Obras de S. Freud: 34ª conferencia. Esclarecimientos, aplicaciones, orientaciones

34ª conferencia. Esclarecimientos, aplicaciones, orientaciones

Señoras y señores: ¿Me estará permitido alguna vez, harto del tono reseco, por así decir, hablarles sobre cosas que tienen muy poco valor teórico, pero que pueden interesarles más en la medida en que tengan una actitud amistosa hacia el psicoanálisis? Imaginemos, por ejemplo, que en sus horas de ocio toman ustedes una novela alemana, inglesa o norteamericana en la que esperan hallar una pintura de los seres humanos y las situaciones contemporáneas. A las pocas páginas tropiezan con una primera manifestación sobre el psicoanálisis y enseguida encuentran otras, aunque la trama no parezca requerirlo. No piensen que se trataría de aplicaciones de la psicología profunda para una mejor inteligencia de los personajes del texto o sus actos; es cierto que hay creaciones literarias más serias donde eso se intenta efectivamente. No; las más de las veces son observaciones sarcásticas con que el autor de la novela pretende probar sus vastas lecturas o su superioridad intelectual. Y no siempre tendrán ustedes la impresión de que conoce realmente aquello acerca de lo cual se pronuncia. 0 bien concurren ustedes para su esparcimiento a una reunión social (y no tiene por qué ser precisamente en Viena); al poco rato la conversación recae sobre el psicoanálisis, oyen a las gentes más diversas pronunciar su juicio, casi siempre con el tono de una impertérrita seguridad. Por lo común, ese juicio es de menosprecio, con frecuencia un denuesto, y en el mejor de los casos una burla. Si ustedes son tan incautos como para dejar traslucir que entienden algo sobre ese tema, todos los acosarán pidiéndoles información y explicaciones; al poco tiempo podrán convencerse de que esos juicios severos se habían formulado antes de toda información, que apenas si alguno de esos opositores ha tomado alguna vez en sus manos un libro analítico o, si lo ha hecho, no sobrepasó la primera resistencia en el encuentro con el nuevo material.

Quizás esperen ustedes, también, que en una introducción al psicoanálisis se les indiquen los argumentos empleados para enderezar los manifiestos errores acerca del análisis, se les recomienden los libros que brinden una mejorinformación o aun los ejemplos tomados de las lecturas o la experiencia de ustedes que debieran invocarse en las discusiones para modificar la actitud de la sociedad. Les ruego no hagan nada de eso; sería inútil. Lo mejor es que oculten por completo su mayor saber, Y cuando ya no sea posible, limítense a decir que hasta donde ustedes lo conocen el psicoanálisis es una rama particular del saber, muy difícil de comprender y de enjuiciar, que se ocupa de cosas muy serias, de suerte que no se la puede abordar con un par de bromas, y que para los entretenimientos de sociedad sería preferible escoger otro juego. Desde luego, tampoco participen con intentos de interpretación si gentes desprevenidas refieren sus sueños, y resistan la tentación de abogar en favor del análisis mediante informes de curaciones.

Pero ustedes pueden preguntar por qué esas gentes, tanto las que escriben libros como las que platican, se comportan de manera tan incorrecta; y se inclinarán a suponer que no se debe sólo a ellas, sino también al psicoanálisis. Opino lo mismo; lo que se les presenta en la literatura y la sociedad como un prejuicio es el eco de un juicio anterior, a saber, el que pronunciaron los representantes de la ciencia oficial acerca del joven psicoanálisis. Ya me quejé de ello una vez en una exposición histórica (1), y no volveré a hacerlo -acaso esa única vez ya fue demasiado-; pero de hecho no hubo infracción a la lógica, y mucho menos al decoro y al buen gusto, que no se permitieran en esa época los opositores científicos del psicoanálisis. Era una situación como la que se producía en la Edad Media cuando un malhechor o un mero opositor político era puesto en la picota y entregado a los ultrajes del populacho. Quizás ustedes no se dan cabal cuenta de lo impregnada que está nuestra sociedad por el espíritu del populacho, ni de los abusos que se permiten los seres humanos cuando se sienten miembros de una masa y eximidos de toda responsabilidad personal. En aquellos tiempos, al comienzo, yo estaba bastante solo, pero pronto advertí que de nada valía polemizar, y tampoco tenía sentido alguno presentar querella ni invocar a inteligencias mejores, pues no existían las instancias ante las cuales se pudiera elevar la queja. Entonces adopté otro partido; hice la primera aplicación del psicoanálisis aclarándome a mí mismo la conducta de la masa como un fenómeno de la misma resistencia que yo debía combatir en mis pacientes individuales, me sustraje de la polémica e influí sobre mis seguidores, cuando poco a poco se me acercaron, para que hicieran otro tanto. El procedimiento fue bueno, la proscripción que pesaba entonces sobre el análisis se ha levantado, pero así como una creencia abandonada sobrevive en calidad de superstición y una teoría resignada por la ciencia se conserva como opinión popular, del mismo modo aquel originario desprecio de los círculos científicos por el psicoanálisis se continúa en la irrisión de que lo han hecho objeto los legos que escriben libros o platican. Nada de eso, pues, debe asombrarlos ya.

