Obras de S. Freud: El tabú de la virginidad – 1917 [1918]

Entre las peculiaridades de la vida sexual de los pueblos primitivos no hay ninguna tan ajena a nuestros sentimientos como su valoración de la virginidad. Para nosotros, el hecho de que el hombre conceda un supremo valor a la integridad sexual de su pretendida es algo tan natural e indiscutible que, al intentar aducir las razones en que fundamos tal juicio, pasamos por un momento de perplejidad. Pero no tardamos en advertir que la demanda de que la mujer no lleve al matrimonio el recuerdo del comercio sexual con otro hombre no es sino una ampliación consecuente del derecho exclusivo de propiedad que constituye la esencia de la monogamia, una extensión de este monopolio al pretérito de la mujer. Sentado esto, no nos es ya difícil justificar lo que antes hubo de parecernos un prejuicio nacido de nuestras opiniones sobre la vida erótica femenina. El hombre que ha sido el primero en satisfacer los deseos amorosos de la mujer, trabajosamente refrenados durante largos años, y habiendo tenido que vencer previamente las resistencias creadas en ella por la educación y el medio ambiente, es el que ella conduce a una asociación duradera, cuya posibilidad excluye para los demás. Sobre este hecho como base, se establece para la mujer una servidumbre que garantiza su posesión ininterrumpida y le otorga capacidad de resistencia contra nuevas impresiones y tentaciones.

La expresión «servidumbre sexual» fue elegida en 1892 por Krafft-Ebing para designar el hecho de que una persona puede llegar a depender en un grado extraordinario de otra con la que mantiene relaciones sexuales. Esta servidumbre puede alcanzar algunas veces caracteres extremos, llegando a la pérdida de toda voluntad propia y al sacrificio de los mayores intereses personales. Ahora bien: el autor no olvida advertir que cierta medida de tal servidumbre «es absolutamente necesaria si el lazo ha de lograr alguna duración». Esta cierta medida de servidumbre sexual es, en efecto, indispensable como garantía del matrimonio, y tal y como éste se entiende en los países civilizados, y para su defensa contra las tendencias polígamas que lo amenazan. Entendiéndolo así, nuestra sociedad civilizada ha reconocido siempre este importante factor. Krafft-Ebing hace nacer la servidumbre sexual del encuentro de un «grado extraordinario de enamoramiento y debilidad de carácter», por un lado, con un ilimitado egoísmo, por otro. Pero la experiencia analítica no nos permite satisfacernos con esta sencilla tentativa de explicación.

Puede comprobarse más bien que el factor decisivo es la magnitud de la resistencia sexual vencida, y secundariamente la concentración y la unicidad del proceso que culminó en tal victoria. La servidumbre es así más frecuente e intensa en la mujer que en el hombre, si bien este último parece actualmente mucho más propenso a ella que en la antigüedad. En aquellos casos en los que hemos podido estudiar la servidumbre en sujetos masculinos hemos comprobado que constituía la consecuencia de unas relaciones eróticas en las que una mujer determinada había logrado vencer la impotencia psíquica del sujeto, el cual permaneció ligado a ella desde aquel momento. Muchos matrimonios singulares y algunos trágicos destinos -a veces de muy amplias consecuencias- parecen explicarse por este origen de la fijación erótica a una mujer determinada.

Volviendo a la mencionada conducta de los pueblos primitivos, habremos de hacer constar que sería inexacto describirla diciendo que no dan valor alguno a la virginidad y aduciendo como prueba su costumbre de hacer desflorar a las adolescentes fuera del matrimonio y antes del primer coito conyugal. Muy al contrario, parece que también para ellos constituye el desfloramiento un acto importantísimo, pero que ha llegado a ser objeto de un tabú; esto es, de una prohibición de carácter religioso. En lugar de reservarlo al prometido y futuro marido de la adolescente, la costumbre exige que el mismo eluda tal función. No está en mi ánimo reunir todos los testimonios literarios de la existencia de esta prohibición moral, ni perseguir su difusión geográfica y enumerar todas las formas en que se manifiesta. Me limitaré, pues, a hacer constar que esta perforación del himen fuera del matrimonio ulterior es algo muy difundido entre los pueblos primitivos hoy en día existentes. Crawley dice a este respecto: This marriage ceremony consists in perforation of the hymen by some appointed person other than the husband; it is most common in the lowest stages of culture, especially in Australia.

