Obras de M. Foucault, Historia de la locura en la época clásica I: PRIMERA PARTE (EL MUNDO CORRECCIONAL)

PRIMERA PARTE.

III. EL MUNDO CORRECCIONAL
Del otro lado de los muros del internado no sólo se encuentran pobreza y
locura, sino también rostros bastante más variados, y siluetas cuya estatura
común no siempre es fácil de reconocer.
Es claro que el internado, en sus formas primitivas, ha funcionado como un
mecanismo social, y que ese mecanismo ha trabajado sobre una superficie
muy grande, puesto que se ha extendido desde las regulaciones mercantiles
elementales hasta el gran sueño burgués de una ciudad donde reinara la
síntesis autoritaria de la naturaleza y de la virtud. De ahí a suponer que el
sentido del internado se reduzca a una oscura finalidad social que permita al
grupo eliminar los elementos que le resultan heterogéneos o nocivos, no hay
más que un paso. El internado será entonces la eliminación espontánea de los
«asociales»; la época clásica habría neutralizado, con una eficacia muy segura
—tanto más segura cuanto que ya no estaba ella ciega— aquellos mismos que,
no sin vacilaciones ni peligro, nosotros distribuimos entre las prisiones, las
casas correccionales, los hospitales psiquiátricos o los gabinetes de los
psicoanalistas. Es eso, en suma, lo que ha querido mostrar, al principio del
siglo, todo un grupo de historiadores, (230) al menos, si ese término no es
exagerado. Si hubiesen sabido precisar el nexo evidente que une a la policía
del internado con la política mercantil, es muy probable que hubiesen
encontrado ahí un argumento suplementario en favor de su tesis: único, quizá,
de peso, y que habría merecido un examen. Hubieran podido mostrar sobre
qué fondo de sensibilidad social ha podido formarse la conciencia médica de la
locura, y hasta qué punto le sigue estando atada, puesto que es esta
sensibilidad la que sirve de elemento regulador cuando se trata de decidir
entre un internamiento o una liberación.
En rigor, un análisis semejante supondría la persistencia inamovible de una
locura ya provista de su eterno equipo psicológico, pero que habría requerido
largo tiempo para ser expuesta en su verdad. Ignorada desde hacía siglos, o al
menos mal conocida, la época clásica habría empezado a aprehenderla
oscuramente como desorganización de la familia, desorden social, peligro para
el Estado. Y poco a poco, esta primera percepción se habría organizado, y
finalmente perfeccionado, en una conciencia médica que habría llamado
enfermedad de la naturaleza lo que entonces sólo era reconocido en el
malestar de la sociedad. Habría que suponer así una especie de ortogénesis
que fuera desde la experiencia social hasta el conocimiento científico, y que
progresara sordamente desde la conciencia de grupo hasta la ciencia positiva:
aquélla no sería más que la forma encubierta de ésta, y una especie de su
vocabulario balbuciente. La experiencia social, conocimiento aproximado, sería
de la misma naturaleza que el conocimiento mismo, y ya en camino hacia su
perfección. (231) Por el hecho mismo, el objeto del saber le es pre-existente,
puesto que él es el que estaba aprehendido, antes de ser rigurosamente
filtrado por una ciencia positiva: en su solidez intemporal, él mismo pertenece
al abrigo de la historia, retirado en una verdad que sigue, adormecida, hasta el
total despertar de la positividad.
Pero no es seguro que la locura haya esperado, recogida en su identidad
inmóvil, al gran logro de la psiquiatría, para pasar de una existencia oscura a
la luz de la verdad. No es seguro, por otra parte, que fuese a la locura, ni aun
implícitamente, a la que enfocaban las medidas del internamiento. No es
seguro, finalmente, que al hacer nuevamente, en el umbral de la época clásica,
el antiquísimo gesto de la segregación, el mundo moderno haya deseado
eliminar a aquellos que —sea mutación espontánea, sea variedad de especie—
se manifestaban como «asociales». Que en los internados del siglo XVIII
podamos encontrar una similitud ton nuestro personaje contemporáneo del
asocial es un hecho, pero que probablemente no sea más que un resultado,
pues ese personaje ha sido conjurado por el gesto misino de la segregación.
Ha llegado el día en que este hombre, partido de todos los países de Europa
hacia un mismo exilio, a mediados del siglo XVII, ha sido reconocido como un
extraño a la sociedad que lo había expulsado, irreductible a sus exigencias;
entonces, para la mayor comodidad de nuestro espíritu, se ha convertido en el
candidato indiferenciado a todas las prisiones, a todos los asilos, a todos los
castigos. No es, en realidad, más que el esquema de exclusiones sobrepuestas.
Ese gesto que proscribe es tan súbito como el que había aislado a los leprosos;
pero, como en el caso de aquél, su sentido no puede obtenerse de su
resultado. No se había expulsado a los leprosos para contener el contagio;
hacia 1657, no se ha internado a la centésima parle de la población de París
para librarse de los «asociales». El gesto, sin duda, tenía otra profundidad: no
aislaba extraños desconocidos, y durante largo tiempo esquivados por el
hábito; los creaba, alterando rostros familiares en el paisaje social, para hacer
de ellos rostros extraños que nadie reconocía ya. Provocaba al extraño ahí
mismo donde no lo había presentido; rompía la trama, destrababa
familiaridades; por él, hay algo del hombre que ha quedado fuera de su
alcance, que se ha alejado indefinidamente en nuestro horizonte. En una
palabra, puede decirse que ese gesto fue creador de alienación.
En ese sentido, rehacer la historia de ese proceso de ostracismo es hacer la
arqueología de una alienación. Lo que se trata entonces de determinar no es
qué categoría patológica o policíaca fue así enfocada, lo que siempre supone
esta alienación ya dada; lo que hace falta saber es cómo se realizó ese gesto,
es decir, qué operaciones se equilibran en la totalidad que él forma, de qué
horizontes diversos venían aquellos que han partido juntos bajo el golpe de la
misma segregación, y qué experiencia hacía de sí mismo el hombre clásico en
el momento en que algunos de sus perfiles más familiares comenzaban a
perder, para él, su familiaridad, y su parecido a lo que reconocía de su propia
imagen. Si ese decreto tiene un sentido, por el cual el hombre moderno ha
encontrado en el loco su propia verdad alienada, es en la medida en que fue
constituido, mucho antes de que se apoderara de él y lo simbolizara, ese
campo de la alienación de donde el loco se encontró expulsado, entre tantas
otras figuras que para nosotros ya no tienen parentesco con él. Ese campo ha
sido circunscrito realmente por el espacio del internado; y la manera en que ha
sido formado debe indicarnos cómo se constituyó la experiencia de la locura.
Una vez consumado sobre toda la superficie de Europa el gran Encierro, ¿qué
se encuentra en esas ciudades de exilio que se construían a las puertas de las
ciudades? ¿A quién se encuentra, haciendo compañía, y como una especie de
parentesco, a los locos que ahí se internan, de donde tendrán tanto trabajo
para librarse a fines del siglo XVIII?
Un censo del año 1690 enumera más de 3 mil personas en la Salpêtrière. Una
gran parte está compuesta de indigentes, vagabundos y mendigos. Pero en los
«cuarteles» hay elementos diversos, cuyo internamiento no se explica, o al
menos no completamente, por la pobreza: en Saint-Théodore 41 prisioneros
por cartas con orden del rey; 8 «gentes ordinarias» en la prisión; 20 «viejas
chochas» en Saint-Paul; el ala de la Madeleine contiene 91 «viejas chochas o
impedidas»; el de Sainte-Geneviève, 80 «viejas seniles»; el de Saint-Levège,
72 personas epilépticas; en Saint-Hilaire se ha alojado a 80 mujeres en su
segunda infancia; en Sainte-Catherine, 69 «¡nocentes deformes y
contrahechas»; las locas se reparten entre Sainte-Elizabeth, Sainte-Jeanne y
los calabozos, según que tengan solamente «el espíritu débil», que su locura se
manifieste por intervalos o que se trate de locas violentas. Finalmente, 22
«muchachas incorregibles» han sido internadas, por esta razón misma, en la
correccional. (232)
Esta enumeración sólo tiene valor de ejemplo. La población es igualmente
variada en Bicêtre, hasta el punto de que en 1737 se intenta una repartición
racional en cinco «empleos»; en el primero, el manicomio, los calabozos, las
jaulas y las celdas para aquellos a quienes se encierra por carta del rey; los
empleos segundo y tercero están reservados a los «pobres buenos», así como a
los «paralíticos grandes y pequeños»; los alienados y los locos van a parar al
cuarto; el quinto grupo es de quienes padecen enfermedades venéreas,
convalecientes e hijos de la corrección. (233) Al visitar la casa de trabajo de Berlín,
en 1781, Howard encuentra allí mendigos, «perezosos», «bribones y libertinos»,
«impedidos y criminales», «viejos indigentes y niños». (234) Durante siglo y medio,
en toda Europa, el internado desarrolla su monótona función. Allí las faltas se
nivelan, los sufrimientos son paliados. Desde 1650 hasta la época de Tuke, de
Wagnitz y de Pinel, los Hermanos de San Juan de Dios, los Congregacionistas
de San Lázaro, los Guardianes de Bedlam, de Bicêtre, de las Zuchthäusern,
declinan a lo largo de sus registros las letanías del internado: «depravado»,
«imbécil», «pródigo», «impedido», «desequilibrado», «libertino», «hijo ingrato»,
«padre disipado», «prostituida», «insensato». (235) Entre todos ellos, ningún indicio
de diferencia: el mismo deshonor abstracto. Más tarde nacerá el asombro de
que se haya encerrado a enfermos, que se haya confundido a los locos con los
criminales. Por el momento, estamos en presencia de un hecho uniforme.
Hoy, las diferencias son claras para nosotros. La conciencia indistinta que los
confunde nos produce el efecto de ignorancia. Y, sin embargo, es un hecho
positivo. Manifiesta, a lo largo de toda la época clásica, una experiencia
original e irreductible; designa un dominio extrañamente cerrado a nosotros,
extrañamente silencioso, si se piensa que ha sido la primera patria de la locura
moderna. No es a nuestro saber al que debemos interrogar sobre lo que nos
parece ignorancia, sino, antes bien, a esta experiencia sobre lo que sabe de
ella misma y lo que ha podido formular. Veremos entonces en qué
familiaridades se ha hallado presa la locura, de las que, poco a poco, se ha
liberado, sin romper, sin embargo con parentescos tan peligrosos. Pues el
internado no sólo ha desempeñado un papel negativo de exclusión, sino
también un papel positivo de organización. Sus prácticas y sus reglas han
constituido un dominio de experiencia que ha tenido su unidad, su coherencia
y su función. Ha acercado, en un campo unitario, personajes y valores entre
los cuales las culturas precedentes no habían percibido ninguna similitud.