Mas ahora no esperen escuchar la buena nueva de que la lucha por el psicoanálisis ha terminado, cuajando con su reconocimiento como ciencia y su admisión como disciplina en la universidad. Ni hablar de ello; esa lucha continúa, sólo que en formas más civilizadas. Nuevo es, sí, que en la sociedad científica se ha formado una suerte de paragolpes entre el análisis y sus opositores, gentes que aceptan algo del análisis y hasta se declaran sus partidarios bajo hilarantes cláusulas restrictivas, pero en cambio desautorizan otra parte, cosa que nunca consideran haber proclamado en voz suficientemente alta. No es fácil colegir lo que los mueve a esta elección. Parecen ser simpatías personales. Uno toma a escándalo la sexualidad, el otro lo inconciente; particular disfavor parece despertar el hecho del simbolismo. A estos eclécticos no parece importarles que el edificio del psicoanálisis, aunque inacabado, constituye aun hoy una unidad de la que cualquiera no puede arrancar elementos a su capricho. Por lo que me pareció, ninguno de estos partidarios a medias -o a cuartos- basó su desautorización en un reexamen de los hechos. Incluso muchos hombres descollantes pertenecen a esta categoría. Los disculpa, es verdad, que su tiempo y su interés son reclamados por otras cosas, a saber, aquellas para cuyo dominio han hecho aportes tan valiosos. Pero, ¿no deberían suspender su juicio, en lugar de tomar partido con tanta decisión? Cierta vez, en uno de esos grandes obtuve una rápida conversión. Era un crítico de fama universal, que había seguido las corrientes intelectuales de la época con benévola comprensión y penetración profética. Sólo llegué a conocerlo personalmente cuando él tenía más de ochenta años, pero su conversación seguía siendo encantadora. Colegirán con facilidad a quién me refiero (2). Por cierto no fui yo quien dio en hablar de psicoanálisis. El lo hizo, trazando una comparación entre ambos con la mayor modestia. «Soy sólo un literato -dijo-, mientras que usted es un naturalista y un descubridor. Pero no puedo menos que decirle algo: nunca he tenido sentimientos sexuales hacia mi madre». «Pero no hace falta que usted los tenga concientes -repliqué-; para los adultos, son por cierto procesos inconcientes». «¡Ah!, eso es lo que usted opina», me dijo aliviado, oprimiéndome la mano. Departimos algunas horas más en la mejor avenencia. Luego me enteré de que en el breve lapso de vida que aún le estaba deparado se pronunció repetidas veces de manera amistosa acerca del análisis, y usaba de buena gana la palabra «represión», nueva para él.

Una conocida sentencia nos exhorta a aprender de nuestros enemigos. Confieso no haberlo conseguido nunca, no obstante lo cual, pensé, podría resultarles instructivo que pasara revista con ustedes a todos los reproches y objeciones que los opositores del psicoanálisis le han dirigido, y luego les indicara las injusticias y atentados a la lógica, tan fáciles de poner en descubierto. Pero, «on second thoughts» {«repensándolo»}, me he dicho que no sería interesante, sino que se volvería aburrido y fatigoso, y además implicaría hacer lo que he evitado cuidadosamente todos estos años. Discúlpenme, pues, si no sigo adelante por ese camino y les ahorro los juicios de nuestros así llamados opositores científicos. En verdad, casi siempre se trata de personas cuyo único certificado de idoneidad es la neutralidad que han acreditado manteniéndose lejos de las experiencias del psicoanálisis. Pero bien sé que en otros casos no me consentirán ustedes un expediente tan simple. Me harán presente que, sin embargo, hay muchas personas para quienes no vale mi última observación. No esquivaron la experiencia analítica, han analizado pacientes, quizás ellas mismas fueron analizadas, y hasta por un tiempo fueron mis colaboradores, a pesar de lo cual han llegado a otras concepciones y teorías sobre cuya base se han separado de mí y fundado escuelas autónomas de psicoanálisis. Me dirán que debo darles algún esclarecimiento sobre la posibilidad y significación de estos movimientos escisionistas tan frecuentes en la historia del análisis.

Pues bien, lo intentaré; muy brevemente, porque lo que de ahí se obtiene para la comprensión del análisis es menos de lo que ustedes esperan. Sé que piensan sobre todo en la psicología individual de Adler, que, por ejemplo en Estados Unidos, es considerada una línea paralela con iguales derechos que nuestro psicoanálisis y por lo común es mencionada junto con este. En realidad tiene muy poco que ver con el psicoanálisis, pero a raíz de ciertas circunstancias históricas lleva una suerte de existencia parasitaria a sus expensas. A su fundador, solamente en escasa medida le es aplicable lo que hemos dicho respecto de este grupo de opositores. Ya el nombre es inapropiado, parece un producto del desconcierto; no podemos permitir que estorbe su uso legítimo como oposición a la psicología de masas: también lo que nosotros cultivamos es casi siempre y sobre todo una psicología del individuo humano. Hoy no abordaré una crítica objetiva de la psicología individual de Adler; no se incluye en el plan de esta introducción, y por lo demás ya una vez la intenté y tengo pocos motivos para cambiar algo en ella (3). Pero quiero ilustrar la impresión que esa psicología produce refiriendo un pequeño episodio ocurrido antes del nacimiento del análisis.

Cerca de la pequeña ciudad de Moravia donde nací (4) y que abandoné siendo un niño de tres años ‘ se encuentra un modesto sanatorio bellamente emplazado en los bosques. En mí época de estudiante secundario lo visité varias veces durante las vacaciones. Unos veinte años después me dio ocasión para volver a hacerlo la enfermedad de un pariente próximo. En una conversación con el médico que había prestado asistencia a mi pariente me informé, entre otras cosas, de sus relaciones con los campesinos -eslovacos, creo- que durante el invierno constituían su única clientela. Me contó que la actividad médica se desarrollaba del siguiente modo: en las horas de atención los pacientes llegaban a su consultorio y formaban una fila. Pasaban uno después de otro y se quejaban de sus dolencias: que dolores lumbares, o espasmos de estómago, o fatiga en las piernas. Entonces él examinaba a cada uno y, tras orientarse, le espetaba el diagnóstico, idéntico en todos los casos. Me tradujo la expresión: significaba algo así como «embrujado». Le pregunté sorprendido si los campesinos no se escandalizaban por el hecho de que él hiciera el mismo hallazgo en todos los enfermos. «¡Oh no! -replicó-, se quedan muy contentos: es lo que ellos esperaban. Al volver a la fila, cada uno da a entender a los otros, con gestos y ademanes, «Ese sí que se las sabe»». Yo no podía ni sospechar entonces las circunstancias en que volvería a tropezar con una situación análoga.