Ahora bien: si el desfloramiento no ha de ser realizado en el primer coito conyugal, habrá de tener efecto por alguien y en alguna forma antes del mismo. Citaremos algunos pasajes de la obra de Crawley que nos ilustran sobre esta cuestión, dándonos, además, margen para algunas observaciones críticas. Página 191: «Entre los dieri y algunas tribus vecinas (Australia) es costumbre general proceder a la rotura del himen al llegar las jóvenes a la pubertad. En las tribus de Portland y Glenelg se encomienda esta función a una anciana, acudiéndose también, a veces, en demanda de tal servicio a los hombres blancos.» Página 307: «La rotura artificial del himen es verificada algunas veces en la infancia, pero más generalmente en la pubertad… Con frecuencia aparece combinada -como en Australia- con un coito ceremonial.» Página 348 (con referencia a ciertas tribus australianas en las que se observan determinadas limitaciones exógamas del matrimonio): «El himen es perforado artificialmente, y los hombres que han asistido a la operación realizan después el coito (de carácter ceremonial) con la joven, conforme a un orden de sucesión preestablecido… El acto se divide, pues, en dos partes: perforación y coito.» Página 349: «Entre los masais (Africa ecuatorial), la práctica de esta operación es uno de los preparativos más importantes del matrimonio. Entre los sacais (malayos), los batas (Sumatra) y los alfoes (islas Célebes), la desfloración es llevada a cabo por el padre de la novia. En las islas Filipinas existían hombres que tenían por oficio desflorar a las novias cuando éstas no lo habían sido ya, en su infancia, por una anciana encargada de tal función. En algunas tribus esquimales se abandona la desfloración de la novia al angekok o sacerdote.»

Las observaciones críticas antes enunciadas se refieren a dos puntos determinados. Es de lamentar, en primer lugar, que en los datos transcritos no se distinga más precisamente entre la mera destrucción del himen sin coito y el coito realizado con tal fin. Sólo en un lugar se nos dice explícitamente que el acto se divide en dos partes: el desfloramiento (manual o instrumental) y el acto sexual inmediato. El rico material aportado por Bartels-Ploss nos es de escasa utilidad para nuestros fines, por atenerse casi exclusivamente al resultado anatómico del desfloramiento, desatendiendo su importancia psicológica. En segundo lugar, quisiéramos que se nos explicara en qué se diferencia el coito «ceremonial» (puramente formal, solemne, oficial), realizado en estas ocasiones, del coito propiamente dicho. Mas los autores que he podido consultar han sido quizá demasiado pudorosos para entrar en más explicaciones o no han visto tampoco la importancia psicológica de tales detalles sexuales. Es de esperar que los relatos originales de los exploradores y misioneros sean más explícitos e inequívocos; pero no siéndome de momento accesible esta literatura, extranjera en su mayor parte, no puedo asegurar nada sobre este punto. Además, las dudas a él referentes pueden desvanecerse con la reflexión de que un coito aparente ceremonial no sería sino la sustitución del coito completo llevado a cabo en épocas pretéritas  .

Para la explicación de este tabú de la virginidad podemos acogernos a diversos factores que expondremos rápidamente. El desfloramiento de las jóvenes provoca por lo general efusión de sangre. Una primera tentativa de explicación puede, pues, basarse en el horror de los primitivos a la sangre, considerada por ellos como esencia de la vida. Este tabú de la sangre aparece probado por múltiples preceptos ajenos a la sexualidad. Se enlaza evidentemente a la prohibición de matar y constituye una defensa contra la sed de sangre de los hombres primitivos y sus instintos homicidas. Esta interpretación enlaza el tabú de la virginidad al tabú de la menstruación, observado casi sin excepciones. Para el primitivo, el enigmático fenómeno del sangriento flujo mensual se une inevitablemente a representaciones sádicas. Interpreta la menstruación -sobre todo la primera- como la mordedura de un espíritu animal y quizá como signo del comercio sexual con él. Algunos relatos permiten reconocer en este espíritu el de un antepasado, llevándonos a deducir, con ayuda de otros hechos, que las adolescentes son consideradas durante el período como propiedad de dicho antepasado, recayendo así sobre ellas en tales días un riguroso tabú.