Imperceptiblemente, los ha encaminado hacia la locura, preparando una
experiencia —la nuestra— en que se caracterizaran como ya integrados al
dominio de pertenencia de la alienación mental. Para que se hicieran esos
acercamientos, se ha requerido toda una organización del mundo ético, nuevos
puntos de separación entre el bien y el mal, entre el reconocido y el
condenado, y el establecimiento de nuevas normas en la integración social. El
internamiento no es más que el fenómeno de ese trabajo, hecho en
profundidad, que forma cuerpo con todo el conjunto de la cultura clásica. Hay,
en efecto, ciertas experiencias que el siglo XVI había aceptado o rechazado,
que había formulado o, por el contrario, dejado al margen y que, ahora, el
siglo XVII va a retomar, agrupar y prohibir de un solo gesto, para enviarlas al
exilio donde tendrán como vecina a la locura, formando así un mundo uniforme
de la Sinrazón. Pueden resumirse esas experiencias diciendo que tocan, todas,
sea a la sexualidad en sus relaciones con la organización de la familia
burguesa, sea a la profanación en sus relaciones con la nueva concepción de lo
sagrado y de los ritos religiosos, sea al «libertinaje», es decir, a las nuevas
relaciones que están instaurándose entre el pensamiento libre y el sistema de
las pasiones. Esos tres dominios de experiencia forman, con la locura, en el
espacio del internado un mundo homogéneo que es donde la alienación mental
tomará el sentido que nosotros conocemos. Al fin del siglo XVIII, será ya
evidente —con una de esas evidencias no formuladas— que ciertas formas de
pensamiento «libertino», como el de Sade, tienen algo que ver con el delirio y
la locura; con la misma facilidad se admitirá que magia, alquimia, prácticas de
profanación y aun ciertas formas de sexualidad están directamente
emparentadas con la sinrazón y la enfermedad mental. Todo ello contará entre
el número de los grandes signos de la locura, y ocupará un lugar entre sus
manifestaciones más esenciales. Pero para que se constituyan esas unidades,
significativas a nuestros ojos, ha sido necesaria esa inversión, lograda por el
clasicismo, en las relaciones que sostiene la locura con todo el dominio de la
experiencia ética.
Desde los primeros meses del internado, padecen enfermedades venéreas
pertenecen, por pleno derecho, al Hôpital Général. Los hombres son enviados a
Bicêtre; las mujeres, a la Salpêtrière. Hasta llegó a prohibirse a los médicos del
Hotel-Dieu recibirlos y cuidarlos. Y si, por excepción, se aceptan allí mujeres
embarazadas, éstas no deberán esperar ser tratadas como las otras; no se les
dará, para el parto, más que un aprendiz de cirujano. Así pues, el Hôpital
Général debe recibir a los «favorecidos», pero no los acepta sin formalidades;
hay que pagar su deuda a la moral pública, y hay que prepararse, por los
caminos del castigo y de la penitencia, a volver a una comunión de la que han
sido excluidos por el pecado. Así, se podrá ser admitido en el ala del «gran
mal», sin un testimonio: no billete de confesión, sino certificado de castigo. De
esta manera, después de deliberación, se ha decidido en la oficina del Hospital
General en 1679: «Todos aquellos que se encuentran atacados de un mal
venéreo no serán recibidos allí más que a condición de estar sometidos a la
corrección, ante todo, y azotados, lo que será certificado en su certificado de
salida. » (236)
Originalmente, quienes padecían enfermedades venéreas no habían sido
tratados de manera distinta de las víctimas de los otros grandes males, como
«el hambre, la peste, y otras plagas» que, según Maximiliano en la Dieta de
Worms, en 1495, habían sido enviados por Dios para castigo de los hombres.
Castigo que sólo tenía un valor universal y no sancionaba ninguna inmoralidad
particular. En París las víctimas del «Mal de Nápoles» eran recibidas en el Hôtel-
Dieu; como en todos los demás hospitales del mundo católico, sólo tenían que
hacer una confesión: en ello, corrían la misma suerte que cualquier enfermo.
Fue al final del Renacimiento cuando se les empezó a ver de otra manera. Si
hemos de creer a Thierry de Héry, ninguna causa generalmente alegada, ni el
aire corrompido, ni la infección de las aguas pueden explicar semejante
enfermedad: «Para ello hemos de remitir su origen a la indignación y el
permiso del creador y dispensador de todas las cosas, el cual, para castigar la
voluptuosidad de los hombres, demasiado lasciva, petulante y libidinosa, ha
permitido que entre ellos reine tal enfermedad, en venganza y castigo del
enorme pecado de la lujuria. Así, Dios ordenó a Moisés arrojar polvos al aire,
en presencia del Faraón, a fin de que en toda la tierra de Egipto los hombres y
otros animales quedaran cubiertos de apostemas. » (237) Había más de 200
enfermos de esta especie en el Hôtel-Dieu cuando se decidió excluirlos, cerca
de 1590. Ahí los tenemos, ya proscritos, partiendo rumbo al exilio, que no es
exactamente un aislamiento terapéutico, sino una segregación. Se les abrigó al
principio muy cerca de Notre-Dame, en algunas cabañas de tablas. Después
fueron exiliados, en el extremo de la ciudad, en Saint-Germain-des-Prés; pero
costaba mucho mantenerlos, y creaban desorden. Fueron admitidos
nuevamente, no sin dificultad, en las salas del Hôtel-Dieu, hasta que
finalmente encontraron un lugar de asilo entre los muros de los hospitales
generales. (238)
Fue entonces y sólo entonces cuando se codificó todo ese ceremonial en que se
unían, con una misma intención purificadora, los latigazos, las meditaciones
tradicionales y los sacramentos de penitencia. La intención del castigo, y del
castigo individual, se vuelve entonces muy precisa. La plaga ha perdido su
carácter apocalíptico; designa, muy localmente, una culpabilidad. Más aún, el
«gran mal» no provoca esos ritos de purificación más que si su origen está en
los desórdenes del corazón, y si se le puede atribuir al pecado definido por la
deliberada intención de pecar. El reglamento del Hôpital Général no deja lugar
a ningún equívoco: las medidas prescritas no valen «desde luego» más que
para «aquellos o aquellas que habrán sufrido ese mal por su desorden o
desenfreno, y no para aquellos que lo habrán contraído mediante el
matrimonio o de otro modo, como una mujer por el marido, o la nodriza por el
niño». (239) El mal ya no es concebido en el estilo del mundo; se refleja en la ley
transparente de una lógica de las intenciones.
Hechas esas distinciones, y aplicados los primeros castigos, se acepta en el
hospital a los que padecen enfermedades venéreas. A decir verdad, se les
amontona allí. En 1781, 138 hombres ocuparán 60 lechos del ala Saint-
Eustache de Bicêtre; la Salpêtrière disponía de 125 lechos en la Misericordia,
para 224 mujeres. Se deja morir a quienes se hallan en la extremidad última.
A los otros se les aplican los «Grandes Remedios»: nunca más y rara vez
menos de seis semanas de cuidados; muy naturalmente, todo comienza por
una sangría, seguida inmediatamente por una purga. Se dedica entonces una
semana a los baños, a razón de dos horas diarias, aproximadamente; después,
nuevas purgas y, para cerrar esta primera fase del tratamiento, se impone una
buena y completa confesión. Las fricciones con mercurio pueden comenzar
entonces, con toda su eficacia; se prolongan durante un mes, al cabo del cual
dos purgas y una sangría deben arrojar los últimos humores morbíficos. Se
destinan entonces 15 días a la convalecencia. Después de quedar
definitivamente en regla con Dios, se declara curado al paciente, y dado de
alta.
Esta «terapéutica» revela asombrosos paisajes imaginarios, y sobre todo una
complicidad de la medicina y de la moral, que da todo su sentido a esas
prácticas de la purificación. En la época clásica, la enfermedad venérea se ha
convertido en impureza, más que en enfermedad; a ella se deben los males
físicos. La percepción médica está subordinada a esta intuición ética. Y a
menudo, queda borrada por ella; si hay que cuidar el cuerpo para hacer
desaparecer el contagio, se debe castigar la carne, pues es ella la que nos une
al pecado; y no sólo castigarla, sino ejercitarla y lacerarla, no tener miedo de
dejar en ella rastros dolorosos, puesto que la salud, demasiado fácilmente,
transforma nuestros cuerpos en ocasiones de pecar. Se atiende la enfermedad,
pero se arruina la salud, favorecedora de la falta: «¡Ay!, no me asombro de
que un San Bernardo temiera a la salud perfecta de sus religiosos; él sabía a
dónde nos lleva si no se sabe castigar el cuerpo como el apóstol, y reducirlo a
servidumbre mediante mortificaciones, ayuno, oraciones. » (240) El «tratamiento»
de las enfermedades venéreas es de este tipo: es, al mismo tiempo, una
medicina contra la enfermedad y contra la salud, en favor del cuerpo, pero a
expensas de la carne. Es ésta una idea de consecuencias para comprender
ciertas terapéuticas aplicadas, por desplazamiento, a la locura, en el curso del
siglo XIX. (241)
Durante 150 años, los enfermos venéreos van a codearse con los insensatos
en el espacio de un mismo encierro; y van a dejarles por largo tiempo cierto
estigma donde se traicionará, para la conciencia moderna, un parentesco
oscuro que les asigna la misma suerte y los coloca en el mismo sistema de
castigo. Las famosas «Casas Pequeñas» de la «calle de Sèvres estaban casi
exclusivamente reservadas a los locos y a los enfermos venéreos, y esto hasta
el final del siglo XVIII. (242) Ese parentesco entre las penas de la locura y el
castigo de los desenfrenados no es un resto de arcaísmo en la conciencia
europea. Por el contrario, se ha definido en el umbral del mundo moderno,
puesto que es el siglo XVII el que la ha descubierto casi completamente. Al
inventar, en la geometría imaginaria de su moral, el espacio del internamiento,
la época clásica acababa de encontrar a la vez una patria y un lugar de
redención comunes a los pecados contra la carne y a las faltas contra la razón.
La locura va a avecindarse con el pecado, y quizá sea allí donde va a anudarse,
para varios siglos, este parentesco de la sinrazón y de la culpabilidad que el
alienado aún hoy experimenta como un destino y que el médico descubre
como una verdad de naturaleza. En este espacio ficticio creado por completo
en pleno siglo XVII, se han constituido alianzas oscuras que más de cien años
de psiquiatría llamada «positiva» no han logrado romper, en tanto que se han
anudado por primera vez, muy recientemente, en la época del racionalismo.
Es extraño, justamente, que sea el racionalismo el que haya autorizado esta
confusión del castigo y del remedio, esta casi identidad del gesto que castiga y
del que cura. Supone cierto tratamiento que, en la articulación precisa de la
medicina y de la moral, será, a la vez, una anticipación de los castigos eternos
y un esfuerzo hacia el restablecimiento de la salud. Lo que se busca, en el
fondo, es la treta de la razón médica que hace el bien haciendo el mal. Y esta
búsqueda, sin duda, es lo que debe descifrarse bajo esta frase que San Vicente
de Paúl hizo inscribir a la cabeza de los reglamentos de Saint-Lazare, a la vez
promesa y amenaza para todos los prisioneros: «Considerando que sus
sufrimientos temporales no los eximirán de los eternos… «; sigue entonces
todo el sistema religioso de control y de represión que, al inscribir los
sufrimientos temporales en este orden de la penitencia siempre reversibles en
términos de eternidad, puede y debe eximir al pecador de las penas eternas.
