Obras de S. Freud: Fragmento de análisis de un caso de Histeria. El cuadro clínico

El cuadro clínico.

Luego de haber demostrado, en La interpretación de los sueños (publicada en 1900), que los sueños son interpretables, y que una vez completado el trabajo interpretativo pueden sustituirse por unos pensamientos formados intachablemente e insertables en un lugar consabido dentro de la trabazón anímica, en las páginas que siguen querría dar un ejemplo del único uso práctico que el arte de interpretar sueños parece admitir. Ya expuse en mi libro la manera en que se me plantearon los problemas del sueño. Me salieron al paso mientras yo me empeñaba en curar psiconeurosis mediante un particular procedimiento psicoterapéutico: los enfermos, entre otros sucesos de su vida anímica, me contaban también sueños que parecían reclamar su inserción en la trama, de tan larga urdimbre, entre un síntoma de la enfermedad y una idea patógena. En esa época aprendí el modo de traducir el lenguaje del sueño a expresiones de nuestro lenguaje conceptual, comprensibles sin más ayuda. Y puedo afirmar que este conocimiento es indispensable para el psicoanalista, pues el sueño constituye uno de los caminos por los cuales puede llegar a la conciencia aquel material psíquico que, en virtud de la aversión que suscita su contenido, fue bloqueado de la conciencia, fue reprimido, y así se volvió patógeno. En síntesis: El sueño es uno de los rodeos por los que se puede sortear la represión {desalojo}, uno de los principales recursos de la llamada figuración indirecta en el interior de lo psíquico. El presente fragmento del historial de tratamiento de una muchacha histérica está destinado a ilustrar el modo en que la interpretación del sueño se inserta en el trabajo del análisis. Al mismo tiempo, me permitirá exponer al público por primera vez, con una amplitud que ya no deje lugar a más malentendidos, una parte de mis opiniones sobre los procesos psíquicos y las condiciones orgánicas de la histeria. Y por la prolijidad ya no tengo que disculparme, desde que se concede que los grandes requerimientos que la histeria plantea al médico y al investigador sólo pueden satisfacerse con el mayor ahondamiento y dedicacíón, y no con un altanero desdén. En verdad:

«No arte ni ciencia solas;
¡paciencia pide la obra!».

Si comenzara por presentar un historial clínico sin lagunas y completo, de antemano pondría al lector en condiciones enteramente diversas a las habituales para el observador médico. Lo que los parientes del enfermo informan -en este caso, el padre de la muchacha de 18 años- ofrece, casi Siempre, un cuadro muy desfigurado del curso de la enfermedad. Es cierto que yo inicio después el tratamiento pidiendo que se me cuente toda la biografía y la historia de la enfermedad, pero lo que me dicen ni siquiera me alcanza para orientarme. Este primer relato es comparable a un curso de agua atajado en parte por masas rocosas, y en parte interrumpido por bancos de arena que le quitan profundidad. No puede sino asombrarme el que los autores hayan podido suministrar historiales clínicos tan exactos y redondos sobre sus pacientes histéricos. En realidad, los enfermos son incapaces de dar sobre sí mismos un informe de esa clase. Sin duda, pueden informar al médico de manera suficiente y coherente sobre tal o cual período de su vida, pero viene después otro período para el cual sus noticias se empobrecen, quedan lagunas y enigmas; y aun otras veces nos enfrentamos a épocas totalmente oscuras, no iluminadas por ninguna comunicación utilizable. Los nexos, hasta los ostensibles, están las más de las veces desgarrados, y la secuencia de los diversos hechos es incierta; durante el relato mismo, el enfermo corrige repetidas veces un dato, una fecha, tal vez para volver de nuevo, tras mucho vacilar, a lo que enunció primero. La incapacidad de los enfermos para dar una exposición ordenada de su biografía en lo atinente a su historial clínico no es sólo característica de la neurosis; por otra parte, tiene considerable importancia teórica. En efecto, esa falla reconoce los siguientes fundamentos: En primer lugar, el enfermo, por los motivos todavía no superados de la timidez y la vergüenza (o la discreción, cuando entran en cuenta otras personas), se guarda conciente y deliberadamente una parte de lo que le es bien conocido y debería contar; esta sería la contribución de la insinceridad conciente. En segundo lugar, una parte de su saber anamnésico, del cual el enfermo dispone en otras oportunidades, no le acude durante el relato, sin que él se proponga guardársela: es la contribución de la insinceridad inconciente. En tercer lugar, nunca faltan amnesias reales, lagunas de la memoria en las que han caído no sólo recuerdos antiguos, sino aun muy recientes; además, espejismos del recuerdo [paramnesias] que se formaron secundariamente para llenar esas lagunas.  Cuando los hechos mismos se conservaron en la memoria, el propósito que subtiende a las amnesias puede lograrse con igual seguridad suprimiendo un nexo y la manera más segura de lograr esto último es alterar la secuencia temporal de los hechos. Y en efecto, dicha secuencia resulta siempre el componente más vulnerable del tesoro mnémico, el más proclive a la represión. A muchos recuerdos los encontramos, por así decir, en un primer estadio de la represión: se presentan aquejados por la duda. Algún tiempo después, esta duda se habría sustituido por un olvido o un falso recuerdo.

Tal estado de los recuerdos relativos al historial de la enfermedad es el correlato que exige la teoría, el correlato necesario de los síntomas patológicos. Después, en el curso del tratamiento, el enfermo aporta lo que se había guardado o no se le había ocurrido por más que siempre lo supo. Los espejismos del recuerdo demuestran ser insostenibles, las lagunas son llenadas. Sólo hacia el final del tratamiento se puede abarcar el panorama de un historial clínico congruente, comprensible y sin lagunas. Si la meta práctica del tratamiento consiste en cancelar todos los síntomas posibles y sustituirlos por un pensamiento conciente, puede plantearse como otra meta, teórica, la tarea de salvar todos los deterioros de la memoria del enfermo. Las dos metas convergen; cuando se alcanza una, también se logra la otra; es un mismo camino el que lleva a ambas.

Por la naturaleza de las cosas que constituyen el material del psicoanálisis, se infiere que en nuestros historiales clínicos debemos prestar tanta atención a las condiciones puramente humanas y sociales de los enfermos como a los datos somáticos y a los síntomas patológicos. Por sobre todo, nuestro interés se dirigirá a las relaciones familiares de los enfermos. Y ello no sólo en razón de los antecedentes hereditarios que es preciso investigar, sino de otros vínculos, como se verá.

El círculo familiar de nuestra paciente, de 18 años, incluía, además de su persona, a sus padres y a un hermano un año y medio mayor que ella. La persona dominante era el padre, tanto por su inteligencia y sus rasgos de carácter como por las circunstancias de su vida, que proporcionaron el armazón en torno del cual se edificó la historia infantil y patológica de la paciente. En la época en que tomé a esta bajo tratamiento el padre era un hombre que andaba por la segunda mitad de la cuarentena, de vivacidad y dotes nada comunes; un gran industrial, con una situación material muy holgada. La hija estaba apegada a él con particular ternura, y la crítica {Kritik} que tempranamente había despertado en ella se escandalizaba tanto más por muchos de sus actos y peculiaridades.

Esta ternura se había acrecentado, además, por las numerosas y graves enfermedades que el padre padeció desde que ella cumplió su sexto año de vida. En esa época enfermó de tuberculosis, y ello ocasionó que la familia se trasladara a una pequeña ciudad de nuestras provincias meridionales, de benigno clima; la afección pulmonar mejoró allí con rapidez, pero, juzgándose imprescindible una convalecencia, ese sitio, que llamaré B., continuó siendo durante los diez años que siguieron el lugar de residencia casi principal tanto de los padres como de los niños. Cuando el padre ya estuvo sano, solía ausentarse temporariamente para visitar sus fábricas; en los meses más cálidos del verano, la familia acudía a un balneario en las montañas.

Cuando la niña tenía alrededor de diez años, un desprendimiento de retina forzó al padre a una cura de oscuridad. Como consecuencia de esta enfermedad sufrió una disminución permanente de la visión. Pero la más seria dolencia le sobrevino unos dos años después; consistió en un ataque de confusión, seguido por manifestaciones de parálisis y ligeras perturbaciones psíquicas. Un amigo del enfermo, cuyo papel habrá de ocuparnos todavía en lo que sigue, lo persuadió, habiendo él mejorado un poco, a que viajase con su médico a Viena para consultarme. Vacilé durante un tiempo; no sabía si debía suponer la existencia de una parálisis tabética. Por fin decidí diagnosticar una afección vascular difusa y, tras confesar el enfermo que antes de su matrimonio había contraído una infección específica, le hice emprender una enérgica cura antiluética, a consecuencia de la cual cedieron todas las perturbaciones que aún persistían. A esta feliz intervención debí, sin duda, que cuatro años más tarde el padre me presentase a su hija, claramente enferma de neurosis, y trascurridos otros dos años la pusiese bajo mi tratamiento psicoterapéutico.