Más, por otra parte, nos parece aventurado conceder demasiada influencia a este horror de los primitivos a la efusión de sangre, pues en definitiva no ha logrado desterrar otros usos practicados por los mismos pueblos -la circuncisión masculina y la femenina, mucho más cruenta (escisión de clítoris y de los pequeños labios)-, ni anular la validez de un ceremonial en el que también se derrama sangre. No sería, pues, de extrañar que el horror a la efusión de sangre hubiese sido también superado con relación al primer coito en favor del marido. Otra segunda explicación, ajena también a lo sexual, presenta una mayor generalidad y consiste en afirmar que el primitivo es víctima de una constante disposición a la angustia, idéntica a la que nuestras teorías psicoanalíticas atribuyen a los neuróticos. Esta disposición a la angustia alcanzará máxima intensidad en todas aquellas ocasiones que se aparten de lo normal, trayendo consigo algo nuevo, inesperado, incomprensible e inquietante. De aquí proceden también aquellos ceremoniales incorporados a religiones muy ulteriores y enlazados a la iniciación de todo asunto nuevo, al comienzo de cada período de tiempo y a las primicias del hombre, el animal o el vegetal. Los peligros de que el sujeto angustiado se cree amenazado alcanzan en su ánimo temeroso su más alto grado al principio de la situación peligrosa, siendo entonces cuando debe buscar una defensa contra ellos. La significación del primer coito conyugal justifica plenamente la adopción previa de medidas de defensa. Las dos tentativas de explicación que preceden -la del horror a la efusión de sangre y la de la angustia ante todo acto primero- no se contradicen. Por el contrario, se prestan mucho esfuerzo. El primer acto sexual es ciertamente un acto inquietante, tanto más cuanto que provoca efusión de sangre.

Una tercera explicación -la preferida por Crawley- advierte que el tabú de la virginidad pertenece a un amplio conjuro que abarca toda la vida sexual. El tabú no recae tan sólo sobre el primer coito, sino sobre el comercio sexual en general. Casi podría decirse que la mujer es tabú en su totalidad. No lo es únicamente en las situaciones derivadas de su vida sexual: la menstruación, el embarazo, el parto y el puerperio. También fuera de ellas pesan sobre el comercio con la mujer tantas y tan severas restricciones que no es posible sostener ya la pretendida libertad sexual de los salvajes. Es indiscutible que en ciertas ocasiones la sexualidad de los primitivos se sobrepone a toda coerción; pero ordinariamente se nos muestra restringida por diversas prohibiciones y preceptos, más estrechamente aún que en las civilizaciones superiores. En cuanto el hombre inicia alguna empresa especial, una partida de caza, una expedición guerrera o un viaje, debe mantenerse alejado de la mujer. La infracción de este precepto paralizaría sus fuerzas y le conduciría al fracaso. También en los usos cotidianos se transparenta una tendencia a la separación de los sexos. Las mujeres y los hombres viven en grupos separados. En muchas tribus no existe apenas algo semejante a nuestra vida familiar. La separación llega hasta el punto de estar prohibido a cada sexo pronunciar los nombres de las personas de sexo contrario, poseyendo las mujeres un vocabulario especial. La necesidad sexual rompe, naturalmente, de continuo estas barreras; pero existen aún algunas tribus en las cuales la unión sexual de los esposos ha de celebrarse fuera de la casa y en secreto.

Allí donde el primitivo ha establecido un tabú es porque temía un peligro, y no puede negarse que en todos estos preceptos de aislamiento se manifiesta un temor fundamental a la mujer. Este temor se basa quizá en que la mujer es muy diferente del hombre, mostrándose siempre incomprensible, enigmática, singular y, por todo ello, enemiga. El hombre teme ser debilitado por la mujer, contagiarse de su femineidad y mostrarse luego incapaz de hazañas viriles. El efecto enervante del coito puede ser muy bien el punto de partida de tal temor, a cuya difusión contribuiría luego la percepción de la influencia adquirida por la mujer sobre el hombre al cual se entrega. En todo esto no hay ciertamente nada que no subsista aún entre nosotros. En opinión de muchos autores, los impulsos eróticos de los primitivos son relativamente débiles y no alcanzan jamás las intensidades que acostumbramos comprobar en la humanidad civilizada. Otros han discutido este juicio; pero, de todos modos, los usos tabú enumerados testimonian de la existencia de un poder que se opone al amor, rechazando a la mujer por considerarla extraña y enemiga.

