Obras de Michel Foucault: Historia de la locura en la época clásica II (LOS ROSTROS DE LA LOCURA)

Historia de la locura en la época clásica II

III. LOS ROSTROS DE LA LOCURA
Así PUES, la locura es una negatividad. Pero una negatividad que se ofrece
en una plenitud de fenómenos, según una riqueza sabiamente alineada en
el jardín de las especies.
En el espacio limitado y definido por esta contradicción se despliega el
conocimiento discursivo de la locura. Bajo los rostros ordenados y apacibles
del análisis médico está en acción una relación difícil en la cual se realiza el
devenir histórico: relación entre la sinrazón, como sentido último de la
locura, y racionalidad como forma de su verdad. Que la locura, situada
siempre en las regiones originarias del error, siempre en retirada ante la
razón, pueda sin embargo abrirse enteramente a ella y confiarle la totalidad
de sus secretos: tal es el problema que manifiesta y que oculta al mismo
tiempo el conocimiento de la locura.
En este capítulo no se tratará de escribir la historia de las diferentes
nociones de la psiquiatría, poniéndolas en relación con el conjunto del
saber, de las teorías, de las observaciones médicas que le son
contemporáneas; no hablaremos de la psiquiatría en la medicina del espíritu
o en la fisiología de los sólidos. Sino que, retomando una tras otra las
grandes figuras de la locura que se han mantenido a lo largo de toda la
época clásica, trataremos de mostrar cómo se han situado en el interior de
la experiencia de la sinrazón; cómo han adquirido allí, cada una, una
cohesión propia; y cómo han llegado a manifestar de manera positiva la
negatividad de la locura.
Adquirida, esta positividad no es ni del mismo nivel ni de la misma
naturaleza ni de la misma fuerza para las difererentes formas de la locura:
positividad frágil, transparente, muy próxima aún de la negatividad de la
sinrazón para el concepto de demencia; más densa ya, la que se ha
adquirido, a través de todo un sistema de imágenes, por la manía y la
melancolía; la más consistente, también la más alejada de la sinrazón y la
más peligrosa para ella es la que, por un reflejo en los confines de la moral
y de la medicina, por la elaboración de una especie de espacio corpóreo,
tanto ético como orgánico, da un contenido a las nociones de histeria,
hipocondría, a todo lo que pronto se llamará enfermedades nerviosas; esta
positividad es tan lejana de lo que constituye el centro de la sinrazón, y tan
mal integrada a sus estructuras, que terminará por ponerla en cuestión y
por derribarla por completo al final de la época clásica.

1. EL GRUPO DE LA DEMENCIA
Bajo nombres diversos, pero que recubren casi todos el mismo dominio —
dementia, amentia, fatuitas, stupiditas, morosis—, la demencia es
reconocida por la mayoría de los médicos de los siglos XVII y XVIII.
Reconocida, aislada bastante fácilmente entre las otras especies mórbidas,
pero no definida en su contenido positivo y concreto. A lo largo de esos dos
siglos persiste en el elemento de lo negativo, impedida siempre de adquirir
una figura característica. En un sentido, la demencia es, de todas las
enfermedades del espíritu, la que permanece más cercana a la esencia de la
locura. Pero de la locura en general, de la locura experimentada en todo lo
que puede tener de negativo: desorden, descomposición del pensamiento,
error, ilusión, no-razón y no-verdad. Es esa locura, como simple anverso de
la razón y contingencia pura del espíritu, la que un autor del siglo XVIII
define muy bien en una extensión que no logra agotar ni limitar ninguna
forma positiva: «La locura tiene síntomas variados al infinito. En su
composición entra todo lo que se ha visto y oído, todo lo que se ha pensado
y meditado. Aproxima lo que parece más lejano. Nos recuerda lo que parece
haber sido completamente olvidado. Las antiguas imágenes reviven; las
aversiones que se creían extinguidas renacen; las inclinaciones se hacen
más vivas; pero ahora todo está en desorden. En su confusión, las ideas se
parecen a los caracteres de una imprenta que se reunieran sin designio y
sin inteligencia. No resultaría nada que presentara un sentido continuado.»
cxxxiv Es a la locura así concebida en toda la negatividad de su desorden a la
que se aproxima la demencia.
La demencia es, pues, en el espíritu, al mismo tiempo el completo azar y el
determinismo total; todos los efectos pueden producirse allí, porque todas
las causas pueden provocarla. No hay trastorno en los órganos del
pensamiento que no pueda suscitar uno de los aspectos de la demencia.
Hablando propiamente, no tiene síntomas; antes bien, es la posibilidad
abierta de todos los síntomas posibles de la locura. Cierto es que Willis le da
como signo y característica esenciales la stupiditas.cxxxv Pero algunas
páginas más adelante la stupiditas se ha convertido en el equivalente de la
demencia: stupiditas sive morosis La estupidez es, entonces, pura y
simplemente «el defecto de la inteligencia y del juicio», ataque por
excelencia a la razón en sus más elevadas funciones. Sin embargo, ese
defecto mismo no es el primero; pues el alma racional, perturbada en la
demencia, aún no está encerrada en el cuerpo sin que un elemento mixto
sirva de mediación entre él y ella; del alma racional al cuerpo se despliega,
en un espacio mixto, a la vez extendido y puntual, corpóreo y ya pensante,
esta anima sensitiva sive corpórea que lleva los poderes intermediarios y
mediadores de la imaginación y de la memoria; son ellas las que aportan al
espíritu las ideas o al menos los elementos que permiten formarlas; y
cuando llegan a perturbarse en su funcionamiento —en su funcionamiento
corpóreo— entonces el intellectus acies, «como si sus ojos estuvieran
velados, con la mayor frecuencia queda embotado o al menos
oscurecido».cxxxvi En el espacio orgánico y funcional en que se expande,
asegurando así su unidad viviente, el alma corpórea encuentra su lugar;
tiene también los instrumentos y los órganos de su acción inmediata; la
sede del alma corpórea es el cerebro (y singularmente el cuerpo calloso
para la imaginación, la sustancia blanca para la memoria); en los casos de
demencia, hay que suponer o bien una afección del cerebro mismo o bien
una perturbación de los espíritus, o bien una perturbación combinada de la
sede y de los órganos, es decir, del cerebro y de los espíritus. Si el cerebro
es, por sí solo, la causa de la enfermedad, se puede buscar su origen,
primero, en las dimensiones mismas de la materia cerebral, bien que
demasiado pequeña para funcionar convenientemente, bien que, por el
contrario, demasiado abundante y por ello de una solidez menor y como de
inferior calidad, mentís acumini minus accommodum. Pero hay que
involucrar a veces a la forma del cerebro; desde que carece de esta forma
globosa que permite una reflexión equitativa de los espíritus animales,
desde que se han producido una depresión o una hinchazón anormal, los
espíritus son enviados en direcciones irregulares; ya no pueden, en su
recorrido, transmitir la imagen verdaderamente fiel de las cosas, ni confiar
al alma racional los ídolos sensibles de la verdad: ésa es la demencia. Dicho
de manera aún más fina: el cerebro debe conservar, para funcionar
rigurosamente, cierta intensidad de calores de humedad, cierta
consistencia, una especie de cualidad sensible de textura y de grano; en
cuanto se vuelve demasiado húmedo o demasiado frío —¿no es lo que
ocurre a menudo a los niños y a los ancianos?— se ven aparecer los signos
de la stupiditas; se les puede percibir también cuando él grano del cerebro
se vuelve demasiado burdo y como impregnado de una pesada influencia
terrestre; esta pesadez de la sustancia cerebral, ¿no se puede creer que se
deba a alguna pesadez del aire y a cierta bastedad del suelo, que pudiera
explicar la famosa estupidez de los beocios?cxxxvii
En la morosis sólo pueden alterarse los espíritus animales: ya sea que ellos
mismos hayan sido bien dotados por una pesadez similar y que hayan
adoptado una forma grosera, y dimensiones irregulares, como si hubiesen
sido atraídos por una gravitación imaginaria hacia la lentitud de la tierra. En
otros casos, se han vuelto acuosos, inconsistentes y volubles.cxxxviii
Al principio se pueden aislar las perturbaciones de los espíritus y las
perturbaciones del cerebro; pero no permanecen así nunca; las
perturbaciones no dejan de combinarse, sea que la calidad de los espíritus
se altere como efecto de los vicios de la materia cerebral, sea que, por el
contrario, ésta sea modificada por los defectos de los espíritus. Cuando los
espíritus son pesados y sus movimientos demasiado lentos, o si son
demasiado fluidos, los poros del cerebro y los canales que recorren llegan a
obstruirse o a tomar formas viciosas; en cambio, si el cerebro mismo tiene
algún defecto, los espíritus no llegan a atravesarlo con su movimiento
normal y, en consecuencia, adquieren una diátesis defectuosa.
Sería vano buscar, en todo este análisis de Willis, el rostro preciso de la
demencia, el perfil de los signos que le son propios, o de sus causas
particulares. No que la descripción esté desprovista de precisión; pero la
demencia parece recubrir todo el dominio de las alteraciones posibles en
cualquiera de los dominios del «género nervioso»: espíritus o cerebro,
molicie o rigidez, calor o enfriamiento, peso exagerado, ligerez excesiva,
materia deficiente o demasiado abundante: todas las posibilidades de
metamorfosis patológica se convocan alrededor del fenómeno de la
demencia para aportar sus explicaciones virtuales. La demencia no organiza
sus causas, no las localiza, no especifica las cualidades según la figura de
sus síntomas. Es el efecto universal de toda alteración posible. En cierta
manera, la demencia es la locura menos todos los síntomas particulares de
una forma de locura: una especie de locura de filigrana de la cual se
transparenta pura y simplemente lo que es la locura en la pureza de su
esencia, en su verdad general. La demencia es todo lo que puede haber de
irrazonable en la sabia mecánica del cerebro, de las fibras y de los espíritus.
Pero a tal nivel de abstracción el concepto médico no se elabora; está
demasiado lejano de su objeto; se articula en dicotomías puramente
lógicas; resbala sobre las virtualidades; no trabaja efectivamente. La
demencia, como experiencia médica, no se cristaliza.
Hacia mediados del siglo XVIII, el concepto de demencia sigue siendo
negativo. De la medicina de Willis a la fisiología de los sólidos, el mundo
orgánico ha cambiado de aspecto; sin embargo, el análisis sigue siendo del
mismo tipo; sólo se trata de cernir en la demencia todas las formas de
«sinrazón» que puede manifestar el sistema nervioso. Al principio del
artículo «Demencia» de la Enciclopedia, Aumont explica que la razón
atrapada en su existencia natural consiste en la transformación de las
impresiones sensibles; éstas, comunicadas por las fibras, llegan hasta el
cerebro, que las transforma en nociones, por los trayectos interiores de los
espíritus. Hay sinrazón, o más bien locura, desde que esas transformaciones
no se hacen ya según los caminos habituales y que son exageradas o
depravadas, o bien abolidas. La abolición es la locura en estado puro, la
locura en su paroxismo, como llegada a su punto más intenso de verdad: es
la demencia. ¿Cómo se produce? ¿Por qué se encuentra súbitamente
abolido todo ese trabajo de transformación de las impresiones? Como Willis,
Aumont convoca alrededor de la sinrazón todas las perturbaciones
eventuales del género nervioso. Hay perturbaciones provocadas por las
intoxicaciones del sistema: el opio, la cicuta, la mandragora; Bonet, en su
Sepiilchretúm, ¿no ha hablado del caso de una muchacha que se volvió
demente después de ser mordida por un murciélago? Algunas
enfermedades incurables, como la epilepsia, producen exactamente el
mismo efecto. Pero más frecuentemente hay que buscar la causa de la
demencia en el cerebro, ya haya sido alterado accidentalmente por un
golpe, ya haya habido una malformación congénita, ya sea que su volumen
se encuentre demasiado limitado para el buen funcionamiento de las fibras
y la buena circulación de los espíritus. Los propios espíritus pueden
encontrarse en el origen de la demencia, porque estén agotados, porque
hayan perdido fuerza y languidezcan, o bien porque se hayan espesado y se
hayan vuelto serosos y viscosos. Pero la causa más frecuente de la
demencia se halla en el estado de las fibras que ya no son capaces de sufrir
las impresiones y transmitirlas. La vibración que debía desencadenar la
sensación no se produce; la fibra permanece inmóvil, sin duda porque está
demasiado relajada, o bien porque está demasiado distendida y se haya
vuelto totalmente rígida; en ciertos casos, ya no es capaz de vibrar al
unísono porque es demasiado callosa. De todos modos, se ha perdido el
«resorte». En cuanto a las razones de esta incapacidad de vibrar, lo mismo
pueden ser las pasiones que causas innatas o enfermedades de toda índole,
afecciones vaporosas o, finalmente, la vejez. Se recorre todo el dominio de
la patología para encontrar las causas y una explicación de la demencia,
pero la figura sintomática siempre tarda en aparecer; las observaciones se
acumulan, las cadenas causales se tienden, pero en vano se buscaría el
perfil propio de la enfermedad.
Cuando Sauvages querrá escribir el artículo «Amentia» de su Nosología
metódica, el hilo de su sintomatología se le escapará, y Sauvages no podrá
ser fiel a ese famoso «espíritu de los botánicos» que debe presidir su obra;
no sabe distinguir las formas de la demencia más que por sus causas:
amentia senilis, causada por «la rigidez de las fibras que las hace insensibles
a las impresiones de los objetos»; amentia serosa, debida a una
acumulación de serosidad en el cerebro, como ha podido verificarlo un
tapón colocado a ovejas locas que «no comen ni beben», y cuya sustancia
cerebral se ha «convertido enteramente en agua»; amentia a venenis,
provocada, sobre todo, por el opio; amentia a tumore; amentia
microcephalica; el propio Sauvages ha visto «esta especie de demencia en
una muchacha que se halla en el hospital de Montpellier: la llaman el Simio,
porque tiene la cabeza muy pequeña, y porque se parece a este animal»;
amentia a siccitate: de manera general, ya nada debilita la razón más que
las fibras desecadas, enfriadas o coaguladas; tres muchachas, que habían
viajado en lo más duro del invierno sobre una carreta, fueron víctimas de la
demencia; Bar-tholin les devolvió la razón «envolviéndoles la cabeza con
una piel de oveja recién arrancada»; amentia morosis: Sauvages no sabe
bien si la debe distinguir de la demencia serosa; amentia ab ictu; amentia
rachialgica; amentia a quartana, debida a la fiebre cuartana; amentia
calculosa; ¿no se ha encontrado en el cerebro de un demente «un cálculo
piciforme que nadaba en la serosidad del ventrículo»?
En cierto sentido, no hay sintomatología propia de la demencia: ninguna
forma de delirio, de alucinación o de violencia le pertenece por derecho
propio o por necesidad de la naturaleza. Su verdad sólo está hecha de
yuxtaposición: por un lado, una acumulación de causas eventuales, entre
las que pueden ser totalmente distintos el nivel, el orden, y la naturaleza;
por otro lado, una serie de efectos, que no tienen otro carácter común que
el de manifestar la ausencia o el funcionamiento defectuoso de la razón, su
imposibilidad de llegar a la realidad de las cosas y a la verdad de las ideas.