En efecto, sea el paciente un homosexual o un necrófilo, un histérico aquejado de angustia, un neurótico obsesivo bloqueado o un delirante furioso, el psicólogo individual de la escuela de Adler indicará en todos los casos como motivo impulsor de su estado la voluntad de imponerse a los demás, de sobrecompensar su inferioridad, de permanecer «encima», de pasar de la línea femenina a la masculina. Algo parecido habíamos oído en la clínica siendo jóvenes estudiantes cada vez que se presentaba un caso de histeria: las histéricas producen sus síntomas para hacerse las interesantes, para llamar la atención. ¡Cómo reaparecen siempre las viejas sabidurías! Pero ya en aquel tiempo estimamos que ese fragmentito de psicología no recubría los enigmas de la histeria; dejaba sin explicar, entre otras cosas, por qué los enfermos no se servían de otro medio para alcanzar su propósito. Desde luego, algo tiene que haber de correcto en esta doctrina de los psicólogos individuales: una partícula que ellos confunden con el todo. La pulsíón de autoafirmación intentará sacar partido de cada situación, el yo querrá sacar ventaja también de la condición de enfermo. En el psicoanálisis se llama a esto «ganancia secundaria de la enfermedad» (5). No obstante, es seguro que si uno piensa en los hechos del masoquismo, de la necesidad inconciente de castigo y de la autolesión neurótica pondrá en duda también la validez universal de esa verdad de perogrullo sobre la que ha levantado su edificio doctrinario la psicología individual. Pero la multitud dará sin duda una entusiasta bienvenida a semejante doctrina, que no admite complicaciones, no introduce nuevos conceptos de difícil comprensión, nada sabe de lo inconciente, elimina de un tajo el problema de la sexualidad que a todos oprime, se limita a poner en descubierto las tretas con que la gente pretende vivir cómoda. Es que la multitud es ella misma cómoda, exige un solo motivo como explicación, no agradece a la ciencia sus resultados provisionales, quiere tener soluciones simples y saber allanados los problemas. Si se medita en lo mucho que la psicología individual satisface esos reclamos, no puede refrenarse el recuerdo de un pasaje de Wallenstein:

«Si la idea no fuera tan endiabladamente juiciosa,
se estaría tentado de llamarla francamente idiota».
(6)

La crítica de los círculos especializados, tan despiadada para con el psicoanálisis, en general ha tratado a la psicología individual con guantes de seda. En Estados Unidos sucedió, es verdad, que uno de los psiquiatras más prestigiosos publicara un ensayo contra Adler bajo el título de «Enough» {Basta}, en el que expresó con energía su fastidio por la «compulsión de repetición» de los psicólogos individuales. Si otros los trataron más amablemente, mucho tiene que ver en ello la hostilidad hacia el análisis.

No necesito decir gran cosa sobre otras escuelas que se han desprendido de nuestro psicoanálisis. El hecho de que lo hicieran no habla ni en favor ni en contra del contenido de verdad de este último. Piensen ustedes en los intensos factores afectivos que vuelven difícil a muchas personas unirse o subordinarse a otras, y en la dificultad todavía mayor que el adagio «Quot capita tot sensus» (7) destaca con justeza. Cuando las diferencias de opinión rebasan de cierta medida, lo mejor es separarse y seguir cada quien su camino, en particular si la diferencia teórica tiene por consecuencia un cambio en la práctica. Supongan ustedes, por

ejemplo, que un analista menosprecie el influjo del pasado personal y busque la causación de las neurosis solamente en motivos actuales y en expectativas sobre el futuro (8).  Entonces descuidará también el análisis de la infancia, recurrirá a una técnica diferente y tendrá que compensar la falta de los resultados que podría haber obtenido de aquel aumentando su influjo didáctico e indicando directamente determinadas metas vitales. Entonces nosotros, los demás, diremos: «Eso puede ser una escuela de sabiduría, pero no es análisis». O bien, otro puede dar en la opinión de que la vivencia de angustia del nacimiento constituye el germen de todas las perturbaciones neuróticas posteriores (9); puede entonces parecerle correcto limitar el análisis a los efectos de esta única impresión y prometer éxito terapéutico con un tratamiento de tres a cuatro meses de duración. Como advierten ustedes, he escogido dos ejemplos que parten de premisas diametralmente opuestas. Es casi un carácter universal de estos «movimientos de secesión» apoderarse cada cual de cierto fragmento tomado de la riqueza de motivos del psicoanálisis e independizarse sobre la base de ese patrimonio usurpado, trátese de la pulsión de poder, del conflicto ético, de la madre, de la genitalidad, etc. Si a ustedes les parece que tales secesiones son hoy más frecuentes en la historia del psicoanálisis que en la de otros movimientos intelectuales, no sé si debo darles la razón. Si así fuera, habría que responsabilizar por ello a los íntimos nexos que hay en el psicoanálisis entre opiniones teóricas y acción terapéutica. Unas metas diferencias de opinión se tolerarían más tiempo. Pero se prefiere reprocharnos intolerancia a nosotros, los psicoanalistas. La única exteriorización de esa odiosa cualidad fue justamente la separación de los que pensaban de otro modo. Otro daño no se les infirió; antes al contrarío, les tocó la parte más aliviada, les fue mejor desde entonces, pues con su segregación por lo común se libraron de alguno de los fardos bajo cuyo peso nosotros jadeamos -acaso la aversión a la sexualidad infantil, o bien el ridículo del simbolismo- y ahora sus contemporáneos los consideran como respetables a medias, cosa que nosotros, los que nos quedamos, ni siquiera somos. Y por lo demás -salvo una notable excepción (10)- fueron ellos mismos quienes se excluyeron.

¿Qué otras exigencias plantean ustedes en nombre de la tolerancia? Que, cuando alguien manifieste una opinión que juzgamos radicalmente falsa, le digamos: «Le estamos agradecidísimos de que haya formulado esa contradicción. Así nos protege del peligro de la vanidad y nos brinda la ocasión de probar a los norteamericanos que efectivamente somos todo lo «broad-minded» {«amplios de miras»} que ellos desean. Desde luego, no creemos una palabra de lo que usted dice, pero no importa. Es probable que usted tenga tanta razón como nosotros. ¿Y quién puede saber de qué lado está la razón? Permítanos que a pesar de nuestra divergencia sustentemos su punto de vista en la bibliografía. Esperamos tendrá la amabilidad de hacer lo mismo con el nuestro, que usted desestima». Es evidente que en el futuro este pasará a ser el hábito en la tarea científica cuando el abuso de la relatividad einsteiniana haya terminado de imponerse. Es cierto, por ahora no hemos llegado tan lejos. Nos limitamos, a la antigua usanza, a sustentar nuestras propias convicciones, arrostramos el peligro del error porque es imposible ponerse a salvo de él, y desautorizamos .todo aquello que nos contradice. Y en lo que respecta al derecho de modificar nuestras opiniones cuando creemos haber hallado algo mejor, en el psicoanálisis hemos hecho abundante uso de él.

