Obras de M. Foucault, Historia De La Sexualidad I: El dispositivo de la sexualidad (La apuesta)

IV. EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD

1. LA APUESTA
¿Por qué estas investigaciones? Me doy cuenta muy bien de
que una incertidumbre atravesó los esbozos trazados más arriba;
corro el riesgo de que la misma condene las investigaciones más
pormenorizadas que he proyectado. Cien veces he repetido que la
historia de las sociedades occidentales en los últimos siglos no
mostraba demasiado el juego de un poder esencialmente represivo.
Dirigí mi discurso a poner fuera de juego esa noción, fingiendo ignorar
que una crítica era formulada desde otra parte y sin duda de modo
más radical: una crítica que se ha efectuado al nivel de la teoría del
deseo. Que el sexo, en efecto, no esté «reprimido», no es una noción
muy nueva. Hace un buen tiempo que ciertos psicoanalistas lo dijeron.
Recusaron la pequeña maquinaria simple que gustosamente uno
imagina cuando se habla de represión; la idea de una energía rebelde
a la que habría que dominar les pareció inadecuada para descifrar de
qué manera se articulan poder y deseo; los suponen ligados de una
manera más compleja y originaria que el juego entre una energía
salvaje, natural y viviente, que sin cesar asciende desde lo bajo, y un
orden de lo alto que busca obstaculizarla; no habría que imaginar que
el deseo está reprimido, por la buena razón de que la ley es
constitutiva del deseo y de la carencia que lo instaura. La relación de
poder ya estaría allí donde está el deseo: ilusorio, pues, denunciarla
en una represión que se ejercería a posteriori; pero, también,
vanidoso partir a la busca de un deseo al margen del poder.
Ahora bien, de una manera obstinadamente confusa, he
hablado, como si fueran nociones equivalentes, ora de la represión,
ora de la ley, la prohibición o la censura. He ignorado —tozudez o
negligencia— todo lo que puede distinguir sus implicaciones teóricas o
prácticas. Y ciertamente concibo que se pueda decirme: refiriéndose
sin cesar a técnicas positivas de poder, usted intenta ganar en los dos
tableros; usted confunde a los adversarios en la figura del más débil,
y, discutiendo la sola represión, abusivamente quiere hacer creer que
se ha desembarazado del problema de la ley; y no obstante usted
conserva del principio del poder-ley la consecuencia práctica esencial,
a saber, que no es posible escapar del poder, que siempre está ahí y
que constituye precisamente aquello que se intenta oponerle. De la
idea del poder-represión, retiene usted el elemento teórico más frágil,
para criticarlo; de la idea del poder-ley, retiene, para usarla a su modo,
la consecuencia política más esterilizante.
La apuesta de las investigaciones que seguirán consiste en
avanzar menos hacia una «teoría» que hacia una «analítica» del poder:
quiero decir, hacia la definición del dominio específico que forman las
relaciones de poder y la determinación de los instrumentos que
permiten analizarlo. Pero creo que tal analítica no puede constituirse
sino a condición de hacer tabla rasa y de liberarse de cierta
representación del poder, la que yo llamaría —en seguida se verá por
qué— «jurídico-discursiva». Esta concepción gobierna tanto la temática
de la represión como la teoría de la ley constitutiva del deseo. En
otros términos, lo que distingue el análisis que se hace en términos de
los instintos del que se lleva a cabo en términos de ley del deseo, es
con toda seguridad la manera de concebir la naturaleza y la dinámica
de las pulsiones; no la manera de concebir el poder. Una y otra
recurren a una representación común del poder que, según el uso que
se le dé y la posición que se le reconozca respecto del deseo,
conduce a dos consecuencias opuestas: o bien a la promesa de una
«liberación» si el poder sólo ejerce sobre el deseo un apresamiento
exterior, o bien, si es constitutivo del deseo mismo, a la afirmación:
usted está, siempre, apresado ya. Por lo demás, no imaginemos que
esa representación sea propia de los que se plantean el problema de
las relaciones entre poder y sexo. En realidad es mucho más general;
frecuentemente la volvemos a encontrar en los análisis políticos del
poder, y sin duda está arraigada allá lejos en la historia de Occidente.
