos es preciso procurarse una protección más fuerte: en este, tomar un vehículo público; en aquel, mujeres asequibles por dinero. Ahora el chiste ha quedado sustituido casi enteramente por un cinismo. Uno no se atreve a decir en voz alta y en público que el matrimonio no es la institución que permite satisfacer la sexualidad del varón, a menos que lo esfuerce a ello el amor a la verdad y el celo reformador de un Christian von Ehrenfels.  Entonces, la fuerza de este chiste reside en que sin embargo -por toda clase de rodeos- lo ha dicho.

Un caso particularmente favorable para el chiste tendencioso se dará cuando la crítica deliberada e impugnadora se dirija contra la persona propia; expresado con mayor cautela: contra una persona en que la propia participa, o sea una persona de acumulación {Sammelperson}, como el propio pueblo. Acaso esta condición de la autocrítica nos explique que justamente en el suelo de la vida popular judía hayan nacido muchos de los más certeros chistes, de lo cual ya hemos ofrecido aquí abundantes muestras. Son historias creadas por judíos y dirigidas contra peculiaridades judías. Los chistes que hacen los extraños sobre los judíos son casi siempre chascarrillos brutales, que se ahorran el chiste por el hecho de que el extraño considera al judío mismo como una figura cómica. También admiten esto último los chistes sobre Judíos hechos por judíos; sin embargo, estos conocen tanto sus defectos reales como la relación de tales defectos con sus virtudes, y el hecho de que la persona propia esté envuelta en lo censurado crea la condición subjetiva del trabajo del chiste, difícil de establecer de otro modo. Por otra parte, no sé si es tan frecuente que un pueblo se ría en esa medida de su propio ser.

Como ejemplo puedo referirme a la historia, ya citada, de un judío que abandona todo decoro en su compostura en el tren tan pronto advierte que el recién ingresado al vagón es un correligionario. Dimos a conocer este chiste como documento de la ilustración por un detalle, la figuración por algo pequeñísimo; está destinado a pintar la mentalidad democrática del judío, que no admite diferencia alguna entre amo y siervo, pero por desdicha perturba también la disciplina y la convivencia. Otra serie de chistes, particularmente interesante, pinta las relaciones mutuas entre judíos ricos y pobres; sus héroes son el Schnorrer y el caritativo amo de casa o el barón. El Schnorrer que todos los domingos es admitido como huésped en la misma casa aparece un buen día acompañado por un joven desconocido, que hace ademán de ponerse también a la mesa. «¿Quién es ese?», pregunta el dueño de casa, y recibe esta respuesta: «Desde la semana pasada es mi yerno; le he prometido los alimentos el primer año». La tendencia de estas historias es siempre la misma; en la que sigue se pone de relieve con la mayor nitidez: El Schnorrer mendiga al barón el dinero para viajar a Ostende; el médico le ha recomendado baños de mar a causa de sus achaques. El barón encuentra que Ostende es un balneario particularmente caro; podría elegir uno más barato. Pero el pedigüeño desautoriza esa propuesta con estas palabras: «Señor barón, en aras de mi salud nada me parece demasiado caro». He ahí un precioso chiste por desplazamiento, que habríamos podido tomar como modelo en su género.  Es evidente que el barón quiere ahorrar su dinero, pero el pedigüeño le responde como si el dinero del barón fuera cosa propia, que por otra parte está obligado a estimar en menos que a su salud. Aquí se nos invita a reír por la frescura de esa pretensión, pero es excepcional que estos chistes no estén dotados de una fachada que desoriente el entenderlos. La verdad tras ello es que, de acuerdo con los sagrados preceptos de los judíos, el pedigüeño que en su pensamiento trata como cosa propia al dinero del rico casi tiene realmente derecho a esa confusión. Desde luego, la revuelta que ha dado nacimiento a este chiste se dirige contra la ley que implica una carga tan opresiva aun para el judío piadoso.

Otra historia refiere: Por la escalera de la casa del rico, un Schnorrer se topa con un colega que lo disuade de proseguir su camino. «No subas hoy, el barón está de mal humor: a nadie le da más de un florín». – «Subiré sin embargo -dice el primer pedigüeño-. ¿Por qué le regalaría aunque fuera un solo florín? ¿Acaso él me regala algo a mí?».

Este chiste se sirve de la técnica del contrasentido, pues hace afirmar al pedigüeño que el barón no le regala nada en el mismo momento en que se dispone a mendigar ese regalo. Pero el contrasentido es sólo aparente; es casi correcto que el rico no le regala nada, pues es la ley la que lo obliga a darle limosna y, en rigor, debe estarle agradecido por ofrecerle la oportunidad de ser caritativo. La concepción ordinaria, profana, de la limosna lucha aquí con la religiosa; se revuelve francamente contra la religiosa en la historia del barón que, muy conmovido por el relato que el pedigüeño le hace de sus males, llama a sus servidores y les dice: «¡Échenlo fuera! Me parte el corazón». Esta exposición franca de la tendencia constituye, otra vez, un caso límite del chiste. De la queja, que ya no sería chistosa: «En realidad no es ningún privilegio ser rico entre los judíos. La miseria ajena no le deja a uno gozar de la felicidad propia», estas últimas historias se distancian casi únicamente por escenificarla en una situación singular.