La demencia es la forma empírica, al mismo tiempo, la más general y la
más negativa de la sinrazón, de la sinrazón como presencia que se percibe
en lo que tiene de concreto, pero que no se puede asignar en lo que tiene
de positivo. Esta presencia, que siempre se escapa de sí misma, trata de
cernirla Dufour, tan de cerca como sea posible, en su Tratado del
entendimiento humano. Dufour hace ver toda la multiplicidad de las causas
posibles, acumulando los determinismos parciales que hayan podido
invocarse a propósito de la demencia: rigidez de las fibras, sequedad del
cerebro, como quería Bonet, molicie y serosidad del encéfalo, como lo
indicaba Hildanus, uso del beleño, del estramonio, del opio, del azafrán
(según las observaciones de Rey, de Bautain, de Barére), presencia de un
tumor, de gusanos encefálicos, deformaciones del cráneo. Todas ellas son
causas positivas, pero que no conducen nunca más que al mismo resultado
negativo: a la ruptura del espíritu con el mundo exterior y verdadero:
«Quienes se ven atacados de demencia son muy negligentes e indiferentes,
sobre todo; cantan, ríen y se divierten indistintamente, del mal como del
bien; el hambre, el frío y la sed… se hacen sentir en ellos, pero no los
afligen en absoluto; sienten también las impresiones que causan los objetos
sobre sus sentidos, pero no parecen preocuparse por ello.» cxxxix
Así se sobreponen, pero sin unidad real, la positividad fragmentaria de la
naturaleza y la negatividad general de la sinrazón. Como forma de la locura,
la demencia sólo se vive y piensa desde el exterior: límite en que queda
abolida la razón en una inaccesible ausencia; pese a la constancia de la
descripción, la noción carece de poder integrante; el ser de la naturaleza y
el no-ser de la sinrazón no encuentran allí su unidad.
Y sin embargo, la noción de demencia no se pierde en una indiferencia total.
Queda limitada, de hecho, por dos grupos de conceptos vecinos, el primero
de los cuales ya es bastante antiguo, y el segundo, por el contrario, se
destaca y empieza a definirse en la época clásica.
Es tradicional la distinción de la demencia y del frenesí, distinción fácil de
establecer al nivel de los signos, porque el frenesí siempre va acompañado
de fiebre, en tanto que la demencia es una enfermedad apirética. La fiebre
que caracteriza al frenesí permite asignarle, a la vez, sus causas próximas y
su naturaleza: es inflamación, calor excesivo del cuerpo, quemadura
dolorosa de la cabeza, violencia de los gestos y de la palabra, especie de
ebullición general de todo el individuo. Es también por esta coherencia
cualitativa por lo cual la caracteriza Cullen a fines del siglo XVIII: «Los
signos más ciertos del frenesí son la fiebre aguda, un violento dolor de
cabeza, la rojez y la hinchazón de la cabeza y de los ojos, tercos insomnios;
el enfermo no puede soportar la impresión de la luz ni el menor ruido; se
entrega a movimientos apasionados y furiosos.» cxl En cuanto a su origen
lejano, ha dado lugar a incontables discusiones. Pero todas se ordenan en el
tema del calor; las dos cuestiones principales consisten en saber si puede
nacer del cerebro mismo, o si no es nunca, en él, más que una cualidad
transmitida; y si es provocada, antes bien, por un exceso de movimiento o
por una inmovilización de la sangre.
En la polémica entre La Mesnardiére y Duncan, el primero hace notar que,
siendo el cerebro un órgano húmedo y frío, penetrado de licores y
serosidades, sería inconcebible que se inflamara. «Esta inflamación sería
como ver arder el fuego en un río sin artificios.» El apologista de Duncan no
niega que las primeras cualidades del cerebro son opuestas a las del fuego;
pero tiene una vocación local que contradice su naturaleza sustancial:
«Habiendo sido colocado por encima de las entrañas, recibe fácilmente los
vapores de la cocina y las exhalaciones de todo el cuerpo»; además, está
rodeado y penetrado «por un número infinito de venas y de arterias que lo
rodean y que fácilmente se pueden descargar en su sustancia». Pero hay
más aún: esas cualidades de molicie y de frío que caracterizan al cerebro lo
hacen más fácilmente penetrable a las influencias extrañas, a aquellas
mismas que son más contradictorias con su naturaleza primera. En tanto
que las sustancias calientes resisten al frío, las frías pueden recalentarse; el
cerebro «como es blando y húmedo» es «en consecuencia, poco capaz de
defenderse del exceso de las otras cualidades» cxli La oposición de las
cualidades se convierte entonces en la razón misma de su sustitución. Pero
con frecuencia cada vez mayor, el cerebro será considerado como la sede
primera del frenesí. Debe considerarse como una excepción notable la tesis
de Fem, para quien el frenesí se debe a la obstrucción de las visceras
sobrecargadas, que «por medio de los nervios comunican su desorden al
cerebro».cxlii Para la gran mayoría de los autores del siglo XVIII, el frenesí
tiene su sede y encuentra sus causas en el cerebro mismo, convertido en
uno de los centros del calor orgánico: el Diccionario de James sitúa
exactamente su origen en «las membranas del cerebro»;cxliii Cullen llega a
pensar que la materia cervical misma puede inflamarse: el frenesí, según él,
«es una inflamación de las partes encerradas, y puede atacar las
membranas del cerebro o la sustancia misma del cerebro».cxliv
Este excesivo calor se comprende fácilmente en una patología del
movimiento. Pero hay un calor de tipo físico y un calor de tipo químico. El
primero se debe al exceso de los movimientos que se hacen demasiado
numerosos, demasiado frecuentes, demasiado rápidos, provocando un
calentamiento de las partes que se frotan sin cesar unas con otras: «Las
causas lejanas del frenesí son todo aquello que irrita directamente las
membranas o la sustancia del cerebro y sobre todo lo que hace el curso de
la sangre más rápido en sus vasos, como la exposición de la cabeza, sin
sombrero, a un sol ardiente, las pasiones del alma y ciertos venenos.» cxlv
Pero el calor de tipo químico es provocado, al contrario, por la inmovilidad:
la obstrucción de las sustancias que se acumulan las hace vegetar, y luego
fermentar; entran así en una especie de ebullición, allí mismo, que difunde
un gran calor: «El frenesí es, por tanto, una fiebre aguda inflamatoria
causada por una congestión excesiva de ‘la sangre y por la interrupción del
curso de ese fluido en las pequeñas arterias distribuidas en las membranas
del cerebro.» cxlvi
En tanto que la noción de demencia sigue siendo abstracta y negativa, la de
frenesí, por el contrario, se organiza alrededor de temas cualitativos
precisos, integrando sus orígenes, sus causas, sus lugares, sus signos y sus
efectos en la cohesión imaginaria, en la lógica casi sensible del calor
corporal. La ordena una dinámica de la inflamación; la habita un fuego
irrazonable, incendio en las fibras o ebullición en los vasos, llama o hervor,
da lo mismo; las discusiones se centran alrededor de un mismo tema que
tiene poder de integración: la sinrazón, como llama violenta del cuerpo y
del alma.
El segundo grupo da conceptos emparentados con la demencia concierne a
la «estupidez», la «imbecilidad», la «idiotez», la «tontería». En la práctica,
demencia e imbecilidad son tratadas como sinónimos.cxlvii Por Morosis, Willis
entiende tanto la demencia adquirida como la estupidez que puede notarse
en los niños desde los primeros meses de la vida: en todos los casos se
trata de una afección que abarca, al mismo tiempo, la memoria, la
imaginación y el juicio.cxlviii Sin embargo, poco a poco se establece la
diferencia de las edades y, en el siglo XVIII, ya está asegurada: «La
demencia es una especie de incapacidad de juzgar y de razonar sanamente;
ha recibido diferentes nombres, según las distintas edades en que se
manifiesta; en la infancia se la llama ordinariamente tontería, simpleza; se
la llama imbecilidad cuando se extiende a la edad de razón; y cuando llega
a la vejez se la conoce con el título de chochera o de segunda infancia.» cxlix
Distinción que no tiene otro valor que el cronológico, puesto que ni los
síntomas ni la naturaleza de la enfermedad varían según la época en que
empieza a manifestarse. Si acaso, «aquellos que padecen la demencia
muestran de tiempo en tiempo algunas virtudes de su antiguo saber, lo que
no pueden hacer los estúpidos».cl
Lentamente, se hace más profunda la diferencia entre demencia y
estupidez: ya no sólo distinción en el tiempo, sino oposición en el mundo de
la acción. La estupidez actúa sobre el dominio mismo de la sensación: el
imbécil es insensible a la luz y al ruido; el demente es indiferente a ellos; el
primero no recibe; el segundo descuida lo que se le da. Al uno se le niega la
realidad del mundo exterior, al otro no le importa su verdad. Poco más o
menos es esta distinción la que retoma Sauvages en su Nosología; para él,
la demencia difiere de la estupidez en que los dementes sienten
perfectamente las impresiones de los objetos, lo que no hacen los
estúpidos; pero los primeros no les prestan atención, no se toman ningún
trabajo, las observan con una perfecta indiferencia, se desentienden de las
consecuencias y no les importa nada».cli Pero ¿qué diferencia debe
establecerse entre la estupidez y las enfermedades congénitas de los
sentidos? Si se trata la demencia como una perturbación del juicio y la
estupidez como una deficiencia de la sensación, ¿no se corre el riesgo de
confundir un ciego o un sordomudo con un imbécil? clii
Un artículo de la Gaceta de Medicina, en 1762, vuelve al problema a
propósito de una observación animal. Se trata de un perro joven: «Todo el
mundo os dirá que es ciego, sordo, mudo y sin olfato, sea de nacimiento,
sea por algún accidente ocurrido poco después de nacer, de modo que casi
no tiene otra vida que la vegetativa, y yo lo considero como un intermedio
entre la planta y el animal.» No puede tratarse de demencia a propósito de
un ser que no está destinado a poseer, en todo el sentido de la palabra, la
razón. Pero ¿se trata realmente de una perturbación de los sentidos? La
respuesta no es fácil, puesto que «tiene unos ojos bastante bellos que
parecen sensibles a la luz; sin embargo, va chocando con todos los
muebles, a menudo hasta hacerse mal; oye el ruido; y hasta un sonido
agudo, como el de un silbato, lo perturba y lo espanta; pero nunca se le ha
podido enseñar su nombre». Por tanto, no son ni la vista ni la audición las
afectadas, sino este órgano o esta facultad que organiza la sensación en
percepción, haciendo de un color un objeto, de un sonido un nombre. «Ese
defecto general de todos sus sentidos no parece provenir de ninguno de sus
órganos exteriores sino solamente del órgano interior que los físicos
modernos llaman sensorium commune, y que los antiguos llamaban el alma
sensitiva, hecha para recibir y confrontar las imágenes que transmiten los
sentidos; de modo que, al no haberse podido formar nunca este animal una
percepción, ve sin ver, y oye sin oír.» cliii Lo que hay en el alma o en la
actividad del espíritu más próximo a la sensación está como paralizado bajo
el efecto de la imbecilidad, en tanto que en la demencia lo que está
perturbado es el funcionamiento de la razón, en lo que puede tener de más
libre, de más alejado de la sensación.
Y, al final del siglo XVIII, imbecilidad y demencia se distinguirán no tanto
por la precocidad de su oposición, no tanto, siquiera, por la facultad
afectada, sino por las cualidades que les pertenecerán por derecho propio, y
que ordenarán secretamente el conjunto de sus manifestaciones. Para Pinel
la diferencia entre imbecilidad y demencia es, en suma, la de inmovilidad y
movimiento. En el idiota hay una parálisis, una somnolencia de «todas las
funciones del entendimiento y de las afecciones morales»; su espíritu
permanece fijo en una especie de estupor. Por el contrario, en la demencia
las funciones esenciales del espíritu piensan, pero piensan en el vacío, y en
consecuencia en una extrema volubilidad. La demencia es como un
movimiento puro del espíritu, sin consistencia ni insistencia, una fuga
perpetua que ni siquiera el tiempo llega a salvaguardar en la memoria:
«Sucesión rápida o antes bien alternativa, no interrumpida, de ideas y de
acciones aisladas, de emociones ligeras o desordenadas, con olvido de todo
estado anterior.» cliv En esas imágenes llegan a fijarse los conceptos de
estupidez y de imbecilidad; por contragolpe, igualmente, el de demencia,
que sale lentamente de su negatividad y comienza a ser tomado en cierta
intuición del tiempo y del movimiento.
Pero si dejamos aparte esos grupos adyacentes del frenesí y de la
imbecilidad, que se organizan alrededor de temas cualitativos, puede
decirse que el concepto de demencia permanece en la superficie de la
experiencia, muy cercano al ideal general de la sinrazón, muy lejano del
centro real en que nacen las figuras concretas de la locura. La demencia es
el más sencillo de los conceptos médicos de la alienación, el menos abierto
a los mitos, a las evaluaciones morales, a los sueños de la imaginación. Y a
pesar de todo, es el más secretamente incoherente, en la medida misma en
que se libra del peligro de todas esas tomas; en él, naturaleza y sinrazón
permanecen en la superficie de su generalidad abstracta, no llegando a
componerse en profundidades imaginarias como aquellas en que cobran
vida las nociones de manía y de melancolía.

2. MANÍA Y MELANCOLÍA
La noción de melancolía, en el siglo XVI, estaba formada por una cierta
definición de los síntomas y un principio de explicación, oculto tras el mismo
término con el cual se le designa. Desde el punto de vista de los síntomas,
encontramos todas las ideas delirantes que un individuo puede formarse de
sí mismo. «Algunos de entre ellos piensan que son bestias, cuya voz y
actitudes imitan. Algunos piensan que son vasos de vidrio, y por esta razón
evitan a los paseantes, pues tienen miedo de que los rompan; otros temen
a la muerte, la cual, sin embargo, se dan a menudo a sí mismos. Otros
imaginan que son culpables de algún crimen y por lo mismo tiemblan y
tienen miedo desde el momento en que ven a alguien acercarse a ellos,
pensando que desean cogerlos por el cuello y llevarlos prisioneros para
hacerles morir en manos de la justicia.» clv Son temas delirantes, que
permanecen aislados, sin comprometer la razón en conjunto. Sydenham
hará la observación de que los melancólicos son «gentes que, fuera de eso,
son muy inteligentes y sensatos, que poseen una penetración y una
sagacidad extraordinarias. Aristóteles también observó con razón que los
melancólicos tienen más discernimiento que los otros».clvi
Ahora bien, este conjunto sintomático tan claro y coherente, se halla
designado por una palabra que implica todo un sistema causal: la
melancolía. «Yo os suplico que observéis de cerca los pensamientos de los
melancólicos, sus palabras, visiones y acciones, y os daréis cuenta de que
todos sus sentidos están depravados por un humor melancólico
desparramado en su cerebro.»clvii El delirio parcial y la acción de la bilis
negra se yuxtaponen en la noción de melancolía, sin otras relaciones por el
momento que una confrontación sin unidad, entre un conjunto de síntomas
y una denominación significativa. Ahora bien, en el siglo XVIII se hallará la
unidad, o más bien se realizará un cambio; la cualidad de este humor negro
y frío habrá llegado a ser la coloración principal del delirio, y su significado
propio ante la manía, la demencia y el frenesí, es decir, el principio esencial
de su cohesión. Y en tanto que Boerhaave define aún la melancolía como
«un largo delirio, tenaz y sin fiebre, durante el cual el enfermo está siempre
discurriendo sobre un solo y mismo pensamiento» clviii, Dufour, pocos años
más tarde, basa su definición sobre «el miedo y la tristeza», que explican
actualmente el carácter parcial del delirio: «De allí viene que los
melancólicos amen la soledad y huyan de la compañía; en ella se unen con
más fuerza al objeto de su delirio o de su pasión dominante, cualquiera que
ella sea, mientras parecen indiferentes a todo lo restante.» clix La fijación del
concepto no se ha logrado por medio de una nueva observación rigurosa, ni
por un descubrimiento en el dominio de las causas, sino por una
transmisión cualitativa que va de una causa implicada en la definición a una
significativa percepción en los efectos.