Entretanto yo había conocido en Viena a una hermana del padre, algo mayor que él, en quien individualicé una forma grave de psiconeurosis sin los síntomas característicos de la histeria. Tras una vida abrumada por un desdichado matrimonio, esta mujer murió a raíz de las manifestaciones, no bien esclarecidas, de un marasmo que progresó rápidamente.

Un hermano mayor del padre de mi paciente, a quien tuve oportunidad de conocer, era un solterón hipocondríaco.

La muchacha, que se convirtió en mi paciente a los 18 años de edad, había depositado desde siempre sus simpatías en la familia paterna y, después de caer enferma, veía su modelo en la tía que acabo de mencionar. Tampoco era dudoso para mí que de esta familia le venían tanto sus dotes y su precocidad intelectual cuanto su disposición a enfermar. No conocí a la madre. De acuerdo con las comunicaciones del padre y de la muchacha, no pude menos que formarme esta idea: era una mujer de escasa cultura, pero sobre todo poco inteligente, que, tras la enfermedad de su marido y el consecuente distanciamiento, concentró todos sus intereses en la economía doméstica, y así ofrecía el cuadro de lo que puede llamarse la «psicosis del ama de casa». Carente de comprensión para los intereses más vivaces de sus hijos, ocupaba todo el día en hacer limpiar y en mantener limpios la vivienda, los muebles y los utensilios, a extremos que casi imposibilitaban su uso y su goce. No se puede menos que incluir este estado, del cual bastante a menudo se encuentran indicios en las amas de casa normales, en la misma serie que las formas de lavado obsesivo y otras obsesiones de aseo; no obstante, tales mujeres, como sucedía en el caso de la madre de nuestra paciente, ignoran totalmente su propia enfermedad, no la reconocen y, por tanto, falta en ellas un rasgo esencial de la «neurosis obsesiva». La relación entre madre e hija era desde hacía años muy inamistosa. La hija no hacía caso a su madre, la criticaba duramente y se había sustraído por completo a su influencia.

El único hermano de la muchacha, un año y medio mayor que ella, había sido en épocas anteriores el modelo al cual ambicionaba parecerse. Pero en los últimos años las relaciones entre ambos se habían vuelto más distantes. El joven procuraba sustraerse en todo lo posible a las disputas familiares, cuando se veía obligado a tomar partido, lo hacía del lado de la madre. Así, la usual atracción sexual había aproximado a padre e hija, por un lado, y a madre e hijo, por el otro.

Nuestra paciente, a quien en lo sucesivo daré el nombre de «Dora», presentaba ya a la edad de ocho años síntomas neuróticos. En esa época contrajo una disnea permanente, en la forma de ataques muy agudos, que le apareció por primera vez tras una pequeña excursión por las montañas, y fue atribuida por eso a un surmenage. Ese estado cedió poco a poco en el curso de unos seis meses, por obra del reposo y los cuidados que le prescribieron. El médico de la familia parece no haber vacilado un momento en diagnosticar para la disnea un trastorno puramente nervioso, excluyendo una causación orgánica, pero es evidente que juzgó compatible ese diagnóstico con la etiología del surmenage.

La pequeña tuvo las habituales enfermedades infecciosas de la infancia sin que le dejaran secuelas. Según ella contó -¡con propósito simbolizante!, su hermano solía contraer primero la enfermedad en grado leve, y ella le seguía con manifestaciones más serias. Hacia los doce años le aparecieron hemicranias, del tipo de una migraña, y ataques de tos nerviosa; al principio se presentaban siempre juntos, hasta que los dos síntomas se separaron y experimentaron un desarrollo diferente. La migraña se hizo cada vez más rara y hacia los dieciséis años había desaparecido. Los ataques de tussis nervosa, que se habían iniciado con un catarro común, perduraron todo el tiempo. Cuando entró en tratamiento conmigo, a los dieciocho años, tosía de nuevo de manera característica. El número de estos ataques no pudo precisarse, pero la duración de cada uno era de tres a cinco semanas, y en una ocasión se extendió por varios meses. Al menos en los últimos años, durante la primera mitad del ataque el síntoma más molesto era una afonía total. Desde tiempo atrás había diagnóstico firme: se trataba, de nuevo, de nerviosismo; los variados tratamientos usuales, incluidas la hidroterapia y la aplicación local de electricidad, no habían dado resultado. La niña, convertida entretanto en una señorita madura, muy independiente en sus juicios, solía burlarse de los esfuerzos de los médicos y, por último, renunció a su asistencia. Por lo demás, siempre se había mostrado renuente a consultar al médico, por más que no sentía rechazo hacia el facultativo de la familia. Todo intento de consultar a un nuevo médico provocaba su resistencia, y también a mí acudió movida sólo por la palabra autoritativa del padre.

La vi por primera vez a comienzos de un verano, cuando ella tenía dieciséis años; estaba aquejada de tos y afonía, y ya entonces le prescribí una cura psíquica de la que después se prescindió porque también este ataque, que había durado más que otros, desapareció espontáneamente. Durante el invierno del año siguiente, tras la muerte de su amada tía, estuvo en Viena en casa de su tío y de las hijas de este, y aquí tuvo unos cuadros febriles que en ese momento se diagnosticaron como apendicitis.  En el otoño que siguió, la familia abandonó definitivamente la ciudad de B., pues la salud del padre parecía permitirlo; primero se estableció en el lugar donde se encontraba la fábrica del padre, y un año más tarde, a lo sumo, fijó su residencia en Viena.

Mientras tanto, Dora había crecido y era ya una floreciente muchacha, de rostro inteligente y agradable, pero que causaba a sus padres serios cuidados. Los signos principales de su enfermedad eran ahora una desazón y una alteración del carácter. Era evidente que no estaba satisfecha consigo misma ni con los suyos, enfrentaba hostilmente a su padre y no se entendía con su madre, que a toda costa quería atraerla a las tareas domésticas. Buscaba evitar el trato social; cuando el cansancio y la dispersión mental de que se quejaba se lo permitían, acudía a conferencias para damas y cultivaba es~ tudios más serios. Un día los padres se horrorizaron al hallar sobre el escritorio de la muchacha, o en uno de sus cajones, una carta en la que se despedía de ellos porque ya no podía soportar más la vida.

Es verdad que el padre, cuya penetración no era escasa, supuso que no estaba dominada por ningún designio serio de suicidarse. No obstante, quedó impresionado; y cuando un día, tras un ínfimo cambio de palabras entre padre e hija, esta sufrió un primer ataque de pérdida de conocimiento (respecto del cual también persistió una amnesia), determinó, a pesar de la renuencia de ella, que debía ponerse bajo mi tratamiento.

El historial clínico que he esbozado hasta aquí no parece en su conjunto digno de comunicarse. «Petite hystérie» con los más corrientes síntomas somáticos y psíquicos: disnea, tussis nervosa, afonía, quizá también migrañas; además desazón, insociabilidad histérica y un taedium vitae probablemente no tomado en serio. Sin duda se han publicado historiales clínicos de histéricos más interesantes, registrados en muchos casos con mayor cuidado; y, en efecto, en lo que sigue no se hallará nada de estigmas de la sensibilidad cutánea, limitación del campo visual, etc. Pero me permito observar que todas las colecciones de casos de histeria con fenómenos raros y asombrosos no nos han hecho avanzar gran cosa en el conocimiento de esa enfermedad, que sigue siendo enigmática. Lo que nos hace falta es justamente esclarecer los casos más habituales y frecuentes y, en ellos, los síntomas típicos. Quedaría contento si las circunstancias me hubieran permitido esclarecer plenamente este caso de pequeña histeria. De acuerdo con las experiencias que tengo hechas con otros enfermos, no dudo de que mis recursos analíticos habrían bastado para ello.

En 1896, poco después de publicados mis Estudios sobre la histeria, en colaboración con el doctor J. Breuer, pregunté a un destacado colega qué opinaba acerca de la teoría psicológica de la histeria ahí sustentada. Respondió categóricamente que le parecía una generalización injustificada de conclusiones que podían ser correctas para unos pocos casos. Desde entonces he visto abundantes casos de histeria, me he ocupado de cada uno de ellos durante días, semanas o años, y en ninguno eché de menos aquellas condiciones psíquicas que los Estudios postulaban: el trauma psíquico, el conflicto de los afectos y, según agregué en publicaciones posteriores, la conmoción de la esfera sexual. Cuando se trata de cosas que se han vuelto patógenas por su afán de ocultarse, no es lícito esperar que los enfermos las exhiban al médico; tampoco lo es amilanarse ante el primer «no» que se pone a la búsqueda.