La coacción humana ayuda a la justicia divina, esforzándose por hacerla inútil.
La represión adquiere así una eficacia doble, en la curación de los cuerpos y en
la purificación de las almas. El internamiento hace posibles, así, esos remedios
morales —castigos y terapéuticas— que serán la actividad principal de los
primeros asilos del siglo XIX, y de los que Pinel, antes de Leuret, dará la
fórmula, asegurando que a veces es bueno «sacudir fuertemente la
imaginación de un alienado, e imprimirle un sentimiento de terror». (243)
El tema de un parentesco entre medicina y moral es, sin duda, tan viejo como
la medicina griega. Pero si el siglo XVII y el orden de la razón cristiana lo han
inscrito en sus instituciones, es en la forma menos griega que pueda
imaginarse: en la forma de represión, coacción, y obligación de salvarse.
El 24 de marzo de 1726, el teniente de policía Hérault, ayudado de «los
señores que ocupan el sitio presidencial del Châtelet de París», hace público un
juicio al término del cual «Esteban Benjamín Deschauffours queda declarado
debidamente convicto y confeso de haber cometido los crímenes de sodomía
mencionados en el proceso. Para reparación, y otras cosas, el citado
Deschauffours queda condenado a ser quemado vivo en la Place de Grève, y
sus cenizas, en seguida, serán arrojadas al viento; sus bienes serán adquiridos
y confiscados por el rey». La ejecución tuvo lugar el mismo día. (244) Fue, en
Francia, uno de los últimos castigos capitales por hecho de sodomía. (245) Pero ya
la conciencia contemporánea se indignaba bastante por esta severidad para
que Voltaire guardara el recuerdo en el momento de redactar el artículo «Amor
Socrático» del Diccionario filosófico. (246) En la mayoría de los casos la sanción, si
no es la relegación en provincia, es el internamiento en el Hospital, o en una
casa de detención. (247)
Esto constituye una singular atenuación del castigo, si se la compara con la
vieja pena, ignis et incendium, que aún prescribían leyes no abolidas, según
las cuales «quienes caigan en ese crimen serán castigados por el fuego vivo.
Esta pena que ha sido adoptada por nuestra jurisprudencia se aplica
igualmente a mujeres y a hombres». (248) Pero lo que da su significado particular
a esta nueva indulgencia para la sodomía, es la condenación moral, y la
sanción del escándalo que empieza a castigar a la homosexualidad, en sus
expresiones sociales y literarias. La época en que, por última vez, se quema a
los sodomitas, es precisamente la época en que, con el final del «libertinaje
erudito», desaparece todo un lirismo homosexual que la cultura del
Renacimiento había soportado perfectamente. Se tiene la impresión de que la
sodomía entonces condenada, por la misma razón que la magia y la herejía, y
en el mismo contexto de profanación religiosa, (249) ya no es condenada ahora
sino por razones morales, y al mismo tiempo que la homosexualidad. Es ésta
la que, en adelante, se convierte en circunstancia mayor de la condenación,
viniendo a añadirse a las prácticas de la sodomía, al mismo tiempo que nacía,
ante el sentimiento homosexual, una sensibilidad escandalizada. (250) Se
confunden entonces dos experiencias que habían estado separadas: las
prohibiciones sagradas de la sodomía, y los equívocos amorosos de la
homosexualidad. Una misma fuerza de condenación rodea la una y la otra, y
traza una línea divisoria enteramente nueva en el dominio del sentimiento. Se
forma así una unidad moral, liberada de los antiguos castigos, nivelada en el
internamiento, y próxima ya a las formas modernas de la culpabilidad. (251) La
homosexualidad, a la que el Renacimiento había dado libertad de expresión, en
adelante entrará en el silencio, y pasará al lado de la prohibición, heredando
viejas condenaciones de una sodomía en adelante desacralizada.
Quedan así instauradas nuevas relaciones entre el amor y la sinrazón. En todo
el movimiento de la cultura platónica, el amor había estado repartido según
una jerarquía de lo sublime que lo emparentaba, según su nivel, fuese a una
locura ciega del cuerpo, fuese a la gran embriaguez del alma en que la
Sinrazón se encuentra capacitada para saber. Bajo sus formas diferentes, amor
y locura se distribuían en las diversas regiones de las gnosis. La época
moderna, a partir del clasicismo, establece una opción diferente: el amor de la
razón y el de la sinrazón. La homosexualidad pertenece al segundo. Y así, poco
a poco, ocupa un lugar entre las estratificaciones de la locura. Se instala en la
sinrazón de la época moderna, colocando en el núcleo de toda sexualidad la
exigencia de una elección, donde nuestra época repite incesantemente su
decisión. A las luces de su ingenuidad, el psicoanálisis ha visto bien que toda
locura tiene sus raíces en alguna sexualidad perturbada; pero eso sólo tiene
sentido en la medida en que nuestra cultura, por una elección que caracteriza
su clasicismo, ha colocado la sexualidad sobre la línea divisoria de la sinrazón.
En todos los tiempos, y probablemente en todas las culturas, la sexualidad ha
sido integrada a un sistema de coacción; pero sólo en la nuestra, y desde
fecha relativamente reciente, ha sido repartida de manera así de rigurosa entre
la Razón y la Sinrazón, y, bien pronto, por vía de consecuencia y de
degradación, entre la salud y la enfermedad, entre lo normal y lo anormal.
Siempre en esas categorías de la sexualidad, habría que añadir todo lo que
toca a la prostitución y al desenfreno. Es allí, en Francia, donde se recluta toda
la gente que pulula en los hospitales generales. Como lo explica Delamare, en
su Tratado de la Policía, «hacía falta un remedio potente para librar al público
de esta corrupción, y no fue posible encontrar uno mejor, ni más rápido, ni
más seguro, que una casa disciplinaria para encerrarlos y hacerles vivir allí
bajo una disciplina proporcionada a su sexo, a su edad, a su falta». (252)
El teniente de policía tiene el derecho absoluto de hacer detener sin
procedimiento a toda persona que se dedique al desenfreno público, hasta que
intervenga la sentencia del Châtelet, que es inapelable. (253) Pero todas esas
medidas se toman solamente si el escándalo es público, o si el interés de las
familias puede verse comprometido: se trata, antes que nada, de evitar que
sea dilapidado el patrimonio, o que pase a manos indignas. (254) En un sentido, el
internamiento y todo el régimen policíaco que lo rodea sirven para controlar
cierto orden de la estructura familiar, que vale a la vez de regla social y de
norma de la razón. (255) La familia, con sus exigencias, se convierte en uno de los
criterios esenciales de la razón; y es ella, antes que nada, la que exige y
obtiene el internamiento.
Asistimos en esta época a la gran confiscación de la ética sexual por la moral
de la familia, confiscación que no se ha logrado sin debate ni reticencia.
Durante largo tiempo el movimiento «precioso» le ha opuesto un rechazo cuya
importancia moral es considerable, aun si su efecto será precario y pasajero: el
esfuerzo por reanimar los ritos del amor cortés y mantener su integridad por
encima de las obligaciones del matrimonio, la tentativa de establecer al nivel
de los sentimientos una solidaridad y como una complicidad siempre prestas a
superar los vínculos de la familia, finalmente habían de fracasar ante el triunfo
de la moral burguesa. El amor queda desacralizado por el contrato. Bien lo
sabe Saint-Évremond, que se burla de las preciosas para quienes «el amor aún
es un dios…; no excita pasión en sus almas: forma allí una especie de
religión». (256) Pronto desaparece esta inquietud ética que había sido común al
espíritu cortés y al espíritu precioso, y a la cual Moliere responde, por su clase
y por los siglos futuros: «El matrimonio es una cosa santa y sagrada, y es
propio de las gentes honradas comenzar por allí. » Ya no es el amor lo sagrado,
sino sólo el matrimonio, y ante notario: «No hacer el amor más que haciendo el
contrato de matrimonio. » (257) La institución familiar traza el círculo de la razón;
más allá amenazan todos los peligros del insensato; el hombre es allí víctima
de la sinrazón y de todos sus furores. «¡Ay de la tierra de donde sale
continuamente una humareda tan espesa, vapores tan negros que se elevan
de esas pasiones tenebrosas, y que nos ocultan el cielo y la luz! De donde
parten también las luces y los rayos de la justicia divina contra la corrupción
del género humano. » (258) Las viejas formas del amor occidental son sustituidas
por una sensibilidad nueva: la que nace de la familia y en la familia; excluye,
como propio del orden de la sinrazón, todo lo que no es conforme a su orden o
a su interés. Ya podemos escuchar las amenazas de madame Jourdain: «Estáis
loco, esposo mío, con todas vuestras fantasías»; y más adelante: «Son mis
derechos los que defiendo, y tendré de mi lado a todas las mujeres. » (259) Ese
propósito no es vano; la promesa será cumplida; un día la marquesa de Espart
podrá exigir la interdicción de su marido por las solas apariencias de una
relación contraria a los intereses de su patrimonio; a los ojos de la justicia, ¿no
ha perdido él la razón? (260) Desenfreno, prodigalidad, relación inconfesable,
matrimonio vergonzoso se cuentan entre los motivos más frecuentes del
internamiento.
Ese poder de represión que no es ni completamente de la justicia ni
exactamente de la religión, ese poder que ha sido adscrito directamente a la
autoridad real, no representa en el fondo lo arbitrario del despotismo, sino el
carácter en adelante riguroso de las exigencias familiares. El internamiento ha
sido puesto por la monarquía absoluta a discreción de la familia burguesa.
(261) Moreau lo dice sin ambages en su Discurso Sobre la Justicia, en 1771: «Una
familia ve crecer en su seno un individuo cobarde, dispuesto a deshonrarla.
Para sustraerlo al fango, la familia se apresura a prevenir, por su propio juicio,
al de los tribunales, y esta deliberación familiar es un aviso que el soberano
debe examinar favorablemente. » (262) Es tan sólo a fines del siglo XVIII, bajo el
ministerio de Breteuil, cuando la gente empieza a levantarse contra el principio
mismo, y cuando el poder monárquico trata de romper su solidaridad con las
exigencias de la familia. Una circular de 1784 declara: «Que una persona
mayor se envilezca por un matrimonio vergonzoso o se arruine mediante
gastos inconsiderados, o se entregue a los excesos del desenfreno y viva en la
crápula, nada de todo eso me parece constituir motivo lo bastante fuerte para
privar de su libertad a quienes están sui juris. (263) En el siglo XIX, el conflicto del
individuo con su familia se convertirá en asunto privado, y tomará entonces
apariencia de problema psicológico. Durante todo el periodo del internamiento,
ha sido, por el contrario, cuestión que tocaba al orden público; ponía en causa
una especie de estatuto moral universal; toda la ciudad estaba interesada en el
rigor de la estructura familiar. Quien atentara contra ella cala en el mundo de la
sinrazón. Y, al convertirse así en forma principal de la sensibilidad hacia la
sinrazón, la familia podrá constituir un día el lugar de los conflictos de donde
nacen las diversas formas de la locura.