He aquí algunos de sus rasgos principales:
La relación negativa. Entre poder y sexo, no establece
relación ninguna sino de modo negativo: rechazo, exclusión,
desestimación, barrera, y aun ocultación o máscara. El poder nada
«puede» sobre el sexo y los placeres, salvo decirles no; si algo
produce, son ausencias o lagunas; elide elementos, introduce
discontinuidades, separa lo que está unido, traza fronteras. Sus
efectos adquieren la forma general del límite y de la carencia.
• La instancia de la regla. El poder, esencialmente, sería lo que
dicta al sexo su ley. Lo que quiere decir, en primer término, que el
sexo es colocado por aquél bajo un régimen binario: lícito e ilícito,
permitido y prohibido. Lo que quiere decir, en segundo lugar, que el
poder prescribe al sexo un «orden» que a la vez funciona como forma
de inteligibilidad: el sexo se descifra a partir de su relación con la ley.
Lo que quiere decir, por último, que el poder actúa pronunciando la
regla: el poder apresa el sexo mediante el lenguaje o más bien por un
acto de discurso que crea, por el hecho mismo de articularse, un
estado de derecho. Habla, y eso es la regla. La forma pura del poder
se encontraría en la función del legislador; y su modo de acción
respecto del sexo sería de tipo jurídico-discursivo.
• El ciclo de lo prohibido: no te acercarás, no tocarás, no
consumirás, no experimentarás placer, no hablarás, no aparecerás; en
definitiva, no existirás, salvo en la sombra y el secreto. El poder no
aplicaría al sexo más que una ley de prohibición. Su objetivo: que el
sexo renuncie a sí mismo. Su instrumento: la amenaza de un castigo
que consistiría en suprimirlo. Renuncia a ti mismo so pena de ser
suprimido; no aparezcas si no quieres desaparecer. Tu existencia no
será mantenida sino al precio de tu anulación. El poder constriñe al
sexo con una prohibición que implanta la alternativa entre dos
inexistencias.
• La lógica de la censura. Se supone que este tipo de
prohibición adopta tres formas: afirmar que eso no está permitido,
impedir que eso sea dicho, negar que eso exista. Formas
aparentemente difíciles de conciliar. Pero es entonces cuando se
imagina una especie de lógica en cadena que sería característica de
los mecanismos de censura: liga lo inexistente, lo ilícito y lo
informulable de manera que cada uno sea a la vez principio y efecto
del otro: de lo que está prohibido no se debe hablar hasta que esté
anulado en la realidad; lo inexistente no tiene derecho a ninguna
manifestación, ni siquiera en el orden de la palabra que enuncia su
inexistencia; y lo que se debe callar se encuentra proscrito de lo real
como lo que está prohibido por excelencia. La lógica del poder sobre
el sexo sería la lógica paradójica de una ley que se podría enunciar
como conminación a la inexistencia, la no manifestación y el mutismo.
• La unidad de dispositivo. El poder sobre el sexo se ejercería
de la misma manera en todos los niveles. De arriba abajo, en sus
decisiones globales como en sus intervenciones capilares,
cualesquiera que sean los aparatos o las instituciones en las que se
apoye, actuaría de manera uniforme y masiva; funcionaría según los
engranajes simples e indefinidamente reproducidos de la ley, la
prohibición y la censura: del Estado a la familia, del príncipe al padre,
del tribunal a la trivialidad de los castigos cotidianos, de las instancias
de la dominación social a las estructuras constitutivas del sujeto
mismo, se hallaría, en diferente escala, una forma general de poder.
Esta forma es el derecho, con el juego de lo lícito y lo ilícito, de la
trasgresión y el castigo. Ya se le preste la forma del príncipe que
formula el derecho, del padre que prohibe, del censor que hace callar
o del maestro que enseña la ley, de todos modos se esquematiza el
poder en una forma jurídica y se definen sus efectos como obediencia.