En el caso de mi paciente Dora, debí a la inteligencia de] padre, ya destacada varias veces, el que no me hiciera falta buscar por mí mismo el anudamiento vital, al menos respecto de la conformación última de la enfermedad. Me informó que él y su familia habían trabado íntima amistad en B. con un matrimonio que residía allí desde hacía varios años. La señora K. lo había cuidado, durante su larga enfermedad, ganándose así un imperecedero derecho a su agradecimiento. El señor K. siempre se había mostrado muy amable hacia su hija Dora, salía de paseo con ella cuando estaba en B., le hacía pequeños obsequios, pero nadie había hallado algo reprochable en ello. Dora atendía a los dos hijitos del matrimonio K. de la manera más solícita, les hacía de madre, por así decir. Cuando padre e hija vinieron a verme en el verano, dos años atrás, estaban justamente a punto de viajar para encontrarse con el señor y la señora K., quienes pasaban el verano junto a uno de nuestros lagos alpinos. Dora iba a permanecer varias semanas en casa de los K., mientras que el padre se había propuesto regresar a los pocos días. También el señor K. estuvo allí durante esos días. Pero cuando él padre estaba haciendo los preparativos para regresar, la muchacha declaró de pronto, con la mayor decisión, que viajaría con él, y así lo puso en práctica. Sólo algunos días después explicó su llamativa conducta contando a su madre, para que esta a su vez se lo trasmitiese al padre, que el señor K., durante una caminata, tras un viaje por el lago, había osado hacerle una propuesta amorosa. Cuando el padre y el tío de Dora pidieron cuentas de su proceder al inculpado en una inmediata entrevista, este desconoció con gran energía toda acción de su parte que pudiera haber dado lugar a esa interpretación, y empezó a arrojar sospechas sobre la muchacha, quien, según lo sabía por la señora K., sólo mostraba interés por asuntos sexuales y aun en su casa junto al lago había leído la Fisiología del amor de Mantegazza, y libros de ese jaez. Probablemente, encendida por tales lecturas, se había «imaginado» toda la escena que contaba.

«Yo no dudo -dijo el padre- de que ese suceso tiene la culpa de la desazón de Dora, de su irritabilidad y sus ideas suicidas. Me pide que rompa relaciones con el señor K., y en particular con la señora K., a quien antes directamente veneraba. Pero yo no puedo hacerlo, pues, en primer lugar, considero que el relato de Dora sobre el inmoral atrevimiento del hombre es una fantasía que a ella se le ha puesto; y en segundo lugar, me liga a la señora K. una sincera amistad y no quiero causarle ese pesar. La pobre señora es muy desdichada con su marido, de quien, por lo demás, no tengo muy buena opinión; ella misma ha sufrido mucho de los nervios y tiene en mí su único apoyo. Dado mi estado de salud, no me hace falta asegurarle que tras esta relación no se esconde nada ilícito. Somos dos pobres seres que nos con, solamos el uno al otro, como podemos, en una amistosa simpatía. Bien sabe usted que no encuentro eso en mi propia mujer. Pero Dora, que tiene mi obstinación, se afirma inconmovible en su odio a los K. Su último ataque sobrevino tras una conversación en la que volvió a hacerme el mismo pedido. Procure usted ahora ponerla en buen camino».

No armonizaba mucho con estas declaraciones el hecho de que el padre, en otros de sus dichos, echase la culpa principal por el insoportable carácter de su hija a la madre, cuyas peculiaridades estropeaban la vida hogareña. Pero yo me había propuesto desde hacía mucho suspender mi juicio acerca de las circunstancias reales hasta escuchar también a la otra parte.

En la vivencia de nuestra paciente Dora con el señor K. -en el requerimiento amoroso de este y la consecuente afrenta- tendríamos entonces el trauma psíquico que en su momento Breuer y yo definimos como la condición previa indispensable para la génesis de un estado patológico histérico.  Pero este nuevo caso pone de manifiesto también todas las dificultades que después me movieron a ir más allá de esta teoría, acrecentadas por una dificultad nueva de tipo particular. En efecto, es harto frecuente en los históriales clínicos histéricos que el trauma biográfico por nosotros conocido resulte inservible para explicar la especificidad de los síntomas, para determinarlos {determinieren}; comprenderíamos los nexos tanto o tan poco si en vez de tussis nervosa, afonía, desazón y taedium vitae, otros síntomas hubieran sido el resultado del trauma. Ahora bien, en nuestro caso, una parte de estos síntomas -la tos y la afonía- ya habían sido producidos por la enferma unos años antes del trauma, y sus primeras manifestaciones se remontaban sin duda a la infancia, pues habían sobrevenido en el octavo año de vida. Por consiguiente, si no queremos abandonar la teoría traumática, tenemos que retroceder hasta la infancia para buscar allí influencias que pudieron producir efectos análogos a los de un trauma. Es digno de señalarse, además, que aun en la indagación de casos cuyos primeros síntomas no se habían instalado ya en la infancia me vi llevado a rastrear la biografía del paciente hasta sus primeros años de vida.

Una vez superadas las primeras dificultades de la cura, Dora me comunicó una vivencia anterior con el señor K., mucho más apropiada para producir el efecto de un trauma sexual. Tenía entonces 14 años. El señor K. había convenido con ella y con su mujer que, después del mediodía, las damas vendrían a su tienda, situada frente a la plaza principal de B., para contemplar desde allí unos festejos que se realizarían en la iglesia. Pero él hizo que su mujer se quedara en casa, despachó a los empleados y estaba solo cuando la muchacha entró en el negocio. Al acercarse la hora de la procesión, le pidió que lo aguardase junto a la puerta que daba a la escalera que conducía al primer piso, mientras él bajaba las cortinas. Regresó después de hacerlo y, en lugar de pasar por la puerta abierta, estrechó de pronto a la muchacha contra sí y le estampó un beso en los labios. Era justo la situación que, en una muchacha virgen de catorce años, provocaría una nítida sensación de excitación sexual. Pero Dora sintió en ese momento un violento asco, se desasió y pasando junto al hombre corrió hacia la escalera y desde ahí hacía la puerta de calle. No obstante, el trato con el señor K. prosiguió; ninguno de los dos aludió nunca a esa pequeña escena, y ella sostiene haberla guardado en secreto hasta su confesión durante la cura. Por algún tiempo, es verdad, evitó encontrarse a solas con el señor K. Por esa época el matrimonio K. había convenido hacer una excursión de varios días, en la que también Dora participaría. Después del beso en la tienda ella rehusó acompañarlos, sin aducir razones.

En esta escena, la segunda en la serie pero la primera en el tiempo, la conducta de la niña de catorce años es ya totalmente histérica. Yo llamaría «histérica», sin vacilar, a toda persona, sea o no capaz de producir síntomas somáticos, en quien una ocasión de excitación sexual provoca predominante o exclusivamente sentimientos de displacer. Explicar el mecanismo de este trastorno de afecto sigue siendo una de las tareas más importantes, y al mismo tiempo una de las más difíciles, de la psicología de la neurosis. Yo mismo juzgo que me encuentro todavía bien lejos de esa meta; y en el marco de esta comunicación, aun de lo que sé no podré exponer sino una parte.

El caso de nuestra paciente Dora no quedo. todavía suficientemente caracterizado poniendo de relieve el trastorno de afecto; es preciso decir, además, que se ha producido aquí un desplazamiento de la sensación. En lugar de la sensación genital que en tales circunstancias una muchacha sana no habría dejado de sentir, le sobreviene la sensación de displacer propia de la mucosa del tramo de entrada del aparato digestivo, vale decir, el asco. Sin duda, influyó sobre esta localización la excitación de los labios por el beso; pero yo creo discernir también el efecto de otro factor.

El asco que entonces sintió no había pasado a ser en Dora un síntoma permanente, y en la época del tratamiento existía sólo de manera potencial, por así decir. Comía mal y confesaba cierta repugnancia por los alimentos. En cambio, aquella escena había dejado tras sí otra secuela, una alucinación sensorial que de tiempo en tiempo le sobrevenía. Como le ocurrió también al relatármela. Decía que seguía sintiendo la presión de aquel abrazo sobre la parte superior de su cuerpo. De acuerdo con ciertas reglas de la formación de síntoma que me han llegado a ser familiares, combinadas con otras particularidades de la enferma que de otro modo no se explicarían (p. ej., no quería pasar junto a ningún hombre a quien viera en tierno o animado coloquio con una dama), reconstruí de la siguiente manera lo ocurrido en aquella escena. Opino que durante el apasionado abrazo ella no sintió meramente el beso sobre sus labios, sino la presión del miembro erecto contra su vientre. Esta percepción repelente para ella fue eliminada en el recuerdo, fue reprimida y sustituida por la inocente sensación de la presión en el tórax, que recibía de la fuente reprimida su intensidad hipertrófica {übergross}; otro desplazamiento, pues, del sector inferior al sector superior del cuerpo.  En cambio, la compulsión que exhibe en su conducta es de tal suerte que parece provenir del recuerdo incólume. No quiere pasar junto a ningún hombre a quien cree sexualmente excitado porque no quiere volver a ver el signo somático de ello.