Cuando la época clásica internaba a todos los que, por la enfermedad venérea,
la homosexualidad, el desenfreno, la prodigalidad, manifestaban una libertad
sexual que había podido condenar la moral de las épocas precedentes, pero sin
pensar jamás en asimilar, de lejos o de cerca, a los insensatos, se operaba una
extraña revolución moral: descubría un común denominador de sinrazón en
experiencias que durante largo tiempo habían permanecido muy alejadas unas
de otras. Agrupaba todo un conjunto de conductas condenadas, formando una
especie de halo de culpabilidad alrededor de la locura. La psicopatología tendrá
una tarea fácil al descubrir esta culpabilidad mezclada a la enfermedad mental,
puesto que habrá sido colocada allí precisamente por este oscuro trabajo
preparatorio que se ha desarrollado a todo lo largo del clasicismo. ¡Tan cierto
es que nuestro conocimiento científico y médico de la locura reposa
implícitamente sobre la constitución anterior de una experiencia ética de la
sinrazón!
Los hábitos del internamiento traicionan otro reagrupamiento: el de todas las
categorías de la profanación.
En los registros llegan a encontrarse notas como ésta: «Uno de los hombres
más furiosos y sin ninguna religión, que no asistía a misa ni cumplía con
ningún deber de cristiano, que juraba el santo nombre de Dios con
imprecación, afirmando que no existe y que, de haber uno, él lo atacaría,
espada en mano. » (264) Antaño, semejantes furores habrían llevado consigo todos
los peligros del blasfemo, y los presagios de la profanación: habrían tenido su
sentido y su gravedad en el horizonte de lo sagrado. Durante largo tiempo la
palabra, en sus usos y sus abusos, había estado demasiado ligada a las
prohibiciones religiosas para que una violencia de ese género no se hallara
muy cerca del sacrilegio. Y precisamente a mediados del siglo XVI, las
violencias de palabra y de gesto comportan aún viejos castigos religiosos:
picota, incisión de los labios con hierro candente, después ablación de la
lengua y, finalmente, en caso de reincidencia, la hoguera. La reforma y las
luchas religiosas sin duda han vuelto relativa la blasfemia; la línea de las
profanaciones ya no constituye una frontera absoluta. Durante el reinado de
Enrique IV sólo se establece una manera imprecisa de enmienda, después
«castigos ejemplares y extraordinarios». Pero la Contrarreforma y los nuevos
rigores religiosos obtienen un regreso a los castigos tradicionales, «según la
enormidad de las palabras profesadas». (265) Entre 1617 y 1649 hubo 34
ejecuciones capitales por causa de blasfemia. (266)
Pero he aquí la paradoja: sin que la severidad de las leyes se relaje en manera
alguna, (267) no hubo de 1653 a 1661 más que 14 condenaciones públicas, siete
de ellas seguidas de ejecuciones capitales. Incluso, llegarán a desaparecer
poco a poco. (268) Pero no es la severidad de las leyes la que ha hecho disminuir
la frecuencia de la falta: las casas de internamiento, hasta el fin del siglo XVIII,
están llenas de «blasfemos», y de todos los que han hecho acto de profanación.
La blasfemia no ha desaparecido: recibe, fuera de las leyes, y a pesar de ellas,
un nuevo estatuto en el cual se encuentra despojada de todos sus peligros. Se
ha convertido en cuestión de desorden: extravagancia de la palabra, que se
encuentra a mitad del camino de la perturbación del espíritu y de la impiedad
del corazón. Es el gran equívoco de ese mundo desacralizado en que la
violencia puede descifrarse, y sin contradicción, en los términos del insensato o
en los del irreligioso. Entre locura e impiedad, la diferencia es imperceptible, o
en todo caso puede establecerse una equivalencia práctica que justifica el
internamiento. He aquí un informe hecho en Saint-Lazare, en d’Argenson, a
propósito de un pensionado que se ha quejado varias veces de estar
encerrado, siendo así que no es «ni extravagante ni insensato»; a ello objetan
los guardianes que «no quiere arrodillarse en los momentos más solemnes de
la misa…; en fin, él acepta, hasta donde puede, reservar una parte de sus
comidas de los jueves para el viernes, y este último rasgo deja ver que, si no
es extravagante, está en disposición de volverse impío». (269) Así se define toda
una región ambigua, que lo sagrado acaba de abandonar a sí misma, pero que
aún no ha sido investida por los conceptos médicos y las formas del análisis
positivista, una región un poco indiferenciada en que reinen la impiedad, la
irreligión, el desorden de la razón y el del corazón. Ni la profanación ni lo
patológico, sino, entre sus fronteras, un dominio cuyas significaciones, siendo
reversibles, siempre se encuentran colocadas bajo una condenación ética.
Ese dominio que, a mitad del camino entre lo sagrado y lo mórbido, está
dominando completamente por un rechazo ético fundamental, es el de la
sinrazón clásica. Recobra así no solamente todas las formas excluidas de la
sexualidad, sino todas esas violencias contra lo sagrado que han perdido el
significado riguroso de profanaciones; así pues, designa a la vez un nuevo
sistema de opciones en la moral sexual, y de nuevos límites en las
prohibiciones religiosas.
Esta evolución del régimen de las blasfemias y las profanaciones podría
encontrarse bastante exactamente reproducida a propósito del suicidio, que
durante largo tiempo se contó entre los crímenes y los sacrilegios; (270) por ello el
suicida fracasado debía ser condenado a muerte: «quien ha puesto sus manos,
con violencia, sobre sí mismo, y ha tratado de matarse, no debe evitar la
muerte violenta que ha querido darse». (271) La ordenanza de 1670 recobra la
mayor parte de esas disposiciones, asimilando «el homicida de sí mismo» a
todo lo que puede ser «crimen de lesa majestad divina o humana». (272) Pero
aquí, como en las profanaciones, como en los crímenes sexuales, el rigor
mismo de la Ordenanza parece autorizar toda una práctica extrajudicial en la
que el suicidio no tiene ya valor de profanación. En los registros de las casas
de internamiento encontramos a menudo la mención: «Ha querido
deshacerse», sin que se mencione el estado de enfermedad o de furor que la
legislación siempre ha considerado como excusa. (273) En sí misma, la tentativa
de suicidio indica un desorden del alma, que debe reducirse mediante la
coacción. Ya no se condena a quienes han tratado de suicidarse; (274) se les
encierra, y se les impone un régimen que es, a la vez, un castigo y un medio
de prevenir toda nueva tentativa. Es a ellos a quienes se han aplicado, por
primera vez en el siglo XVIII, los famosos aparatos de coacción, que la época
positivista utilizará como terapéutica: la jaula de mimbre, con una tapa abierta
para la cabeza, y en la cual están liadas las manos, (275) o «el armario», que
encierra al sujeto de pie hasta la altura del cuello, dejando solamente libre la
cabeza. (276) Así, el sacrilegio del suicida se encuentra anexado al dominio neutro
de la sinrazón. El sistema de represión por el cual se le sanciona lo libera de
todo significado de profanación y, definiéndole como conducta moral, lo llevará
progresivamente a los límites de una psicología, pues corresponde sin duda a
la cultura occidental, en su evolución de los tres siglos últimos, el haber
fundado una ciencia del hombre sobre la moralización de lo que antaño fuera
para ella lo sagrado.
Dejemos de lado, por el momento, el horizonte religioso de la brujería y su
evolución en el curso de la época clásica. (277) Sólo en el nivel de los ritos y de las
prácticas, toda una masa de gestos se encuentra despojada de su sentido y
vacía de su contenido: procedimientos mágicos, recetas de brujería benéfica o
nociva, secretos de una alquimia elemental que ha caído, poco a poco, en el
dominio público: todo esto designa en adelante una impiedad difusa, una falta
moral y como la posibilidad permanente de un desorden social.
Los rigores de la legislación no se han atenuado apenas en el curso del siglo
XVII. Una ordenanza de 1628 aplicaba a todos los adivinos y astrólogos una
multa de 500 libras, y un castigo corporal. El edicto de 1682 es mucho más
temible: (278) «Toda persona que presuma de adivinar deberá abandonar
inmediatamente el Reino»; toda práctica supersticiosa debe ser castigada
ejemplarmente «según la exigencia del caso»; y «si se encontraran en el
porvenir personas lo bastante malvadas para aunar la superstición a la
impiedad y el sacrilegio… deseamos que quienes queden convictas de ello
sean castigadas con la muerte». Finalmente, esos castigos serán aplicados a
todos los que hayan utilizado prestigios y venenos «ya sea que la muerte haya
sobrevenido o no». (279) Ahora bien, son característicos dos hechos: el primero,
que las condenaciones por la práctica de la brujería o las empresas mágicas se
hacen muy raras a fines del siglo XVII y después del episodio de los venenos;
se señalan aún ciertos casos, sobre todo en la provincia; pero muy pronto, las
severidades se aplacan. Ahora bien, no por ello desaparecen las prácticas
condenadas; el Hôpital Général y las casas de internamiento reciben, en gran
número, gentes que se han dedicado a la hechicería, a la magia, a la
adivinación, a veces también a la alquimia. (280) Es como si, por debajo de una
regla jurídica severa, se tramaran poco a poco una práctica y una conciencia
social de un tipo muy distinto, que perciben en esas conducías una
significación totalmente distinta. Ahora bien, cosa curiosa, esta significación
que permite esquivar la ley y sus antiguas severidades se encuentra formulada
por el legislador mismo en las consideraciones del edicto de 1682. El texto, en
realidad, está dirigido contra «aquellos que se dicen adivinos, magos,
encantadores»: pues habría sucedido que «bajo pretexto de horóscopos y de
adivinaciones y por medio de prestigios de las operaciones de las pretendidas
magias, y de otras ilusiones de las que esta especie de gentes está
acostumbrada a servirse, habrían sorprendido a diversas personas ignorantes o
crédulas que, insensiblemente, se hubiesen aliado con ellos». Y, un poco más
lejos, el mismo texto designa a aquellos que «bajo la vana profesión de
adivinos, magos, hechiceros y otros nombres similares, condenados por las
leyes divinas y humanas, corrompen e infectan el espíritu de los pueblos por
sus discursos y prácticas y por la profanación de lo que de más santo tiene la
religión». (281) Concebida de esta manera, la magia se encuentra vaciada de todo
su sacrilegio eficaz; ya no profana, sólo engaña. Su poder es de ilusión: en el
doble sentido de que carece de realidad, pero también de que ciega a quienes
no tienen el espíritu recto ni la voluntad firme. Si pertenece al dominio del mal
ya no es por lo que manifiesta de poderes oscuros y trascendentes en su
acción, sino en la medida en que ocupa un lugar en un sistema de errores que
tiene sus artesanos y sus engañados, sus ilusionistas y sus ingenuos. Puede
ser vehículo de crímenes reales, (282) pero en sí misma ya no es ni gesto criminal
ni acción sacrílega. Liberada de sus poderes sagrados, ya no tiene más que
intenciones maléficas: una ilusión del espíritu al servicio de los desórdenes del
corazón. Ya no se la juzga según sus prestigios de profanación, sino por lo que
revela de sinrazón.