Durante mucho tiempo —hasta principios del siglo XVII—, la discusión sobre
la melancolía permaneció dentro de la tradición de los cuatro humores y de
sus cualidades esenciales: cualidades estables propias de una sustancia, la
cual sólo puede ser considerada como causa. Para Fernel, el humor
melancólico, emparentado con la Tierra y el otoño, es un jugo «espeso en
consistencia, frío y seco en su temperamento».clx Pero en la primera mitad
del siglo, se origina toda una discusión a propósito del origen ele la
melancolía: ¿es necesario tener un temperamento melancólico para ser
víctima de la melancolía? clxi ¿El humor melancólico es siempre frío y seco;
no puede ser jamás caliente y húmedo? ¿Es más bien la sustancia la que
actúa, o son sus cualidades las que se comunican? Se puede resumir de la
manera siguiente lo que se logró en el curso de este largo debate:
1) La causalidad de las sustancias es remplazada cada vez más a menudo
por un avance en el estudio de las cualidades que sin necesidad de ningún
soporte se transmiten inmediatamente del cuerpo al alma, del humor a las
ideas, de los órganos a la conducta. Así, la mejor prueba para el apologista
de Duncan de que el jugo melancólico provoca la melancolía, consiste en el
hecho de que en él se encuentran las cualidades mismas de la enfermedad:
«El jugo melancólico posee más propiamente las condiciones necesarias
para producir la melancolía que vuestras cóleras encendidas, puesto
que por su frialdad, disminuye la cantidad de sus espíritus; por su
sequedad, les hace capaces de conservar durante un largo tiempo una
especie de fuerte y tenaz imaginación; y por su negrura, los priva de su
claridad y de su sutileza natural.» clxii
2) Existe, además de esta mecánica de las cualidades, una dinámica que
analiza en cada una de ellas la potencia que se encuentra guardada. Así, el
frío y la sequedad pueden entrar en conflicto con el temperamento, y de
esta oposición nacen los síntomas de la melancolía tanto más violentos
puesto que hay lucha: la fuerza que triunfa arrastra tras de sí todas
aquellas que se le resisten. Así, las mujeres, que por su naturaleza son poco
accesibles a la melancolía, presentan síntomas más graves cuando son
atacadas por ella. «Son tratadas con mayor crueldad y más violentamente
trastornadas por ella, porque siendo la melancolía más opuesta a su
temperamento, las aleja más de su constitución natural.» clxiii
3) Pero en algunas ocasiones el conflicto nace en el interior de una misma
cualidad. Una cualidad puede alterarse a sí misma durante su desarrollo, y
convertirse en su propio contrario. Así, cuando «las entrañas se calientan,
cuando todo se fríe en el interior del cuerpo… cuando todos los jugos se
queman», entonces todo este conjunto puede transformarse en fría
melancolía, produciéndose «casi la misma cosa que hace una gran cantidad
de cera sobre una antorcha volteada… Este enfriamiento del cuerpo es el
efecto ordinario que sigue a los calores inmoderados, cuando éstos han
arrojado y agotado su vigor».clxiv Hay una especie de dialéctica de la
cualidad que, libre de todo constreñimiento sustancial, de toda tarea
originaria, avanza a pesar de tropiezos y contradicciones.
4) En fin, las cualidades pueden ser modificadas por los accidentes, las
circunstancias y las condiciones de la vida, de tal manera que un ser que es
seco y frío puede llegar a ser caliente y húmedo, si su manera de vivir lo
conduce a ello; así les acontece a las mujeres: »viven en la ociosidad, y
siendo su cuerpo menos transpirador [que el de los hombres], permanecen
dentro de él los calores, los espíritus y los humores».clxv
Liberadas del soporte sustancial dentro del cual habían permanecido
prisioneras, las cualidades van a poder representar un papel de
organizadoras e integradoras en la noción de melancolía. Por una parte, van
a recortar, entre los síntomas y las manifestaciones, un cierto perfil de la
tristeza, de la negrura, de la lentitud, de la inmovilidad. Por otra parte, van
a dibujar un soporte causal que no será ya la fisiología de un humor, sino la
patología de una idea, un miedo, un terror. La unidad morbosa no ha sido
definida a partir de los síntomas observados ni de las causas supuestas sino
que, a mitad de los unos y las otras, ha sido percibida como una cierta
coherencia cualitativa, que posee sus leyes de transmisión, de desarrollo y
de transformación. La lógica secreta de esta cualidad es la que marca el
desarrollo de la noción de melancolía, y no la teoría medicinal. Esto es
realmente cierto desde los textos de Willis.
A primera vista, la coherencia de los análisis se encuentra allí asegurada al
nivel de la reflexión especulativa. La explicación, en la obra de Willis, está
tomada de la de los espíritus animales y de sus propiedades mecánicas. La
melancolía es «una locura sin fiebre ni furor, acompañada de miedo y de
tristeza». En la medida en que es delirio —es decir, ruptura esencial con la
verdad—, su origen reside en un movimiento desordenado de los espíritus y
en un estado defectuoso del cerebro; pero el miedo y la inquietud que
vuelven tristes y meticulosos a los melancólicos, ¿pueden explicarse sólo
por los movimientos? ¿Puede existir una mecánica del miedo y una
circulación de los espíritus que sean propias de la tristeza? Para Descartes
esto es evidente; no lo es ya para Willis. La melancolía no puede ser tratada
como una parálisis, una apoplejía, un vértigo o una convulsión. En el fondo,
ni siquiera se le puede analizar como a una simple demencia, aun cuando el
delirio melancólico supone un desorden igual en el movimiento de los
espíritus. Las dificultades de la mecánica explican bien el delirio —error
común a toda locura, demencia o melancolía— pero no la cualidad propia
del delirio, el color de tristeza y de miedo que hace de su paisaje algo
singular. Es necesario penetrar en el secreto de las diátesis.clxvi A la larga,
son esas cualidades esenciales, escondidas en el grano mismo de la materia
sutil, las que dan cuenta de los movimientos paradójicos de los espíritus. En
la melancolía, los espíritus son transportados por una agitación, pero una
agitación débil, sin poder ni violencia: una especie de tirón impotente, que
no sigue los caminos trazados ni las vías abiertas (aperta opercula), sino
que atraviesa la materia cerebral, haciendo unos poros siempre nuevos; sin
embargo, los espíritus no se apartan mucho de los caminos que ellos
mismos han trazado; muy pronto su agitación languidece, su fuerza se
agota y el movimiento se detiene: «non longe perveniunt».clxvii Así, una
ofuscación semejante, común a todos los delirios, no puede producir en la
superficie del cuerpo esos movimientos violentos, ni esos gritos que se
producen en la manía y en el frenesí; la melancolía no llega jamás al furor;
es la locura en los límites de su impotencia. Esta paradoja se debe a las
alteraciones secretas de los espíritus. Ordinariamente, tienen la rapidez casi
inmediata y la transparencia absoluta de los rayos luminosos; pero en la
melancolía, se convierten en seres nocturnos; se hacen «oscuros, opacos, y
tenebrosos»; y las imágenes de las cosas que ellos conducen al cerebro y al
espíritu están veladas por «la sombra y las tinieblas».clxviii Más pesados,
parecen más próximos a un oscuro vapor químico que a la luz pura. Vapor
químico que sería de naturaleza acida, antes que sulfurosa o alcohólica, ya
que en los vapores ácidos las partículas son móviles, y aun incapaces de
reposo; pero esta actividad es débil, sin trascendencia; cuando se les
destila, no queda en el alambique sino una flema insípida. ¿No tienen los
vapores ácidos las mismas propiedades que la melancolía? Mientras que los
vapores alcohólicos, siempre predispuestos a inflamarse, nos inducen a
pensar más bien en el frenesí, y los vapores sulfurosos en la manía, ya que
poseen un movimiento continuo y violento. Si esto es así, sería preciso
buscar «la razón formal y las causas» de la melancolía, en los vapores que
suben por medio de la sangre al cerebro y que han degenerado en un vapor
ácido y corrosivo.clxix En apariencia, es toda una melancolía de los espíritus y
toda una química de los humores lo que guía el análisis de Willis; pero en
realidad, el hilo director está sobre todo en las cualidades inmediatas del
mal melancólico: un desorden impotente, y después esa sombra sobre el
espíritu, con esa aspereza acida que corroe el corazón y el pensamiento. La
química de los ácidos no es la explicación de los síntomas; es una opción
cualitativa: toda una fenomenología de la experiencia melancólica.
Unos setenta años más tarde, los espíritus animales han perdido su
prestigio científico. El secreto de las enfermedades estriba en los elementos
sólidos y líquidos del cuerpo. El Diccionario Universal de Medicina, publicado
por James en Inglaterra, propone en el artículo «Manía» una etiología
comparada de esta enfermedad y de la melancolía. «Es evidente que el
cerebro es el sitio donde residen todas las enfermedades de esta especie. ..
Es allí donde el Creador ha fijado, aunque de una manera inconcebible, la
residencia del alma, del espíritu, del genio, de la imaginación, de la
memoria y de todas las sensaciones… Todas estas nobles funciones serán
modificadas, depravadas, disminuidas y totalmente destruidas, si la sangre
y los humores llegan a faltar en calidad y en cantidad, y no son ya
conducidos al cerebro de una manera uniforme y temperada, si circulan allí
con violencia e impetuosidad, o si se mueven lenta, difícil o
lánguidamente.»clxx Ese curso lánguido, esos vasos repletos, esa sangre
pesada e impura que el corazón difícilmente puede repartir en el organismo,
y que tiene dificultades para penetrar en las pequeñas y estrechas arterias
del cerebro, donde la circulación debe ser bastante rápida para alimentar al
pensamiento, constituyen el conjunto de impedimentos que explican a la
melancolía. Pesadez, lentitud, embarazo, constituyen las cualidades
primitivas que guían el análisis. La explicación se efectúa como una
transferencia al organismo de las cualidades observadas en el porte, la
conducta y las pláticas del enfermo. Se va de la aprehensión cualitativa a la
explicación supuesta; pero es la aprehensión la que prevalece y triunfa
sobre la coherencia teórica. En la obra de Lorry, las dos grandes
explicaciones médicas —por los sólidos y por los fluidos— se yuxtaponen y
acaban por mezclarse, permitiendo la distinción de dos clases de
melancolía. Aquella cuyo origen está en los sólidos es la melancolía
nerviosa: una sensación particularmente fuerte conmueve las fibras que la
reciben; para rechazarla, la tensión aumenta en las otras fibras, que son a
la vez más rígidas y susceptibles de vibrar más. Pero si la sensación se hace
más fuerte, la tensión llega a ser tal en las otras fibras que éstas pierden la
capacidad de vibrar; es tal el estado de rigidez que la circulación de la
sangre se detiene en esta zona y los espíritus animales quedan
inmovilizados. Entonces aparece la melancolía. En la otra forma de la
enfermedad, la «forma líquida», los humores se encuentran impregnados de
atrabilis; se vuelven más espesos; cargada con estos humores, la sangre se
vuelve pesada, y se estanca en las meninges hasta el punto de comprimir
los órganos principales del sistema nervioso.
Se vuelve a presentar entonces la rigidez en la fibra; pero en este caso se
trata solamente de una consecuencia de un fenómeno humoral. Lorry
distingue dos melancolías; en realidad es el mismo conjunto de cualidades
el que asegura a la melancolía su unidad real; pero esa división le permite
al autor exponer sucesivamente la melancolía en dos sistemas explicativos.
Solamente el edificio teórico se ha desdoblado. El fondo cualitativo de la
experiencia es el mismo.
La melancolía es una unidad simbólica formada por la languidez de los
fluidos, por el oscurecimiento de los espíritus animales y por la sombra
crepuscular que éstos extienden sobre las imágenes de las cosas, por la
viscosidad de la sangre que se arrastra difícilmente por los vasos, por el
espesor de los vapores que se han vuelto negruzcos, deletéreos y acres, por
funciones viscerales que se han hecho más lentas, como si los órganos se
viesen cubiertos por una viscosidad; esta unidad, más bien sensible que
conceptual o teórica, da a la melancolía el signo que le es propio.
Este trabajo, mucho más que una observación fiel, es el que reorganiza el
conjunto de los síntomas y el modo de aparición de la melancolía. El tema
del delirio parcial desaparece cada vez más frecuentemente como el
síntoma principal de los melancólicos, para ser sustituido por los datos
cualitativos como la tristeza, la amargura, el gusto de la soledad, la
inmovilidad. A finales del siglo XVIII, se clasificarán fácilmente como
melancolías las locuras sin delirio, caracterizadas por la inercia, por la
desesperación y por una especie de estupor sombrío.clxxi En el Diccionario de
James se habla ya de una melancolía apoplética, sin idea delirante, en la
cual los enfermos «no quieren abandonar su cama… cuando están de pie no
caminan sino cuando son obligados por sus amigos o por aquellos que los
sirven; no evitan a los hombres; pero parece que no ponen ninguna
atención a aquello que se les dice, y nunca responden».clxxii Si en ese caso la
inmovilidad y el silencio son considerados los elementos más importantes y
los que determinan el diagnóstico de la melancolía, también hay sujetos en
los que no se observa sino amargura, languidez, y deseo de soledad; su
misma agitación no debe engañar ni autorizar un juicio apresurado de que
nos hallamos en presencia de una manía; se trata indudablemente de una
melancolía, ya que los pacientes «evitan la compañía, les gustan los lugares
solitarios, y deambulan sin saber a dónde van; tienen el color amarillento,
la lengua seca como si estuvieran muy sedientos, los ojos secos, hundidos,
jamás humedecidos por las lágrimas; el cuerpo seco y ardiente, y el rostro
sombrío, cubierto de horror y tristeza».clxxiii
Los análisis de la manía y su evolución en el curso de la época clásica
obedecen a un mismo principio de coherencia.
Willis considera a la manía y a la melancolía como dos términos opuestos. El
espíritu del melancólico está completamente ocupado por la reflexión, de tal
manera que la imaginación permanece en ociosidad y reposo; en el
maniaco, al contrario, la fantasía y la imaginación están ocupadas por un
flujo perpetuo de pensamientos impetuosos. Mientras que el espíritu del
melancólico se fija sobre un solo objeto, único, y al que atribuye unas
proporciones irrazonables, la manía deforma conceptos y nociones; o bien
los objetos pierden su congruencia, o bien los caracteres de su
representación están falseados; de todas maneras, el conjunto pensante
está dañado en sus relaciones esenciales con la verdad. La melancolía,
finalmente, se presenta siempre acompañada por la tristeza y el miedo; en
el maniaco, al contrario, se observan la audacia y el furor. La causa del mal
se encuentra siempre en el movimiento de los espíritus animales, ya se
trate de manía o de melancolía. Pero en la manía, ese movimiento es
peculiar: continuo, violento, con capacidad permanente para hacer nuevos
poros en la materia cerebral, y constituye una especie de soporte material
de los pensamientos incoherentes, de las actitudes explosivas, de las
palabras ininterrumpidas que denuncian la manía. Toda esta perniciosa
movilidad es semejante a la del agua infernal, hecha de licor sulfuroso, a la
de aquellas aquae stygiae, ex nitro, vitriolo, antimonio, arsénico, et
similibus exstillatae: las partículas están allí en movimiento perpetuo; son
capaces de horadar nuevos poros y canales en cualquier material y tienen
fuerza suficiente para propagarse a distancia, así como los espíritus
maniacos que son capaces de agitar todas las partes del cuerpo. El agua
infernal refleja en el secreto de sus movimientos todas las imágenes en las
cuales la manía toma su forma concreta. Y constituye a la vez su mito
químico y como su verdad dinámica.