Digno de notarse es que aquí tres síntomas -el asco, la sensación de presión en la parte superior del cuerpo y el horror a los hombres en tierno coloquio- provienen de una misma vivencia, y sólo refiriendo unos a otros estos tres signos se hace posible comprender el origen de la formación de síntoma. El asco corresponde al síntoma de represión de la zona erógena de los labios (mal acostumbrada en Dora, según veremos. La presión del miembro erecto tuvo probablemente por consecuencia una alteración análoga en el correspondiente órgano femenino, el clítoris, y la excitación de esta segunda zona erógena quedó fijada en el tórax por. desplazamiento Sobre la simultánea sensación de presión. El horror a los hombres que pueden hallarse en estado de excitación sexual obedece al mecanismo de una fobia destinada a proteger contra una revivencia de la percepción reprimida.

Para comprobar la posibilidad de que los hechos hubieran ocurrido tal como yo los completaba, pregunté con la mayor cautela a la paciente si conocía el signo corporal de la excitación en el cuerpo del hombre. La respuesta fue «Sí», para el momento actual; pero, en aquel tiempo, creía que no. En el caso de esta paciente puse desde el comienzo el mayor cuidado en no aportarle conocimientos nuevos sobre la vida sexual, y no por escrúpulo moral, sino porque quería someter mis premisas a una dura prueba en este caso. Por eso sólo llamaba a una cosa por su nombre cuando por las muy claras alusiones de ella la traducción al lenguaje directo parecía traer un riesgo ínfimo. Por lo demás, su respuesta pronta y honesta era que ya lo conocía, pero de dónde lo sabía era un enigma que sus recuerdos no permitían solucionar. Había olvidado el origen de todos estos conocimientos.

Si me es lícito representarme así la escena del beso en la tienda, obtengo la siguiente derivación para el asco.
 La sensación de asco parece ser originariamente la reacción frente al olor (más tarde también a la vista) de los excrementos. Ahora bien, los genitales, y en especial el miembro masculino, pueden recordar las funciones excrementicias porque aquí el órgano, además de servir a la función :sexual, sirve a la micción. Y aun este desempeño es el conocido de más antiguo, y el único conocido en la época presexual. Así se incluye el asco entre las manifestaciones de afecto de la vida sexual. Es el inter urinas et jaeces nascimur del Padre de la Iglesia, que va adherido a la vida sexual y no puede desasirse de ella a pesar de todo el empeño idealizador. Pero quiero destacar expresamente mi punto de vista: No considero solucionado el problema con la prueba de esta vía asociativa. Que esta asociación pueda ser evocada no explica aún que lo sea de hecho. Y no loes en circunstancias normales. El conocimiento de la vía no dispensa el de las fuerzas que la transitan.

No me resultaba fácil, por lo demás, guiar la intención de mi paciente hacia su trato con el señor K. Aseveraba haber terminado con esa persona. El estrato más superficial de todas sus ocurrencias en las sesiones, todo lo que se le hacía conciente con facilidad y lo que en calidad de conciente recordaba de la víspera, se refería siempre al padre. Era clarísimo que no podía perdonarle que continuase tratando al señor K. y, en particular, a la mujer de este. No obstante, tenía de ese trato una idea diferente de la que el padre querría prohijar. Para ella no había ninguna duda de que su padre había entablado con esa mujer joven y bella una vulgar relación amorosa. Nada que pudiera contribuir a cohonestar ese aserto escapaba a su percepción, implacablemente aguda en esto; no había lagunas en su memoria sobre este punto. El trato con los K. había empezado antes de la enfermedad grave del padre; pero sólo se volvió íntimo cuando en el curso de esta última la joven señora se erigió oficialmente en su cuidadora, mientras que la madre se mantenía alejada del lecho del enfermo. En las primeras vacaciones de verano que siguieron a la curación, acontecieron cosas que no pudieron menos que abrir los ojos de todo el mundo acerca de la real naturaleza de aquella «amistad». Las dos familias habían alquilado en común un pabellón del hotel, y un buen día la señora K. declaró que no podía continuar en la habitación que hasta ese momento había compartido con uno de sus hijos;. pocos días después, el padre de Dora abandonó la suya y ambos ocuparon otras: estaban situadas en un extremo y sólo separadas por el pasillo; las que abandonaban no ofrecían igual garantía contra eventuales molestias. Cuando más tarde Dora hizo reproches a su padre a causa de la señora K., él solía decir que no concebía esa hostilidad, pues sus hijos más bien tenían todas las razones para estarle agradecidos. La madre, a quien Dora acudió para que le esclareciese ese punto oscuro, le comunicó que papá se sentía en esa época tan desdichado que quiso suicidarse en el bosque; la señora K., que lo sospechó, fue tras él y lo movió con sus súplicas a conservarse para los suyos. Desde luego, Dora no creía en eso; sin duda los habían visto a los dos juntos en el bosque, y el papá había inventado ese cuento del suicidio para justificar la cita.  Cuando después regresaron a B., el papá iba todos los días a determinadas horas a casa de la señora K., mientras su marido estaba en el negocio. Esto había dado que hablar a todo el mundo, y la gente inquiría a Dora de una manera insinuante. El propio señor K. muchas veces se había quejado con amargura ante la mamá de, Dora, pero a ella misma le ahorró toda alusión al asunto, y ella parecía atribuirlo a una delicadeza de su parte. En los paseos en común, el papá y la señora K. solían arreglárselas para quedarse a solas. No había duda de que ella le aceptaba dinero, pues hacía gastos que era imposible que solventase con sus recursos propios o los de su marido. El papá empezó también a hacerle grandes regalos, para encubrir los cuales se volvió al mismo tiempo particularmente generoso con la madre y con ella (Dora). Y aquella señora, hasta entonces de salud quebrantada (se había visto obligada a internarse durante meses en un instituto para enfermos nerviosos pues no podía caminar), se había convertido en una mujer sana y rozagante.

Aun después que abandonaron B., ese trato de años había proseguido, pues de tiempo en tiempo el padre declaraba no soportar el riguroso clima del lugar, y que debía hacer algo por su salud; empezaba a toser y a quejarse, hasta que de repente partía para B., desde donde escribía las más alegres cartas. Todas esas enfermedades no eran sino pretextos para volver a ver a su amiga. Después, un buen día decidió mudarse a Viena; Dora empezó a sospechar una combinación. Y de hecho, apenas hacía tres semanas que se encontraban en Viena cuando se enteró de que también los K. se habían trasladado a esa ciudad. Al presente seguían en Viena, según me informó Dora, y ella solía toparse por la calle al papá con la señora K. También encontraba a menudo al señor K.; él la seguía siempre con la mirada, y una vez que la encontró sola había ido tras ella un gran trecho para vet adónde se dirigía y cerciorarse de que no acudía a una cita.

El papá era insincero, tenía un rasgo de falsía en su carácter, sólo pensaba en su propia satisfacción y poseía el don de arreglar las cosas para su mejor conveniencia: a menudo debí oír esta crítica de labios de Dora, particularmente cuando el padre sintió de nuevo que su estado empeoraba y viajó a B. por varias semanas, tras lo cual la penetrante Dora pronto averiguó que también la señora K. había hecho un viaje a ese mismo lugar para visitar a sus parientes.

Yo no pude impugnar en general esa caracterización del padre; fácilmente se echaba de ver el particular reproche a que Dora tenía derecho. Cuando estaba de mal talante, se le imponía la idea de que había sido entregada al señor K. como precio por la tolerancia que este mostraba hacia las relaciones entre su padre y la señora K., y detrás de su ternura hacia el padre se vislumbraba la furia que le provocaba semejante uso. En otros momentos sabía bien que con tales dichos incurría en exageraciones. Desde luego, los dos hombres jamás habían cerrado un pacto formal en que ella fuera tratada como objeto de cambio; más aún: el padre habría retrocedido horrorizado ante una insinuación de esa índole. Pero era de esa clase de hombres que se las ingenian para eludir un conflicto falseando su juicio sobre una de las alternativas opuestas. Si alguien le hubiera llamado la atención sobre la posibilidad de que una adolescente corriese peligro en el trato continuo y no vigilado con un hombre descontento de su mujer, con seguridad habría respondido que podía confiar en su hija, que un hombre como K. nunca podría ponerla en peligro, y además su amigo era incapaz de abrigar semejantes propósitos. O bien que Dora era todavía una niña y como tal la trataba el señor K. Ahora bien, en realidad, los dos hombres evitaban extraer de la conducta del otro justamente la consecuencia incómoda para sus propios anhelos. Así, el señor K. pudo obsequiar a Dora un ramo de flores todos los días y por todo un año mientras él estaba en el lugar, aprovechar cuanta oportunidad se le ofreció para hacerle costosos regalos y pasar en ;su compañía todo su tiempo libre, sin que los padres de ella discernieran en esta conducta el carácter de un cortejo amoroso.