Es éste un cambio importante. Queda rota la unidad que agrupaba antes, sin
discontinuidad, el sistema de las prácticas, las creencias del que la utilizaba y
el juicio de quienes pronunciaban la condenación. En adelante, existirá el
sistema denunciado desde el exterior como conjunto ilusorio; y, por otra parle,
el sistema vivido desde el interior, por una adhesión que ya no es peripecia
ritual, sino acontecimiento y elección individual: sea error virtualmente
criminal, sea crimen que se aprovecha voluntariamente del error. Como quiera
que sea, la cadena de las figuras que aseguraba, en los maleficios de la magia,
la transmisión ininterrumpida del mal, se encuentra rota y como repartida
entre un mundo exterior que permanece vacío, o encerrado en la ilusión, y una
conciencia cernida en la culpabilidad de sus intenciones. El mundo de las
operaciones en que se afrontaban peligrosamente lo sagrado y lo profano ha
desaparecido; está a punto de nacer un punto donde la eficacia simbólica se ha
reducido a imágenes ilusorias que recubren mal la voluntad culpable. Todos
aquellos viejos ritos de la magia, de la profanación, de la blasfemia, todas
aquellas palabras en adelante ineficaces, pasan de un dominio de eficacia en
que tomaban su sentido, a un dominio de ilusión en que pasan a ser insensatas
y condenables al mismo tiempo: el de la sinrazón. Llegará un día en que la
profanación y todos sus gestos trágicos no tendrán más que el sentido
patológico de la obsesión.
Se tiene cierta tendencia a creer que los gestos de la magia y las conductas
profanadoras se vuelven patológicas a partir del momento en que una cultura
deja de reconocer su eficacia. De hecho, al menos en la nuestra, el paso a lo
patológico no se ha operado de una manera inmediata, sino mediante la
transición de una época que ha neutralizado su eficacia, haciendo culpable la
creencia. La transformación de las prohibiciones en neurosis pasa por una
etapa en que la interiorización se hace bajo las especies de una asignación
moral: condenación ética del error. Durante todo este periodo, la magia ya no
se inscribe en el sistema del mundo entre las técnicas y las artes del éxito;
pero aún no es, en las conductas psicológicas del individuo, una compensación
imaginaria del fracaso. Se halla situada precisamente en el punto en que el
error se articula sobre la falta, en esta región, para nosotros difícil de
aprehender, de la sinrazón, pero respecto a la cual el clasicismo se había
formado una sensibilidad lo bastante fina para haber inventado un modo de
reacción original: el internamiento. Todos aquellos signos que, a partir de la
psiquiatría del siglo XIX, habían de convertirse en los síntomas inequívocos de
la enfermedad, durante dos siglos han permanecido repartidos «entre la
impiedad y la extravagancia», a medio camino de lo profanador y de lo
patológico: allí donde la sinrazón encuentra sus dimensiones propias.
La obra de Bonaventure Forcroy tuvo cierta repercusión en los últimos años del
reinado de Luis XIV. En la época misma en que Bayle componía su Diccionario,
Forcroy fue uno de los últimos testigos del libertinaje erudito, o uno de los
primeros filósofos, en el sentido que dará a la palabra el siglo XVIII. Escribió
una vida de Apolonio de Tiana, dirigida completamente contra el milagro
cristiano. Después, se dirigió a «los señores doctores de la Sorbona», en una
memoria que llevaba el título de Dudas Sobre la Religión. Tales dudas eran 17;
en la última, Forcroy se interrogaba para saber si la ley natural no es «la única
religión que sea verdadera»; el filósofo de la naturaleza es representado como
un segundo Sócrates y otro Moisés, «un nuevo patriarca reformador del género
humano, institutor de una nueva religión». (283) Semejante «libertinaje», en otras
condiciones, lo hubiese mandado a la hoguera, siguiendo el ejemplo de Vanini,
o a la Bastilla como a tantos autores de libros impíos del siglo XVIII. Ahora
bien, Forcroy no ha sido ni quemado ni enviado a la Bastilla, sino internado
seis años en Saint-Lazare y liberado, finalmente, con la orden de retirarse a
Noyon, de donde era originario. Su falta no era del orden de la religión; no se
le reprochaba haber escrito un libro faccioso. Si se ha internado a Forcroy es
porque se descifraba, en su obra, otra cosa: cierto parentesco de la
inmoralidad y del error. Que su obra fuera un ataque contra la religión
revelaba un abandono moral que no era ni la herejía ni la incredulidad. El
informe redactado por d’Argenson lo dice expresamente: el libertinaje de su
pensamiento no es, en el caso de Forcroy, más que una forma derivada de una
libertad de costumbres que no llega siempre, si no a emplearse, por lo menos
a satisfacerse: «A veces, se aburría solo, y en sus estudios formaba un sistema
de moral y de religión, mezcla de desenfreno y de magia. » Y si se le encierra
en Saint-Lazare y no en la Bastilla o en Vincennes, es para que él encuentre
allí, en el rigor de una regla moral que se le impondrá, las condiciones que le
permitirán reconocer la verdad
Al cabo de seis años, se encuentra al fin un resultado; se le libera el mismo día
en que los sacerdotes de Saint-Lazare, sus ángeles guardianes, pueden
aseguran que se ha mostrado «bastante dócil y que se ha acercado a los
sacramentos». (284)
En la represión del pensamiento y el control de la expresión, el internamiento
no sólo es una variante cómoda de las condenaciones habituales. Tiene un
sentido preciso, y debe desempeñar un papel bien particular: el de hacer
volver a la verdad por las vías de la coacción moral. Y, por ello mismo, designa
una experiencia del error que debe ser comprendida, antes que nada, como
ética. El libertinaje ya no es un crimen; sigue siendo una falta, o, más bien, se
ha convertido en falta en un sentido nuevo. Antes, era incredulidad, o tocaba
la herejía. Cuando se juzgó a Fontanier, a principios del siglo XVII, acaso se
haya mostrado cierta indulgencia hacia su pensamiento demasiado libre o sus
costumbres demasiado libertinas; pero quien fue quemado en la plaza de
Grève fue el antiguo reformado que llegó a novicio entre los capuchinos, que
luego fue judío, y finalmente, por lo que él aseguraba, mahometano.
(285) Entonces, el desorden de la vida señalaba, traicionaba la infidelidad
religiosa, pero no era, ni por ella una razón de ser, ni contra ella el cargo
principal. En la segunda mitad del siglo XVII se empieza a denunciar una
nueva relación en que la incredulidad no es más que una serie de licencias de
la vida. Y en nombre de ésta se pronunciará la condenación. Peligro moral
antes que peligro para la religión. La creencia es un elemento del orden; con
ese título, hay que velar sobre ella. Para el ateo, o el impío, en quienes se teme
la debilidad del sentimiento, el desorden de la vida antes que la fuerza de la
incredulidad, el internamiento desempeña la función de reforma moral para una
adhesión más fiel a la verdad. Hay todo un lado, casi pedagógico, que hace de la
casa de internamiento una especie de manicomio para la verdad: aplicar una
coacción moral tan rigurosa como sea necesaria para que la luz resulte inevitable:
«Quisiera decir que no existe Dios, a ver un hombre sobrio, moderado, casto,
equilibrado; hablaría al menos sin interés, pero este hombre no existe. «
(286) Durante largo tiempo, hasta d’Holbach y Helvétius, la época clásica estará casi
segura de que tal hombre no existe; durante largo tiempo existirá la convicción de
que si se vuelve sobrio, moderado y casto aquel que afirma que no hay Dios,
perderá todo el interés que pueda tener en hablar de ese modo, y se verá reducido
así a reconocer que hay un Dios. Es éste uno de los principales significados del
internamiento.
El uso que se hace de él revela un curioso movimiento de ideas, por el cual
ciertas formas de la libertad de pensar, ciertos aspectos de la razón van a
emparentarse con la sinrazón. A principios del siglo XVII, el libertinaje no era
exclusivamente un racionalismo naciente: asimismo, era una inquietud ante la
presencia de la sinrazón en el interior de la razón misma, un escepticismo cuyo
punto de aplicación no era el conocimiento, en sus límites sino la razón entera:
«Toda nuestra vida no es, propiamente hablando, más que una fábula, nuestro
conocimiento, más que una necedad, nuestra certidumbre más que cuentos:
en resumen, todo ese mundo no es más que una farsa y una perpetua
comedia. » (287) No es posible establecer separación entre el sentido y la locura;
aparecen en conjunto, en una unidad indescifrable, donde indefinidamente
pueden pasar el uno por la otra: «No hay nada tan frívolo que en alguna parte
no pueda ser muy importante. No hay locura, siempre que sea bien seguida,
que no pase por sabiduría. » Pero esta toma de conciencia de una razón ya
comprometida no hace risible la búsqueda de un orden, pero de un orden
moral, de una medida, de un equilibrio de las pasiones que asegure la dicha
mediante la policía del corazón. Ahora bien, el siglo XVII rompe esta unidad,
realizando la gran separación esencial de la razón y de la sinrazón, del cual
sólo es expresión institucional el internamiento. El «libertinaje» de principio de
siglo, que vivía de la experiencia inquieta de su proximidad y a menudo de su
confusión, desaparece por el hecho mismo; no subsistirá, hasta el fin del siglo
XVIII, más que bajo dos formas, ajena la una a la otra: por una parte, un
esfuerzo de la razón por formularse en un racionalismo en que toda sinrazón
toma los visos de lo irracional; y, por otra parte, una sinrazón del corazón que
hace plegarse a su lógica irrazonable los discursos de la razón. Luces y
libertinaje se yuxtapusieron en el siglo XVIII, pero sin confundirse. La
separación simbolizada por el internamiento hacía difícil su comunicación. El
libertinaje, en la época en que triunfaban las luces, ha llevado una existencia
oscura, traicionada y acosada, casi informulable antes de que Sade compusiera
Justine, y sobre todo Juliette, como formidable libelo contra los «filósofos» y
como expresión primera de una experiencia que a lo largo de todo el siglo
XVIII casi no había recibido otro estatuto que el policíaco entre los muros del
internamiento.
