Obras de M. Foucault, Historia De La Sexualidad I: El dispositivo de la sexualidad (Dominio)

IV. EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD

3. DOMINIO
No hay que describir la sexualidad, como un impulso reacio,
extraño por naturaleza e indócil por necesidad a un poder que, por su
lado, se encarniza en someterla y a menudo fracasa en su intento de
dominarla por completo. Aparece ella más bien como un punto de
pasaje para las relaciones de poder, particularmente denso: entre
hombres y mujeres, jóvenes y viejos, padres y progenitura,
educadores y alumnos, padres y laicos, gobierno y población. En las
relaciones de poder la sexualidad no es el elemento más sordo, sino,
más bien, uno de los que están dotados de la mayor instrumentalidad:
utilizable para el mayor número de maniobras y capaz de servir de
apoyo, de bisagra, a las más variadas estrategias.
No hay una estrategia única, global, válida para toda la sociedad
y enfocada de manera uniforme sobre todas las manifestaciones del
sexo: por ejemplo, la idea de que a menudo se ha buscado por
diferentes medios reducir todo el sexo a su función reproductora, a su
forma heterosexual y adulta y a su legitimidad matrimonial, no da
razón, sin duda, de los múltiples objetivos buscados, de los múltiples
medios empleados en las políticas sexuales que concernieron a
ambos sexos, a las diferentes edades y las diversas clases sociales.
En una primera aproximación, parece posible distinguir, a partir
del siglo XVIII, cuatro grandes conjuntos estratégicos que despliegan
a propósito del sexo dispositivos específicos de saber y de poder. No
nacieron de golpe en ese momento, pero adquirieron entonces una
coherencia, alcanzaron en el orden del poder una eficacia y en el del
saber una productividad que permite describirlos en su relativa
autonomía.
Histerización del cuerpo de la mujer: triple proceso según el cual
el cuerpo de la mujer fue analizado —calificado y descalificado—
como cuerpo integralmente saturado de sexualidad; según el cual ese
cuerpo fue integrado, bajo el efecto de una patología que le sería
intrínseca, al campo de las prácticas médicas; según el cual, por
último, fue puesto en comunicación orgánica con el cuerpo social
(cuya fecundidad regulada debe asegurar), el espacio familiar (del que
debe ser un elemento sustancial y funcional) y la vida de los niños
(que produce y debe garantizar, por una responsabilidad biológicomoral
que dura todo el tiempo de la educación): la Madre, con su
imagen negativa que es la «mujer nerviosa», constituye la forma más
visible de esta histerización.
Pedagogización del sexo del niño: doble afirmación de que casi
todos los niños se entregan o son susceptibles de entregarse a una
actividad sexual, y de que siendo esa actividad indebida, a la vez
«natural» y «contra natura», trae consigo peligros físicos y morales,
colectivos e individuales; los niños son definidos como seres sexuales
«liminares», más acá del sexo y ya en él, a caballo en una peligrosa
línea divisoria; los padres, las familias, los educadores, los médicos, y
más tarde los psicólogos, deben tomar a su cargo, de manera
continua, ese germen sexual precioso y peligroso, peligroso y en
peligro; tal pedagogización se manifiesta sobre todo en una guerra
contra el onanismo que en Occidente duró cerca de dos siglos.
Socialización de las conductas procreadoras: socialización
económica por el sesgo de todas las incitaciones o frenos aportados,
por medidas «sociales» o fiscales, a la fecundidad de las parejas;
socialización política por la responsabilización de las parejas respecto
del cuerpo social entero (que hay que limitar o, por el contrario,
reforzar), socialización médica, en virtud del valor patógeno, para el
individuo y la especie, prestado a las prácticas de control de los
nacimientos.
Finalmente, psiquiatrización del placer perverso: el instinto
sexual fue aislado como instinto biológico y psíquico autónomo; se
hizo el análisis clínico de todas las formas de anomalías que pueden
afectarlo; se le prestó un papel de normalización y patologización de
la conducta entera; por último, se buscó una tecnología correctiva de
dichas anomalías.