Frente a un poder que es ley, el sujeto constituido como sujeto —que
está «sujeto»— es el que obedece. A la homogeneidad formal del
poder a lo largo de esas instancias, correspondería a aquel a quien
constriñe —ya se trate del súbdito frente al monarca, del ciudadano
frente al Estado, del niño frente a los padres, del discípulo frente al
maestro— la forma general de sumisión. Por un lado, poder legislador
y, por el otro, sujeto obediente.
Tanto en el tema general de que el poder reprime el sexo como
en la idea de la ley constitutiva del deseo, encontramos la misma
supuesta mecánica del poder. Se la define de un modo extrañamente
limitativo. Primero porque se trataría de un poder pobre en recursos,
muy ahorrativo en sus procedimientos, monótono en sus tácticas,
incapaz de invención y condenado a repetirse siempre. Luego, porque
sería un poder que sólo tendría la fuerza del «no»; incapaz de producir
nada, apto únicamente para trazar límites, sería en esencia una
antienergía; en ello consistiría la paradoja de su eficacia; no poder
nada, salvo lograr que su sometido nada pueda tampoco, excepto lo
que le deja hacer. Finalmente, porque se trataría de un poder cuyo
modelo sería esencialmente jurídico, centrado en el solo enunciado de
la ley y el solo funcionamiento de lo prohibido. Todos los modos de
dominación, de sumisión, de sujeción se reducirían en suma al efecto
de obediencia.
¿Por qué se acepta tan fácilmente esta concepción jurídica del
poder, y por consiguiente la elisión de todo lo que podría constituir su
eficacia productiva, su riqueza estratégica, su positividad? En una
sociedad como la nuestra, donde los aparatos del poder son tan
numerosos, sus rituales tan visibles y sus instrumentos finalmente tan
seguros, en esta sociedad que fue, sin duda, más inventiva que
cualquiera en materia de mecanismos de poder sutiles y finos, ¿por
qué esa tendencia a no reconocerlo sino en la forma negativa y
descarnada de lo prohibido? ¿Por qué reducir los dispositivos de la
dominación nada más al procedimiento de la ley de prohibición?
Razón general y táctica que parece evidente: el poder es
tolerable sólo con la condición de enmascarar una parte importante de
sí mismo. Su éxito está en proporción directa con lo que logra
esconder de sus mecanismos. ¿Sería aceptado el poder, si fuera
enteramente cínico? Para el poder, el secreto no pertenece al orden
del abuso; es indispensable para su funcionamiento. Y no sólo porque
lo impone a quienes somete, sino porque también a éstos les resulta
igualmente indispensable: ¿lo aceptarían acaso, si no viesen en ello
un simple límite impuesto al deseo, dejando intacta una parte —
incluso reducida— de libertad? El poder, como puro límite trazado a la
libertad, es, en nuestra sociedad al menos, la forma general de su
aceptabilidad.
Quizá hay para esto una razón histórica. Las grandes
instituciones de poder que se desarrollaron en la Edad Media —la
monarquía, el Estado con sus aparatos— tomaron impulso sobre el
fondo de una multiplicidad de poderes que eran anteriores y, hasta
cierto punto, contra ellos: poderes densos, enmarañados, conflictivos,
poderes ligados al dominio directo o indirecto de la tierra, a la
posesión de las armas, a la servidumbre, a los vínculos de soberanía
o de vasallaje. Si tales instituciones pudieron implantarse, si supieron
—beneficiándose con toda una serie de alianzas tácticas— hacerse
aceptar, fue porque se presentaron como instancias de regulación, de
arbitraje, de delimitación, como una manera de introducir entre esos
poderes un orden, de fijar un principio para mitigarlos y distribuirlos
con arreglo a fronteras y a una jerarquía establecida. Esas grandes
formas de poder, frente a fuerzas múltiples que chocaban entre sí,
funcionaron por encima de todos los derechos heterogéneos en tanto
que principio del derecho, con el triple carácter de constituirse como
conjunto unitario, de identificar su voluntad con la ley y de ejercerse a
través de mecanismos de prohibición y de sanción. Su fórmula, pax et
justitia, señalaba, en esa función a la que pretendía, a la paz como
prohibición de las guerras feudales o privadas y a la justicia como
manera de suspender el arreglo privado de los litigios. En ese
desarrollo de las grandes instituciones monárquicas, se trataba, sin
duda, de muy otra cosa que de un puro y simple edificio jurídico. Pero
tal fue el lenguaje del poder, tal la representación de sí mismo que
ofreció, y de la cual toda la teoría del derecho público construida en la
Edad Media o reconstruida a partir del derecho romano ha dado
testimonio. El derecho no fue simplemente un arma manejada
hábilmente por los monarcas; fue el modo de manifestación y la forma
de aceptabilidad del sistema monárquico. A partir de la Edad Media,
en las sociedades occidentales el ejercicio del poder se formula
siempre en el derecho.