En términos muy análogos a los psicoanalíticos describe Crawley que entre los primitivos cada individuo se diferencia de los más por un taboo of personal isolation, fundado precisamente en estas pequeñas diferencias, dentro de una general afinidad, sus sentimientos de individualidad y hostilidad. Sería muy atractivo proseguir el desarrollo de esta idea y derivar de este «narcisismo de las pequeñas diferencias» la hostilidad que en todas las relaciones humanas vemos sobreponerse a los sentimientos de confraternidad, derrocando el precepto general de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. El psicoanálisis cree haber adivinado una parte principalísima de los fundamentos en que se basa la repulsa narcisista de la mujer, refiriendo tal repulsa al complejo de la castración y a su influencia sobre el juicio estimativo de la mujer. Pero con estas últimas reflexiones nos hemos alejado mucho de nuestro tema. El tabú general de la mujer no arroja luz ninguna sobre los preceptos especiales referentes al primer acto sexual con una mujer virgen. En este punto hemos de acogernos a las dos primeras explicaciones expuestas -el horror a la efusión de sangre y el temor a todo acto inicial-, e incluso hemos de reconocer que tales explicaciones no penetran tampoco hasta el nódulo del precepto tabú que nos ocupa. Este precepto se basa evidentemente en la intención de negar o evitar precisamente al ulterior marido algo que se considera inseparable del primer acto sexual, aunque en dicho acto hubiera de derivarse por otro lado, y según nuestra observación inicial, una ligazón particularmente intensa de la mujer a la persona del marido.

No entra esta vez en nuestros planes examinar el orígen y la última significación de los preceptos tabú. Lo hemos hecho ya en nuestro libro Totem y tabú, en el que señalamos como condición de la génesis del tabú la existencia de una ambivalencia original, y vimos el origen del mismo en los sucesos prehistóricos que condujeron a la formación de la familia. En los usos tabú actualmente observados entre los primitivos no puede ya reconocerse tal significación inicial. Al querer hallarla, todavía olvidamos demasiado fácilmente que también los pueblos más primitivos viven hoy en una civilización muy distante de la prehistórica, una civilización tan antigua como la nuestra y que, como ella, corresponde a un estadio avanzado, si bien distinto, de la evolución. En los primitivos actuales encontramos ya el tabú desarrollado hasta formar un artificioso sistema, comparable al que nuestros neuróticos construyen en sus fobias, sistema en el cual los motivos antiguos han sido sustituidos por otros nuevos. Dejando a un lado los problemas genéticos antes apuntados, volveremos, pues, a nuestra conclusión de que el primitivo establece un tabú allí donde teme un peligro. Este peligro es, generalmente considerado, de carácter psíquico, pues el primitivo no siente la menor necesidad de llevar aquí a efecto dos diferenciaciones que a nosotros nos parecen ineludibles. No separa el peligro material del psíquico ni el real del imaginario. En su concepción del Universo consecuentemente animista, todo peligro procede de la intención hostil de un ser dotado, como él, de un alma, y tanto el peligro que amenaza por parte de una fuerza natural como los que provienen de animales feroces o de otros hombres. Más, por otro lado, acostumbra asimismo a proyectar sus propios impulsos hostiles sobre el mundo exterior; esto es, a atribuirlos a aquellos objetos que le disgustan o los siente simplemente extraños de él. De este modo considera también a la mujer con una fuente de peligros, y ve en el primer acto sexual con una de ellas un riesgo especialmente amenazador.