En el curso del siglo XVIII, la imagen, con todas sus implicaciones
mecánicas y metafísicas de espíritus animales en los canales de los nervios,
es frecuentemente remplazada por la imagen, más estrictamente física pero
de valor aún más simbólico, de una tensión a la cual estarían sometidos los
nervios, los vasos, y todo el sistema de las fibras orgánicas. La manía se
considera entonces una tensión de las fibras llevadas a su paroxismo, y el
maniaco como una especie de instrumento cuyas cuerdas, por el efecto de
una tracción exagerada, comenzaran a vibrar con la excitación más débil y
lejana. El delirio maniaco consiste en una vibración continua de la
insensibilidad. A través de esta imagen, las diferencias con la melancolía se
precisan y se organizan como una antítesis rigurosa: el melancólico no es
ya capaz de resonar movido por el mundo exterior, porque sus fibras están
distendidas, o han sido inmovilizadas por una tensión muy grande
(podemos observar cómo la mecánica de las tensiones explica tan bien la
inmovilidad melancólica como la agitación maniaca) : solamente algunas
fibras resuenan en el melancólico, y son aquellas que corresponden al punto
preciso donde se localiza su delirio. Al contrario, el maniaco vibra ante
cualquier excitante, y su delirio es universal; las excitaciones no se pierden
en el espesor de su inmovilidad, como acontece con el melancólico; cuando
su organismo las restituye, ya han sido multiplicadas, como si los maniacos
hubiesen acumulado en la tensión de sus fibras una energía suplementaria.
Es esto mismo, incluso, lo que los hace después insensibles, no con una
insensibilidad somnolienta como la de los melancólicos, sino con una
insensibilidad tensa, formada por vibraciones interiores; es por esto sin
duda por lo que «no temen ni el frío ni el calor, desgarran sus vestiduras y
se acuestan completamente desnudos en pleno invierno, sin enfriarse por
ello». Por esta misma razón ellos sustituyen el mundo real, que los solicita
constantemente, por el mundo irreal y quimérico de su delirio. «Los
síntomas esenciales de la manía provienen del hecho de que los objetos no
se presentan a los enfermos tales y como son en realidad.» clxxiv El delirio de
los maniacos no está determinado por un vicio particular del juicio;
constituye un defecto que se localiza en la transmisión de las impresiones
sensibles al cerebro, un defecto de la información. En la psicología de la
locura, la vieja idea de la verdad como «conformidad del pensamiento con
las cosas», se trueca en la metáfora de una resonancia, en una especie de
fidelidad musical de la fibra ante las sensaciones que le hacen vibrar.
Ese tema de la tensión dinámica se desarrolla fuera del campo de la
medicina de los sólidos, en instituciones aún más cualitativas. La rigidez de
las fibras del maniaco es propia de un paisaje seco; la manía se presenta
acompañada normalmente por un agotamiento de los humores, y una
aridez general en todo el organismo. En esencia, la manía es algo desértico,
arenoso. Bonet, en su Sepulchretum, asegura que los cerebros de los
maniacos que había podido observar, se hallaron en estado de sequedad, de
dureza y de friabilidad. clxxv Más tarde, Albrecht von Haller observará
también que el cerebro del maniaco es duro, seco y quebradizo. clxxvi
Menuret recuerda una observación de Forestier que muestra claramente
que un desperdicio excesivo de humor, al secar los vasos y las fibras, puede
provocar un estado de manía; se trataba de un joven que «habiéndose
casado con una mujer, en verano, se volvió maniaco en virtud del comercio
excesivo que tuvo con ella».
Lo que otros imaginan o suponen, lo que ven en una semipercepción,
Dufour lo ha verificado, medido y contado. En el transcurso de una
autopsia, ha conseguido aislar una parte de la sustancia medular del
cerebro de un sujeto muerto en estado de manía; ha recortado «un cubo de
seis líneas en todos sentidos» cuyo peso era de 3 j. g. III, mientras que el
mismo volumen aislado de un cerebro ordinario pesa 3 j. g. V: «Esta
desigualdad de peso que parece inicialmente de poca importancia, no es tan
pequeña, si se pone atención al hecho de que la diferencia específica que
existe entre la masa total del cerebro de un loco y el de un hombre cuerdo,
es aproximadamente 7 gros (*)* menos en el adulto, en el cual la masa
entera del cerebro pesa ordinariamente tres libras.» clxxvii La resequedad y la
ligereza de la manía se llega a poner de manifiesto incluso en la balanza.
Esta sequedad interna y este calor, ¿no están probados por añadidura por la
facilidad con la que los maniacos soportan los más grandes fríos? Es un
hecho establecido que se les ha visto pasearse desnudos sobre la nieve,
clxxviii que no hay necesidad de calentarlos cuando se les encierra en el asilo
clxxix, que incluso se les puede curar por medio del frío. Desde la época de
Van Helmont se practica corrientemente la inmersión de los maniacos en
agua helada, y Menuret asegura haber conocido a una persona maniaca,
que al escapar de la prisión en donde estaba retenida, «caminó varias
leguas bajo una lluvia violenta sin sombrero y casi sin ropa, y recobró por
este medio una perfecta salud» clxxx. Montchau, que ha curado a un maniaco
haciéndole «arrojarse desde el sitio más alto posible sobre el agua helada»,
no se asombra de un resultado tan favorable; reúne, para explicarlo, todas
las tesis del calentamiento orgánico que se han sucedido y entrecruzado
desde el siglo XVII: «No debe uno sorprenderse de que el agua y el hielo
hayan producido una curación tan pronta y perfecta, en el momento mismo
en que la sangre hervía, la bilis estaba en furor, y todos los líquidos
rebelados llevaban a todas partes la perturbación y la irritación»; por la
impresión del frío «los vasos se contrajeron con mayor violencia, y se
desprendieron los líquidos que los entorpecían; la irritación de las partes
sólidas causada por el calor extremo de los líquidos que en ellas se
contenían, cesó, y al relajarse los nervios, la circulación de los espíritus que
se desplazaban irregularmente de un lado al otro, se restableció en su
estado natural».clxxxi
El mundo de la melancolía era húmedo, pesado y frío; el de la manía es
seco, ardiente, hecho a la vez de violencia y de fragilidad; un calor que no
es sensible, pero que se manifiesta por todas partes, transforma este
mundo en algo árido, friable, siempre dispuesto a ablandarse bajo el efecto
de una húmeda frescura. En el desarrollo de todas estas simplificaciones
cualitativas, la manía alcanza a la vez su amplitud y su unidad. Ha
permanecido lo mismo que era al principio del siglo XVII, un «furor sin
fiebre»; pero por encima de estas dos características, que no eran sino
descriptivas, se ha desarrollado un tema perceptivo que es el que realmente
ha organizado el cuadro clínico. Cuando los mitos explicativos se hayan
desvanecido, cuando ya no se hable de los humores, los espíritus, los
sólidos, los fluidos, quedará el esquema de coherencia de las cualidades,
que ya no serán siquiera nombradas; y lo que la dinámica del calor y del
movimiento ha agrupado lentamente en una constelación característica de
la manía, se observará ahora como un complejo natural, como una verdad
inmediata para la observación psicológica. Aquello que se había percibido
como calor, imaginado como agitación de los espíritus, soñado como tensión
de la fibra, va a ser conocido en adelante en la transparencia neutralizada
de las nociones psicológicas: vivacidad exagerada de las impresiones
internas, rapidez en la asociación de ideas, falta de atención al mundo
exterior. La descripción de De La Rive posee ya esta limpidez: «Los objetos
exteriores no producen sobre el espíritu de los enfermos la misma impresión
que sobre el del hombre sano; sus impresiones son débiles, y rara vez les
presta atención. Su espíritu está totalmente absorbido por la vivacidad de
las ideas que se producen en su cerebro desarreglado. Estas ideas poseen
un grado tal de vivacidad, que el enfermo cree que representan objetos
reales y juzga en consecuencia.»clxxxii Pero es preciso no olvidar que la
estructura psicológica de la manía, tal y como aflora a finales del siglo XVIII
para fijarse de una manera estable, no es sino el dibujo superficial de toda
una organización profunda que va a zozobrar y que se había desarrollado
según las leyes semi-perceptivas, semi-imaginarias de un mundo
cualitativo.
Sin duda, este universo del calor y el frío, de la humedad y la sequedad,
vuelve a recordar al pensamiento médico, ya en vísperas del positivismo,
bajo qué cielo ha nacido la manía. Pero este conjunto de imágenes no es
simplemente un recuerdo; constituye también un trabajo. Para formar la
experiencia positiva de la manía y de la melancolía, ha sido preciso que
exista, en este horizonte de imágenes, esta gravitación de las cualidades,
atraídas las unas hacia las otras, por todo un sistema de relaciones
sensibles y afectivas. Si la manía y la melancolía han tomado de allí en
adelante la forma que les reconoce nuestro saber, no es porque hayamos
aprendido con el transcurso de los siglos a «abrir los ojos» ante ciertas
señales reales; es más bien porque hemos purificado nuestra percepción,
hasta convertirla en transparente; es porque en la experiencia de la locura,
se han integrado estos conceptos alrededor de ciertos temas cualitativos
que les han dado su unidad y su coherencia significativa y, finalmente, los
han hecho perceptibles. Se ha pasado de un juego de señales nocionales
simples (furor sin fiebre, idea delirante y fija) a un campo cualitativo,
aparentemente menos organizado, más fácil, con menor precisión en los
límites; pero sólo en él se han podido constituir unas unidades sensibles,
reconocibles, realmente presentes en la experiencia global de la locura. El
espacio de observación de estas enfermedades ha sido establecido dentro
de los paisajes que les han dado oscuramente su estilo y estructura. Por
una parte, un mundo mojado, casi diluviano, donde el hombre está sordo,
ciego y adormecido para todo aquello que no es su terror único; un mundo
simplificado al extremo, desmesuradamente agrandado en un solo detalle.
Del otro lado, un mundo ardiente y desértico, un mundo pánico donde todo
es desorden, huida, estela instantánea. Es el rigor de estos temas en su
forma cósmica —no en las aproximaciones de una prudencia observadora—
el que ha organizado la experiencia (ya casi nuestra experiencia) de la
manía y la melancolía.
Es al espíritu de observación de Willis, a la pureza de su percepción médica,
a lo que se ha atribuido el «descubrimiento» del ciclo maniaco-depresivo,
digamos, antes bien, de la alternación manía-melancolía. Efectivamente, el
trabajo de Willis es muy interesante. Pero de antemano, es preciso advertir
que el paso de una afección a la otra no es entendido por él como un hecho
observable, del que se trataría, a continuación, de hallar la explicación; se
entiende más bien como la consecuencia de una afinidad profunda, que
pertenece al orden de la naturaleza secreta de estas enfermedades. Willis
no cita un solo caso de alternación que haya podido observar; lo que él
descubre primeramente es un parentesco interior entre ambos males, que
entraña raras metamorfosis: «Después de la melancolía, es preciso hablar
de la manía, que guarda con aquélla tantas afinidades, que llega a suceder
frecuentemente que estas afecciones se cambien la una por la otra.»
Sucede, en efecto, que cuando la diátesis melancólica se agrava, se
transforma en furor; al contrario, cuando el furor decrece y pierde su fuerza
para entrar en reposo, se transforma en la diátesis atrabiliaria. clxxxiii Para un
empirismo riguroso, habría allí dos enfermedades reunidas, o mejor, dos
síntomas sucesivos de una misma enfermedad. En realidad, Willis no
considera el problema en términos de síntomas, ni en términos de
enfermedad; busca allí solamente la unión de dos estados dentro de la
dinámica de los espíritus anímales. En el melancólico, recordamos, los
espíritus eran sombríos y oscuros; proyectaban sus tinieblas sobre las
imágenes de las cosas y formaban, en la luz del alma, una especie de nube;
en la manía, al contrario, los espíritus se agitan con un ardor perpetuo; son
conducidos por un movimiento irregular, que vuelve a comenzar
perpetuamente; es un movimiento que roe y que consume, y que aun sin
fiebre, irradia su calor. Entre la manía y la melancolía la afinidad es
evidente; no es una afinidad de síntomas que se unen en la experiencia: es
la afinidad mayor y más evidente que se da en el mundo de la imaginación,
que une, en un mismo fuego, el humo y la flama. «Si se puede decir que en
la melancolía, el cerebro y los espíritus están oscurecidos por un humo, por
una especie de vapor espeso, también podemos afirmar que en la manía los
espíritus están iluminados por una especie de incendio comenzado por
ellos.» clxxxiv La llama, con un vivo movimiento disipa el humo; pero éste, al
volver a reunirse, apaga la llama y extiende su claridad. La unidad de la
manía y de la melancolía no significa para Willis que se trate de una sola
enfermedad: es un fuego secreto, en el cual luchan las llamas y el humo, un
elemento que aporta tanto la luz como la sombra.
Ningún médico del siglo XVIII, o casi ninguno, desconoce la proximidad de
la manía y la melancolía. Sin embargo, un buen número de ellos se niega a
reconocer que se trata de dos manifestaciones de una sola enfermedad.clxxxv
Muchos de ellos comprueban una sucesión, sin percibir una unidad
sintomática. Sydenham prefiere dividir la manía en dos especies: de un lado
la manía ordinaria, debida a «una sangre muy exaltada y muy viva»; del
otro lado, una manía que por regla general «degenera en estupidez». Esta
última «proviene de la debilidad de la sangre, a la cual una larga
fermentación ha privado de sus partes más espirituosas».clxxxvi Más a
menudo se admite que la sucesión de la manía y la melancolía es un
fenómeno de metamorfosis o de lejana causalidad. Para Lieutaud una
melancolía que dura mucho tiempo y se exaspera en su delirio pierde sus
cualidades tradicionales, y adquiere un extraño parecido con la manía: «El
último grado de la melancolía tiene muchas afinidades con la manía» clxxxvii
Pero el estatuto de esta analogía no ha sido elaborado. Para Dufour, la
unión es más débil aún: se trata de un encadenamiento causal lejano: la
melancolía puede provocar la manía, así como «las lombrices en los senos
frontales, o los vasos dilatados o varicosos».clxxxviii Sin el apoyo de una
imagen, ninguna observación llega a transformar la verificación de una
sucesión en una estructura sintomática, a la vez precisa y esencial.