Una de las primeras aplicaciones del psicoanálisis fue la de enseñarnos a comprender la enemistad que nuestros contemporáneos nos demostraban por cultivarlo. Otras aplicaciones, de naturaleza objetiva, pueden reclamar un interés más universal. Nuestro primer propósito fue, sin duda, comprender las perturbaciones de la vida anímica de los seres humanos, porque una asombrosa experiencia nos había mostrado que en ella comprensión y curación andan muy cerca, que una vía transitable lleva de la una a la otra (11). Y por mucho tiempo fue, además, el -único propósito. Pero luego discernimos los estrechos nexos, y aun la íntima identidad, entre los procesos patológicos y los llamados normales; el psicoanálisis se convirtió en psicología de lo profundo, y puesto que nada de lo que los hombres crean o cultivan puede comprenderse sin el auxilio de la psicología, casi naturalmente surgieron, se impusieron y exigieron elaboración las aplicaciones del psicoanálisis a numerosos campos del saber, en particular a las ciencias del espíritu. Por desdicha, esas tareas tropezaron con obstáculos que, teniendo una base objetiva, todavía no se han superado. Semejante aplicación presupone conocimientos especializados que el analista no posee, en tanto quienes los poseen, los especialistas, no saben nada de análisis y quizá ni quieran saber. Se dio entonces el caso de que los analistas, en calidad de diletantes, con un bagaje más o menos suficiente, a menudo obtenido a los apurones, incursionaran por esos campos del saber, como la mitología, la historia de la cultura, la etnología, la ciencia de la religión, cte. No recibieron de los investigadores que allí tenían sentados sus reales mejor trato que el de intrusos, y al comienzo tanto sus métodos como sus resultados fueron -en la medida en que se les prestó atención- desautorizados. Pero esta situación experimenta continua mejoría; en todos los campos aumenta el número de personas que estudian psicoanálisis para aplicarlo a su disciplina especializada, como unos colonos que relevaran a los pioneros. Tenemos derecho a esperar aquí una rica cosecha de nuevas intelecciones. Por otra parte, unas aplicaciones del análisis son siempre, al mismo tiempo, corroboraciones de él. Y además, donde el trabajo científico está más distanciado del quehacer práctico, las inevitables diferencias de opinión se enconarán menos.

Siento una fuerte tentación de guiarlos a ustedes a través de todas las aplicaciones del psicoanálisis a las ciencias del espíritu. Son cosas dignas de ser sabidas por aquellos que tengan intereses intelectuales, y sería un merecido descanso no tener que escuchar durante un tiempo nada relativo a lo anormal y patológico. Pero debo renunciar a ello; de nuevo, nos llevaría a desbordar en gran medida los marcos de estas conferencias y, lo confieso honestamente, yo no estaría a la altura de esa tarea. Es verdad que en algunos de esos campos yo mismo di el primer paso, pero hoy ya no abarco la totalidad del panorama y tendría que estudiar mucho para dominar lo que se fue agregando tras mis comienzos. Aquellos entre ustedes a quienes desilusione mi negativa pueden resarcirse con nuestra revista Imago, dedicada a las aplicaciones no médicas del análisis (12).

Pero hay un tema que no puedo pasar de largo tan fácilmente, no porque yo entienda gran cosa de él ni haya aportado mucho. Todo lo contrario, apenas si lo he tratado alguna vez. Pero es importantísimo, ofrece grandísimas esperanzas para el futuro, quizás es lo más importante de todo cuanto el análisis cultiva. Me refiero a la aplicación del psicoanálisis a la pedagogía, la educación de la generación futura (13). Me regocija poder decir al menos que mi hija Anna Freud se ha impuesto este trabajo como la misión de su vida, reparando así mi descuido.

   Se ve enseguida el camino que llevó a esta aplicación. Cuando en el tratamiento de un neurótico adulto pesquisábamos el determinismo {Determinicrung} de sus síntomas, por regla general éramos conducidos hacia atrás, hasta su primera infancia. El conocimiento de las etiologías posteriores resultaba insuficiente tanto para la comprensión como para el efecto terapéutico. Ello nos obligó a familiarizarnos con las particularidades psíquicas de la infancia y nos enteramos de una multitud de cosas que no podían averiguarse por otro camino que el análisis, y hasta pudimos corregir muchas opiniones generalmente aceptadas acerca de la infancia. Discernimos que a los primeros años de vida (hasta el quinto, tal vez) les corresponde por varias razones una particular significatividad. En primer lugar, porque contienen el florecimiento temprano de la sexualidad, que deja como secuela incitaciones decisivas para la vida sexual de la madurez. En segundo lugar, porque las impresiones de ese período afectan a un ser inacabado y endeble, en el que producen el efecto de traumas. De la tormenta de afectos que provocan, el yo no puede defenderse si no es por vía de represión, y así adquiere en la infancia todas sus predisposiciones a contraer luego neurosis y perturbaciones funcionales. Comprendimos que la dificultad de la infancia reside en que el niño debe apropiarse en breve lapso de los resultados de un desarrollo cultural que se extendió a lo largo de milenios: el dominio sobre las pulsiones y la adaptación social, al menos los primeros esbozos de ambos. Mediante su propio desarrollo sólo puede lograr una parte de ese cambio; mucho debe serle impuesto por la educación. No cabe asombrarse, pues, de que el niño a menudo domine esta tarea de manera incompleta. En esos períodos tempranos, muchos niños atraviesan por estados que es lícito equiparar a las neurosis, y ello vale sin duda para todos los que luego contraen una enfermedad manifiesta. En numerosos niños la contracción de una neurosis no aguarda hasta la madurez; estalla ya en la infancia y ocasiona cuidados a padres y médicos.