Una detenida investigación de la conducta de la mujer civilizada contemporánea en las circunstancias a las que nos venimos refiriendo puede proporcionarnos quizá la explicación del temor de los primitivos a un peligro concomitante a la iniciación sexual. Anticipando los resultados de esta investigación, apuntaremos que tal peligro existe realmente, resultando así que el primitivo se defiende, por medio del tabú de la virginidad, de un peligro acertadamente sospechado, si bien meramente psíquico. La reacción normal al coito nos parece ser que la mujer, plenamente satisfecha, estreche al hombre entre sus brazos, y vemos en ello una expresión de su agradecimiento y una promesa de su duradera servidumbre. Pero sabemos también que el primer coito no tiene, por lo regular, tal consecuencia. Muy frecuentemente no supone sino desengaño para la mujer, que permanece fría e insatisfecha y precisa por lo general de algún tiempo y de la repetición del acto sexual para llegar a encontrar en él plena satisfacción. Estos casos de frigidez meramente inicial y pasajera constituyen el punto de partida de una serie gradual, que culmina en aquellos otros, lamentables, de frigidez perpetua, contra la cual se estrellan todos los esfuerzos amorosos del marido.

A mi juicio, esta frigidez de la mujer no ha sido bien comprendida aún y, salvo en aquellos casos en los que ha de ser atribuida a una insuficiente potencia del marido, demanda una explicación que quizá podamos aportar examinando los fenómenos que le son afines. Entre tales fenómenos no quisiéramos integrar la frecuentísima tentativa de fuga ante el primer coito, pues tales tentativas distan mucho de ser unívocas, y sobre todo, han de interpretarse, siquiera en parte, como expresión de la tendencia femenina general a la defensa. En cambio, creo que ciertos casos patológicos pueden arrojar alguna luz sobre el enigma de la frigidez femenina. Me refiero a aquellos casos en los que después del primer coito, e incluso después de cada uno de los sucesivos, da la mujer franca expresión a su hostilidad contra el marido, insultándole, amenazándole o llegando incluso a golpearle. En un definido caso de este género que pude someter a un minucioso análisis sucedía esto, a pesar de que la mujer amaba tiernamente a su marido, siendo a veces ella misma la que le incitaba a realizar el coito y encontrando en él innegable e intensa satisfacción. A mi juicio, esta singular reacción contraria es un resultado de aquellos mismos impulsos que en general sólo consiguen manifestarse bajo la forma de frigidez sexual, logrando coartar la reacción amorosa, pero no imponer sus fines propios. En los casos patológicos aparece disociado en sus dos componentes aquello que en la frigidez, mucho más frecuente, se asocia para producir una inhibición, análogamente a como sucede, según sabemos hace ya largo tiempo, en ciertos síntomas de la neurosis obsesiva. Así pues, el peligro oculto en el desfloramiento de la mujer sería el de atraerse su hostilidad, siendo precisamente el marido quien mayor interés debe tener en eludir tal hostilidad.

El análisis nos revela sin gran dificultad cuáles son los impulsos femeninos que originan esta conducta paradójica, en la que esperamos hallar la explicación de la frigidez. El primer coito pone en movimiento una serie de impulsos contrarios a la emergencia de la disposición femenina deseable, algunos de los cuales no habrán de surgir ya obligadamente en las ulteriores repeticiones del acto sexual. Recordaremos aquí, ante todo, el dolor provocado por el desfloramiento, e incluso nos inclinaremos a atribuirle carácter decisivo y a prescindir de buscar otros. Pero no tardamos en darnos cuenta de que en realidad no puede atribuirse al dolor tan decidida importancia, debiendo más bien sustituirlo por la ofensa narcisista concomitante siempre a la destrucción de un órgano. Tal ofensa encuentra precisamente en este caso una representación racional en el conocimiento de la disminución del valor sexual de la desflorada. Los usos matrimoniales de los primitivos previenen, pues, contra esta supervaloración. Hemos visto que en algunos casos el ceremonial consta de dos partes y que al desgarramiento del himen, llevado a cabo con la mano o con un instrumento, sucede un coito oficial o simulado con los camaradas o testigos del marido. Ello nos demuestra que el sentido del precepto tabú no queda aún plenamente cumplido con la evitación del desfloramiento anatómico y que el peligro de que se debe librar al esposo no reside tan sólo en la reacción de la mujer al dolor del primer contacto sexual.