Es indudable que la imagen de la llama y del humo desaparece en la obra
de los sucesores de Willis; pero aún es en el interior de las imágenes donde
se realiza el trabajo de organización; las imágenes son cada día más
funcionales, cada vez mejor insertadas en los grandes temas fisiológicos de
la circulación y el calentamiento, cada vez más alejadas de las figuras
cósmicas que Willis había utilizado. En la obra de Boerhaave y de su
comentarista Van Swieten, la manía es muy naturalmente el grado superior
de la melancolía, no solamente debido a una metamorfosis frecuente, sino
por efecto de un encadenamiento dinámico necesario: el líquido cerebral,
que se estanca en el atrabiliario, entra en agitación al cabo de cierto
tiempo, pues la bilis negra que obstruye las visceras se transforma por su
misma inmovilidad, en algo «más acre y más maligno»; en ella se forman
unos elementos más ácidos y más finos que, al ser transportados por la
sangre al cerebro, provocan la gran agitación de los maniacos. La manía no
se distingue, pues, de la melancolía, sino por una diferencia de grado:
aquélla es la continuación natural de ésta, nace por las mismas causas, y
ordinariamente se puede curar con los mismos remedios. clxxxix Para
Hoffmann la unidad de la manía y la melancolía es un efecto natural de las
leyes del movimiento y del «choque»; pero lo que es mecánica pura en el
nivel de los principios se transforma en dialéctica cuando se trata del
desarrollo de la enfermedad y de la vida. La melancolía, en efecto, se
caracteriza por la inmovilidad; es decir, la acción de la sangre espesa
congestiona el cerebro; allí donde debería circular es donde se inmoviliza,
detenida por su pesadez. Pero si la pesadez hace más lento el movimiento,
también hace que el «choque» sea más violento al producirse; el cerebro,
junto con sus vasos, e incluso con su sustancia, son golpeados con gran
fuerza, y tienden a resistir más, a endurecerse, y debido a este
endurecimiento la sangre pesada regresa con mayor fuerza; su movimiento
aumenta, y provoca en breve la agitación que caracteriza a la manía.cxc Se
ha pasado pues, de la manera más natural, de la imagen de un
estancamiento inmóvil, a las imágenes de la sequedad, de la dureza, del
movimiento vivo, gracias a un encadenamiento en el cual los principios de
la mecánica clásica son a cada instante transformados, desviados y
falseados por la fidelidad a temas imaginarios, que son los verdaderos
organizadores de esta unidad funcional.
A continuación, otras imágenes vendrán a agregarse; pero no tendrán ya un
papel constitutivo; funcionarán solamente como variaciones interpretativas
del tema de la unidad, que ya ha sido logrado. Sirva como ejemplo la
explicación que propone Spengler de la alternación de la manía y la
melancolía; toma como modelo el principio de la pila eléctrica.
Primeramente habría una concentración de la potencia nerviosa y de su
fluido en una u otra región del sistema; este sector es el único excitado,
mientras que el resto del sistema permanece en estado de sueño: ésta es la
fase melancólica. Pero cuando esta carga local llega a cierto grado de
intensidad, se extiende bruscamente a todo el sistema, al cual agita con
violencia durante cierto tiempo, hasta que la descarga sea completa; aquí
nos encontramos con la fase maniaca.cxci Por su misma elaboración, la
imagen es demasiado completa y demasiado compleja, y está tomada de un
modelo demasiado lejano para desempeñar un papel de organización en la
percepción de la unidad patológica. Por el contrario, la imagen ha sido
provocada por esa percepción, la cual reposa a su vez sobre imágenes
unificadoras pero mucho más elementales.
Estas imágenes están secretamente presentes en el texto del Diccionario de
James, uno de los primeros libros donde el ciclo maniaco-depresivo está
expuesto como una verdad observable, como una unidad fácilmente
comprensible para una percepción liberada. «Es absolutamente necesario
reducir la melancolía y la manía a una sola especie de enfermedad, y
consecuentemente examinarlas conjuntamente, pues hemos encontrado,
por medio de nuestras experiencias y observaciones diarias, que la una y la
otra tienen el mismo origen y la misma causa… Las observaciones más
exactas de la experiencia de todos los días confirman lo mismo, pues
podemos ver que los melancólicos, principalmente aquellos en que esta
disposición es inveterada, se transforman fácilmente en maniacos, y
cuando la manía cesa, la melancolía recomienza, de tal manera que hay un
paso y un retorno de la una y la otra de acuerdo con ciertos periodos.» cxcii
Lo que se ha constituido en los siglos XVII y XVIII, merced a las imágenes,
es una estructura perceptiva y no un sistema conceptual o aun un conjunto
sintomático. La prueba de esto estriba en el hecho de que como en toda
percepción, se podrán alterar algunos matices cualitativos, sin que se altere
la figura en conjunto. Así, Cullen descubrirá que en la manía, como en la
melancolía, existe «un objeto principal de delirio»; cxciii e inversamente
atribuirá la melancolía a un «tejido más seco y más firme de la sustancia
medular del cerebro» cxciv
Lo esencial es que el trabajo no se ha realizado pasando de la observación a
la construcción de imágenes explicativas; al contrario, las imágenes han
tenido el papel principal en la síntesis, y su fuerza de organización ha hecho
posible una estructura perceptiva, en la cual, finalmente, los síntomas
podrán tomar su valor significativo, y organizarse como presencia visible de
la verdad.

3. HISTERIA E HIPOCONDRÍA
Dos problemas se presentan respecto a este tema:
1) ¿Hasta qué punto es legítimo tratarlas como enfermedades mentales, o
al menos como formas de la locura?
2) ¿Tenemos derecho a tratarlas conjuntamente, como si formasen una
pareja virtual, parecida a la que constituyeron muy pronto la manía y la
melancolía?
Un vistazo a las clasificaciones es suficiente para convencerse; la
hipocondría no figura siempre al lado de la demencia y de la manía; la
histeria ocupa allí un lugar sólo muy raramente. Plater no habla de la una ni
de la otra al mencionar las lesiones de los sentidos; a finales de la época
clásica, Cullen las clasificará aún entre las vesanias: la hipocondría entre las
«adinamias o enfermedades que consisten en un debilitamiento o pérdida
del movimiento en las funciones vitales o animales»; la histeria entre «las
afecciones espasmódicas de las funciones naturales».cxcv
Es raro, además, que en los cuadros nosográficos estas dos enfermedades
queden catalogadas en una cercanía lógica, o aun aproximadas bajo la
forma de una oposición. Sauvages clasifica la hipocondría entre las
alucinaciones —»alucinaciones que sólo alteran la salud»— y la histeria entre
las formas de convulsión.cxcvi Linneo efectúa la misma repartición.cxcvii ¿No
son fieles el uno y el otro a la enseñanza de Willis que había estudiado la
histeria en su libro De Morbis convulsivis, y la hipocondría, a la que nombró
Passio cólica, en la parte del De Anima brutorum, que trataba de las
enfermedades de la cabeza? Se trata, en efecto, de dos enfermedades
bastante diferentes: en un caso, los espíritus sobrecalentados son
sometidos a una presión recíproca, que podría hacer creer que están
estallando; la presión suscita los movimientos irregulares o preternaturales,
que se manifiestan en el insensato en forma de una convulsión histérica. Al
contrario, en la passio cólica, los espíritus se hallan irritados a causa de una
materia que les es hostil e inapropiada (infesta et improportionata);
provocan entonces turbaciones, irritaciones, corrugationes en las fibras
sensibles. Willis advierte, pues, que no debe uno dejarse sorprender por
ciertas analogías en los síntomas: ciertamente, se han visto convulsiones
capaces de provocar dolores, como si el movimiento violento de la histeria
pudiera provocar los sufrimientos de la hipocondría. Pero las semejanzas
son engañosas. Non eadem sed nonnihil diversa materies est.cxcviii
Pero por debajo de estas constantes distinciones de los nosógrafos, se va
realizando un trabajo que tiende cada vez más a asimilar la histeria y la
hipocondría, a considerarlas como dos formas de una sola y misma
enfermedad. Richard Blackmore publica en 1725 un Treatise of spleen and
vapours, or hypochondriacal and hysterical affections; las dos enfermedades
están allí definidas como dos variedades de una misma afección, que puede
ser «una constitución morbífica de los espíritus» o «una disposición para salir
de sus receptáculos y consumirse». En la obra de Whytt, de mediados del
siglo XVIII, la asimilación es completa; el cuadro sintomático es idéntico
desde entonces. «Una sensación extraordinaria de frío y de calor, dolores en
diferentes partes del cuerpo; síncopes y convulsiones de vahído; la
catalepsia y el tétano; aire en el estómago y en los intestinos; un apetito
insaciable ante los alimentos; vómitos de materia negra; un flujo súbito y
abundante de orina pálida y límpida; el marasmo o la atrofia nerviosa; el
asma nerviosa o espasmódica; la tos nerviosa; las palpitaciones del
corazón; las variaciones del pulso; los males y dolores periódicos de la
cabeza; los vértigos y los aturdimientos; la disminución y el debilitamiento
de la vista; el desaliento, el abatimiento, la melancolía o incluso la locura; la
pesadilla o el íncubo.» cxcix
Por otra parte, la histeria y la hipocondría se agregan lentamente, durante
la época clásica, al campo de las enfermedades del espíritu. Mead podía aún
escribir a propósito de la hipocondría: Morbus totius corporis est. Y es
preciso revalorar exactamente el texto de Willis sobre la histeria: «Entre las
enfermedades de las mujeres la pasión histérica tiene tan mala reputación,
que a la manera de los semidamnati, tiene que cargar con las culpas de
otras afecciones; si en una mujer se presenta una enfermedad de
naturaleza desconocida y de origen oculto, cuya causa se ignore y cuya
terapéutica sea incierta, inmediatamente señalamos la mala influencia del
útero, que en la mayor parte de los casos no es el responsable, y cuando
nos encontramos con un síntoma inhabitual declaramos que existe un
principio de histeria, y a ésta, que tan a menudo ha sido el subterfugio de
que se vale la ignorancia, la tomamos como objeto de nuestro cuidado y
nuestros remedios.» cc
Aunque les pese a los comentaristas tradicionales de este texto,
inevitablemente citado en todo estudio sobre la histeria, no indica que Willis
haya notado la falta de fundamento orgánico en los síntomas de la pasión
histérica. Él dice solamente, y de una manera expresa, que la noción de
histeria recoge todos los fantasmas, no los de aquel que se cree enfermo,
sino los del médico ignorante que finge saber. El hecho de que la histeria
sea clasificada por Willis entre las enfermedades de la cabeza, no indica
necesariamente que la considere como a una turbación del espíritu, sino
solamente que atribuye el origen a una alteración de la naturaleza, que
provoca la presencia y determina el primer trayecto de los espíritus
animales.
Sin embargo, a finales del siglo XVIII, la hipocondría y la histeria figurarán,
casi sin ninguna objeción, entre las enfermedades mentales. En 1755 Alberti
publica en Halle su disertación De morbis imaginariis hypochondriacorum; y
Lieutaud, aun cuando define a la hipocondría por el espasmo, reconoce que
«el espíritu está, afectado tanto o más que el cuerpo; de aquí viene que el
término hipocondríaco se haya vuelto casi ofensivo, y que eviten el usarlo
los médicos que tratan de ser agradables». En cuanto a la histeria, Raulin no
le concede ya ninguna realidad orgánica, al menos en la definición que le
sirve de partida, y la coloca desde un principio dentro de la patología de la
imaginación. «Esta enfermedad que hace a las mujeres inventar, exagerar y
repetir todos los distintos absurdos de que es capaz una mente
desarreglada, algunas veces ha llegado a ser epidémica y contagiosa.» cci
Hay, pues, dos líneas evolutivas en la época clásica, respecto a la histeria y
a la hipocondría. Una que las acerca hasta que se forma el concepto común
de «enfermedad de los nervios»; otra que modifica su significado y la
estructura tradicional de su patología —suficientemente indicada por su
nombre— y que tiende a integrarlas poco a poco en el reino de las
enfermedades del espíritu, al lado de la manía y la melancolía. Pero esta
integración no se ha hecho, como en la manía y la melancolía, al nivel de
ciertas características originales, percibidas y soñadas en sus valores
imaginarios. Nos hallamos aquí ante un tipo diferente de integración.
Los médicos de la época clásica han intentado muchas veces descubrir las
características propias de la histeria y de la hipocondría. Pero no alcanzan
jamás a percibir su coherencia cualitativa que ha dado su perfil singular a la
manía y a la melancolía. Todas las características han sido invocadas en
forma contradictoria, anulándose las unas a las otras, y dejando sin resolver
el problema de cuál es la naturaleza profunda de las dos enfermedades.
Muy a menudo la histeria ha sido considerada como producida por el efecto
de un calor interno que propaga a través de todo el cuerpo una
efervescencia, una ebullición, que se manifiesta sin cesar en las
convulsiones y en los espasmos. ¿No es este calor un pariente del ardor
amoroso, al cual tan a menudo se une la histeria en la persona de las
muchachas que buscan marido, y de las jóvenes viudas que han perdido al
suyo? La histeria es ardiente por naturaleza; sus manifestaciones nos
conducen más fácilmente a verla como a una imagen, antes que como a
una enfermedad; esta imagen ha sido expuesta por Jacques Ferrand a
principios del siglo XVII, con toda su precisión material. En su Maladie
d’amour ou mélancolie érotique, reconoce gustosamente que las mujeres
son más a menudo enajenadas por el amor, que los hombres. Pero ¡con qué
arte saben disimularlo! «En esto, su rostro es semejante a unos alambiques
graciosamente colocados sobre unos hornillos, de tal modo que no se ve el
fuego desde afuera; pero si miráis debajo del alambique, y ponéis la mano
sobre el corazón de las damas, encontraréis en ambos sitios un gran
brasero.»ccii Admirable imagen, por su peso simbólico, sus cargas efectivas y
por todo el juego de referencias imaginarias. Bastante tiempo después de
Ferrand, volveremos a encontrar el tema cualitativo de los calores
húmedos, empleado para caracterizar las destilaciones secretas de la
histeria y de la hipocondría; pero la imagen se desvanece para dar paso a
una explicación más abstracta. Ya en Nicolás Chesneau, la llama del
alambique femenino se ha decolorado bastante: «Afirmo que la pasión
histérica no es una afección simple, sino que bajo este nombre quedan
comprendidos diversos males ocasionados por un vapor maligno que se
eleva de alguna manera, que está corrompido y que posee una
efervescencia extraordinaria.» cciii Para otros, el calor que se encuentra en
los hipocondriacos es completamente seco. La melancolía hipocondriaca es
una enfermedad «caliente y seca», causada por «humores de la misma
cualidad».cciv Pero algunos no perciben ningún calor ni en la histeria ni en la
hipocondría: la característica propia de estas enfermedades sería, por el
contrario, la languidez, la inercia, y una humedad fría propia de los humores
estancados. «Creo que estas afecciones (hipocondriacas e histéricas),
cuando tienen cierta duración, dependen del hecho de que las fibras del
cerebro y los nervios se han relajado, están débiles, y no tienen ni acción ni
elasticidad; de que el fluido nervioso se ha empobrecido y carece de
virtud.»ccv – Ningún texto da mejor testimonio de la inestabilidad cualitativa
de la histeria que el libro de George Cheyne, The English Malady: la
enfermedad no conserva allí su unidad sino por medio de una forma
abstracta, y sus síntomas son repartidos en regiones cualitativas diferentes
y atribuidos a mecanismos que pertenecen exclusivamente a cada una de
esas regiones. Todo lo que es convulsión, espasmo, calambre, forma parte
de una patología del calor, simbolizada por unas «partículas salinas» y por
unos «vapores dañinos, acres o ásperos». Al contrario, todos los síntomas
psicológicos u orgánicos de la debilidad —»abatimiento, síncopes, inacción
del espíritu, adormecimiento letárgico, melancolía y tristeza»— expresan la
existencia de fibras que se han hecho demasiado húmedas, demasiado
flojas, gracias sin duda a los vapores fríos, viscosos y espesos que
obstruyen las glándulas y los vasos, tanto los serosos como los sanguíneos.
Las parálisis son causadas tanto por un enfriamiento como por una
inmovilización de la fibras («una interrupción de las vibraciones»),
congeladas de alguna manera por la inercia general de los sólidos.