Otras historias, que desde el punto de vista técnico son también casos límite del chiste, atestiguan un cinismo hondamente pesimista. He aquí una de ellas: Un duro de oído consulta al médico, quien acierta el diagnóstico: es probable que el paciente beba mucho aguardiente y eso lo ponga sordo. Le desaconseja hacerlo, y el duro de oído le promete seguir esa indicación al pie de la letra. Pasado un tiempo, el médico se topa con él por la calle y le pregunta con voz fuerte cómo le va. «Bien, gracias», es la respuesta. «No hace falta que grite, doctor; he abandonado la bebida y he vuelto a oír bien». Pasado otro tiempo, el encuentro se repite. El doctor pregunta, con voz normal, cómo le va, pero advierte que el otro no le ha oído: «¿Cómo? ¿Qué dice?». – «Me parece que ha vuelto a beber aguardiente -le grita el doctor en la oreja- y por eso no oye». «Puede ser -responde el duro de oído- Empecé a beber otra vez aguardiente, pero quiero decirle la razón. Todo el tiempo que no bebí yo oía, pero nada de lo que oía era tan bueno como el aguardiente». Técnicamente, este chiste no es otra cosa que una ilustración; el uso del dialecto y las artes del relato tienen que servir para provocar la risa, pero tras ello acecha la triste pregunta: «¿Acaso no tuvo razón el hombre al elegir eso?».

Es por la alusión de estas historias pesimistas a las múltiples y desesperanzadas miserias del judío que yo debo clasificarlas en el chiste tendencioso.

Otros chistes cínicos en un sentido similar, y por cierto no sólo historias de judíos, atacan dogmas religiosos y aun la fe en Dios. La historia del «Kück del rabino», cuya técnica consistía en la falacia de equiparar fantasía y realidad (también se la podía concebir como desplazamiento), es un chiste crítico o cínico de esa clase, dirigido contra los taumaturgos y sin duda también contra la creencia en milagros. A Heine moribundo se le atribuye un chiste directamente blasfemo. Cuando el benévolo sacerdote le encarecía la Gracia de Dios y la esperanza de que en El hallaría perdón para sus pecados, se dice que respondió: «Bien súr qu’il me pardonnera; c’est son métier» {«Desde luego que me perdonará; es su oficio»}. Es una comparación menospreciadora que técnicamente acaso sólo posea el valor de una alusión, pues un métier, negocio o profesión, es por ejemplo el de un artesano o un médico, quienes por cierto sólo tienen un único métier. Pero la fuerza del chiste reside en su tendencia. Está destinado a decir ni más ni menos que esto: «Desde luego que me perdonará; para eso está, con ningún otro fin me lo he procurado» (como uno emplea a su médico, a su abogado). Y, de ese modo, en el moribundo que yace impotente se mueve todavía la conciencia de haber creado a Dios y haberlo dotado de poder para servirse de él llegado el momento. La supuesta criatura se da a conocer, poco antes de su aniquilamiento, como el creador.

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A los géneros del chiste tendencioso tratados hasta aquí,

el desnudador u obsceno,
el agresivo (hostil) y
el cínico (crítico, blasfemo),

querría yo agregar un cuarto, más raro, cuyo carácter dilucidaremos con un buen ejemplo.

En una estación ferroviaria de Galitzia, dos judíos se encuentran en el vagón. «¿Adónde viajas?», pregunta uno. «A Cracovia», es la respuesta. «¡Pero mira qué mentiroso eres! -se encoleriza el otro-. Cuando dices que viajas a Cracovia me quieres hacer creer que viajas a Lemberg. Pero yo sé bien que realmente viajas a Cracovia. ¿Por qué mientes entonces?».

Esta preciosa historia, que hace la impresión de una desmesurada sofistería, opera evidentemente mediante la técnica del contrasentido. ¡El segundo incurriría en mentira porque comunica que viaja a Cracovia, que es la verdadera meta de su viaje! Empero, este poderoso medio técnico -el contra-sentido- se aparea aquí con otra técnica, la figuración por lo contrario, pues según la aseveración del primero, no contradicha, el otro miente cuando dice la verdad y dice la verdad con una mentira. Sin embargo, la sustancia más seria de este chiste es el problema de las condiciones de la verdad; el chiste vuelve a indicar un problema, y saca partido de la incertidumbre de uno de nuestros más usuales conceptos. ¿Consiste la verdad en describir las cosas tal como son, sin preocuparse del modo en que las entenderá el oyente? ¿0 esta verdad es sólo jesuitismo, y la veracidad genuina debe más bien tomar en cuenta al oyente y trasmitirle una copia fiel de lo que nosotros sabemos? Considero a los chistes de esta clase lo bastante diversos de los otros para indicarles un lugar particular. No atacan a una persona o a una institución, sino a la certeza misma de nuestro conocimiento, de uno de nuestros bienes especulativos. Por tanto, el nombre adecuado para ellos sería el de chistes «escépticos».

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En el curso de nuestras elucidaciones sobre las tendencias del chiste hemos obtenido quizá muchos esclarecimientos, y sin ninguna duda recogimos abundantes incitaciones para proseguir nuestra indagación; pero los resultados de este capítulo se conjugan con los del anterior en un difícil problema. Si es cierto que el placer que el chiste aporta adhiere por un lado a la técnica y por el otro a la tendencia, ¿bajo qué punto de vista común podrían reunirse estas dos diversas fuentes de placer del chiste?