No hemos tenido empacho alguno en aplicar la terapia analítica a estos niños que mostraban inequívocos síntomas neuróticos o bien estaban en camino de un desfavorable desarrollo del carácter. El temor de que pudiera causarse daño al niño mediante el análisis, expresado por los opositores de este último, resultó infundado. Nuestra ganancia en tales empresas fue la de poder comprobar en el objeto viviente lo que en el adulto habíamos dilucidado, por así decir, partiendo de documentos históricos. Pero también para los niños fue muy rica la ganancia. Se demostró que el niño es un objeto muy favorable para la terapia analítica; los éxitos son radicales y duraderos. Desde luego, es preciso modificar en gran medida la técnica de tratamiento elaborada para adultos. Psicológicamente, el niño es un objeto diverso del adulto, todavía no posee un superyó, no tolera mucho los métodos de la asociación libre, y la trasferencia desempeña otro papel, puesto que los progenitores reales siguen presentes. Las resistencias internas que combatimos en el adulto están sustituidas en el niño, las más de las veces, por dificultades externas. Cuando los padres se erigen en portadores de la resistencia, a menudo peligra la meta del análisis o este mismo, y por eso suele ser necesario aunar al análisis del niño algún influjo analítico sobre sus progenitores. Por otra parte, las inevitables divergencias de este tipo de análisis con relación al del adulto se aminoran por la circunstancia de que muchos de nuestros pacientes han conservado tantos rasgos infantiles de carácter que el analista, adaptándose también aquí a su objeto, no puede menos que servirse con ellos de ciertas técnicas del análisis de niños. De manera espontánea ha sucedido que este último se convirtiera en el dominio de analistas mujeres, y sin duda lo seguirá siendo.

La intelección de que la mayoría de nuestros niños pasan en su desarrollo por una fase neurótica encierra el germen de un requerimiento higiénico. Cabe preguntar si no sería oportuno acudir en auxilio del niño con un análisis aunque no muestre indicios de perturbación y como una medida preventiva para el cuidado de su salud, tal como hoy se vacuna contra la difteria a niños sanos sin esperar a que contraigan esa enfermedad. El examen de esta cuestión hoy tiene sólo un interés académico; puedo permitirme elucidarla ante ustedes. A la gran multitud de nuestros contemporáneos ya el mero proyecto les parecería una impiedad enorme, y es preciso resignar toda esperanza en cuanto a conseguir que la mayoría de los padres y madres entren en análisis. Es que semejante profilaxis de las neurosis, que probablemente sería muy eficaz, presupone una constitución por entero diversa de la sociedad. La consigna en favor de la aplicación del psicoanálisis a la educación se encuentra hoy en otro lugar. Aclaremos nuestras ideas acerca de la tarea inmediata de la educación. El niño debe aprender el gobierno sobre lo pulsional. Es imposible darle la libertad de seguir todos sus impulsos sin limitación alguna. Sería un experimento muy instructivo para los psicólogos de niños, pero les haría la vida intolerable a los padres, y los niños mismos sufrirían grandes perjuicios, como se demostraría enseguida en parte, y en parte en años posteriores. Por tanto, la educación tiene que inhibir, prohibir, sofocar, y en efecto es lo que en todas las épocas ha procurado hacer abundantemente. Ahora bien; por el análisis hemos sabido que esa misma sofocación de lo pulsional conlleva el peligro de contraer neurosis. Ustedes recuerdan que hemos indagado en profundidad los caminos por los cuales ello acontece (14). Entonces, la educación tiene que buscar su senda entre la Escila de la permisión y la Caribdis de la denegación {frustración}. Si esa tarea no es del todo insoluble, será preciso descubrir para la educación un optimum en que consiga lo más posible y perjudique lo menos. Por eso se tratará de decidir cuánto se puede prohibir, en qué épocas y con qué medios. Y además de esto, es preciso tener en cuenta que los objetos del influjo pedagógico traen consigo muy diversas disposiciones constitucionales, de suerte que un procedimiento idéntico del pedagogo no puede resultar benéfico para todos los niños. La más somera ponderación enseña que hasta ahora la pedagogía ha desempeñado muy mal su tarea e infligido graves perjuicios a los niños. Si halla aquel optimum y resuelve su misión de manera ideal, puede esperar que extirpará uno de los factores que intervienen en la etiología de la contracción de neurosis: el influjo de los traumas infantiles accidentales. En cuanto al otro, el poder de una constitución pulsional rebelde, en ningún caso puede eliminarlo. Y si ahora reflexionamos sobre las difíciles tareas planteadas al educador: discernir la peculiaridad constitucional del niño, colegir por pequeños indicios lo que se juega en su inacabada vida anímica, dispensarle la medida correcta de amor y al mismo tiempo mantener una cuota eficaz de autoridad, nos diremos que la única preparación adecuada para el oficio de pedagogo es una formación psicoanalítica profunda. Y lo mejor será que él mismo sea analizado, pues sin una experiencia en la propia persona no es posible adueñarse del análisis. El análisis del maestro y educador parece ser una medida profiláctica más eficaz que el de los niños mismos, y además son muy escasas las dificultades que se oponen a su realización.

Sólo de pasada mencionaremos un beneficio indirecto de la educación infantil mediante el análisis, que con el tiempo puede adquirir una influencia mayor. Padres que hayan experimentado ellos mismos un análisis y le deban mucho, entre otras cosas la intelección de los defectos de su propia educación, tratarán a sus hijos con mayor inteligencia y les ahorrarán buena parte de lo que ellos sufrieron.