El libertinaje ha pasado ahora al lado de la sinrazón. Fuera de cierto uso
superficial de la palabra, no hay en el siglo XVIII una filosofía coherente del
libertinaje; no se encuentra el término, empleado de manera sistemática, más
que en los registros del internamiento. Lo que entonces designa no es ni por
completo el libre pensamiento, ni exactamente la libertad de costumbres; por
el contrario, es un estado de servidumbre en que la razón se hace esclava de
los deseos y sirvienta del corazón. Nada está más lejos de ese nuevo
libertinaje que el libre albedrío de una razón que examina; todo habla allí, por
el contrario, de la servidumbre de la razón: a la carne, al dinero, a las
pasiones; y cuando Sade, el primero en el siglo XVIII, intentará crear una
teoría coherente de ese libertinaje cuya existencia, hasta él, había
permanecido semisecreta, es entonces esta esclavitud la que será exaltada; el
libertino que entra en la Sociedad de Amigos del Crimen debe comprometerse
a cometer todas las acciones «aun las más execrables… al más ligero deseo de
sus pasiones». (288) El libertino debe colocarse en el centro mismo de esas
servidumbres; está convencido de «que los hombres no son libres, que,
encadenados por las leyes de la naturaleza, todos son esclavos de esas leyes
primeras». (289) El libertinaje es en el siglo XVIII el uso de la razón alienada en la
sinrazón del corazón. (290) Y, en esta misma medida, no hay paradoja en colocar
como vecinos, tal como lo ha hecho el internamiento clásico, los «libertinos» y
todos los que profesan el error religioso: protestantes o inventores de
cualquier sistema nuevo. Se les coloca en el mismo régimen y se les trata de la
misma manera, pues, aquí y allá, el rechazo de la verdad procede del mismo
abandono moral. ¿Era protestante o libertina aquella mujer de Dieppe, de la
que habla d’Argenson? «No puedo dudar de que esta mujer, que se gloria de su
terquedad, no sea un sujeto malvado. Pero como todos los hechos que se le
reprochan casi no son susceptibles de instrucción judicial, me parecería más
justo y conveniente encerrarla durante algún tiempo en el Hôpital Général, a
fin de que pudiera encontrar allí el castigo de sus faltas y el deseo de la
conversión. » (291)
Así, la sinrazón se anexa un dominio nuevo: aquel en que la razón queda
sometida a los deseos del corazón, y su uso queda emparentado con los
desarreglos de la inmoralidad. Los libres discursos de la locura van a aparecer
en la esclavitud de las pasiones; y es allí, en esta asignación moral, donde va a
nacer el gran tema de una locura que no seguirá el libre camino de sus
fantasías, sino la línea de coacción del corazón, de las pasiones y, finalmente,
de la naturaleza humana. Durante largo tiempo, el insensato había mostrado
las marcas de lo inhumano; se descubre ahora una sinrazón demasiado
próxima al hombre, demasiado fiel a las determinaciones de su naturaleza, una
sinrazón que sería como el abandono del hombre a sí mismo. Tiende,
subrepticiamente, a devenir lo que será para el evolucionismo del siglo XIX es
decir, la verdad del hombre, pero vista del lado de sus afecciones, de sus
deseos, de las formas más vulgares y más tiránicas de su naturaleza. Se ha
inscrito en esas regiones oscuras, donde la conducta moral aún no puede
dirigir al hombre hacia la verdad. Así se abre la posibilidad de cernir la sinrazón
en las formas de un determinismo natural. Pero no debe olvidarse que esta
posibilidad ha tomado su sentido inicial en una condenación ética del libertinaje
y en esta extraña evolución que ha hecho de cierta libertad del pensamiento
un modelo, una primera experiencia de la alienación del espíritu.
Extraña es la superficie que muestra las medidas del internamiento. Enfermos
venéreos, degenerados, disipadores, homosexuales, blasfemos, alquimistas,
libertinos: toda una población abigarrada se encuentra de golpe, en la segunda
mitad del siglo XVII, rechazada más allá de la línea divisoria, y recluida en
asilos que habían de convertirse, después de uno o dos siglos, en campos
cerrados de la locura. Bruscamente, se abre y se delimita un espacio social: no
es completamente el de la miseria, aunque haya nacido de la gran inquietud
causada por la pobreza, ni exactamente el de la enfermedad, y sin embargo un
día será confiscado por ella. Antes bien, remite a una sensibilidad singular,
propia de la época clásica. No se trata de un gesto negativo de apartar, sino de
todo un conjunto de operaciones que elaboran en sordina durante un siglo y
medio el dominio de experiencia en que la locura va a reconocerse, antes de
tomar posesión de él.
De unidad institucional, el internamiento casi no tiene nada, aparte de la que
puede darle su carácter de «policía». De coherencia médica, o psicológica, o
psiquiátrica, es claro que no tiene más, si al menos se consiente en ver las
cosas sin anacronismo. Y sin embargo el internamiento no puede identificarse
con lo arbitrario más que a los ojos de una crítica política. De hecho, todas las
operaciones diversas que desplazan los límites de la moral, establecen
prohibiciones nuevas, atenúan las condenas o estrechan los límites del
escándalo, todas esas operaciones sin duda son fieles a una coherencia
implícita, coherencia que no es ni la de un derecho ni la de una ciencia: la
coherencia más secreta de una percepción. Lo que el internamiento y sus
prácticas móviles esbozan como en una línea punteada sobre la superficie de
las instituciones, es lo que la época clásica percibe de la sinrazón. La Edad
Media, el Renacimiento habían sentido en todos los puntos de fragilidad del
mundo la amenaza del insensato; la habían temido e invocado bajo la tenue
superficie de las apariencias; había rondado sus atardeceres y sus noches, le
habían atribuido todos los bestiarios y todos los Apocalipsis de su imaginación.
Pero, de tan presente y apremiante, el mundo del insensato era aún más
difícilmente percibido; era sentido, aprehendido, reconocido, desde antes de
estar presente; era soñado y prolongado indefinidamente en los paisajes de la
representación. Sentir su presencia tan cercana no era percibir; era cierta
manera de sentir el mundo en conjunto, cierta tonalidad dada a toda
percepción. El internamiento aparta la sinrazón, la aísla de esos paisajes en los
cuales siempre estaba presente y, al mismo tiempo, era esquivada. La libra así
de esos equívocos abstractos que, hasta Montaigne, hasta el libertinaje
erudito, la implicaban necesariamente en el juego de la razón. Por ese solo
movimiento del internamiento, la sinrazón se encuentra liberada: libre de los
paisajes donde siempre estaba presente; y, por consiguiente, la tenemos ya
localizada; pero liberada también de sus ambigüedades dialécticas y, en esta
medida, cernida en su presencia concreta. Se tiene ya la perspectiva necesaria
para convertirla en objeto de percepción.
Pero, ¿en qué horizonte es percibida? Evidentemente, en el de la realidad
social. A partir del siglo XVII, la sinrazón ya no es la gran obsesión del mundo.
También deja de ser la dimensión natural de las aventuras de la razón. Toma
el aspecto de un hecho humano, de una variedad espontánea en el campo de
las especies sociales. Lo que antes era inevitable peligro de las cosas y del
lenguaje del hombre, de su razón y de su tierra, toma hoy el aspecto de un
personaje. O, mejor dicho, de personajes. Los hombres de sinrazón son tipos
que la sociedad reconoce y aísla: el depravado, el disipador, el homosexual, el
mago, el suicida, el libertino. La sinrazón empieza a medirse según cierto
apartamiento de la norma social. Pero ¿no había también personajes en la
Nave de los Locos? Y esa gran embarcación que presentaban los textos y la
iconografía del siglo XV, ¿no es la prefiguración simbólica del encierro? La
razón, ¿no es la misma, aun cuando la sanción sea distinta? De hecho, la
Stultifera Navis no lleva a bordo más que personajes abstractos, tipos morales;
el goloso, el sensual, el impío, el orgulloso.
Y si se les había metido, por la fuerza, entre esa tripulación insensata, para
una travesía sin puerto, fue porque habían sido designados por una conciencia
del mal bajo su forma universal. A partir del siglo XVII, por el contrario, el
hombre irrazonable es un personaje concreto, tomado del mundo social
verdadero, juzgado y condenado por la sociedad de la que forma parte. He ahí,
pues, el punto esencial: que la locura haya sido bruscamente investida en un
mundo social, donde encuentra ahora su lugar privilegiado y casi exclusivo de
aparición; que se le haya atribuido, casi de la mañana a la noche (en menos de
50 años en toda Europa), un dominio limitado donde cualquiera puede
reconocerla y denunciarla, a ella, a la que se ha visto rondar por todos los
confines, habitar subrepticiamente los lugares más familiares; que, en
adelante, en cada uno de los personajes en que encarna, se pueda exorcizarla
de golpe, por medida de orden y precaución de policía.
Eso es todo lo que puede servir para designar, en primer enfoque, la
experiencia clásica de la sinrazón. Sería absurdo buscar su causa en el
internamiento, puesto que, justamente, es él, con extrañas modalidades, el
que señala estas experiencias como si estuvieran constituyéndose. Para que
los hombres irrazonables puedan ser denunciados como extranjeros en su
propia patria, es necesario que se haya efectuado esta primera alienación, que
arranca la sinrazón a su verdad y la confina en el solo espacio del mundo
social. En el fondo de todas esas oscuras alienaciones en que dejamos penetrar
nuestra idea de la locura, al menos hay ésta: en esta sociedad que un día
había de designar a esos locos como «alienados», es en ella, inicialmente,
donde se ha alienado la sinrazón; es en ella donde se encuentra exiliada, y
donde ha caído en el silencio. Alienación: esta palabra, aquí al menos, no
quisiera ser totalmente metafórica. Intenta, en todo caso, aquel movimiento
por el cual la sinrazón ha dejado de ser experiencia en la aventura de toda
razón humana, y por el cual se ha encontrado rodeada y como encerrada en
una casi-objetividad. Entonces, ya no puede seguir animando la vida secreta
del espíritu, ni acompañarlo con su constante amenaza. Ha sido puesta a
distancia, a una distancia que no es tan sólo simbolizada, sino realmente
asegurada en la superficie del espacio social, por los muros de las casas de
internamiento.
Es que esta distancia, justamente, no es una liberación por el saber, puesta de
manifiesto, ni apertura pura y simple de las vías del conocimiento. Se instaura
en un movimiento de proscripción que recuerda, que incluso reitera aquel por
el cual fueron arrojados los leprosos de la comunidad medieval. Pero los
leprosos eran portadores del blasón visible de su mal; los nuevos proscritos de
la época clásica llevan los estigmas más secretos de la sinrazón. Si bien es
cierto que el internamiento circunscrito le da una objetividad posible, en un
dominio ya está afectado por los valores negativos de la proscripción. La
objetividad se ka convertido en patria de la sinrazón, pero como un castigo. En
cuanto a quienes profesan que la locura no ha quedado bajo la mirada
serenamente científica del psiquiatra, que una vez liberada de las viejas
participaciones religiosas y éticas en que la había encerrado la Edad Media, no
hay que dejar de hacerles volver a ese momento en que la sinrazón ha tomado
sus medidas de objeto, partiendo hacia ese exilio en que, durante siglos, ha
permanecido muda; no hay que dejar de ponerles ante los ojos esta falta
original, y hacer revivir para ellos la oscura condenación que, sólo ella, les ha
permitido articular, sobre la sinrazón, finalmente reducida al silencio, discursos
cuya neutralidad está de acuerdo con la medida de su capacidad de olvido. ¿No
es importante para nuestra cultura que la sinrazón no haya podido convertirse
allí en objeto de conocimiento más que en la medida en que, antes, había sido
objeto de excomunión?