Toda vez que en el tratamiento psicoanalítico emerge una serie de pensamientos correctamente fundados e inobjetables, ello significa un momento de confusión para el médico, que el enfermo aprovecha para preguntar: «Todo es verdadero y correcto, ¿no es cierto? ¿Qué podría usted modificar, pues es tal como se lo he contado?». Pronto se advierte que tales pensamientos inatacables para el análisis han sido usados por el enfermo para encubrir otros que se quiere sustraer de la crítica y de la conciencia. Una serie de reproches dirigidos a otras personas hacen sospechar la existencia de una serie de autorreproches de idéntico contenido. Sólo hace falta redargüir cada reproche volviéndolo contra la propia persona que lo dijo. Esta manera de protegerse de un autorreproche dirigiéndolo a otra persona tiene algo de innegablemente automático. Halla su modelo en el redargüir de los niños, que sin vacilar responden «Eres un mentiroso» cuando se los culpa de haber mentido. El adulto, en el afán de devolver un insulto, rebuscará alguna debilidad real del oponente, sin hacer recaer el acento en la repetición del mismo contenido. En la paranoia esta proyección del reproche sobre otra persona sin alteración del contenido y, por tanto, sin apuntalamiento en la realidad se vuelve manifiesta como proceso de formación del delirio.

También los reproches que Dora dirigía a su padre estaban totalmente «enfundados», «envueltos», junto con autorreproches del mismo contenido según veremos en detalle. Tenía razón en que su padre no quería aclararse la conducta del señor K. hacia su hija para no ser molestado en su relación con la señora K. Pero ella había hecho exactamente lo mismo. Se había vuelto cómplice de esa relación, desvirtuando todos los indicios que dejaban traslucir su verdadera naturaleza. Sólo desde la aventura en el lago databan su claridad sobre eso y sus rigurosos reclamos al padre. Todos los años anteriores había hecho lo posible para encubrir las relaciones del padre con la señora K. Nunca iba a verla cuando sospechaba que su padre estaba ahí. Sabía que entonces alejarían a los niños, y encaminaba sus pasos de manera de encontrarlos e ir de paseo con ellos. En casa de Dora había habido una persona que tempranamente le abrió los ojos sobre las relaciones del padre con la señora K., y quiso incitarla a tomar partido en contra de esta mujer. Fue su última gobernanta, una señorita mayor, muy leída y de opiniones liberales.  Maestra y alumna se llevaron bien durante algún tiempo, hasta que Dora de pronto se enemistó con ella e insistió para que la despidieran. Mientras la señorita tuvo influencia, la utilizó para azuzar a los demás contra la señora K. Expuso a la mamá que era incompatible con su dignidad tolerar semejante intimidad de su marido con una extraña; también llamó la atención de Dora sobre todo cuanto era llamativo en esa relación. Pero sus esfuerzos fueron vanos, pues Dora siguió tiernamente afecta a la señora K. y no quiso saber de motivo alguno que hiciera parecer chocante el trato de su padre con ella. Por otra parte, advertía muy bien las razones que movían a su gobernanta. Ciega hacia un lado, era lo bastante penetrante hacia el otro. Notó que la señorita estaba enamorada de su papá. Cuando el papá estaba presente, parecía otra persona; podía ser encantadora y servicial. En la época en que la familia vivía en el lugar donde se hallaba la fábrica y la señora K. no aparecía en el horizonte, su animadversión se dirigía a la mamá, como la rival que ahora contaba, Pero nada de eso tomó Dora a mal. Sólo se irritó al notar que ella misma le era totalmente indiferente a la gobernanta, y que el amor que le mostraba iba dirigido de hecho al papá. Durante la ausencia de este de la ciudad fabril, la señorita no tenía tiempo para ella, no quería acompañarla en sus paseos, no se interesaba por sus trabajos. Apenas el papá volvía de B., se mostraba de nuevo dispuesta a prestar toda clase de servicios y de ayuda. Por eso Dora la hizo despedir.

La pobre le había iluminado con claridad no deseada un aspecto de su propio comportamiento. El comportamiento que la señorita tenía a veces hacia Dora era el mismo que Dora había tenido hacia los hijos del señor K. Les hacía el papel de madre, los instruía, salía con ellos y así les ofrecía un cabal sustituto del escaso interés que su madre les mostraba. Entre el señor y la señora K. se había hablado a menudo de divorcio; no se producía porque el señor K., que era un padre tierno, no quería renunciar a ninguno de los dos hijos. El compartido interés por los niños había sido desde el comienzo un medio de unión en el trato entre el señor K. y Dora. Evidentemente, el ocuparse de los niños era para Dora la cobertura destinada a ocultar, ante ella misma y ante los extraños, alguna otra cosa.

De su conducta hacia los niños, tal como se la iluminó la conducta de la señorita hacia ella, se extraía la misma conclusión que de su tácito consentimiento al trato de su padre con la señora K., a saber, que todos esos años ella había estado enamorada del señor K. Cuando le formulé esta conclusión, no tuvo aceptación alguna de su parte. Al punto informó, es verdad, que también otras personas, por ejemplo una prima que había estado de visita durante algún tiempo en B., le habían dicho: «Estás loca por ese hombre»; pero ella pretendía no acordarse de un sentimiento tal. Más tarde, cuando la abundancia del material emergente hizo difícil desconocerlo, concedió que podía haber estado enamorada del señor K. en B., pero desde la escena junto al lago eso quedó superado.
 De cualquier modo, seguía en pie que el reproche de haber hecho oídos sordos a ciertos deberes irrenunciables y de haber arreglado las cosas de la manera más cómoda para su propio enamoramiento, vale decir, el reproche que ella esgrimía contra el padre, recaía sobre su propia persona.

Su otro reproche, a saber, que su padre creaba sus enfermedades como pretextos y las explotaba como un recurso, coincide también con todo un fragmento de su propia historia secreta. Cierto día se quejó de un supuesto nuevo síntoma, unos lacerantes dolores de estómago, y yo di en lo justo preguntándole: «¿A quién copia usted en eso?». El día anterior había visitado a sus primas, las hijas de la tía fallecida. La más joven había formalizado noviazgo, y con esa ocasión la mayor contrajo unos dolores de estómago y debió ser llevada a Semmering.  Dora creía que en la mayor no era sino envidia, pues siempre enfermaba cuando quería obtener algo y, justamente, lo que ahora quería era alejarse de la casa para no asistir a la dicha de su hermana.  Pero sus propios dolores de estómago decían que ella se identificaba con su prima, así declarada simuladora, ya fuera porque también le envidiaba a la más dichosa su amor, o porque veía representado su propio destino en el de la hermana mayor, que poco antes había tenido una relación amorosa de final desdichado.  Ahora bien, observando a la señora K. ella había averiguado cuán provechosamente pueden usarse las enfermedades. El señor K. estaba de viaje durante una parte del año; cada vez que regresaba, hallaba doliente a su mujer, quien hasta el día anterior, según Dora sabía perfectamente, había gozado de buena salud. Dora comprendió que era la presencia del marido lo que hacía enfermar a la mujer, y que esta consideraba bienvenida su enfermedad para sustraerse de unos deberes conyugales que le eran odiosos. Una observación de Dora acerca de su propia alternancia entre enfermedad y salud durante los primeros años que pasó en B. cuando era niña se insertó en este lugar; así, no pude menos que conjeturar que sus propios estados dependían de algo similar. En efecto, en la técnica del psicoanálisis vale como regla que una conexión interna, pero todavía oculta, se da a conocer por la contigüidad, por la vecindad temporal de las ocurrencias, exactamente como en la escritura una a y una b puestas una al lado de la otra significan que ha querido formarse con ellas la sílaba ab. Dora había presentado gran cantidad de ataques de tos con afonía; ¿la ausencia o la presencia del amado habrá ejercido una influencia sobre la venida y la desaparición de estas manifestaciones patológicas? Si así fuera, en alguna parte tendría que ponerse de relieve una concordancia delatora. Le pregunté por la duración media de estos ataques. Era de tres a seis semanas. ¿Cuánto habían durado las ausencias del señor K.? También, tuvo que admitirlo, entre tres y seis semanas. Por tanto, con sus enfermedades ella demostraba su amor por K., así como la mujer de este le demostraba su aversión. Sólo hacía falta suponer que se había comportado a la inversa que la mujer: enfermaba cuando él estaba ausente, y sanaba tras su regreso. Las cosas parecían armonizar así realmente, al menos para un primer período de los ataques; en épocas posteriores se ímpuso, sin duda, la necesidad de borrar la coincidencia entre el ataque y la ausencia de ese hombre a quien amaba en secreto, pues de lo contrarío esa constante coincidencia traicionaría el secreto. Después quedó la duración del ataque como una marca de su significado originario.