En la preocupación por el sexo —que asciende todo a lo largo
del siglo XIX— se dibujan cuatro figuras, objetos privilegiados de
saber, blancos y ancorajes para las empresas del saber: la mujer
histérica, el niño masturbador, la pareja malthusiana, el adulto
perverso; cada uno es el correlativo de una de esas estrategias que,
cada una a su manera, atravesaron y utilizaron el sexo de los niños,
de las mujeres y de los hombres.
¿De qué se trata en tales estrategias? ¿De una lucha contra la
sexualidad? ¿O de un esfuerzo por controlarla? ¿De una tentativa
para regirla mejor y enmascarar lo que pueda tener de indiscreto, de
chillón, de indócil? ¿De una manera de formular esa parte de saber
que sería aceptable o útil? En realidad, se trata más bien de la
producción misma de la sexualidad, a la que no hay que concebir
como una especie dada de naturaleza que el poder intentaría reducir,
o como un dominio oscuro que el saber intentaría, poco a poco,
descubrir. Es el nombre que se puede dar a un dispositivo histórico:
no una realidad por debajo en la que se ejercerían difíciles
apresamientos, sino una gran red superficial donde la estimulación de
los cuerpos, la intensificación de los placeres, la incitación al discurso,
la formación de conocimientos, el refuerzo de los controles y las
resistencias se encadenan unos con otros según grandes estrategias
de saber y de poder.
Sin duda puede admitirse que las relaciones de sexo dieron
lugar, en toda sociedad, a un dispositivo de alianza: sistema de
matrimonio, de fijación y de desarrollo del parentesco, de trasmisión
de nombres y bienes. El dispositivo de alianza, con los mecanismos
coercitivos que lo aseguran, con el saber que exige, a menudo
complejo, perdió importancia a medida que los procesos económicos
y las estructuras políticas dejaron de hallar en él un instrumento
adecuado o un soporte suficiente. Las sociedades occidentales
modernas inventaron y erigieron, sobre todo a partir del siglo XVIII, un
nuevo dispositivo que se le superpone y que contribuyó, aunque sin
excluirlo, a reducir su importancia. Éste es el dispositivo de
sexualidad: como el de alianza, está empalmado a los compañeros
sexuales, pero de muy otra manera. Se podría oponerlos término a
término. El dispositivo de alianza se edifica en torno de un sistema de
reglas que definen lo permitido y lo prohibido, lo prescrito y lo ilícito; el
de sexualidad funciona según técnicas móviles, polimorfas y
coyunturales de poder. El dispositivo de alianza tiene entre sus
principales objetivos el de reproducir el juego de las relaciones y
mantener la ley que las rige; el de sexualidad engendra en cambio
una extensión permanente de los dominios y las formas de control.
Para el primero, lo pertinente es el lazo entre dos personas de
estatuto definido; para el segundo, lo pertinente son las sensaciones
del cuerpo, la calidad de los placeres, la naturaleza de las
impresiones, por tenues o imperceptibles que sean. Finalmente, si el
dispositivo de alianza está fuertemente articulado con la economía a
causa del papel que puede desempeñar en la trasmisión o circulación
de riquezas, el dispositivo de sexualidad está vinculado a la economía
a través de mediaciones numerosas y sutiles, pero la principal es el
cuerpo —cuerpo que produce y que consume. En una palabra, el
dispositivo de alianza sin duda está orientado a una homeostasis del
cuerpo social, que es su función mantener; de ahí su vínculo
privilegiado con el derecho; de ahí también que, para él, el tiempo
fuerte sea el de la «reproducción». El dispositivo de sexualidad no
tiene como razón de ser el hecho de reproducir, sino el de proliferar,
innovar, anexar, inventar, penetrar los cuerpos de manera cada vez
más detallada y controlar las poblaciones de manera cada vez más
global. Es necesario, pues, admitir tres o cuatro tesis contrarias a la
que supone el tema de una sexualidad reprimida por las formas
modernas de la sociedad: la sexualidad está ligada a dispositivos de
poder recientes; ha estado en expansión creciente desde el siglo
XVII; la disposición o arreglo que desde entonces la sostuvo no se
dirige a la reproducción; se ligó desde el origen a una intensificación
del cuerpo; a su valoración como objeto de saber y como elemento en
las relaciones de poder.