Mientras que la manía y la melancolía se organizan fácilmente a partir del
registro de algunas características, en cambio, los fenómenos de la histeria
y de la hipocondría no encuentran fácilmente su lugar apropiado.
También la medicina del movimiento permanece indecisa delante de ellos, y
también sus análisis son inestables. Es bien claro para cualquier percepción
que acepte sus propias imágenes, que la manía estaba emparentada con un
exceso de movilidad; la melancolía, al contrario, con una disminución del
movimiento. En el caso de la histeria, y también en el de la hipocondría, es
difícil escoger. Stahl opta más bien por un entorpecimiento de la sangre,
que se hace a la vez tan abundante y espesa que ya no es capaz de circular
regularmente a través de la vena porta; tiende a estancarse allí y a
provocar obstrucciones; y la crisis sobreviene «por el esfuerzo que hace
para procurarse una salida, ya sea por las partes superiores, ya sea por las
inferiores».ccvi Para Boerhaave y Van Swieten, al contrario, el movimiento
histérico se debe a una excesiva movilidad de todos los fluidos, los cuales
adquieren tal ligereza y tal inconsistencia que son turbados por el menor
movimiento: «En las constituciones débiles —explica Van Swieten— la
sangre está disuelta y se coagula dificultosamente: el serum no posee ni
consistencia ni calidad; la linfa se parece al serum, y lo mismo sucede con
los otros fluidos que suministran su caudal a aquellos dos… Por esto, es
probable que la pasión histérica y la enfermedad hipocondriaca, que se
consideran independientes de la materia, dependan de las disposiciones o
del estado particular de las fibras.» A esta movilidad, a esta sensibilidad es
a lo que se deben atribuir las angustias, los espasmos y los dolores
singulares que sufren tan generalmente las «muchachas pálidas, o la gente
demasiado entregada al estudio y a la meditación».ccvii La histeria puede ser
indiferentemente móvil o inmóvil, fluida o pesada, presa de las vibraciones
inestables, o demasiado pesada, merced a los humores inactivos. No se ha
llegado a descubrir el estilo propio de sus movimientos. La misma
imprecisión hay en las analogías químicas; para Lange, la histeria es un
producto de la fermentación, y precisamente de la fermentación «de las
sales, que existen en diferentes partes del cuerpo» y «de los humores que
se encuentran allí».ccviii Para otros, es de naturaleza alcalina. Ettmüller, al
contrario, piensa que los males de este tipo pueden achacarse a una serie
de reacciones acidas; «la causa próxima de estas enfermedades está en la
crudeza acida del estómago; cuando el quilo está ácido, la sangre se hace
de mala calidad; ya no suministra espíritus; la linfa se hace acida, y la bilis
pierde su virtud; el sistema nervioso resiente la irritación, y la levadura
digestiva, viciada, es menos volátil y más acida».ccix Viridet emprende la
tarea de reconstituir, a partir de los «vapores que nos llegan», una dialéctica
de los álcalis y de los ácidos, cuyos movimientos y violentos encuentros, en
el cerebro y en los nervios, provocan los síntomas de la histeria y de la,
hipocondría. Ciertos espíritus animales, particularmente libres, son sales
alcalinas, que se mueven con mucha velocidad y se transforman en vapores
cuando han alcanzado bastante tenuidad; pero hay otros vapores que son
ácidos volatilizados; el éter da a éstos el suficiente movimiento para
alcanzar el cerebro y los nervios, donde «al encontrarse con los álcalis,
causan males infinitos».ccx
Es extraña la inestabilidad cualitativa de los males histéricos e
hipocondriacos, y es extraña la confusión de sus propiedades dinámicas y
de su química secreta. Mientras que la manía y la melancolía podían
estudiarse fácilmente dentro del cuadro de sus características, en cambio,
en las enfermedades que estudiamos, parece dudosa la posibilidad de
encontrar la clave que permita descifrarlas. Sin duda, el paisaje imaginario
de las características, que fue decisivo para la constitución de la pareja
manía-melancolía, ha sido algo secundario en la historia de la histeria y de
la hipocondría, donde no ha tenido sino un papel decorativo, continuamente
renovado. El conocimiento de la histeria no ha avanzado, como el de la
manía, por medio de la reflexión médica, sobre las características oscuras
del mundo. El espacio donde ha crecido es de una naturaleza distinta: ha
crecido en el espacio del cuerpo y en la coherencia de los valores orgánicos
y los valores morales.
Es habitual atribuir a Le Pois y a Willis el honor de haber liberado a la
historia de los viejos mitos de los desplazamientos uterinos. Liebaud, al
traducir, o más bien al adaptar el libro de Marinello a la ciencia del siglo
XVII, aún aceptaba, aunque con ciertas restricciones, la idea de un
movimiento espontáneo de la matriz; si ella se mueve «es por estar más
cómoda; no es que lo haga por prudencia, por obediencia o estímulo
animal, sino por un instinto natural, para conservar la salud y tener el
placer de alguna cosa deleitable». Sin duda, no se le reconoce la facultad de
cambiar de lugar y de recorrer el cuerpo, provocando sobresaltos en razón
de su paso, pues está «estrechamente anexada» por su cuello, por
ligamentos, por vasos, y finalmente por la túnica del peritoneo; sin
embargo, posee cierta movilidad: «La matriz, pues, aunque esté
estrechamente ligada a las partes que hemos descrito, y que no pueda
cambiar de sitio, cambia a menudo de posición, y hace una serie de
movimientos, bastante petulantes y extraños, dentro del cuerpo de la
mujer. Estos movimientos son distintos: ascensión, descenso, convulsiones,
vagabundeo y prolapso. Sube al hígado, al bazo, al diafragma, al estómago,
al pecho, al corazón, al pulmón, a la garganta y a la cabeza.» ccxi Los
médicos de la época clásica estarán de acuerdo, casi unánimemente, en
rechazar semejante explicación.
Desde los principios del siglo XVII, Le Pois podrá escribir al referirse a las
convulsiones histéricas: «Eorum omnium unum caput esse parentem, idque
non per sympathiam, sed per idiopathiam.» Con mayor precisión, su origen
está en una acumulación de fluidos que se localiza en la parte posterior del
cráneo: «Así como un río se forma gracias al concurso de una gran cantidad
de arroyuelos, igualmente, en los senos que están en la superficie del
cerebro y que terminan en la parte posterior de la cabeza, se deposita el
líquido, debido a la posición en declive de la cabeza. El calor que proviene
de diferentes partes calienta entonces el líquido, y llega a la raíz de los
nervios…»ccxii Willis, a su vez, hace una crítica minuciosa de la explicación
uterina: son principalmente las afecciones del cerebro y las del sistema
nervioso las que «provocan todos los desarreglos y las irregularidades del
movimiento sanguíneo, frecuentes en estas enfermedades».ccxiii Sin
embargo, todos estos análisis no han conseguido destruir la tesis de la
unión esencial entre la histeria y la matriz. Pero este vínculo es concebido
de manera diferente: no se le considera ya como un desplazamiento real a
través del cuerpo, sino como una especie de sorda propagación a través de
ios caminos del organismo y las aproximaciones funcionales. No se puede
decir que se haya localizado la enfermedad en el cerebro, ni que Willis haya
hecho posible un análisis psicológico de la histeria. Pero el cerebro hace
ahora el papel de distribuidor de un mal cuyo origen es visceral: la matriz
es la causa, conjuntamente con el resto de las visceras.ccxiv Hasta el final del
siglo XVIII, hasta Pinel, el útero y la matriz estarán incluidos en la patología
de la histeria;ccxv pero su actividad se explicará por la posibilidad de difusión
de los humores y de los nervios, y no por una característica peculiar de su
naturaleza.
Stahl justifica el paralelismo de la histeria y de la hipocondría por una
curiosa aproximación del flujo menstrual y de las hemorroides. Explica en
su análisis de los movimientos espasmódicos que el mal histérico es un
dolor bastante violento, «acompañado de tensión y compresión, que se
siente sobre todo bajo los hipocondrios». Se le denomina mal hipocondriaco
cuando ataca a los hombres «cuya naturaleza se esfuerza por eliminar el
exceso de sangre, ya sea por medio de vómitos o de hemorroides»; se le
denomina mal histérico cuando ataca a las mujeres, en las cuales «las
reglas no se presentan como debieran. Sin embargo, no existe una
diferencia esencial entre las dos afecciones».ccxvi La opinión de Hoffmann es
muy parecida, a pesar de tantas diferencias teóricas. La causa de la histeria
está en la matriz —relajamiento y debilitamiento— pero el sitio donde el mal
se localiza, deberá buscarse, como en la hipocondría, en el estómago y los
intestinos; la sangre y los humores vitales se estancan «en las túnicas
membranosas y nerviosas de los intestinos»; de aquí se siguen
perturbaciones en el estómago, las cuales se extienden a todo el cuerpo. En
el centro mismo del organismo, el estómago sirve de relevo y difunde los
males que vienen de las cavidades internas y subterráneas del cuerpo. «No
es dudoso que las afecciones espasmódicas que sufren los hipocondriacos y
los histéricos se localicen en las partes nerviosas y principalmente en las
membranas del estómago y de los intestinos, de donde se extienden, a
través del nervio intercostal, a la cabeza, al pecho, a los ríñones, al hígado,
y a todos los principales órganos del cuerpo.» ccxvii
El papel que Hoffmann adjudica a los intestinos, al estómago, al nervio
intercostal es muy significativo, y muestra en qué forma se entendió el
problema en la época clásica. No se trata tanto de escapar de la vieja
localización uterina, sino de descubrir el principio y las vías de gestación de
un mal diverso, polimorfo, que se dispersa a través de todo el cuerpo. Es
necesario conocer un mal, que llega a la cabeza y a las piernas, que se
manifiesta por una parálisis o por movimientos desordenados, que puede
presentarse acompañado por la catalepsia o el insomnio; explicar un mal
que, para hablar brevemente, se caracteriza por la rapidez con que recorre
el espacio corporal, y que, aunque en forma engañosa, está virtualmente
presente en el cuerpo entero.
Es inútil insistir sobre el cambio del horizonte médico, que se ha efectuado
desde Marinello hasta Hoffmann. Ya no subsiste nada de aquella famosa
movilidad que se atribuía al útero, y que había figurado constantemente en
la tradición hipocrática. Nada salvo quizas una tesis, mas notoria ahora que
no es exclusiva de una sola teoría medicinal, pero que permanece idéntica
en la sucesión de los conceptos especulativos y de los esquemas
explicativos. Esta tesis es la del trastorno dinámico del espacio corporal, por
la ascensión de las potencias inferiores, que habiendo estado demasiado
constreñidas, y podríamos decir, congestionadas, entran en ebullición y
finalmente propagan su desorden —con o sin la intervención del cerebro—
por el cuerpo entero. Esta tesis ha permanecido igual, hasta principios del
siglo XVIII, a pesar de la reorganización completa de los conceptos
fisiológicos. Y, cosa extraña, en el curso del siglo XVIII, y sin que haya
habido una modificación teórica o experimental en la patología, es cuando la
tesis va a alterarse bruscamente y a cambiar su sentido, ya que la dinámica
del espacio corporal va a ser sustituida por una moral de la sensibilidad. Es
entonces, precisamente entonces, cuando van a transformarse por completo
las nociones de histeria e hipocondría, las cuales, definitivamente, van a
entrar en el mundo de la locura.
Es necesario ahora tratar de reconstituir la manera en que evolucionó este
tema, cuyo desarrollo podremos dividir en tres etapas:
1) Una dinámica de la penetración orgánica y moral.
2) Una fisiología de la continuidad corporal.
3) Una ética de la sensibilidad nerviosa.
Si se considera el espacio corporal como un conjunto sólido y continuo, se
debe pensar también que el movimiento desordenado de la histeria y la
hipocondría sólo podrá provenir de un elemento que posea una extrema
finura y una incesante movilidad, que le permitan penetrar en el lugar
ocupado por los propios sólidos. Como dice Highmore, los espíritus animales
«a causa de su ígnea tenuidad pueden penetrar aun en los cuerpos más
densos y compactos. ..ya causa de su actividad, pueden penetrar en el
microcosmos en un solo instante».ccxviii Estos espíritus, cuya movilidad es
exagerada, y que penetran desordenada e intempestivamente en aquellas
partes del cuerpo que no les corresponden, provocan mil maneras diversas
de perturbaciones. Para Highmore, así como para su adversario Willis, y
también para Sydenham, la histeria es la enfermedad de un cuerpo que ha
llegado a ser indiferente a la penetración de los espíritus, de manera que el
orden interior de los órganos sea sustituido por el espacio de las masas que
se han sometido pasivamente al movimiento desordenado de los espíritus.
Éstos «se presentan impetuosamente y en gran cantidad en una parte
determinada del cuerpo, en la cual provocan espasmos o aun dolores… y
perturban las funciones de los órganos, tanto las de aquellos que
abandonan como las de aquellos en que se presentan, ya que tanto los unos
como los otros resultan muy perjudicados por esta distribución desigual de
espíritus, enteramente contraria a las leyes de la economía animal».ccxix El
cuerpo histérico está indefenso ante el spirituum ataxia que, fuera de toda
ley orgánica y de toda necesidad funcional, puede apoderarse
sucesivamente de todas las partes del cuerpo. Los efectos varían según la
zona afectada, y el mal, indiferenciado en la fuente misma de su
movimiento, adopta formas diferentes, según los espacios que atraviesa y
las superficies en las cuales aflora. «Habiéndose acumulado en el vientre, se
arrojan en masa y con impetuosidad sobre los músculos de la laringe y de la
faringe, produciendo espasmos en toda la región recorrida, y provocan una
hinchazón en el vientre que parece una gran bola». Un poco más arriba, la
afección histérica «arrojándose sobre el colon y sobre la región que está
debajo de la cavidad del corazón, provoca allí un dolor insoportable que se
parece a la pasión iliaca». Subiendo aún más, el mal se lanza sobre «las
partes vitales y causa una palpitación tan violenta del corazón que el
enfermo no tiene la menor duda de que las personas presentes deben oír el
ruido que hace el corazón al batir contra los costados». Finalmente, si la
enfermedad ataca «la parte exterior de la cabeza, la parte situada entre el
cráneo y el pericráneo, y permanece fija en un solo sitio, provoca allí un
dolor insoportable acompañado por vómitos enormes…» ccxx Cada parte del
cuerpo humano determina por sí misma, y por su propia naturaleza la forma
del síntoma que va a producirse.
La histeria aparece, pues, como la más real y la más engañosa de las
enfermedades; es real, puesto que surge del movimiento de los espíritus
animales; es ilusoria también, puesto que causa síntomas que parecen
provocados por una perturbación central, o más bien general; es el
desarreglo de la movilidad interna que aparece en la superficie del cuerpo
con la apariencia de un síntoma regional. Alcanzado realmente por el
movimiento desordenado y excesivo de los espíritus, el órgano imita su
propia enfermedad; a partir de un movimiento vicioso en el espacio interior,
el órgano finge una perturbación, que aparece en él como propia; de esta
manera la histeria «imita casi todas las enfermedades que sufre el género
humano, pues en la parte del cuerpo en la cual se encuentre, produce
inmediatamente los síntomas propios de esa parte, y si el médico no tiene
mucha sagacidad y experiencia, se equivocará fácilmente, y atribuirá a una
enfermedad esencial y propia de tal o cual parte los síntomas que dependen
«únicamente de la afección histérica»: ccxxi astucias de un mal que al recorrer
el espacio corporal bajo la forma homogénea del movimiento, se manifiesta
bajo aspectos distintos; pero aquí, la especie no es lo mismo que la
esencia; se trata de una simulación del cuerpo.