Recordé haber visto y oído tiempo atrás, en la clínica de Charcot, que en las personas que padecen de mutismo histérico la escritura hace vicariamente las veces del habla. Escriben con mayor soltura, más rápido y mejor que otras personas, y que ellas mismas antes. Igual le había ocurrido a Dora. En los primeros días de su afonía, «la escritura le fluía siempre con particular facilidad de la mano». Esta peculiaridad, como expresión de una función fisiológica sustitutiva que la necesidad se procura, no exigía en verdad un esclarecimiento psicológico; pero lo notable era que este último se obtenía fácilmente. El señor K. le escribía mucho cuando estaba de viaje, le enviaba tarjetas postales; llegó a ocurrir que ella sola estuviera al tanto del día de su regreso, y este sorprendiera a la señora K. Por lo demás, el hecho de que uno entable correspondencia con el ausente, con quien no puede hablar, no es menos natural que el de tratar de hacerse entender por escrito cuando uno ha perdido la voz. La afonía de Dora admitía entonces la siguiente interpretación simbólica: Cuando el amado estaba lejos, ella renunciaba a hablar; el hacerlo había perdido valor, pues no podía hablar con él. En cambio, la escritura cobraba importancia como el único medio por el cual podía tratar con el ausente.

Ahora bien, ¿sentaré la tesis de que en todos los casos de afonía periódica debe diagnosticarse la existencia de un amado que temporariamente se ausenta del lugar? No es mí propósito, por cierto. La determinación del síntoma en el caso de Dora es demasiado específica como para que pueda pensarse en una frecuente repetición de esa misma etiología accidental. Pero, ¿qué valor tiene entonces el esclarecimiento de la afonía en nuestro caso? ¿No nos hemos dejado engañar por un juego de ingenio? Creo que no. Aquí conviene traer a la memoria la pregunta tantas veces planteada: ¿Son los síntomas de la histeria de origen psíquico o somático? O, si se admite lo primero, ¿tienen todos necesariamente¿ un condicionamiento psíquico? Esta pregunta, como tantas otras en cuya respuesta vemos empeñarse en vano a los investigadores, no es adecuada. El estado real de las cosas no está comprendido en la alternativa que ella plantea. Hasta donde yo alcanzo a verlo, todo síntoma histérico requiere de la contribución de las dos partes. No puede producirse sin cierta solicitación (transacción} somática brindada por un proceso normal o patológico en el interior de un órgano del cuerpo, o relativo a ese órgano. Pero no se produce más que una sola vez -y está en el carácter del síntoma histérico la capacidad de repetirse- si no posee un significado {valor, intencionalidad} psíquico, un sentido. El síntoma histérico no trae consigo este sentido, sino que le es prestado, es soldado con él, por así decir, y en cada caso puede ser diverso de acuerdo con la naturaleza de los pensamientos sofocados que pugnan por expresarse. Es verdad que una serie de factores operan para hacer menos arbitrarias las relaciones entre los pensamientos inconcientes y los procesos somáticos que se les ofrecen como medio de expresión, así como para aproximarlas a unos pocos enlaces típicos. Para la terapia, las destinaciones {Bestimmung} dadas dentro del material psíquico accidental son las más importantes; los síntomas se solucionan en la medida en que se explora su intencionalidad psíquica. Una vez que se ha removido lo que puede eliminarse mediante un psicoanálisis, es posible formarse toda clase de ideas, probablemente acertadas, acerca de las bases somáticas, por lo general orgánico-constitucionales, de los síntomas. Tampoco respecto de los ataques de tos y de afonía de Dora nos restringiremos a la interpretación psicoanalítica, sino que pesquisaremos tras ella el factor orgánico del cual partió la «solicitación somática» para que pudiera expresarse la inclinación que ella sentía por un amado temporariamente ausente. Y si en este caso hubiera de parecernos fruto de un habilidoso artificio el enlace entre expresión sintomática y contenido de los pensamientos inconcientes, nos vendrá bien enterarnos de que la misma impresión puede obtenerse en cualquier otro caso, a raíz de cualquier otro ejemplo.

Ahora se me dirá, lo sé, que es muy modesta ganancia la de que merced al psicoanálisis no debamos buscar más el enigma de la histeria en la «particular labilidad de las moléculas nerviosas» o en la posibilidad de unos estados hipnoides, sino en la «solicitación somática». En contra de esa observación destacaré que el enigma no sólo ha cedido algo de este modo, sino que se ha empequeñecido un poco. Ya no se trata del enigma íntegro, sino de una parte de él, en la cual está contenido el carácter particular de la histeria, que la diferencia de otras psiconeurosis. En todas las psiconeurosis los procesos psíquicos son durante un buen trecho los mismos, y sólo después entra en cuenta la «solicitación somática» que procura a los procesos psíquicos inconcientes una salida hacia lo corporal. Cuando este factor no se presenta, el estado total será diverso de un síntoma histérico, pese a lo cual es afín en cierta medida: tal vez una fobia o una idea obsesiva; en suma, un síntoma psíquico.

Ahora vuelvo al reproche de «simulación» de enfermedades que Dora hacía a su padre. Pronto observamos que no le correspondían sólo autorreproches con respecto a estados patológicos anteriores, sino también otros referidos al presente. En este punto el médico tiene habitualmente la tarea de colegir y de completar lo que el análisis le brinda sólo en alusiones. Tuve que llamar la atención de la paciente sobre el hecho de que su actual enfermedad respondía a motivos y era tendenciosa tanto como la de la señora K., que ella había comprendido. He aquí mis puntualizaciones: no había duda de que ella tenía en vista un fin que esperaba alcanzar mediante su enfermedad. Ahora bien, este no podía ser otro que el de hacer que el padre se alejase de la señora K. Mediante ruegos y argumentos no lo lograba; quizás esperaba alcanzarlo causando espanto al padre (véase la carta de despedida), despertando su compasión (por medio de los ataques de desmayo), si nada de eso servía, al menos se vengaría de él. Bien sabía cuánto apego le tenía él, y que le acudían lágrimas a los ojos cuando le preguntaban por el estado de su hija. Yo estaba plenamente convencido de que habría sanado enseguida si el padre le hubiera declarado que sacrificaba a la señora K. en bien de su salud; y esperaba que el padre no cediese, pues entonces ella conocería por experiencia el poderoso medio que tenía en sus manos, y por cierto no dejaría de servirse de sus posibilidades de enfermar en toda ocasión futura. Pero si el padre no cedía, yo debía estar preparado: ella no habría de renunciar tan fácilmente a su enfermedad.

Omito los detalles que mostraron cuán cabalmente correcto era todo esto, y prefiero traer a colación aquí algunas observaciones generales sobre el papel de los motivos de la enfermedad en el caso de la histeria. Los motivos de la enfermedad han de separarse nítidamente, se entiende, de las posibilidades de enfermar, vale decir, del material con que se aprontan los síntomas. Ellos no tienen participación alguna en la formación de síntoma, y ni siquiera existieron al comienzo de la enfermedad; sólo secundariamente se agregan, pero sólo con su advenimiento se constituye plenamente la enfermedad.  Puede descontarse su existencia en todos los casos en que esté presente un padecimiento real y de larga data. El síntoma es primero, en la vida psíquica, un huésped mal recibido; lo tiene todo en contra y por eso se desvanece tan fácilmente, en apariencia por sí solo, bajo la influencia del tiempo. Al comienzo no cumple ningún cometido útil dentro de la economía psíquica, pero muy a menudo lo obtiene secundariamente; una corriente psíquica cualquiera halla cómodo servirse del síntoma, y entonces este alcanza una función secundaría y queda como anclado en la vida anímica. El que pretenda sanar al enfermo tropieza entonces, para su asombro, con una gran resistencia, que le enseña que el propósito del enfermo de abandonar la enfermedad no es tan cabal ni tan serio.  Imagínese a un trabajador, por ejemplo a un albañil, que ha quedado inválido por un accidente y ahora se gana la vida mendigando en una esquina. Un taumaturgo se llega a él y le promete sanarle la pierna inválida y devolverle la marcha. No debe esperarse, yo creo, que se pinte en su rostro una particular alegría. Sin duda alguna, se sintió en extremo desdichado cuando sufrió la mutilación, advirtió que nunca más podría trabajar y moriría de hambre o se vería forzado a vivir de la limosna. Pero desde entonces, lo que antes lo dejó sin la posibilidad de ganarse el pan se ha trasformado en la fuente de su sustento: vive de su invalidez. Si se le quita esta, quizá se lo deje totalmente inerme; entretanto ha olvidado su oficio, ha perdido sus hábitos de trabajo y se ha acostumbrado a la holgazanería, quizá también a la bebida.