Paralelas a los empeños de los analistas por influir sobre la educación discurren otras indagaciones acerca de la génesis y la prevención del desamparo y la criminalidad. También aquí me limitaré a abrirles las puertas y mostrarles los aposentos que guardan, pero no los conduciré adentro (15). Sé que, de mantenerse fieles al psicoanálisis los intereses de ustedes, podrán averiguar respecto de estas cosas mucho de nuevo y de valioso. Pero no puedo abandonar el tema de la educación sin considerar cierto punto de vista. Se ha dicho -y sin duda con justeza- que toda educación tiene un sesgo partidista, aspira a que el niño se subordine al régimen social existente sin atender a lo valioso o defendible que este pueda ser en sí mismo. [Se argumenta:] Si uno está convencido de las fallas de nuestras presentes instituciones sociales, no puede justificar que la pedagogía de sesgo psicoanalítico sea puesta, pese a ello, a su servicio. Sería preciso fijarle otra meta, una meta más elevada, libre de los requerimientos sociales dominantes. Ahora bien, yo creo que este argumento está aquí fuera de lugar. Ese reclamo rebasa el campo de funciones que el análisis puede justificadamente ejercer. Tampoco el médico llamado para tratar una neumonía tiene que hacer caso de que el enfermo sea un hombre cabal, un suicida o un delincuente, que merezca permanecer con vida y deba deseársele que lo haga. También esta otra meta que pretende ponerse a la educación será parcial, y no es asunto del analista decidir entre los partidos. Prescindo por entero de que se rehusaría al psicoanálisis todo influjo sobre la educación si abrazara propósitos inconciliables con el régimen social existente. La educación psicoanalítica asume una responsabilidad que no le han pedido si se propone modelar a sus educandos como rebeldes. Habrá cumplido su cometido si los deja lo más sanos y productivos posibles. En ella misma se contienen bastantes factores revolucionarios para garantizar que no se pondrán luego del lado de la reacción y la opresión. Y aun creo que en ningún sentido son deseables niños revolucionarios.

Señoras y señores: Todavía tengo que decirles algunas palabras sobre el psicoanálisis como terapia. Quince años atrás ya les expuse su teoría (16), y hoy no la formularía de otro modo; ahora debo hablarles de la experiencia acumulada en el intervalo. Ustedes saben que el psicoanálisis nació como terapia; ha llegado a ser mucho más que eso, pero nunca abandonó su patria de origen, y en cuanto a su profundización y ulterior desarrollo sigue dependiendo del trato con enfermos. No pueden obtenerse de otro modo las impresiones acumuladas a partir de las cuales desarrollamos nuestras teorías, Los fracasos que experimentamos como terapeutas nos ponen una y otra vez delante de tareas nuevas, y los reclamos de la vida real constituyen una eficaz defensa contra la hipertrofia de la especulación que, sin embargo, nos resulta imprescindible en nuestro trabajo. Hace tiempo hemos elucidado los medios con que el psicoanálisis cura a los enfermos, cuando los cura, y los caminos por los cuales lo hace  (17); hoy nos preguntaremos cuánto consigue.

Acaso sepan ustedes que nunca fui un entusiasta de la terapia; no hay peligro de que abuse de esta conferencia para deshacerme en elogios. Entre callar demasiado y excederme, prefiero lo primero. En la época en que yo era el único analista, personas que supuestamente tenían una actitud amistosa hacia mí causa solían decirme: «Todo eso es muy lindo e ingenioso, pero muéstreme un caso que usted haya curado mediante análisis». Era una de las muchas fórmulas que fueron sucediéndose con el paso de las épocas en la función de desechar la incómoda novedad. Hoy ha perimido como tantas otras: la pila de cartas de agradecimiento de pacientes que sanaron se encuentra también en los cartapacios del analista. Pero la analogía no se detiene en esto último. El psicoanálisis es realmente una terapia como las demás. Tiene sus triunfos y sus derrotas, sus dificultades, limitaciones, indicaciones. En cierta época se acusó al análisis de no poder ser tomado en serio como terapia porque no se atrevía a dar a conocer una estadística de sus resultados. Desde entonces, el instituto psicoanalítico fundado por el doctor Max Eitingon en Berlín ha publicado un informe donde rinde cuentas de sus primeros diez años de labor (18). Los éxitos terapéuticos no justifican la jactancia, pero tampoco dan lugar a avergonzarse. Sin embargo, tales estadísticas no esclarecen nada; el material procesado es tan heterogéneo que sólo muy grandes números significarían algo. Lo mejor es indagar las propias experiencias. Si lo hago, me inclinaría a decir que no creo que nuestros éxitos terapéuticos puedan competir con los de Lourdes. Son muchos más los seres humanos que creen en los milagros de la Virgen que en la existencia de lo inconciente. Pero atendiendo a la competencia terrenal, tenemos que cotejar la terapia psicoanalítica con los otros métodos de psicoterapia. Hoy apenas hace falta mencionar tratamientos físicos, orgánicos, de estados neuróticos. Como procedimiento psicoterapéutico, el análisis no está en oposición con los otros métodos de esta disciplina médica; no los desvaloriza, no los excluye. En teoría, sería muy posible que un médico que se titulara psicoterapeuta aplicara a sus enfermos el análisis junto con todos los otros métodos, según la especificidad del caso y el carácter propicio o desfavorable de las circunstancias exteriores. Pero en la realidad es la técnica la que impone la especialización de la actividad médica. Así, también la cirugía y la ortopedia debieron separarse. La actividad, psicoanalítica es difícil y exigente, no admite ser manejada como las gafas que uno se pone para leer y se quita cuando va de paseo. En general, el psicoanálisis reclama la dedicación exclusiva del médico, o no lo ocupa para nada. Por lo que yo sé, los psicoterapeutas que se sirven del análisis de manera ocasional no pisan un terreno analítico seguro; no han aceptado el análisis íntegro, sino que lo han diluido, acaso le han «quitado el veneno»; no se puede contarlos entre los analistas. Considero que eso es lamentable; pero una cooperación en la actividad médica entre un analista y un psicoterapeuta que se límite a los otros métodos de la especialidad sería conveniente desde todo punto de vista.