Cuanto más fácilmente penetrable sea el espacio interior, más frecuente
será la histeria y tendrán mayor multiplicidad sus aspectos; pero si el
cuerpo es firme y resistente, si el espacio interior es denso, organizado y
sólidamente heterogéneo en sus diferentes regiones, los síntomas de la
histeria son raros y sus efectos, simples. ¿No es esto precisamente lo que
separa la histeria femenina de la masculina, o si se quiere, la histeria de la
hipocondría? En efecto, ni los síntomas, ni siquiera las causas, constituyen
el principio de separación de las enfermedades, sino solamente la solidez
espacial del cuerpo, o por decirlo de otra manera, la densidad del paisaje
interior: «Además del hombre al que podríamos llamar exterior y que está
compuesto de partes perceptibles por los sentidos, hay un hombre interior
formado por el sistema de los espíritus animales, y que no puede verse sino
con los ojos del espíritu. Este último, estrechamente unido a la constitución
corporal, es más o menos afectado en su estado, según los principios que
forman su máquina hayan recibido más o menos reciedumbre de parte de la
naturaleza. Por ello, esta enfermedad ataca más a las mujeres que a los
hombres, porque ellas poseen una constitución más delicada, menos firme,
y porque llevan una vida más blanda, y están acostumbradas a las
voluptuosidades y comodidades de la existencia, y no a sufrir con ella.»
Ya, en las líneas de este texto, la densidad espacial tiene un sentido: es
también densidad moral; la resistencia de los órganos a la penetración de
los espíritus no es, posiblemente, sino lo mismo que la fuerza anímica que
hace reinar el orden en los pensamientos y en los deseos. El espacio interior
que se ha convertido en algo permeable y poroso, no es después de todo
sino el relajamiento del corazón. Así se explica que muy pocas mujeres
acostumbradas a la vida dura y laboriosa se pongan histéricas; en cambio,
son muy inclinadas a serlo aquellas que llevan una existencia blanda,
ociosa, lujosa y relajada; y lo mismo les sucede cuando alguna pena
destruye su valor: «Cuando las mujeres me consultan respecto a cualquier
enfermedad de la cual yo no sepa determinar su naturaleza, les pregunto si
el mal del cual se quejan las ataca cuando han tenido alguna pena…; si
contestan afirmativamente, tengo la seguridad de que su enfermedad es
una afección histérica.» ccxxii
He aquí, bajo una nueva fórmula, la antigua idea moral que había hecho de
la matriz, desde Hipócrates y Platón, un animal viviente y perpetuamente
móvil, y que le había fijado el orden espacial de sus movimientos; esta
intuición percibía en la histeria la agitación incontenible de los deseos en
aquellos que no tienen la posibilidad de satisfacerlos, ni la fuerza de
dominarlos; la imagen del órgano femenino ascendiendo hasta el pecho y la
cabeza daba una expresión mítica a un trastorno acaecido en la triple
división platónica y en la jerarquía que debía fijar la inmovilidad. En la obra
de Sydenham, en la de los discípulos de Descartes, la intuición moral es
idéntica; pero el paisaje espacial donde se expresa ha cambiado; el orden
vertical y jerárquico de Platón ha sido sustituido por un volumen, cuyo
desorden no es exactamente una revolución de lo inferior contra lo superior,
sino un torbellino sin ley en un espacio trastornado. El «cuerpo interior» que
Sydenham trataba de conocer con los «ojos del espíritu», no es el cuerpo
objetivo que se ofrece a la consideración de una observación neutra; es el
sitio donde se encuentran cierta manera de imaginar el cuerpo, cierta
manera de descifrar sus movimientos internos, y cierta manera de dotarlo
de valores morales. El devenir se realiza, y el trabajo se realiza al nivel de
esta percepción ética. Es en ella donde vienen a curvarse y a indicarse las
imágenes, siempre flexibles, de la teoría médica; igualmente a partir de esa
percepción, tienden a formularse, y poco a poco a alterarse, los grandes
temas morales.
El cuerpo penetrable debe ser, sin embargo, un cuerpo continuo. La
dispersión del mal a través de los órganos, no es sino el reverso de un
movimiento de propagación que le permite pasar del uno al otro y afectarlos
a todos sucesivamente. Si el cuerpo del enfermo hipocondriaco o histérico
es un cuerpo poroso, separado de sí mismo, distendido por la invasión del
mal, la invasión no puede realizarse sino merced a la existencia de cierta
continuidad espacial. El cuerpo en el cual circula la enfermedad debe tener
distintas propiedades que el cuerpo en el que aparecen dispersos los
síntomas del mal.
Éste es el problema que obsesiona a la medicina del siglo XVIII. Problema
que va a hacer de la histeria y de la hipocondría enfermedades del «género
nervioso»; es decir, enfermedades idiopáticas del agente general de todas
las simpatías.
La fibra nerviosa está dotada de notables propiedades, que le permiten
integrar los elementos más heterogéneos. ¿No es ya asombroso que los
nervios, encargados de transmitir las impresiones más diversas, sean en
todas partes y en todos los órganos, de la misma naturaleza? «El nervio
cuya dilatación en el fondo del ojo hace posible la percepción de una
materia tan sutil como la luz; aquel que en el órgano del oído es sensible a
la vibración de los cuerpos sonoros, no difieren nada por naturaleza de
aquellos que sirven para captar sensaciones más groseras, como las del
tacto, del gusto y el olfato.»ccxxiii Esta identidad de naturaleza, en funciones
diferentes, hace posible la comunicación entre los órganos más alejados en
el cuerpo, y los menos parecidos desde el punió de vista fisiológico: »Esta
homogeneidad en los nervios del animal, junto con las comunicaciones
múltiples que conservan juntas. . . establece entre los órganos una armonía
que a menudo hace partícipes a una o a varias partes de las afecciones de
aquellos que se encuentran dañados.»ccxxiv Pero lo que es aún más
admirable, es que la fibra nerviosa pueda conducir a la vez la incitación del
movimiento voluntario y la impresión dejada sobre el órgano de los
sentidos. Tissot concibe este funcionamiento en una sola y misma fibra,
como la combinación de un movimiento ondulatorio, para la incitación
voluntaria («es el movimiento de un fluido guardado en un depósito blando,
en una vejiga, por ejemplo, que podríamos apretar, para hacer salir el
líquido por un tubo») y un movimiento corpuscular para la sensación («es el
movimiento de una sucesión de bolas de marfil»). Así, la sensación y el
movimiento pueden producirse al mismo tiempo y en el mismo nervio: ccxxv
cualquier tensión o cualquier relajamiento en la fibra alterará a la vez los
movimientos y las sensaciones, como podemos observarlo en todas las
enfermedades de los nervios.ccxxvi Y sin embargo, a pesar de todas estas
cualidades que unifican al sistema nervioso, ¿se pueden explicar con
certeza, por la red real de sus fibras, la cohesión de las perturbaciones tan
diversas que caracterizan la histeria y la hipocondría? ¿Cómo es posible
imaginar la unión entre los síntomas, que de un extremo al otro del cuerpo,
revelan la presencia de una afección nerviosa? ¿Cómo explicar y en qué
forma unir hechos tan alejados como los que observamos en algunas
mujeres «delicadas y sensibles», a las cuales un perfume insidioso, o el
relato vivido de un acontecimiento trágico, o inclusive la vista de un
combate, les provocan tal impresión que «sufren síncopes o tienen
convulsiones»?ccxxvii Buscaríamos en vano: no existe ninguna unión precisa
entre los nervios; no existe en principio ninguna vía trazada, sino sólo una
acción a distancia, más bien del orden de una solidaridad fisiológica. Lo que
sucede es que las diferentes partes del cuerpo poseen una facultad
«perfectamente determinada, que puede ser general, la cual se extiende a
todas partes del cuerpo, o particular, la cual actúa sobre ciertas partes
principalmente».ccxxviii Esta propiedad, muy diferente «de la facultad ,de
sentir o de la de moverse», permite a los órganos entrar en
correspondencia, sufrir conjuntamente, y reaccionar ante una excitación,
aunque ésta sea lejana: es la simpatía. En realidad, Whytt no consigue ni
aislar la simpatía del conjunto del sistema nervioso, ni definirla
estrictamente en relación con la sensibilidad y con el movimiento. La
simpatía no existe en los órganos sino en la medida en que es allí recibida
por intermedio de los nervios; es tanto más notable cuanto más grande es
su movilidad,ccxxix y es al mismo tiempo una de las formas de la sensibilidad:
«Toda simpatía, todo consenso, supone sentimiento, y en consecuencia no
puede lograrse sin la mediación de los nervios, que son los únicos
instrumentos por medio de los cuales opera la sensación.» ccxxx Pero el
sistema nervioso no es invocado aquí para explicar la transmisión exacta de
un movimiento o de una sensación, sino para justificar, en su conjunto y en
su masa, la sensibilidad del cuerpo ante sus propios fenómenos, y este eco
de sí mismo, que hace por medio de los volúmenes de su espacio orgánico.
Las enfermedades de los nervios son esencialmente perturbaciones
simpáticas; suponen un estado de alerta general del sistema nervioso que
hace a cada órgano susceptible de «simpatizar» con cualquier otro. «En
semejante estado de sensibilidad del sistema nervioso, las pasiones del
alma, las faltas contra el régimen, los rápidos cambios del calor al frío, del
peso o de la humedad de la atmósfera, harán nacer fácilmente los síntomas
morbíficos; una constitución de este tipo no gozará jamás de una salud
firme o constante, sino que, generalmente, sufrirá una sucesión continua de
dolores más o menos grandes.» ccxxxi Sin duda, esta sensibilidad exasperada
está compensada por zonas de insensibilidad y de sueño; de una manera
general, los enfermos histéricos son aquellos que poseen la sensibilidad
interna más exquisita; los hipocondriacos, al contrario, la tienen
relativamente enmohecida. Las mujeres, sin duda, pertenecen a la primera
categoría: ¿no es la matriz, junto con el cerebro, el órgano que posee
mayores simpatías en el conjunto del organismo? Es suficiente citar «el
vómito que acompaña generalmente a la inflamación de la matriz; las
náuseas y el apetito desordenado, que se presentan después de la
concepción; la constricción del diafragma y de los músculos del abdomen en
la época del parto; el dolor de cabeza, el calor y los dolores de la espalda,
los cólicos intestinales que se sienten cuando la regla se aproxima.»ccxxxii
Todo el cuerpo femenino está surcado por los caminos oscuros, pero
extrañamente directos, de la simpatía; está siempre en una próxima
complicidad consigo mismo, y constituye para las simpatías un lugar donde
gozan de un privilegio absoluto. Desde un extremo al otro de su espacio
orgánico, el cuerpo femenino guarda una eterna posibilidad de histeria. La
sensibilidad simpática de su organismo, que vemos en cualquier parte de su
cuerpo, condena a la mujer a esas enfermedades de los nervios que se
denominan vahídos. «Las mujeres, en las cuales el sistema generalmente
posee más movilidad que en los hombres, son más susceptibles de sufrir
enfermedades nerviosas, y de manera más considerable.»ccxxxiii Whytt
asegura haber conocido «a una joven de nervios débiles, a la cual el dolor
de muelas le causaba convulsiones e insensibilidad que duraban varias
horas y se renovaban, cuando el mal se agudizaba».
Las enfermedades de los nervios son enfermedades de la continuidad
corporal. Un cuerpo muy próximo a sí mismo, demasiado íntimo en cada
una de sus partes, un espacio orgánico, que ha sido, de alguna manera,
extrañamente reducido: he aquí ahora la tesis más común sobre la histeria
y la hipocondría; el acercamiento de un cuerpo a sí mismo toma en la obra
de algunos autores la apariencia de una imagen precisa, demasiado precisa:
por ejemplo, en la célebre «cornificación del género nervioso», descrita por
Pomme. Imágenes parecidas encubren el problema sin suprimirlo, y no
impiden que se prosiga trabajando sobre él.
¿Es la simpatía, en el fondo, una propiedad oculta en cada órgano, el
sentimiento de que hablaba Cheyne, o una propagación real que acaece a lo
largo de un elemento que sirve de intermediario? Y la proximidad patológica
que caracteriza a las enfermedades nerviosas, ¿es una exasperación de ese
sentimiento, o una movilidad mayor del cuerpo intersticial?
Es un hecho curioso, pero característico sin duda del pensamiento médico
del siglo XVIII, el que en la misma época en que los fisiológicos se
esfuerzan por aislar, por conocer exactamente las funciones y el papel del
sistema nervioso (sensibilidad e irritabilidad; sensación y movimiento), los
médicos utilizan confusamente esas nociones en la unidad indistinta de la
percepción patológica, articulándolas a partir de un esquema de distinta
naturaleza del que ha propuesto la fisiología.
La sensibilidad y el movimiento no están distinguidos. Tissot explica que el
niño es más sensible que cualquier otro sujeto, porque en él todo es más
ligero y más móvil;ccxxxiv la irritabilidad, en el sentido en que Haller la
entendía, como una propiedad de la fibra nerviosa, se confunde con la
irritación, comprendida ésta como el estado patológico de un órgano víctima
de una excitación prolongada. Se admitirá, pues, que las enfermedades
nerviosas son estados de irritación unidos a la movilidad excesiva de la
fibra.
«Observamos a veces personas en las cuales el movimiento externo más
pequeño ocasiona movimientos bastante más considerables que los que
produce en las personas sanas; aquéllas no pueden resistir la más pequeña
impresión extraña. El menor sonido, la luz más débil, les provoca síntomas
extraordinarios.» ccxxxv En este concepto ambiguo, voluntariamente
conservado, de la noción de irritación, la medicina de finales del siglo XVIII
puede mostrar la continuidad entre la disposición (irritabilidad) y el
acontecimiento patológico (irritación) ; puede igualmente sostener a la vez
la tesis de la perturbación de un órgano que resiente, con una singularidad
que le es propia, una afección de alcance general (es la sensibilidad propia
del órgano lo que asegura esta comunicación a pesar de cualquier
discontinuidad), y la idea de una propagación en el organismo de una
misma turbación que puede alcanzar cualquiera de sus partes (es la
movilidad de la fibra la que asegura esta continuidad, a pesar de las formas
diversas que adopta en cada órgano).
Pero si la noción de «fibra irritada» tiene ese papel de confusión concertada,
permite por otra parte una distinción decisiva en la patología. Por un lado,
los enfermos nerviosos son los más irritables, es decir, los más sensibles:
tenuidad de la fibra, delicadeza del organismo, pero también alma
impresionable, corazón inquieto, simpatía demasiado viva para todo aquello
que sucede a su alrededor. Esta especie de resonancia universal —a la vez
sensación y movilidad— constituye el principal determinante de la
enfermedad. Las mujeres que tienen la «fibra frágil», que se dejan llevar por
la ociosidad y por los vivos movimientos de su imaginación, sufren más a
menudo los males nerviosos que el hombre «más robusto, más seco, más
encallecido por el trabajo».ccxxxvi Este exceso de irritación tiene de particular
que, por su misma vivacidad, atenúa y en ocasiones termina por extinguir
las sensaciones del alma; es como si la sensibilidad del órgano nervioso
agotase la capacidad sensitiva del alma, y guardara para su solo provecho
la multiplicidad de sensaciones que su extrema movilidad suscita; el
sistema nervioso «está entonces en tal estado de irritación y reacción, que
es incapaz de transmitir al alma lo que siente; todos sus caracteres están
alterados, y el alma ya no los lee.» ccxxxvii Así se configura la idea de una
sensibilidad que no es sensación, y la de una relación inversa cutre la
delicadeza, tanto la del alma como la del cuerpo, y una cierta somnolencia
de la sensación que evita a los trastornos nerviosos tener acceso hasta el
alma. La inconsciencia del histérico no es sino el reverso de su sensibilidad.