Otra de las razones que motivan el desengaño producido por el primer coito es su imposibilidad de procurar a la mujer, por lo menos a la mujer civilizada, todo lo que de él se prometía. Para ella, el comercio sexual se hallaba enlazado hasta aquel momento a una enérgica prohibición, y al desaparecer ésta, el comercio sexual legal hace el efecto de algo muy distinto. Este último enlace preexistente entre las ideas de «actividad sexual» y «prohibición» se transparenta casi cómicamente en la conducta de muchas novias que ocultan sus relaciones amorosas a todos los extraños, e incluso a sus mismos padres, aun en aquellos casos en los que nada justifica tal secreto ni es de esperar oposición alguna. Tales jóvenes declaran francamente que el amor pierde para ellas mucha parte de su valor al dejar de ser secreto. Esta idea adquiere en ocasiones tal predominio, que impide totalmente el desarrollo del amor en el matrimonio, y la mujer no recobra ya su sensibilidad amorosa si no es en unas relaciones ilícitas y rigurosamente secretas, en las cuales se siente segura de su propia voluntad, no influida por nada ni por nadie. Sin embargo, tampoco este motivo resulta suficientemente profundo.

Depende, además, de condiciones estrictamente culturales y no parece poder enlazarse, sin violencia, a la situación de los primitivos. En cambio, existe aún otro factor, basado en la historia evolutiva de la libido, que nos parece presentar máxima importancia. La investigación analítica nos ha descubierto la regularidad de las primeras fijaciones de la libido y su extraordinaria intensidad. Trátase aquí de deseos sexuales infantiles tenazmente conservados, y en la mujer por lo general, de una fijación de la libido al padre o a un hermano, sucedáneo de aquél, deseos orientados, con gran frecuencia, hacia fines distintos del coito o que sólo lo integran como fin vagamente reconocido. El marido es siempre, por decirlo así, un sustituto. En el amor de la mujer, el primer puesto lo ocupa siempre alguien que no es el marido; en los casos típicos, el padre, y el marido, a lo más, el segundo. De la intensidad y del arraigo de esta fijación depende que el sustituto sea o no rechazado como insatisfactorio. La frigidez se incluye, de este modo, entre las condiciones genéticas de la neurosis. Cuanto más poderoso es el elemento psíquico en la vida de una mujer, mayor resistencia habrá de oponer la distribución de su libido a la conmoción provocada por el primer acto sexual y menos poderosos resultarán los efectos de su posesión física. La frigidez emergerá entonces en calidad de inhibición neurótica o constituirá una base propicia al desarrollo de otras neurosis. A este resultado coadyuva muy importantemente una inferioridad de la potencia masculina, por ligera que sea.

A esta actuación de los primeros deseos sexuales parece responder la costumbre seguida por los primitivos al encomendar el desfloramiento a uno de los ancianos de la tribu o a un sacerdote; esto es, a una persona de carácter sagrado, o, en definitiva, a una sustitución del padre. En este punto parece iniciarse un camino que nos lleva hasta el tan discutido jus primae noctis de los señores feudales. A. J. Storfer sostiene esta misma opinión   e interpreta, además, la tan difundida institución del «matrimonio de Tobías» (la costumbre de guardar continencia en las tres primeras noches) como el reconocimiento de los privilegios del patriarca, interpretación iniciada antes por C. G. Jung. No nos extrañará ya encontrar también a los ídolos entre los subrogados del padre encargados del desfloramiento. En algunas regiones de la India, la recién casada debía sacrificar su himen a un ídolo de madera, y según refiere San Agustín, en las ceremonias nupciales romanas (¿de su época?) existía igual costumbre, si bien mitigada en el sentido de que la novia se limitaba a sentarse sobre el gigantesco falo del dios Príapo. Hasta estratos más profundos aún penetra otro motivo, al que hemos de atribuir el primer lugar de la reacción paradójica contra el hombre, y cuya influencia se manifiesta igualmente, a mi juicio, en la frigidez de la mujer. El primer coito activa todavía en ésta otros antiguos impulsos distintos de los descritos y contrarios, en general, a la función femenina.