A menudo, los motivos para enfermar empiezan a obrar ya en la infancia. La niña hambrienta de amor que de mala gana comparte con sus hermanos la ternura de los padres observa que esta vuelve a afluirle si ella enferma y causa inquietud en los padres. Ahora conoce un medio para granjearse el amor de sus progenitores, y se valdrá de él tan pronto como disponga del material psíquico para producir una enfermedad. Cuando la niña se ha hecho mujer y, en total contradicción con los reclamos de su infancia, se ha casado con un hombre desconsiderado, que sofoca su voluntad, explota sin contemplaciones su capacidad de trabajo y no le brinda ternura ni le da dinero, la única arma que le queda para afirmarse en la vida es la enfermedad. Esta le procura la anhelada consideración, obliga a su marido a hacer sacrificios pecuniarios y a usar miramientos que no habría tenido de estar ella sana, y, en caso de que se cure, lo fuerza a tratarla con precaución, pues de lo contrario amenaza tener una recaída. El carácter en apariencia objetivo e involuntario del estado patológico, que el médico que la trata no puede menos que refrendar, le posibilita el uso conforme a fines, y sin reproches concientes, de un medio que probó su eficacia en los años de la infancia.

¡Sin duda alguna, ese estado de enfermedad es obra de un propósito! Los estados patológicos se hallan por lo general destinados {bestimmen} a cierta persona, de suerte que desaparecen cuando esta se aleja. El juicio más burdo y trivial acerca de los trastornos histéricos, que puede escucharse en labios de parientes incultos o de enfermeras, es en cierto sentido correcto. Es verdad que la mujer que yace paralizada en cama se levantaría de un salto si estallara un incendio en la habitación, que la mujer melindrosa olvidaría todos sus achaques si un hijo se le enfermara con riesgo de muerte o una catástrofe amenazara la situación hogareña. Todos los que se pronuncian así sobre los enfermos tienen razón, menos en un punto: descuidan la diferencia psicológica entre conciente e inconciente, lo que tal vez esté permitido todavía en el caso del niño, pero en el adulto ya no cuadra. Por eso es que no le sirven de nada al enfermo todos esos aseguramientos de que «querer es poder», ni todas las exhortaciones y vituperios. Es preciso intentar primero que se convenza a sí mismo, por el rodeo del análisis, de la existencia de ese propósito de enfermar.

En el caso de la histeria, el punto débil para cualquier terapia, incluido el psicoanálisis, reside, en general, en el combate contra los motivos de la enfermedad. La peripecia de vida del propio enfermo, en cambio, tiene facilitadas las cosas, pues no le hace falta atacar su constitución ni su material patógeno; le quita un motivo para estar enfermo y él se libra de su enfermedad temporariamente, y aun quizá de manera duradera. Si nosotros, los médicos, pudiéramos inteligir más a menudo los intereses vitales que los enfermos nos ocultan, ¡cuántas menos curas milagrosas y desapariciones espontáneas de síntomas admitiríamos en el caso de la histeria! Ora ha expirado cierto plazo, ora ha cesado el miramiento por una segunda persona, o una situación ha variado radicalmente por un acontecimiento exterior, y hete aquí que el padecimiento hasta entonces obstinado desaparece como de golpe, al parecer espontáneamente, pero en verdad porque se le ha sustraído el motivo más fuerte, uno de sus usos en la vida.

Motivos que sostienen la condición de enfermo se hallarán, probablemente, en todos los casos bien desarrollados. Pero hay casos con motivos puramente internos, como el autocastigo, vale decir, el arrepentimiento y la expiación. En ellos la tarea terapéutica resultará más fácil de solucionar que en los casos en que la enfermedad está vinculada al logro de una meta exterior.  Para Dora, evidentemente, esta meta era mover a compasión al padre y hacerlo apartarse de la señora K.

Por lo demás, ningún proceder de él parecía irritarla tanto como su predisposición a pensar que la escena junto al lago era un producto de su fantasía. Se ponía fuera de sí cuando consideraba la suposición de que pudiera haber imaginado meramente algo esa vez. Largo tiempo me tuvo perplejo colegir el autorreproche que se ocultaba tras el apasionado rechazo de esa explicación. Había derecho a conjeturar algo oculto tras eso, pues un reproche que no acierta tampoco agravia duraderamente. Por otra parte, llegué a la conclusión de que el relato de Dora respondía a la verdad en todos sus puntos. Apenas hubo comprendido los propósitos del señor K., no lo dejó explicarse, le dio una bofetada en el rostro y escapó. Después que se fue, su conducta tiene que haberle parecido al hombre tan incomprensible como a nosotros, pues no podía menos que haber inferido desde mucho antes, por un sinnúmero de pequeños indicios, que tenía asegurada la predilección de la muchacha. En el examen del segundo sueño hallaremos tanto la solución de este enigma cuanto el autorreproche que en vano buscamos al comienzo.

Como las acusaciones contra el padre se repetían con fatigante monotonía, y al hacerlas ella tosía continuamente, tuve que pensar que ese síntoma podía tener un significado referido al padre. De otra manera, los requisitos que suelo exigir a una explicación de síntoma estarían lejos de satisfacerse. Según una regla que yo había podido corroborar tina y otra vez, pero no me había atrevido a formular con validez universal, un síntoma significa la figuración realización de una fantasía de contenido sexual, vale decir, de una situación sexual. Mejor dicho: por lo menos uno de los significados de un síntoma corresponde a la figuración de una fantasía sexual, mientras que los otros significados no están sometidos a esa restricción en su contenido. Pronto se averigua, cuando se emprende el trabajo psicoanalítico, que un síntoma tiene más de un significado y sirve para la figuración de varias ilaciones inconcientes de pensamiento. Y yo agregaría que, a mi entender, una única ilación de pensamiento o fantasía inconciente difícilmente baste para la producción de un síntoma.

Muy pronto se presentó la oportunidad de atribuir a la tos nerviosa una interpretación de esa clase, por una situación sexual fantaseada. Cuando insistió otra vez en que la señora K. sólo amaba al papá porque era «ein vermógender Mann» {un hombre de recursos, acaudalado}, por ciertas circunstancias colaterales de su expresión (que omito aquí, como la mayoría de los aspectos puramente técnicos del trabajo de análisis) yo noté que tras esa frase se ocultaba su contraria: que el padre era ein unvermögender Mann {un hombre sin recursos}. Esto sólo podía entenderse sexualmente, a saber: que el padre no tenía recursos como hombre, era impotente. Después que Dora hubo corroborado esta interpretación por su conocimiento conciente, le expuse la contradicción en que caía cuando, por un lado, insistía en que la relación con la señora K. era un vulgar asunto amoroso y, por el otro, aseveraba que el padre era impotente, y en consecuencia incapaz de sacar partido de semejante relación. Su respuesta mostró que no le hacía falta admitir la contradicción. Bien sabía -dijo- que hay más de una manera de satisfacción sexual. Por lo demás, la fuente de este conocimiento le era de nuevo inhallable. Cuando le pregunté si aludía al uso de otros órganos que los genitales para el comercio sexual, me dijo que sí; y yo pude proseguir: sin duda pensaba justamente en aquellas partes del cuerpo que en ella se encontraban en estado de irritación (garganta, cavidad bucal). Por cierto, no quiso saber nada de que sus pensamientos pudieran llegar hasta ahí -y, si eso debía posibilitar el síntoma, tampoco podía ella tenerlo totalmente en claro- No obstante, era irrecusable que las cosas debían completarse así: con su tos espasmódica, que, como es común, respondía al estímulo de un cosquilleo en la garganta, ella se representaba una situación de satisfacción sexual per os entre las dos personas cuyo vínculo amoroso la ocupaba tan de continuo. Desde luego, armoniza muy bien con esto que la tos desapareciera muy poco después que ella recibió, callada, este esclarecimiento; pero no atribuyamos demasiado valor a este cambio, pues hartas veces se había producido ya espontáneamente.