Hay más aún: si notifica el movimiento por el cual la razón escoge un bando
por relación con la sinrazón, librándose de su antiguo parentesco con ella, el
internamiento manifiesta también el sometimiento de la sinrazón a todo lo que
no sea toma de conocimiento. La somete a toda una red de complicidades
oscuras. Este sometimiento dará lentamente a la sinrazón el rostro concreto e
infinitamente cómplice de la locura tal como lo conocemos hoy en nuestra
experiencia. Entre las paredes del internamiento se encontraban, juntos,
enfermos venéreos, degenerados, «pretendidas brujas», alquimistas,
libertinos… y también, como vamos a ver, insensatos. Se anudan parentescos;
se establecen comunicaciones y, a los ojos de aquellos para quienes la
sinrazón está volviéndose objeto, se encuentra así delimitado un campo casi
homogéneo. De la culpabilidad y del patetismo sexual a los antiguos rituales
obsesivos de la invocación y de la magia, a los prestigios y los delirios de la ley
del corazón, se establece una red subterránea que echa como los fundamentos
secretos de nuestra moderna experiencia de la locura. En ese dominio así
estructurado, va a colocarse el marbete de la sinrazón: «Para internarse». Esta
sinrazón, de la cual el pensamiento del siglo XVI había hecho el punto
dialéctico de inversión de la razón en el encaminamiento de su discurso,
recibe, así, un contenido secreto. Se encuentra liada a todo un reajuste ético
en que se trata del sentido de la sexualidad, de la separación del amor, de la
profanación y de los límites de lo sagrado, de la pertenencia de la verdad a la
moral. Todas esas experiencias, de horizontes tan diversos, componen en su
profundidad el gesto muy sencillo del internamiento; en cierto sentido, no es
más que el fenómeno superficial de un sistema de operaciones subterráneas
que indican, todas, la misma orientación: suscitar en el mundo ético un reparto
uniforme hasta entonces desconocido. Puede decirse, de manera aproximada,
que hasta el Renacimiento, el mundo ético, más allá de la separación entre el
Bien y el Mal, aseguraba su equilibrio en una unidad trágica, que era la del
destino o de la providencia y de la predilección divina. Esta unidad va a
desaparecer ahora, disociada por la separación decisiva de la razón y de la
sinrazón. Comienza una crisis del mundo ético, que reproduce la gran lucha del
Bien y del Mal por el conflicto irreconciliable de la razón y de la sinrazón,
multiplicando así las figuras del desgarramiento: Sade y Nietzsche al menos
prestarán testimonio. Toda una mitad del mundo ético versa así sobre el
dominio de la sinrazón, aportándole un inmenso contenido secreto de
erotismo, de profanaciones, de ritos y de magias, de saberes iluminados,
investidos secretamente por las leyes del corazón. En el momento mismo en
que se libera lo bastante para ser objeto de percepción, la sinrazón se halla
presa en todo ese sistema de servidumbres concretas.
Son esas servidumbres, sin duda, las que explican la extraña fidelidad
temporal de la locura. Hay gestos obsesivos que hacen sonar, aún en nuestros
días, como antiguos ritos mágicos, conjuntos delirantes colocados bajo la
misma luz que viejas iluminaciones religiosas; en una cultura de la que ha
desaparecido desde hace tanto tiempo la presencia de lo sagrado, se encuentra
a veces un encarnizamiento morboso en profanar. Esta persistencia parece
interrogarnos sobre la oscura memoria que acompaña a la locura, que condena
sus invenciones a no ser más que retornos, y que la designa a menudo como la
arqueología espontánea de las culturas. La sinrazón será la gran memoria de
los pueblos, su mayor fidelidad al pasado; en ella, la historia será para los
pueblos indefinidamente contemporánea. No hay más que inventar el elemento
universal de esas persistencias. Pero eso es dejarse llevar por los prestigios de
la identidad; de hecho, la continuidad no es más que el fenómeno de una
discontinuidad. Si esas conductas arcaicas han podido mantenerse, es en la
medida misma en que han sido alteradas. Sólo es un problema de reaparición
para una mirada retrospectiva. Al seguir la trama misma de la historia, se
comprende que, antes bien, se trata de un problema de transformación del
campo de la experiencia. Esas conductas han sido eliminadas, pero no en el
sentido de que hayan desaparecido; en cambio, porque han constituido un
dominio de exilio y de elección a la vez; no han abandonado el suelo de la
experiencia cotidiana más que para verse integradas en el campo de la
sinrazón, de la que se han deslizado, poco a poco, a la esfera de pertenencia
de la enfermedad. No es a las propiedades de un inconsciente colectivo a las
que hay que pedir cuentas de esta supervivencia, sino a las estructuras de ese
dominio de experiencia que constituye la sinrazón, y a los cambios que han
podido intervenir en él.
Así, la sinrazón aparece con todos los significados que el clasicismo ha
anudado en ella, como un campo de experiencia, demasiado secreto sin duda
para haber sido formulado jamás en términos claros, demasiado réprobo
también, desde el Renacimiento hasta la Época Moderna, para haber recibido
derecho de expresión; mas, empero, lo bastante importante para haber
sostenido no sólo una institución como el internamiento, no sólo las
concepciones y las prácticas que tocan a la locura, sino todo un reajuste del
mundo ético. A partir de él hay que comprender al personaje del loco tal como
aparece en la época clásica, y la manera en que se constituye lo que el siglo
XIX creerá reconocer, entre las verdades inmemoriales de su positivismo,
como la alienación mental. En él, la locura, de la que el Renacimiento había
hecho experimentos tan diversos, al punto de haber sido, simultáneamente, no
sabiduría, desorden del mundo, amenaza escatológica y enfermedad,
encuentra su equilibrio y prepara esta unidad que lo entregará a los avances,
acaso ilusorios, del conocimiento positivo; encontrará de esta manera, pero
por las vías de una interpretación moral, esta perspectiva que autoriza el saber
objetivo, esta culpabilidad que explica la caída en la naturaleza, esta
condenación moral que designa el determinismo del corazón, de sus deseos y
de sus pasiones. Anexando al dominio de la sinrazón, al lado de la locura, las
prohibiciones sexuales, las religiosas, las libertades del pensamiento y del
corazón, el clasicismo formaba una experiencia moral de la sinrazón que, en el
fondo, sirve de base a nuestro conocimiento «científico» de la enfermedad
mental. Mediante esta perspectiva, mediante esta desacralización, llega a una
apariencia de neutralidad ya comprometida, puesto que no se llega a ella más
que con el propósito inicial de una condenación.
Pero esta unidad nueva no sólo es decisiva para el avance del conocimiento;
también tuvo su importancia en la medida en que ha constituido la imagen de
una cierta «existencia de sinrazón» que, del lado del castigo, tenía un
correlativo en lo que se podría llamar «la existencia correccional». La práctica
del internamiento y la existencia del hombre a quien va a internarse no son
apenas separables. Se llaman la una a la otra por una especie de fascinación
recíproca que suscita el movimiento propio de la existencia correccional: es
decir, cierto estilo que se tiene ya antes del internamiento, y que, finalmente,
lo hace necesario. No es tan sólo la existencia de criminales, ni la de enfermos;
pero, así como sucede al hombre moderno que huye hacia la criminalidad, o
que se refugia en la neurosis, es probable que esta existencia de sinrazón
sancionada por el internamiento haya ejercido sobre el hombre clásico un
poder de fascinación; y es ella, sin duda, la que percibimos vagamente en esta
especie de fisonomía común que habrá de reconocer en los rostros de todos los
internados, de todos aquellos que han sido encerrados «por el desorden de sus
costumbres y de su espíritu», como dicen los textos, en enigmática confusión.
Nuestro saber positivo nos deja desarmados e incapaces de decidir si se trata
de víctimas o de enfermos, de criminales o de locos: provenían todos de una
misma forma de existencia que podía conducir, eventualmente, a la
enfermedad o al crimen, pero que no les correspondía de principio. De esta
existencia surgían, indiferentemente, los libertinos, los degenerados, los
disipadores, los blasfemos, los locos; en ellos sólo había una cierta manera,
característica de ellos y variada según cada individuo, de modelar una
experiencia común: la que consiste en experimentar la sinrazón. (292) Nosotros
los modernos comenzamos a darnos cuenta de que, bajo la locura, bajo la
neurosis, bajo el crimen, bajo las inadaptaciones sociales, corre una especie de
experiencia común de la angustia. Quizá para el mundo clásico había también
en la economía del mal una experiencia general de la sinrazón. Y, en ese caso,
será ella el horizonte de lo que fue la locura durante los ciento cincuenta años
que separan el gran Encierro de la «liberación» de Pinel y de Tuke.
En todo caso, es de esta liberación de donde data el momento en que el
hombre europeo deja de experimentar y de comprender lo que es la sinrazón,
que es también la época en que no aprehende ya la evidencia de las leyes del
encierro. Este instante está simbolizado por un extraño encuentro: el del único
hombre que haya formulado la teoría de esas existencias de sinrazón y de uno
de los primeros hombres que hayan tratado de hacer una ciencia positiva de la
locura, es decir, procurar hacer callar los propósitos de la sinrazón para 110
escuchar más que las voces patológicas de la locura.
Esta confrontación se produce, al principio mismo del siglo XIX, cuando Royer-
Collard trata de expulsar a Sade de aquella casa de Charenton donde tenía la
intención de hacer un hospital. Él, el filántropo de la locura, trata de protegerla
de la presencia de la sinrazón, pues bien se da cuenta de que esta existencia,
tan normalmente internada en el siglo XVIII, ya no tiene lugar en el asilo del
siglo XIX; exige la prisión. «Existe en Charenton» escribe a Fouché, el 1º de
agosto de 1808, «un hombre cuya audaz inmoralidad lo ha hecho demasiado
célebre, y cuya presencia en este hospicio entraña los inconvenientes más
graves. Estoy hablando del autor de la infame novela de Justine. Este hombre
no es un alienado. Su único delirio es el del vicio, y no es en una casa
consagrada al tratamiento médico de la alienación donde puede ser reprimida
esta especie de vicio. Es necesario que el individuo que la padece quede
sometido al encierro más severo». Royer-Collard ya no comprende la existencia
correccional. Busca su sentido del lado de la enfermedad, y no lo encuentra; la
remite al mal en estado puro, un mal, sin otra razón que su propia sinrazón:
«Delirio del vicio». El día de la carta a Fouché, la sinrazón clásica se ha cerrado
sobre su propio enigma; su extraña unidad que agrupaba tantos rostros
diversos se ha perdido definitivamente para nosotros.