Por el análisis de un gran número de neuróticas sabemos que pasan por un temprano estadio en el que envidian al hermano el signo de la virilidad, sintiéndose ellas desventajadas y humilladas por la carencia de miembro (o, más propiamente dicho, por su disminución). Para nosotros, esta «envidia del pene» pertenece al «complejo de la castración». Si entre lo «masculino» incluimos el deseo de ser hombres, se adaptará muy bien a esta conducta el nombre de «protesta masculina» creado por Alf. Adler para elevar este factor a la categoría de sustentáculo general de la neurosis. Durante esta fase no ocultan muchas veces las niñas tal envidia ni la hostilidad en ella basada, y tratan de proclamar su igualdad al hermano intentando orinar en pie, como él. En el caso antes citado, de agresión ulterior al coito, no obstante un tierno amor al marido, pude comprobar que la fase descrita había existido con anterioridad a la elección del objeto. Sólo después de ella se orientó la libido de la niña hacia el padre, sustituyendo el deseo de poseer un miembro viril por el de tener un niño. No me sorprendería que en otros casos siguiera la sucesión temporal de estos impulsos un orden inverso, no entrando en acción esta parte del complejo de la castración hasta después de realizada la elección de objeto. Pero la fase masculina de la mujer durante la cual envidia al niño la posesión de un pene, pertenece a un estadio evolutivo anterior a la elección de objeto y se halla más cerca que ella del narcisismo primitivo.

No hace mucho he tenido ocasión de analizar un sueño de una recién casada en el que se transparentaba una reacción a su desfloramiento, delatando el deseo de castrar a su joven marido y conservar ella su pene. Cabía también quizá la interpretación más inocente de que lo deseado era la prolongación y repetición del acto; pero ciertos detalles del sueño iban más allá de este sentido, y tanto el carácter como la conducta ulterior de la sujeto testimoniaban en favor de la primera interpretación. Detrás de esta envidia del miembro viril se vislumbra la hostilidad de la mujer contra el hombre, hostilidad que nunca falta por completo en las relaciones entre los dos sexos y de la cual hallamos claras pruebas en las aspiraciones y las producciones literarias de las «emancipadas». En una especulación paleobiológica retrotrae Ferenczi esta hostilidad de la mujer hasta la época en que tuvo lugar la diferenciación de los sexos. En un principio -opina- la cópula se realizaba entre los individuos idénticos, uno de los cuales alcanzó un desarrollo más poderoso y obligó al otro, más débil, a soportar la unión sexual. El rencor originado por esta subyugación perduraría aún hoy en la disposición actual de la mujer. Por mi parte, nada encuentro que reprochar a esta clase de especulaciones, siempre que no se llegue a concederles un valor superior al que pueden alcanzar.

Después de esta enumeración de los motivos de la paradójica reacción de la mujer ante el desfloramiento, seguida de la frigidez. podemos concluir, resumiendo, que la insatisfacción sexual de la mujer descarga sus reacciones sobre el hombre que la inicia en el acto sexual. El tabú de la virginidad recibe así un preciso sentido, pues nos explicamos muy bien la existencia de un precepto encaminado a librar precisamente de tales peligros al hombre que va a iniciar una larga convivencia con la mujer. En grados superiores de cultura, la valoración de estos peligros ha desaparecido ante la promesa de la servidumbre y seguramente ante otros diversos motivos y atractivos; la virginidad es considerada como una dote, a la cual no debe renunciar el hombre. Pero el análisis de las perturbaciones del matrimonio nos enseña que los motivos que impulsan a la mujer a tomar venganza de su desfloramiento no se han extinguido tampoco por completo en el alma de la mujer civilizada. A mi juicio, el observador ha de extrañar el extraordinario número de casos en los que la mujer permanece frígida en un primer matrimonio y se considera desgraciada, y, en cambio, disuelto este primer matrimonio, ama tiernamente y hace feliz al segundo marido. La reacción arcaica se ha agotado, por decirlo así, en el primer objeto.