Comparado con los otros procedimientos de psicoterapía, el psicoanálisis es sin lugar a dudas el más potente. En toda justicia es así; pero también es el más trabajoso y el que más tiempo demanda, y no se lo aplicará en casos leves. En los casos apropiados, por medio de él es posible eliminar perturbaciones y producir cambios con que ni se soñaba en épocas preanalíticas. Pero también tiene sus notorios límites. La ambición terapéutica de muchos de mis seguidores los llevó a desplegar los mayores esfuerzos para remover esas barreras a fin de que todas las perturbaciones neuróticas pudieran curarse mediante el psicoanálisis. Intentaron comprimir el trabajo analítico en un lapso abreviado, acrecentar la trasferencia hasta el punto de que fuera superior a todas las resistencias, unirlo a otros modos de influjo para conseguir la curación. Tales empeños son sin duda loables, pero yo creo que son vanos. Además, conllevan el peligro de que uno se vea empujado fuera del análisis y caiga en una experimentación desenfrenada (19). La expectativa de poder curar todo lo neurótico me parece sospechosa de pertenecer al mismo linaje que aquella creencia de los legos para quienes las neurosis son algo enteramente adventicio que no tiene derecho a existir. En verdad son afecciones graves, constitucionalmente fijadas, que rara vez se limitan a unos pocos estallidos y casi siempre duran largos períodos o toda la vida. La experiencia analítica de que es posible ejercer vasto influjo sobre ellas si uno se apodera de las ocasiones históricas de la enfermedad y de los factores accidentales concurrentes nos ha inducido a descuidar el factor constitucional en la praxis terapéutica; es cierto que, de todos modos, no tenemos por dónde asirlo, pero en la teoría deberíamos considerarlo siempre. Ya el hecho de que las psicosis sean en general inaccesibles para la terapia analítica, y dado su estrecho parentesco con las neurosis, debería limitar nuestras pretensiones respecto de estas últimas. La eficacia terapéutica del psicoanálisis permanece reducida por una serie de factores sustantivos y de difícil manejo. En el niño, donde se podría contar con los mayores éxitos, hallamos las dificultades externas de la situación parental, que, empero, forman parte de la condición infantil. En el adulto tropezamos sobre todo con dos factores: el grado de rigidez psíquica y la forma de enfermedad, con el conjunto de destinaciones más profundas que esta cubre. El primer factor se pasa a menudo por alto erradamente. Aunque de hecho es grande la plasticidad de la vida anímica y la posibilidad de refrescar estados antiguos, no todo admite ser reanimado. Muchas alteraciones parecen definitivas, corresponden a cicatrizaciones de procesos trascurridos. Otras veces se tiene la impresión de una rigidez general de la vida anímica; procesos psíquicos que muy bien podrían ser encaminados por otras vías parecen incapaces de abandonar las antiguas. Pero quizás este caso es idéntico al anterior, sólo que visto de otro modo. Es que con frecuencia se cree percibir que lo que falta en la terapia no es sino la fuerza pulsional requerida para imponer la alteración. Determinada relación de dependencia, cierto componente pulsional, son demasiado poderosos en comparación con las fuerzas contrarias que podemos movilizar. Es lo que universalmente ocurre en las psicosis. Las comprendemos hasta el punto de saber muy bien dónde habría que aplicar las palancas, pero estas no podrían mover el peso. Es verdad que, en este punto, cabe la esperanza de que en el futuro el conocimiento de la acción de las hormonas -ustedes saben de qué se trata- nos brinde los medios para combatir con éxito los factores cuantitativos de las enfermedades, pero hoy estamos sin duda muy lejos de ello. Comprendo que la incerteza en todas estas situaciones sea un permanente acicate para perfeccionar la técnica del análisis y, en particular, de la trasferencia. Sobre todo el principiante en el análisis que experimente un fracaso no sabrá si culpar de ello a las peculiaridades del caso o a su inhábil manejo del procedimiento terapéutico. Sin embargo, ya lo he dicho, no creo que los empeños dirigidos en este sentido consigan gran cosa.

La otra limitación de los éxitos analíticos está dada por la forma de enfermedad. Ya saben ustedes que el campo de aplicación de la terapia analítica son las neurosis de trasferencia, fobias, histerias, neurosis obsesivas y, también, anormalidades del carácter que se han desarrollado en lugar de esas enfermedades. Para todo lo demás, estados narcisistas, psicóticos, es inapropiada en mayor o menor medida. Ahora bien, sería enteramente legítimo precaverse de fracasos mediante la cuidadosa exclusión de esos casos. Esa precaución mejoraría mucho las estadísticas del análisis. Pero … hay una dificultad. Nuestros diagnósticos se obtienen a menudo sólo con posterioridad, son del tipo de la prueba de brujería aplicada por aquel rey escocés acerca de quien he leído en Víctor Hugo (20). Este rey afirmaba poseer un método infalible para distinguir a una bruja. La hacía arrojar a una olla de agua hirviente, y después probaba el caldo. Tras esto podía decir: «Era una bruja», o bien: «No, no lo era». Algo semejante nos pasa, sólo que somos nosotros los dañados. No podemos formular un juicio sobre los pacientes que acuden al tratamiento ni sobre los candidatos que demandan formación antes de haberlos estudiado analíticamente durante unas semanas o unos meses. Así, de hecho recibimos a todos los gatos en una misma bolsa. El paciente traía unas quejas indeterminadas, generales, que no permitían un diagnóstico seguro. Pasado ese tiempo de prueba, acaso resulte que no era un caso apropiado. Entonces reprobamos al candidato, pero en cuanto al paciente, ensayamos todavía durante un lapso a la espera de poder verlo bajo una luz más favorable. El paciente se venga aumentando la lista de nuestros fracasos, y el candidato rechazado, si es un paranoico, acaso escribiendo él mismo libros psicoanalíticos. Ya lo ven, de nada nos vale aquella precaución.