No sería exacto decir que el dispositivo de sexualidad sustituyó
al dispositivo de alianza. Es posible imaginar que quizás un día lo
remplace. Pero hoy, de hecho, si bien tiende a recubrirlo, no lo ha
borrado ni tornado inútil. Históricamente, por lo demás, fue alrededor y
a partir del dispositivo de alianza donde se erigió el de sexualidad. La
práctica de la penitencia, luego la del examen de conciencia y la de la
dirección espiritual fue el núcleo formador: ahora bien, como vimos,1 lo
que en primer término estuvo en juego en el tribunal de la penitencia
fue el sexo en tanto que soporte de relaciones; la cuestión planteada
era la del comercio permitido o prohibido (adulterio, relaciones
extramatrimoniales, o con una persona interdicta por la sangre o por
su condición, carácter legítimo o no del acto de cópula); luego, poco a
poco, con la nueva pastoral —y su aplicación en seminarios, colegios
y conventos—, se pasó de una problemática de la relación a una
problemática de la «carne», es decir: del cuerpo, de la sensación, de la
naturaleza del placer, de los movimientos más secretos de la
concupiscencia, de las formas sutiles de la delectación y del
consentimiento. La «sexualidad» estaba naciendo, naciendo de una
técnica de poder que en el origen estuvo centrada en la alianza.
Desde entonces no dejó de funcionar en relación con un sistema de
alianza y apoyándose en él. La célula familiar, tal como fue valorada
en el curso del siglo XVIII, permitió que en sus dos dimensiones
principales (el eje marido-mujer y el eje padres-hijos) se desarrollaran
los elementos principales del dispositivo de sexualidad (el cuerpo
femenino, la precocidad infantil, la regulación de los nacimientos y, sin
duda en menor medida, la especificación de los perversos). No hay
que entender la familia en su forma contemporánea como una
estructura social, económica y política de alianza que excluye la
sexualidad o al menos la refrena, la atenúa tanto como es posible y
sólo se queda con sus funciones útiles. El papel de la familia es
anclarla y constituir su soporte permanente. Asegura la producción de
una sexualidad que no es homogénea respecto de los privilegios de
alianza, permitiendo al mismo tiempo que los sistemas de alianza
sean atravesados por toda una nueva táctica de poder que hasta
entonces ignoraban. La familia es el cambiador de la sexualidad y de
la alianza: trasporta la ley y la dimensión de lo jurídico hasta el
dispositivo de sexualidad; y trasporta la economía del placer y la
intensidad de las sensaciones hasta el régimen de la alianza.
Esa acción de prender con alfileres el dispositivo de alianza y el
de sexualidad en la forma de la familia permite comprender un cierto
número de hechos: que a partir del siglo XVIII la familia haya llegado a
ser un lugar obligatorio de afectos, de sentimientos, de amor; que la
sexualidad tenga como punto privilegiado la eclosión de la familia;
que, por la misma razón, la familia nazca ya «incestuosa». Es posible
que en las sociedades donde predominan los dispositivos de alianza
la prohibición del incesto sea una regla funcionalmente indispensable.