Esta relación, que no podía definir la noción de simpatía, ha sido aportada
por el concepto de irritabilidad, a pesar de que éste estaba mal elaborado, y
seguía siendo confuso en el pensamiento de los patólogos.
Pero, por el mismo hecho descrito anteriormente, la significación moral de
las «enfermedades nerviosas» se altera profundamente. Mientras las
enfermedades nerviosas estuvieron asociadas a los movimientos orgánicos
del cuerpo (incluso por los múltiples y confusos caminos de la simpatía),
fueron situadas dentro de una cierta ética del deseo; significaban el
desquite de un tosco cuerpo; la enfermedad se originaba en una gran
violencia. En adelante, uno se enferma por sentir demasiado; se sufre por
una solidaridad excesiva con todos los seres que rodean a uno. Ya no se
está forzado por su naturaleza secreta; se es víctima de todo aquello que,
en la superficie del mundo, solicita el cuerpo y el alma.
De todo esto se desprende que el enfermo es a la vez más inocente y más
culpable. Más inocente, puesto que es arrastrado por toda la irritación del
sistema nervioso hacia vina inconsciencia mayor cuando está más enfermo.
Pero mucho más culpable, puesto que todo aquello a lo cual está ligado en
el mundo, la vida que ha llevado, las afecciones que ha tenido, las pasiones
e imaginaciones que tenga, que han sido cultivadas con complacencia, se
funden y provocan la irritación de los nervios, lo cual es al mismo tiempo un
efecto y un castigo. Toda la vida puede juzgarse a partir del grado de
irritación: abuso de las cosas no naturales,ccxxxviii vida sedentaria en las
ciudades, lectura de novelas, espectáculos de teatro,ccxxxix celo inmoderado
por las ciencias,ccxl «pasión excesiva por el sexo, o ese hábito criminal, tan
reprensible en lo moral como dañoso en lo físico».ccxli La inocencia del
enfermo nervioso, que no siente ya ni siquiera la irritación de sus nervios es
en el fondo el justo castigo de una profunda culpabilidad: la de haber
preferido el mundo sobre la naturaleza: «¡Terrible estado!… Éste es el
suplicio de todas las almas afeminadas a las cuales la inacción ha
precipitado a peligrosas voluptuosidades, y que por evitar los trabajos que
impone la naturaleza, se han entregado a todos los fantasmas de la
opinión… Así son castigados los ricos por el deplorable empleo de su
fortuna.» ccxlii
Estamos en la víspera del siglo XIX. La irritabilidad de la fibra tendrá un
destino dentro de la fisiología y la patología.ccxliii Lo que ha dejado por el
momento en el dominio de los males -nerviosos es, a pesar de todo, algo
muy importante.
Por una parte, es la asimilación completa de la histeria y de la hipocondría a
las enfermedades mentales. Por la distinción capital entre sensibilidad y
sensación, entran en el dominio de la sinrazón, el cual, como hemos visto,
estaba caracterizado por el momento esencial del error y el sueño, es decir,
por la obcecación. Mientras los vahídos fueron convulsiones o extrañas
comunicaciones simpáticas a través del cuerpo, no constituyeron
manifestaciones de locura, aunque condujeran al desmayo y a la pérdida de
la conciencia. Pero cuando el espíritu no comprende el exceso mismo de su
sensibilidad, entonces aparece la locura.
Por otra parte, da a la locura todo un contenido de culpabilidad, de sanción
moral, de justo castigo, que no era propio de la experiencia clásica. Dota a
la sinrazón con una serie de nuevas valoraciones: en lugar de hacer de la
obcecación la condición de posibilidad de todas las manifestaciones de la
locura, la describe como el efecto psicológico de una falla moral. Y por esta
razón pone en duda todo lo que es esencial en la experiencia de la sinrazón.
Lo que era obcecación va a convertirse en inconsciencia, lo que era error va
a transformarse en falta; y todo lo que dentro de la locura era paradójica
afirmación del no-ser, llegará a ser un castigo natural de un mal moral. En
pocas palabras, toda la jerarquía vertical, que constituía la estructura de la
locura clásica, desde el ciclo de las causas materiales hasta la trascendencia
del delirio, va a oscilar y a caer dentro de un dominio que ocuparán
conjuntamente, para disputárselo inmediatamente, la psicología y la moral.
La «psiquiatría científica» del siglo XIX ha llegado a ser posible.
Es en estos «males de los nervios» y en estas «histerias», que pronto
resultarán irónicas, donde encontrará su origen.

(*)* Gros: antigua subdivisión de la libra francesa, igual a la octava parte de una onza, o
sea, cerca de 4 gramos. [T.]

Volver a ¨Obras de Michel Foucault¨

NOTAS:

cxxxiv Examen de la prétendue possession des filies de la paroisse de Laudes,
1735, p. 14.
cxxxv Willis, Opera, t. II, p. 227.
cxxxvi Ibid., p. 265.
cxxxvii Ibid., t. II, pp. 266-267.
cxxxviii Ibid., pp. 266-267.
cxxxix Dufour, loc. cit., pp. 358-359.
cxl Cullen, loc. cit., p. 143.
cxli Apologie pour Monsieur Duncan, pp. 113-115.
cxlii Fem, De la nature et du siége de la phrénésie el de la paraphrenésie. Tesis
sostenida en Gotinga bajo la presidencia de M. Schroder; informe en Gazette
salutaire, 27 de marzo de 1766, n° 13.
cxliii James, Dictionnaire de médecine, trad. fr., t. V, p. 547.
cxliv Cullen, loc. cit., p. 142.
cxlv Ibid., pag145.
cxlvi James, loc. cit., p. 547.
cxlvii Cf., por ejemplo: «He dado cuenta a monseñor el duque de Orleans de lo que
me habéis hecho el honor de decirme sobre el estado de imbecilidad y de demencia
en que habéis encontrado a la llamada Dardelle.» Archivos Bastilla (Arsenal 10
808, fo 137).
cxlviii Willis, loc. cit., II, p. 265.
cxlix Dufour, loc. cit., p. 357.
cl Ibid., p. 359.
cli Sauvages, loc. cit., VII, pp. 334-335.
clii Se considerará durante largo tiempo, en la práctica, a la imbecilidad como una
mezcla de locura y de enfermedad sensorial. Una orden del 11 de abril de 1779
prescribe a la superiora de la Salpétriére recibir a Marie Fichet, después de recibir
informes firmados por médicos y por cirujanos, «que han verificado que la
llamada Fichet ha nacido sordomuda y loca» (B. N., col. «Joly de Fleury», ms.
1235, fo 89).
cliii Artículo anónimo aparecido en la Gazette de médecine, t. III, n° 12, miércoles 10
de febrero, 1762, pp. 89-92.
139
cliv Pinel, Nosugraphie philosophique, ed. 1818, t. III, p. 130.
clv J. Weyer, De praestigiis daemonum, trad. fr., p. 222.
clvi Sydenham, Disertación sobre la afección histérica. En Médecine pratique, trad.
Jault, p. 399.
clvii Weyer, loc. cit., ibid.
clviii Boerhaave, Aphorismcs, 1089.
clix Dufour, loc. cit.
clx Fernel, Physiologia, en Universa medica, 1607, p. 121.
clxi La razón de ese debate ha sido el problema de saber si se podían asimilar
los poseídos y los melancólicos. Los protagonistas, en Francia, fueron Duncan
y La Mesnardicre.
clxii Apologie pour Monsieur Duncan, p. 63.
clxiii Ibid., pp. 93-94.
clxiv La Mesnardiére, Traite de la mélancolie, 1635, p. 10.
clxv Apologie pour Monsieur Duncan, pp. 85-86.
clxvi Willis, Opera, II, pp. 238-239.
clxvii Ibid., II, p. 242.
clxviii Willis, Opera, II, p. 242.
clxix Ibid., II, p. 240.
clxx James, Dictionnaire universel de médecine, artículo «Manía», t. VI, p.
1125.
clxxi «Un soldado se volvió melancólico por haber sido rechazado por los padres de
una muchacha a la que amaba perdidamente. Se volvió soñador, se quejaba de un
gran dolor de cabeza y de un embotamiento continuo de esta parte. Adelgazaba a
ojos vistas; su rostro empalideció; estaba tan débil que hacía sus necesidades sin
darse cuenta… no había ningún delirio; aunque el enfermo no daba ninguna
respuesta positiva, y pareciera enteramente absorto. Nunca pide de comer ni de
beber» (Observation de Musell. Gazette saluíaire, 17 de marzo, 1763).
clxxii James, Dictionnaire universel, t. IV, artículo «Melancolia», p. 1215.
clxxiii Ibid., p. 1214.
clxxiv Encyclopédie, artículo «Manía».
clxxv Bonet, Sepulchretum, p. 205.
clxxvi A. von Haller, Elementa Physiologiae, libro XVII, sección 1°, 17, t. V,
Lausana, 1763, pp. 571-574.
clxxvii Dufour, loc. cit., pp. 370-371.
clxxviii Encyclopédie, artículo «Manía».
clxxix Aún se encuentra esta idea en Daquin (loc. cit., pp. 67-68), y en Pinel. También
formaba parte de las prácticas del internamiento. En un registro de San Lázaro, a
propósito de Antoine de la Haye Monbault: «El frío, por riguroso que sea, no le ha
producido ninguna impresión» (B. N. Clairambault, 986, p. 117).
clxxx Encyclopédie, artículo «Manía».
clxxxi Montchau. Observación enviada a la Gazette salutaire, n° 5, 3 de febrero, 1763.
clxxxii De la Rive. Sobre un establecimiento para la curación de los alienados.
Bibliothéque britannique, VIII, p. 304.
clxxxiii Willis, Opera, t. II, p. 255.
clxxxiv Ibid., t. II, p. 255.
clxxxv Por ejemplo, d’Aumont en el artículo «Melancolía» de la Encyclopédie.
clxxxvi Sydenham, Médecine pratique, trad. Jault, p. 629.
clxxxvii Lieutaud, Précis de médecine pratique, p. 204. 140
clxxxviii Dufour, Essai sur l’entendement, p. 369.
clxxxix Boerhaave, Aphorismes, 1118 y 1119; Van Swieten, Commentaria, t. III,
pp. 519-520.
cxc Hoffmann, Medicina rationalis systematica, t. IV, partes, pp. 180 ss.
cxci Spengler, Briefe, welche einige Erfahrungen der elektrischen Wirkung in
Krankheiten enthalten, Copenhague, 1754.
cxcii Cullen, Institutions de médecine pratique, II, p. S15.
cxciii Ibid., p. 315.
cxciv Ibid., p. 323.
cxcv Ibid., p. 128 y p. 272.
cxcvi Sauvages, loc. cit. La histeria está situada en la clase IV (espasmos) y la
hipocondría en la clase VIII (vesanias).
cxcvii Linneo, Genera Morboium. La hipocondría pertenece a la categoría
«imaginaria» de las enfermedades mentales, la epilepsia a la categoría «tónica» de
las enfermedades convulsivas.
cxcviii Cf. la polémica con Highmore, Exercitationes duae, prior de passione
hysterica, altera de affectione hypochondriaca, Oxford, 1660, y de passione hysterica,
responsio epistolaris ad Willisium, Londres, 1670.
cxcix Whytt, Traite des maladies des nerfs, t. II, pp. 1-132. Cf. una enumeración de
ese género en Revillon, Recherches sur la cause des affections hypocondriaques,
París, 1779, pp. 5-6.
cc Willis, Opera, t. I; De morbis convulsivis, p. 529.
cci Lieutaud, Traite de médecine pratique, 2° ed. 1761, p. 127.
ccii Raulin, Traite des affections vaporeases, París, 1758, Discurso Preliminar, p. xx.
cciii J. Ferrand, De la maladie d’amour ou mélancolie érotique, París, 1623, p. 164.
cciv N. Chesneau, Observationum medicarían libri quinqué, París, 1672, libro III,
cap. XIV.
ccv T. A. Murillo, Novissima hypochondriacae melancholiae curatio, Lyon, 1672,
cap. IX, pp. 88 ÍÍ.
ccvi M. Flemyng, Neuropathia sive de morbis hypochondriacis et hystericis,
Amsterdam, 1741, pp. L-IJ.
ccvii Stahl, Theoria medica vera, de malo hypochondriaco, pp. 447 ss.
ccviii Van Swieten, Commentaria in Aphorismos Boerhaavii, 1752, I, pp. 22 ss.
ccix Lange, Traite des vapeurs, París, 1689, pp. 41-60.
ccx Dissertatio de malo hyponchondriaco, en Pratique de médecine spéciale, p. 571.
ccxi Viridet, Dissertation sur les vapeurs, París, 1716, pp. 50-62.
ccxii Liebaud, Trois livres des maladies et infirmités des femmes, 1609, p. 380.
ccxiii C. Piso, Observationes, 1618, reeditadas en 1733 por Boerhaave, sección II, 2,
cap. VII, p. 144.
ccxiv Willis, «De affectionibus hystericis», Opera, I, p. 635.
ccxv Willis, «De morbis convulsivis», Opera, I, p. 536.
ccxvi Pinel clasifica la histeria entre la neurosis de la generación (Nosographie
philosophique).
ccxvii Stahl, loc. cit., p. 453.
ccxviii Hoffmann, Medicina rationalis systematica, t. IV, pars tertia, p. 410.
ccxix Highmore, loc. cit.
ccxx Sydenham, «Dissertation sur l’affection hystérique»; Médecine pratique,
trad. Jault, pp. 400-401.
ccxxi Ibid., pp. 395-396.
141
ccxxii Sydenham, op. cit., p. 394.
ccxxiii Ibid., p. 394.
ccxxiv Pressavin, Nouveau traite des vapeurs, Lyon, 1770, pp. 2-3.
ccxxv Ibid., p. 3.
ccxxvi Tissot, Traite des nerfs, t. I, II° parte, pp. 99-100.
ccxxvii Ibid., pp. 270-292.
ccxxviii Whytt, Traite des maladies nerveuses, I, p. 24.
ccxxix Ibid., I, p. 23.
ccxxx Ibid., I, p. 51.
ccxxxi Ibid., I, p. 50.
ccxxxii Whytt, op. cit., I, pp. 126-127.
ccxxxiii Ibid., I, p. 47.
ccxxxiv Ibid., I, pp. 166-167.
ccxxxv Tissot, Traite des nerfs, t. I, II° parte, p. 274.
ccxxxvi Ibid., p. 302.
ccxxxvii Tissot, Traite des nerfs, I, II° parte, pp. 278-279.
ccxxxviii Ibid., pp. 302-303.
ccxxxix Es decir, el aire, los alimentos y las bebidas; el sueño y la vigilia; el reposo y el
movimiento; las excreciones y las retenciones, las pasiones. (Cf., entre otros, Tissot,
Traite des nerfs, II, 1, pp. 3-4.)
ccxl Cf. Tissot, Essai sur les maladies des gens du monde.
ccxli Pressavin, Nouveau traite des vapeurs, pp. 15-55, pp. 222-224.
ccxlii Ibid.. p. 65.
ccxliii Mercier. Tableau de París, Amsterdam, 1793, III, p. 199.
111 Cf. Broussais, De L’irritation et de la folie, 2ª ed. 1839.