Una tradición que se remonta al siglo XVIII o al XIX nos habituó
a situar el poder monárquico absoluto del lado del no-derecho: lo
arbitrario, los abusos, el capricho, la buena voluntad, los privilegios y
las excepciones, la continuación tradicional de estados de hecho.
Pero eso significa olvidar el rasgo histórico fundamental: las
monarquías occidentales se edificaron como sistemas de derecho,
se reflejaron a través de teorías del derecho e hicieron funcionar sus
mecanismos de poder según la forma del derecho. El viejo reproche
de Boulainvilliers a la monarquía francesa —haberse valido del
derecho y los juristas para abolir los derechos y rebajar a la
aristocracia—, tiene, grosso modo, fundamento. A través del
desarrollo de la monarquía y de sus instituciones se instauró esa
dimensión de lo jurídico-político; por cierto que no se adecúa a la
manera en que el poder se ejerció y se ejerce; pero es el código con
que se presenta, y prescribe que se lo piense según ese código. La
historia de la monarquía y el recubrimiento de hechos y
procedimientos de poder por el discurso jurídico-político fueron cosas
que marcharon al unísono.
Ahora bien, a pesar de los esfuerzos realizados para separar lo
jurídico de la institución monárquica y para liberar lo político de lo
jurídico, la representación del poder continuó atrapada por ese
sistema. Consideremos dos ejemplos. En Francia, la crítica de la
institución monárquica en el siglo XVIII no se hizo contra el sistema
jurídico-monárquico, sino en nombre de un sistema jurídico puro,
riguroso, en el que podrían introducirse sin excesos ni irregularidades
todos los mecanismos del poder, contra una monarquía que a pesar
de sus afirmaciones desbordaba sin cesar el derecho y se colocaba a
sí misma por encima de las leyes. La crítica política se valió entonces
de toda la reflexión jurídica que había acompañado al desarrollo de la
monarquía, para condenarla; pero no puso en entredicho el principio
según el cual el derecho debe ser la forma misma del poder y que el
poder debe ejercerse siempre con arreglo a la forma del derecho. En
el siglo XIX apareció otro tipo de crítica de las instituciones políticas;
crítica mucho más radical puesto que se trataba de mostrar no sólo
que el poder real escapaba a las reglas del derecho, sino que el
sistema mismo del derecho era una manera de ejercer la violencia, de
anexarla en provecho de algunos, y de hacer funcionar, bajo la
apariencia de la ley general, las asimetrías e injusticias de una
dominación. Pero esta crítica del derecho se formula aún según el
postulado de que el poder debe por esencia, e idealmente, ejercerse
con arreglo a un derecho fundamental.