Pero en una sociedad como la nuestra, donde la familia es el más
activo foco de sexualidad, y donde sin duda son las exigencias de
ésta las que mantienen y prolongan la existencia de aquélla, el incesto
—por muy otras razones y de otra manera— ocupa un lugar central;
sin cesar es solicitado y rechazado, objeto de obsesión y llamado,
secreto temido y juntura indispensable. Aparece como lo prohibidísimo
en la familia mientras ésta actúe como dispositivo de alianza; pero
también como lo continuamente requerido para que la familia sea un
foco de incitación permanente de la sexualidad. Si durante más de un
siglo el Occidente se interesó tanto en la prohibición del incesto, si con
acuerdo más o menos común se vio en él un universal social y uno de
los puntos de pasaje a la cultura obligatorios, quizá fue porque se
encontraba allí un medio de defenderse, no contra un deseo
incestuoso, sino contra la extensión y las implicaciones de ese
dispositivo de sexualidad que se había erigido y cuyo inconveniente,
entre muchos beneficios, consistía en ignorar las leyes y las formas
jurídicas de la alianza. La afirmación de que toda sociedad, sea la que
fuere, y por consiguiente la nuestra, está sometida a esa regla de
reglas, garantizaba que el dispositivo de sexualidad, cuyos efectos
extraños comenzaban a manipularse —entre ellos la intensificación
afectiva del espacio familiar—, no podría escapar al viejo gran sistema
de la alianza. Así el derecho estaría a salvo, inclusive en la nueva
mecánica de poder. Pues tal es la paradoja de esta sociedad que
inventó desde el siglo XVIII tantas tecnologías de poder extrañas al
derecho: teme sus efectos y proliferaciones y trata de recodificarlos en
las formas del derecho. Si se admite que la prohibición del incesto es
el umbral de toda cultura, entonces la sexualidad se encuentra desde
el fondo de los tiempos colocada bajo el signo de la ley y el derecho.
La etnología, al reelaborar sin cesar durante tanto tiempo la teoría
trascultural de la prohibición del incesto, se ha hecho digna de todo el
dispositivo moderno de sexualidad y de los discursos teóricos que
produce.
Lo que ha ocurrido desde el siglo XVII puede descifrarse así: el
dispositivo de sexualidad, que se había desarrollado primero en los
márgenes de las instituciones familiares (en la dirección de
conciencias, en la pedagogía), poco a poco volverá a centrarse en la
familia: lo que podía incluir de extraño, de irreducible, quizá de
peligroso para el dispositivo de alianza —la consciencia de tal peligro
se manifiesta en las críticas frecuentemente dirigidas contra la
indiscreción de los directores, y en todo el debate, algo más tardío,
sobre la educación de los niños: privada o pública, institucional o
familiar—, (2) fue vuelto a tomar en cuenta por la familia, una familia
reorganizada, más cerrada sin duda, intensificada seguramente en
relación con las antiguas funciones que ejercía en el dispositivo de
alianza. Los padres y los cónyuges llegaron a ser en la familia los
principales agentes de un dispositivo de sexualidad que, en el
exterior, se apoya en los médicos, los pedagogos, más tarde los
psiquiatras, y que en el interior llega a acompañar y pronto a
«psicologizar» o «psiquiatrizar» los vínculos de alianza. Entonces
aparecen estos nuevos personajes: la mujer nerviosa, la esposa
frígida, la madre indiferente o asaltada por obsesiones criminales, el
marido impotente, sádico, perverso, la hija histérica o neurasténica, el
niño precoz y ya agotado, el joven homosexual que rechaza el
matrimonio o descuida a su mujer. Constituyen las figuras mixtas de la
alianza descarriada y de la sexualidad anormal; llevan el trastorno o
perturbación de ésta al orden de la primera; y para el sistema de
alianza son la ocasión de hacer valer sus derechos en el orden de la
sexualidad. Una demanda incesante nace entonces de la familia: pide
que se la ayude a resolver esos juegos desdichados de la sexualidad
y de la alianza, y, atrapada por el dispositivo de sexualidad que la
invadió desde el exterior, que contribuyó a solidificarla en su forma
moderna, profiere hacia los médicos, los pedagogos, los psiquiatras,
los curas y también los pastores, hacia todos los «expertos» posibles,
la larga queja de su sufrimiento sexual. Todo sucede como si de
pronto descubriese el temible secreto de lo que se le inculcó y que no
se dejaba de sugerirle: ella, arca fundamental de la alianza, era el
germen de todos los infortunios del sexo. Y hela ahí, desde mediados
del siglo XIX cuando menos, persiguiendo en sí misma las menores
huellas de sexualidad, arrancándose a sí misma las más difíciles
confesiones, solicitando ser oída por todos los que pueden saber
mucho sobre el tema, abriéndose de parte a parte a la infinitud del
examen. En el dispositivo de sexualidad la familia es el cristal: parece
difundir una sexualidad que en realidad refleja y difracta. Por su
penetrabilidad y por ese juego de remisiones al exterior, es para el
dispositivo de marras uno de los elementos tácticos más valiosos.