Temo que estas puntualizaciones detalladas rebasen el interés de ustedes. Pero más me pesaría que creyeran que mí propósito fue disminuir su respeto por el psicoanálisis como terapia. Quizá comencé, en verdad, torpemente; en efecto, mí propósito era el contrario, disculpar las limitaciones terapéuticas del análisis por referencia a su carácter inevitable. Con igual propósito considero ahora otro punto: el reproche de que el tratamiento analítico demanda un tiempo incomprensiblemente largo. Sobre eso cabe decir que unas alteraciones psíquicas sólo se consuman de manera lenta; si sobrevienen rápida, repentinamente, es un mal signo. Es verdad que el tratamiento de una neurosis grave puede prolongarse fácilmente varios años, pero, en caso de éxito, pregúntense ustedes cuánto tiempo más habría persistido la afección. Es probable que una década por cada año de tratamiento, vale decir que la condición de enfermo nunca se habría extinguido, como harto a menudo lo vemos en enfermos no tratados. En muchos casos tenemos motivos para retomar un análisis varios años más tarde: la vida desarrolló nuevas reacciones patológicas frente a ocasiones nuevas, si bien en el período intermedio nuestro paciente estuvo sano. Es que el primer análisis no había sacado a la luz todas sus predisposiciones patológicas, y fue natural suspender el análisis tras alcanzar el éxito. Hay también personas gravemente deterioradas a quienes se mantiene toda la vida bajo tutela analítica y de tiempo en tiempo son analizadas de nuevo, pero de otro modo no serían capaces de vivir y uno debe alegrarse de poder sostenerlas con ese tratamiento fraccionado y recurrente. También el análisis de perturbaciones del carácter demanda tratamientos prolongados, pero es a menudo exitoso, ¿y conocen ustedes otra terapia capaz de abordar siquiera esta tarea? La ambición terapéutica puede sentirse insatisfecha con estas indicaciones, pero con el ejemplo de la tuberculosis y el lupus hemos aprendido que sólo se puede tener éxito sí se adecua la terapia a los caracteres de la afección (21).

Les dije que el psicoanálisis se inició como una terapia, pero no quise recomendarlo al interés de ustedes en calidad de tal, sino por su contenido de verdad, por las informaciones que nos brinda sobre lo que toca más de cerca al hombre: su propio ser; también, por los nexos que descubre entre los más diferentes quehaceres humanos. Como terapia es una entre muchas, sin duda primus inter pares. Si no tuviera valor terapéutico, tampoco habría sido descubierta en los enfermos mismos ni desarrollado durante más de treinta años.

Notas:
1- [Su «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» (1914d), AE, 14, págs. 20-2 y 37-9.]
2- [Alude a Georg Brandes, el célebre estudioso danés (1842-1927), por quien Freud siempre sintió gran admiración. En marzo de 1900 asistió en Viena a una conferencia de Brandes que provocó su entusiasmo y, a sugerencia de su esposa, le envió un ejemplar de La interpretación de los sueños al hotel donde se alojaba; véase la Carta 131 de la correspondencia con Fliess (Freud, 1950a). Ernest Jones, en el tercer volumen de su biografía (1957, pág. 120), menciona un encuentro entre ambos que tuvo lugar en 1925. Freud relató también este encuentro en una carta enviada el 19 de abril de 1927 a una de sus sobrinas (Freud, 1960a, Carta 229).]
3- [La principal evaluación crítica de las opiniones de Adler realizada por Freud está contenida en su «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» (1914d), AE, 14, págs. 49-56. En mi «Nota introductoria» a ese trabajo (ibid., págs. 4-5) remito a otros pasajes en que Freud se ocupa de esas opiniones. Tal vez sorprenda que en la presente conferencia no se aluda a la defección de Jung (salvo en la breve y poco explícita referencia que aparece infra, pág. 132) y que, a juicio de Freud, los puntos de vista de Adler tengan primacía en la estima del público lector. Esto concuerda con algunas afirmaciones de la «Contribución» mencionada, donde dice que «de los dos movimientos considerados, el de Adler es sin duda el más importante» ibid., pág. 58).]
4- [Freiberg, luego denominada Príbor. Cf. Freud (1931e), AE, 21, págs. 257-8.]
5- [Cf. la 24ª de las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), AE, 16, pág. 350.]
6- [Schiller, Die Piccolomini, acto II, escena 7.]
7- [Más corriente es la forma (tomada de Terencio, Formión, II, 4): «Quot homines tot sententiae» {«Hay tantas opiniones como hombres»}.]
8- [Alude a Jung]
9- [Aquí hace referencia a Rank.]
10- [Posiblemente se refiera a Stekel.]
11- [Esa experiencia fue la realizada por Breuer en el primer caso de histeria que trató, el de Anna O. Cf. la 18ª de las Conferencias de introducción (1916-17), AE, 16, págs, 255-6.]
12- [Cf. la 10ª de las Conferencias de introducción (1916-17), AE, 15, pág. 153.]
13- [Esta es quizá la exposición más larga de Freud sobre los vínculos entre el análisis y la educación, pero dista de ser la única. Aparte de un gran número de referencias ocasionales, la cuestión fue examinada con algún detenimiento en su historial clínico del pequeño Hans (1909b), AE, 10, págs. 113-7, y volvió a tratarla en sus prólogos a los libros de Pfister (Freud, 1913b), AE, 12, págs. 351-3, y de Aichhorn (Freud, 1925f), AE, 19, págs. 296-8. Los problemas relacionados con la educación sexual fueron abordados por él en «El esclarecimiento sexual del niño» (1907c) y nuevamente, treinta años más tarde, en «Análisis terminable e interminable» (1937c), AE, 23, págs. 235-6. Mencionemos, por último, que el tema de la enseñanza religiosa se toca en varios lugares de los capítulos IX y X de El porvenir de una ilusión (1927c).]
14- [Cf. en especial la 22ª y la 23ª de las Conferencias de introducción (1916-17); en la segunda de las nombradas se alude al problema de la educación (AE, 16, págs. 332-3).]
15- [Véase a este respecto el prólogo al libro de Aichhorn (Freud, 1925f).]
16- [Cf. la 27ª y la 28ªº de las Conferencias de introducción (1916-17).]
17- [Véanse las conferencias mencionadas en la nota anterior y los trabajos sobre técnica psicoanalítica contenidos en el volumen 12 de la Standard Edition.]
18- [Freud escribió un prólogo para ese informe (1930b).]
19- [Es muy posible que al escribir esto Freud estuviera pensando en su amigo Ferenczi; estas ideas resuenan en la nota necrológico (1933c) que preparó al producirse la muerte de este último, unos meses después.]
20- [No se ha podido encontrar la fuente de esta anécdota, ya citada por Freud en sus «Contribuciones para un debate sobre el onanismo» (1912f), AE, 12, pág. 262.]
21- [Freud destinó uno de sus últimos escritos, «Análisis terminable e interminable» (1937c), a examinar extensamente las limitaciones de la terapia psicoanalítica.]