No puede tampoco afirmarse que el tabú de la virginidad haya desaparecido por completo en nuestra vida civilizada. El alma popular lo conoce, y los poetas lo han utilizado en sus creaciones. En una de sus comedias nos presenta Anzengruber a un joven campesino que renuncia a casarse con la novia a él destinada, dejándose convencer inocentemente por el argumento de que la muchacha es «una chicuela, que no sabe aún nada de la vida». Permite así su matrimonio con otro y se resigna, pensando en casarse con ella cuando enviude y no sea ya peligrosa para él. El título de esta obra, El veneno virginal, recuerda la creencia de que los encantadores de serpientes les hacen morder antes en un lienzo, en el que dejan el veneno, pudiendo después manejarlas sin peligro. Una conocida figura dramática, la Judit de la tragedia de Hebbel Judit y Holofernes, nos ofrece una acabada representación del tabú de la virginidad y de gran parte de su motivación. Judit es una de aquellas mujeres cuya virginidad aparece protegida por un tabú. Su primer marido, paralizado la primera noche por un enigmático temor, no se atrevió ya a aproximarse a ella. «Mi belleza es como la de una flor venenosa -dice Judit-. Produce la cura y la muerte.» Al ver sitiada luego su ciudad por el caudillo asirio, concibe el plan de seducirle y perderle con su hermosura, utilizando así un motivo patriótico para encubrir otro sexual.

Desflorada por el poderoso Holofernes, orgulloso de su fuerza y de su falta de escrúpulos, su indignación le da fuerzas para decapitarle, convirtiéndola en libertadora de su pueblo. La decapitación nos es ya conocida como un sustitutivo simbólico de la castración, y de este modo Judit es la mujer que castra al hombre que la ha desflorado, como sucedía en el sueño de mi paciente recién casada, antes mencionado. Hebbel sexualizó intencionadamente el relato patriótico, tomado de los libros apócrifos del Antiguo Testamento, en los cuales Judit se vanagloria a su regreso de no haber sido violada. También falta en el texto bíblico todo dato sobre su trágica noche nupcial. Pero nuestro autor, con su fina sensibilidad de poeta, sospechó, sin duda, el motivo primitivo, desvanecido en aquel relato tendencioso, y devolvió al tema todo su contenido original. En un excelente análisis explica I. Sadger cómo el propio complejo parental del poeta determinó su elección de asunto dramático y por qué en la lucha de los sexos tomó siempre partido por la mujer, sabiendo infundirse en sus más ocultos movimientos anímicos. Cita igualmente la motivación que el poeta mismo atribuye a su modificación del asunto, y la tacha, con razón, de artificiosa, considerándola destinada únicamente a justificar externamente, y en el fondo, a encubrir algo inconsciente para el propio autor. Nada he de objetar tampoco a la explicación dada por Sadger al hecho de convertir a Judit, viuda según el texto bíblico, en viuda virgen. Pero sí añadiré que después de fijar el poeta la virginidad de su protagonista, su penetrante imaginación permaneció ligada a la reacción hostil, desencadenada por el desfloramiento.

Podemos, pues, concluir que el desfloramiento no tiene tan sólo la consecuencia natural de ligar duraderamente la mujer al hombre, sino que desencadena también una reacción arcaica de hostilidad contra él, reacción que puede tomar formas patológicas, las cuales se manifiestan frecuentemente en fenómenos de inhibición en la vida erótica conyugal, y a los que hemos de atribuir el que las segundas nupcias resulten muchas veces más felices que las primeras. El singular tabú de la virginidad, y el temor con que entre los primitivos elude el marido el desfloramiento, quedan plenamente justificados por esta reacción hostil. Resulta muy interesante descubrir en la práctica analítica mujeres en las cuales las dos reacciones contrapuestas de servidumbre y hostilidad se manifiestan al mismo tiempo y permanecen íntimamente enlazadas. Entre estas mujeres hay algunas que parecen completamente disociadas de sus maridos y que, sin embargo, no pueden desligarse de ellos. Cuantas veces intentan orientar su amor hacia otra persona, se lo estorba la imagen del marido, al que, sin embargo, no aman. El análisis demuestra, en estos casos, que tales mujeres permanecen ligadas a sus maridos por servidumbre, pero no ya por cariño. No logran libertarse de ellos porque no han acabado de vengarse de ellos, y en los casos más extremos, porque ni siquiera se ha hecho aún consciente en su ánimo el impulso vengativo.