En el fondo, a pesar de las diferencias de épocas y de objetivos,
la representación del poder ha permanecido acechada por la
monarquía. En el pensamiento y en el análisis político, aún no se ha
guillotinado al rey. De allí la importancia que todavía se otorga en la
teoría del poder al problema del derecho y de la violencia, de la ley y
la ilegalidad, de la voluntad y de la libertad, y sobre todo del Estado y
la soberanía (incluso si ésta es interrogada en un ser colectivo y no
más en la persona del soberano). Pensar el poder a partir de estos
problemas equivale a pensarlos a partir de una forma histórica muy
particular de nuestras sociedades: la monarquía jurídica. Muy
particular, y a pesar de todo transitoria. Pues si muchas de sus formas
subsistieron y aún subsisten, novísimos mecanismos de poder la
penetraron poco a poco y son probablemente irreducibles a la
representación del derecho. Más lejos se verá: esos mecanismos de
poder son, en parte al menos, los que a partir del siglo XVIII tomaron a
su cargo la vida de los hombres, a los hombres como cuerpos
vivientes. Y si es verdad que lo jurídico sirvió para representarse (de
manera sin duda no exhaustiva) un poder centrado esencialmente en
la extracción (en sentido jurídico) y la muerte, ahora resulta
absolutamente heterogéneo respecto de los nuevos procedimientos
de poder que funcionan no ya por el derecho sino por la técnica, no
por la ley sino por la normalización, no por el castigo sino por el
control, y que se ejercen en niveles y formas que rebasan el Estado y
sus aparatos. Hace ya siglos que entramos en un tipo de sociedad
donde lo jurídico puede cada vez menos servirle al poder de cifra o de
sistema de representación. Nuestro declive nos aleja cada vez más de
un reino del derecho que comenzaba ya a retroceder hacia el pasado
en la época en que la Revolución francesa (y con ella la edad de las
constituciones y los códigos) parecía convertirlo en una promesa para
un futuro cercano.
Es esa representación jurídica la que todavía está en acción en
los análisis contemporáneos de las relaciones entre el poder y el sexo.
Ahora bien, el problema no consiste en saber si el deseo es extraño al
poder, si es anterior a la ley, como se imagina con frecuencia, o si, por
el contrario, la ley lo constituye. Ése no es el punto. Sea el deseo esto
o aquello, de todos modos se continúa concibiéndolo en relación con
un poder siempre jurídico y discursivo, un poder cuyo punto central es
la enunciación de la ley. Se permanece aferrado a cierta imagen del
poder-ley, del poder-soberanía, que los teóricos del derecho y la
institución monárquica dibujaron. Y hay que liberarse de esa imagen,
es decir, del privilegio teórico de la ley y de la soberanía, si se quiere
realizar un análisis del poder según el juego concreto e histórico de
sus procedimientos. Hay que construir una analítica del poder que ya
no tome al derecho como modelo y como código.
Reconozco gustosamente que el proyecto de esta historia de la
sexualidad, o más bien de esta serie de estudios concernientes a las
relaciones históricas entre el poder y el discurso sobre el sexo, es
circular, en el sentido de que se trata de dos tentativas, cada una de
las cuales remite a la otra. Intentemos deshacernos de una
representación jurídica y negativa del poder, renunciemos a pensarlo
en términos de ley, prohibición, libertad y soberanía: ¿cómo analizar
entonces lo que ocurrió, en la historia reciente, a propósito del sexo,
aparentemente uno de los aspectos más prohibidos de nuestra vida y
nuestro cuerpo? ¿Cómo —fuera de la prohibición y el obstáculo—
tiene acceso al mismo el poder? ¿Mediante qué mecanismos, tácticas
o dispositivos? Pero admitamos en cambio que un examen algo
cuidadoso muestra que en las sociedades modernas el poder en
realidad no ha regido la sexualidad según la ley y la soberanía;
supongamos que el análisis histórico haya revelado la presencia de
una verdadera «tecnología» del sexo, mucho más compleja y sobre
todo mucho más positiva que el efecto de una mera «prohibición»;
desde ese momento, este ejemplo —que no se puede dejar de
considerar privilegiado, puesto que ahí, más que en cualquiera otra
parte, el poder parecía funcionar como prohibición— ¿acaso no nos
constriñe a forjar, a propósito del poder, principios de análisis que no
participen del sistema del derecho y la forma de la ley?
Por lo tanto, al forjar otra teoría del poder, se trata, al mismo
tiempo, de formar otro enrejado de desciframiento histórico y, mirando
más de cerca todo un material histórico, de avanzar poco a poco hacia
otra concepción del poder. Se trata de pensar el sexo sin la ley y, a la
vez, el poder sin el rey.

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