Pero nada de ello sucedió sin tensión ni problemas. También en esto
Charcot constituye, sin duda, una figura central. Durante años fue el
más notable entre aquellos a quienes las familias, incomodadas por la
sexualidad que las saturaba, solicitaban arbitraje y atención. Y él, que
del mundo entero recibía padres que conducían a sus hijos, esposos
con sus mujeres, mujeres con sus maridos, se preocupaba en primer
lugar —y a menudo dio este consejo a sus alumnos— por separar al
«enfermo» de su familia y, para observarlo mejor, la escuchaba lo
menos posible.(3) Buscaba separar el dominio de la sexualidad del
sistema de la alianza, a fin de tratarlo directamente con una práctica
médica cuya tecnicidad y autonomía estaban garantizadas por el
modelo neurológico. La medicina retomaba así por su propia cuenta, y
según las reglas de un saber específico, una sexualidad acerca de la
cual la medicina misma había incitado a las familias a preocuparse
como de una tarea esencial y un peligro mayor. Y Charcot, varias
veces, notó con qué dificultad las familias «cedían» al médico el
paciente que sin embargo venían a traerle, cómo ponían sitio a las
casas de salud en que el sujeto era mantenido aparte y con qué
interferencias perturbaban sin cesar el trabajo del médico. No tenían,
sin embargo, por qué inquietarse: era para devolverles individuos
sexualmente integrables al sistema de la familia por lo que el
terapeuta intervenía; y esta intervención, aunque manipulara el cuerpo
sexual, no lo autorizaba a formular un discurso explícito. No hay que
hablar de esas «causas genitales»: tal fue, pronunciada a media voz, la
frase que el oído más famoso de nuestra época sorprendió, un día de
1886, en boca de Charcot.
En ese espacio se alojó el psicoanálisis, pero modificando
considerablemente el régimen de las inquietudes y las seguridades. Al
principio tenía que suscitar desconfianza y hostilidad puesto que se
proponía, llevando al límite la lección de Charcot, recorrer fuera del
control familiar la sexualidad de los individuos; sacaba a luz esa
sexualidad misma sin recubrirla con el modelo neurológico; más aún,
ponía en entredicho las relaciones familiares con el análisis que de
ellas hacía. Pero he aquí que el psicoanálisis, que en sus
modalidades técnicas parecía colocar la confesión de la sexualidad
fuera de la soberanía familiar, en el corazón mismo de esa sexualidad
reencontraba como principio de su formación y cifra de su
inteligibilidad la ley de la alianza, los juegos mezclados de los
esponsales y el parentesco, el incesto. La garantía de que en el fondo
de la sexualidad de cada cual iba a reaparecer la relación padreshijos,
permitía mantener la sujeción con alfileres del dispositivo de
sexualidad sobre el sistema de la alianza en el momento en que todo
parecía indicar el proceso inverso. No había ningún riesgo de que la
sexualidad apareciese, por naturaleza, extraña a la ley: no se
constituía sino gracias a ésta. Padres, no temáis llevar a vuestros
hijos al análisis: en él aprenderán que, de todos modos, es a vosotros
a quienes aman. Hijos, no os quejéis demasiado por no ser huérfanos
y siempre redescubrir en el fondo de vosotros mismos a la Madre-
Objeto o al signo soberano del Padre: es gracias a ellos como
accedéis al deseo. De ahí, después de tantas reticencias, el inmenso
consumo de análisis en las sociedades donde el dispositivo de alianza
y el sistema de la familia tenían necesidad de ser reforzados. Pues en