230 El iniciador de esta interpretación fue Sérieux (cf. entre otros Sérieux y Libert. Le Régime des
aliénés en France au XVIIIE siècle, Paris, 1914). El espíritu de estos trabajos también alentó a
Philippe Chatelain (Le Régime des aliénés et des anormaux aux XVII et XVIIIE siècles, París,
1921), Marthe Henry (La Salpêtrière sous l’Ancien Régime, Paris, 1922), Jacques Vié (Les
Aliénés et Correctionnaires à Saint-Lazare aux XVIIE et XVIIIE siècles, París, 1930), Hélène
Bonnafous-Sérieux (La Charité de Senlis, Paris, 1936), René Tardif (La Charité de Château-
Thierry, Paris, 1939). Se trataba, aprovechando los trabajos de Funck-Brentano, de «rehabilitar»
al internamiento del Antiguo Régimen, y de demoler el mito de que la Revolución había liberado
a los locos, mito que había sido constituido por Pinel y Esquirol, y que aún estaba vivo a fines del
siglo XIX en las obras de Sémelaigne, de Paul Bru, de Louis Boucher, de Emile Richard.
231 Es curioso notar que ese prejuicio de método es común, con toda su ingenuidad, en los
autores de los que hablamos, y en la mayoría de los marxistas cuando tocan la historia de las
ciencias.
232 Cf. Marthe Henry, op. cit., Cassino.
233 Cf. Bru, Histoire de Bicêtre, París, 1890, pp. 25-26.
234 Howard, loc. cit., I, pp. 169-170.
235 Cf. en el Apéndice. État des personnes détenues à Saint-Lazare; et Tableau des ordres du roi
pour l’incarcération à l’Hôpital général.
236 Deliberación del Hospital General, Histoire de l’Hôpital général.
237 Thierry de Héry, La Méthode curative de la maladie vénérienne, 1569, pp. 3 y 4.
238 A los cuales hay que añadir el Hospital del Midi. Cf. Pignot, L’Hôpital du Midi et ses origines,
París, 1885.
239 Cf. Histoire de l’Hôpital général.
240 Bossuet, Traité de la concupiscence, cap. V, en Bossuet. Textos escogidos, por H. Bremond,
París, 1913, t. III, p. 183.
241 En particular, en la forma de sedantes morales de Guislain.
242 État abrégé de la dépense annuelle des Petites-Maisons. «Las ‘petites maisons’ contienen 500
pobres viejos seniles, 120 pobres enfermos de la tiña, 100 pobres enfermos de viruela, 80
pobres locos insensatos. » Hecho el 17 de febrero de 1664, por Monseñor de Harlay (B. N., ms.
18660).
243 Pinel, Traité médico-philosophique, p. 207.
244 Arsenal, ms. 10918, f° 173.
245 Todavía hubo algunas condenaciones de ese género. Puede leerse en las memorias del
marqués de Argenson: «En estos días se han quemado a dos convictos de sodomía» (Mémoires
et Journal, t. VI, p. 227).
246 Dictionnaire philosophique (OEuvres complètes), t. XVII, p. 183, nota I.
247 Catorce expedientes del Arsenal —o sea cerca de 4 mil casos— están consagrados a esas
medidas policíacas de orden menor; se les encuentra en los números 10254-10267.
248 Cf. Chauveau y Helie, Théorie du Code pénal, t. IV, nº 1507.
249 En los procesos del siglo XV, la acusación de sodomía va siempre acompañada de la de
herejía (la herejía por excelencia, el catarismo). Cf., el proceso de Gilles de Rais. Se encuentra la
misma acusación en los procesos de hechicería. Cf. De Lancret, Tableau de l’inconstance des
mauvais anges, París, 1612.
250 En el caso de la Sra. Drouet, y de la Srta. de Parson, se tiene un ejemplo típico de ese
carácter agravante de la homosexualidad, por relación a la sodomía, Arsenal, ms. 11183.
251 Esa nivelación se manifiesta por el hecho de que la sodomía queda incluida por la ordenanza
de 1670 entre los «casos reales», lo que no es señal de su gravedad, sino del deseo que se tenía
de retirar su conocimiento a los «parlamentos, que aún tendían a aplicar las antiguas reglas del
derecho medieval».
252 Delamare, Traite de la police, t. I, p. 527.
253 A partir de 1715, se puede apelar al Parlamento en los casos de sentencia del teniente de
policía; pero esta posibilidad no pasó de ser muy teórica.
254 Por ejemplo, se interna a una Sra. Loriot, pues «el desventurado Chartier casi ha abandonado
a su mujer, a su familia y a sus deberes para entregarse por completo a esta desventurada
criatura que ya le ha costado la mayor parte de sus bienes» (Notes de R. d’Argenson, París,
1866, p. 3).
255 El hermano del obispo de Chartres es internado en San Lázaro: «Era de un carácter de
espíritu tan bajo, y había nacido con inclinaciones tan indignas de su cuna que se podía temer
todo. Decía, según afirmaba, que quería casarse con la nodriza de Monseñor, su hermano» (B.
N., Clairambault, 986).
256 Saint-Evremond, Le Cercle, in OEuvres, 1753, t. II, p. 86.
257 Les précieuses ridicules, esc. v.
258 Bossuet, Traité de la concupiscence, cap. IV (textos escogidos por H. Bremond, t. III, p. 180).
259 Le Bourgeois Gentilhomme, acto III, esc. III, y acto IV, esc. iv.
260 Balzac, L’Interdiction, La Comédie humaine, ed. Conard, t. VII, pp. 135 ss.
261 Un lugar de internamiento entre muchos otros: «Todos los parientes del llamado Noël Robert
Huet… han tenido el honor de hacer ver muy humildemente a vuestra grandeza que consideran
una desdicha ser parientes del llamado Huet, que nunca ha valido nada, ni ha querido siquiera
hacer nada, dándose por completo al desenfreno, frecuentando malas compañías, que podrían
llevarle a deshonrar a su familia, y su hermana, que aún no tiene dote» (Arsenal, ms. 11617, f°
101).
262 Citado en Pietri, La Réforme de l’État au XVIIIIE siècle, París, 1935, p. 263.
263 Circular de Breteuil, citado en Funck-Brentano, Les Lettres de cachet, Paris, 1903.
264 Arsenal, ms. 10135.
265 Ordenanza del 10 de noviembre de 1617 (Delamare, Traité de la police, I, pp. 549-550).
266 Cf. Pintard, Le libertinage érudit, Paris, 1942, pp. 20-22.
267 Una ordenanza del 7 de septiembre de 1651, renovada el 30 de julio de 1666, vuelve a precisar la jerarquía de las penas que, según el número de reincidencias, va desde la picota hasta la hoguera.
268 El caso del caballero de la Barre debe considerarse como una excepción; el escándalo que levantó
lo demuestra.
269 B. N., Clairambault, 986.
270 En las costumbres de Bretaña, «si alguien se mata voluntariamente, debe ser colgado por los pies,
y arrastrado como asesino».
271 Brun de la Rochette, Les procès civils et criminels, Ruan, 1663. Cf. Locard, La médecine
judiciaire en France au XVIIE siècle, pp. 262-266.
272 Ordenanza de 1670. Título XXII, art. I.
273 «… A menos que haya ejecutado su designio y cumplido su voluntad por la impaciencia de su dolor,
por violenta enfermedad, por desesperación, o por furor que le haya asaltado» (Brun de la Rochette,
loc. cit. ).
274 Lo mismo vale para los muertos: «Ya no se arrastra a aquellos que leyes ineptas perseguían
después de su muerte. Por lo demás, era un espectáculo horrible y repugnante que podía tener
consecuencias peligrosas para una ciudad llena de mujeres encintas» (Mercier, Tableau de Paris, 1783,
III, p. 195).
275 Cf. Heinroth, Lehrbuch der Störungen des Seelenleben, 1818.
276 Cf. Casper, Charakteristik der franzosischen Medizin, 1865.
277 Reservamos ese problema para un trabajo ulterior.
278 Cierto que ha sido promulgado después del asunto de los venenos.
279 Delamare, Traité de la police, I, p. 562.
280 Algunos ejemplos. Hechicería: en 1706 se transfiere de la Bastilla a la Salpêtrière a la viuda de
Matte «como falsa hechicera, que apoyaba sus ridiculas adivinaciones con sacrilegios
abominables». Al año siguiente, cae enferma, «y se espera que la muerte pronto librará de ella al
público» (Ravaisson, Archives Bastille, XI, p. 168). Alquimistas: «El Sr. Aulmont el joven ha
llevado (a la Bastilla) a la mujer Lamy, que sólo hoy ha podido ser descubierta, siendo parte de
un asunto de 5, 3 de los cuales ya han sido detenidos y enviados a Bicêtre y las mujeres al
Hospital General por secretos de metales» (Journal de Du Junca, citado por Ravaisson, XI, p.
165); o, aún, Marie Magnan, que trabaja «en destilaciones y congelaciones de mercurio para
producir oro» (Salpêtrière, Archives préfectorales de Police. Br. 191). Magos: la mujer Mailly,
enviada a la Salpêtrière por haber compuesto un filtro de amor «para una mujer viuda
encaprichada en un joven» (Notes de R. d’Argenson, p. 88).
281 Delamare, loc. cit., p. 562.
282 «Por consecuencia funesta de compromiso, quienes más se han abandonado a la conducta de
esos seductores se habrían llevado a esta extremidad criminal de añadir el maleficio y el veneno
a las impiedades y a los sacrilegios» (Delamare, ibid. ).
283 Un manuscrito de ese texto se encuentra en la Bibliothèque de l’Arsenal, ms. 10515. 55 B. N.
Fonds Clairambault, 986.
284
285 Cf. Frédéric Lachèvre, Mélanges, 1920, pp. 60-81.
286 La Bruyère, Caractères, cap. XVI, parte II, ed. Hachette, p. 322.
287 La Mothe le Vayer, Dialogues d’Orasius Tubero, 1716, t. I, p. 5.
288 Justine, 1797, t. VII, p. 37.
289 Ibid., p. 17.
290 Un ejemplo de internamiento por libertinaje nos lo ofrece el célebre caso del abad de
Montcrif: «Es muy suntuoso en carroza, caballos, comidas, billetes de lotería, edificios, lo que le
ha hecho contraer deudas por 70 mil libras… le gusta mucho el confesionario, y
apasionadamente la dirección de las mujeres, hasta el punto de despertar sospechas entre
algunos maridos. Es el hombre más pleitista, y tiene varios procuradores en los tribunales…
Desgraciadamente, esto es demasiado ya para manifestar la perturbación general de su espíritu,
y que tiene el cerebro totalmente nublado» (Arsenal, ms. 11811. Cf. igualmente 11498, 11537,
11765, 12010, 12499).
291 Arsenal, ms. 12692.
292 Se podrían describir las lineas generales de la existencia correccionaria según vidas como la
de Henri-Louis de Loménie (cf. Jacobe, Un internement sous le grand roi, Paris, 1929), o del
abad Blache cuyo expediente se encuentra en Arsenal, ms. 10526; cf. 10588, 10592, 10599,
10614.

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