ello reside uno de los puntos fundamentales en toda esta historia del
dispositivo de sexualidad: con la tecnología de la «carne» en el
cristianismo clásico, nació apoyándose en los sistemas de alianza y
las leyes que los rigen; pero hoy desempeña un papel inverso: tiende
a sostener el viejo dispositivo de alianza. Desde la dirección de
conciencias hasta el psicoanálisis, los dispositivos de alianza y de
sexualidad, girando uno con relación al otro según un lento proceso
que ahora tiene más de tres siglos, invirtieron sus respectivas
posiciones; en la pastoral cristiana, la ley de la alianza codificaba esa
carne que se estaba descubriendo y le imponía desde un principio una
armazón aún jurídica; con el psicoanálisis, la sexualidad da cuerpo y
vida a las reglas de la alianza saturándolas de deseo.
El dominio que se tratará de analizar en los diferentes estudios
que seguirán al presente volumen consiste, pues, en ese dispositivo
de sexualidad: su formación a partir de la carne cristiana; su
desarrollo a través de las cuatro grandes estrategias desplegadas en
el siglo XIX: sexualización del niño, histerización de la mujer,
especificación de los perversos, regulación de las poblaciones —
estrategias todas que pasan por una familia que fue (hay que verlo
bien) no una potencia de prohibición sino factor capital de
sexualización.
El primer momento correspondería a la necesidad de constituir
una «fuerza de trabajo» (por lo tanto nada de «gasto» inútil, nada de
energía dilapidada: todas las fuerzas volcadas al solo trabajo) y de
asegurar su reproducción (conyugalidad, fabricación regulada de
hijos). El segundo momento correspondería a la época del
Spätkapitalismus donde la explotación del trabajo asalariado no exige
las mismas coacciones violentas y físicas que en el siglo XIX y donde
la política del cuerpo no requiere ya la elisión del sexo o su limitación
al solo papel reproductor; pasa más bien por su canalización múltiple
en los circuitos controlados de la economía: una desublimación
sobrerrepresiva, como se dice.
Ahora bien, si la política del sexo no hace actuar en lo esencial
la ley de la prohibición sino todo un aparato técnico, si se trata más
bien de la producción de la «sexualidad» que de la represión del sexo,
es preciso abandonar semejante división y distanciar el análisis
respecto del problema de la «fuerza de trabajo» y, sin duda, abandonar
el energetismo difuso que sustenta el tema de una sexualidad
reprimida por razones económicas.

1 Cf., supra, p. 49.
2 Tartufo, de Molière, y El preceptor, de Lenz, representan, con un siglo de distancia entre ellas, la
interferencia del dispositivo de sexualidad en el dispositivo de familia: Tartufo en el caso de la dirección espiritual y El preceptor en el de la educación.
3 Charcot. Leçons du mardi, 7 de enero de 1888: «Para tratar bien a una joven histérica, no hay que dejarla con su padre v su madre, hay que llevarla a una casa de salud… ¿Saben ustedes cuánto tiempo lloran a sus madres, cuando las abandonan, las jóvenes bien educadas? Consideremos el término medio, si ustedes quieren: una media hora. No es mucho.»
21 de febrero de 1888: «En los casos de histeria de jóvenes varones, lo que hay que hacer es
separarlos de sus madres. Mientras estén con ellas, no hay nada que hacer… A veces el padre es tan insoportable como la madre; lo mejor, pues, es suprimir a ambos.»

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