En caso de que esta pequeña pieza del análisis despierte en el lector médico, además de la incredulidad, que es asunto suyo, también extrañeza y horror, estoy dispuesto a examinar aquí si esas dos reacciones se encuentran o no justificadas. La extrañeza, creo, está motivada por mi osadía en hablar de cosas tan delicadas y desagradables con una muchacha joven -o, en general, con una mujer en edad de merecer- Y el horror, sin duda, atañe a la posibilidad de que una muchacha virgen pueda conocer semejantes prácticas y ocuparse de ellas en su fantasía. En ambos puntos yo aconsejaría moderación y reflexión. Ni uno ni otro dan fundamento para indignarse. Con señoritas y señoras es posible hablar de todos los asuntos sexuales sin perjudicarlas en nada ni suscitar sospechas si, en primer lugar, uno adopta una cierta manera de hacerlo y, en segundo lugar, puede crear en ellas la convicción de que es inevitable. Con esas condiciones, también el ginecólogo se permite someterlas a todos los desnudamientos posibles. La mejor manera de hablar de estas cosas es hacerlo seca y directamente; esta es, al mismo tiempo, la más alejada de la concupiscencia con que estos temas son tratados en la «sociedad» y al que tanto señoritas como señoras están bien acostumbradas. Doy a órganos y a procesos sus nombres técnicos, y los comunico -a los nombres- cuando se los ignora. «J’appelle un chat un chat» {LIamo al pan, pan y al vino, vino}. He sabido, por cierto, que hay médicos y no médicos que se escandalizan de una terapia en la que se mantienen tales coloquios, y parecen envidiar a mí o a mis pacientes el cosquilleo que, según sus expectativas, eso supone. Pero conozco demasiado bien la decencia de esos señores como para conmoverme por ello. Resistiré la tentación de escribir una sátira. Una sola cosa diré; a menudo me causa contento oír exclamar a una paciente a quien la franqueza en cosas sexuales no le resultó fácil al comienzo: « i Ah! ¡La cura de usted es muchísimo más decente que la conversación del señor X!».

Antes de emprender el tratamiento de una histeria es preciso estar convencido de que será inevitable tocar temas sexuales, o al menos estar dispuesto a dejarse convencer por las experiencias. Uno se dice entonces: «Pour faire une omelette il faut casser des oeufs» {No se hace una tortilla sin romper los huevos}. Los pacientes mismos se convencen con facilidad; hartas oportunidades hay para ello en el curso del tratamiento. No hay nada que reprocharse por hablar con ellos de los hechos de la vida sexual normal o anormal. Si uno es un poco cauteloso, no hace más que trasponer a lo conciente lo que ya se sabía en lo inconciente; y toda la eficacia de la cura estriba en la intelección de que los influjos de afecto de una idea inconciente son más intensos y, puesto que no son inhibibles, más perjudiciales que los de una conciente. Nunca se corre el peligro de corromper a una muchacha sin experiencia; cuando en lo inconciente no hay conocimiento alguno sobre procesos sexuales, tampoco se produce ningún síntoma histérico. Toda vez que se encuentra una histeria, ni hablar de «pensamientos inocentes» en el sentido de los padres y los educadores. En niños de diez, doce y catorce años, tanto varones como mujeres, he podido convencerme de que esta afirmación es válida sin excepciones.

En cuanto a la segunda reacción de sentimiento, ya no se dirige a mí, sino, en caso de que yo esté en lo cierto, a mi paciente: se halla horroroso el carácter perverso de sus fantasías. Pero yo insistiría en que semejante apasionamiento en la condena no es asunto del médico. Entre otras cosas, me parece fuera de lugar que un médico, al escribir sobre los extravíos de las pulsiones sexuales, aproveche cada oportunidad para intercalar en el texto la expresión de su personal repugnancia frente a cosas tan despreciables. Estamos frente a un hecho, y es de esperar que nos habituemos a él sofocando nuestros gustos. Tiene que ser posible hablar sin indignarse de lo que llamamos perversiones sexuales, esas trasgresiones de la función sexual tanto en el ámbito del cuerpo cuanto en el del objeto sexual. Ya la imprecisión de los límites de lo que ha de llamarse vida sexual normal en diferentes razas y en épocas diversas debería calmar a los que dan pruebas de tanto celo. Tampoco deberíamos olvidar que la más despreciable, para nosotros, de esas perversiones, el amor sexual entre hombres, en un pueblo que tanto nos aventajaba en cultura como fue el de los griegos no sólo era tolerada sino que se le atribuían importantes funciones sociales. Y cada uno de nosotros, en su propia vida sexual, ora en esto, ora en estotro, trasgrede un poquito los estrechos límites de lo que se juzga normal. Las perversiones no son bestialidades ni degeneraciones en el sentido patético de la palabra. Son desarrollos de gérmenes, contenidos todos ellos en la disposición sexual indiferenciada del niño, cuya sofocación o cuya vuelta {Wendung] hacia metas más elevadas, asexuales -su sublimación-, están destinadas a proporcionar la fuerza motriz de un buen número de nuestros logros culturales. Por tanto, toda vez que alguien, de manera grosera y manifiesta, ha devenido perverso, puede decirse, más correctamente, que ha permanecido tal: ejemplifica un estadio de una inhibición del desarrollo. Todos los psiconeuróticos son personas con inclinaciones perversas muy marcadas, pero reprimidas y devenidas inconcientes en el curso del desarrollo. Por eso sus fantasías inconcientes exhiben idéntico contenido que las acciones que se han documentado en los perversos, aunque no hayan leído la Psychopathia sexualis, de Krafft-Ebing, libro al que los ingenuos atribuyen tanta culpa en la génesis de las inclinaciones perversas. Las psiconeurosis son, por así decir, el negativo de las perversiones. La constitución sexual, en la que va contenida también la expresión de la herencia, coopera en los neuróticos con influencias accidentales que sufrieron en su vida y perturbaron el despliegue de la sexualidad normal. Las corrientes de agua que tropiezan con un obstáculo en su cauce se volcarán a un cauce antiguo que parecía destinado a permanecer seco. Las fuerzas impulsoras para la formación de síntomas histéricos no provienen sólo de la sexualidad normal reprimida, sino también de las mociones perversas inconcientes.

Las menos chocantes entre las llamadas perversiones sexuales gozan de la más amplia difusión en nuestra población, como todo el mundo lo sabe, excepto los médicos que escriben sobre este tema. O más bien esos autores también lo saben; sólo que se empeñan en olvidarlo en el momento de tomar la pluma para escribir. No es asombroso, entonces, que nuestra histérica de casi diecinueve años tuviera conocimiento de la existencia de esa clase de comercio sexual (la succión del miembro viril), hubiera desarrollado una fantasía inconciente de esa índole y la expresara a través de la sensación de estímulo en la garganta y la tos. Tampoco sería asombroso que sin esclarecimiento externo hubiera llegado por sí sola a esa fantasía, como lo he comprobado con certeza en el caso de otras pacientes. En efecto, un hecho notable proporcionaba en ella la precondición somática para la creación autónoma de una fantasía que coincide, por otra parte, con el obrar de los perversos. Recordaba muy bien que en su infancia había sido una «chupeteadora». Asimismo, el padre se acordaba de haberle quitado esa costumbre, mantenida por ella hasta su cuarto o quinto año de vida. La propia Dora conservaba clara en la memoria una imagen de sus años de infancia: estaba sentada en el suelo, en un rincón, chupándose el pulgar de la mano izquierda, mientras con la derecha daba tironcitos al lóbulo de la oreja de su hermano, que estaba ahí quieto, sentado. Esta es la manera completa de autosafisfacción por el chupeteo, que también otras pacientes -después anestésicas e histéricas- me han contado.

Una de ellas me dio un indicio que echa clara luz sobre el origen de este extraño hábito. La joven señora, que nunca se había quitado la costumbre del chupeteo, se veía en un recuerdo de infancia, presuntamente en la primera mitad de su segundo año de vida, mamando del pecho de su nodriza, quien le daba rítmicos tironcitos del lóbulo de la oreja. Nadie pondrá en duda, creo, que la mucosa de los labios y de la boca puede considerarse una zona erógena primaria, pues una parte de esa satisfacción se ha conservado en el beso, que se juzga normal. La intensa activación de esta zona erógena a temprana edad es, por tanto, la condición para la posterior solicitación somática de parte del tracto de mucosa que empieza en los labios. Si después, en una época en que el genuino objeto sexual, el miembro masculino, es conocido ya, se presentan circunstancias que hacen acrecer de nuevo la excitación de la zona de la boca, que ha conservado su carácter erógeno, no hace falta un gran dispendio de fuerza creadora para remplazar en la situación de satisfacción el pezón originario y el dedo, que fue su vicario, por el objeto sexual actual, el pene. Así, esta fantasía perversa de la succión del pene, desde todo punto de vista chocante, tiene el más inocente origen; es la nueva versión de una impresión que ha de llamarse prehistórica, la de la succión del pecho de la madre o de la nodriza, que por lo común se reaviva en el trato con niños que son amamantados. Las más de las veces la ubre de la vaca sirve como adecuada representación intermedia entre pezón y pene.

La interpretación del síntoma de la garganta de Dora, que acabamos de referir, da lugar todavía a otra observación. Puede preguntarse cómo se compadece esta situación sexual fantaseada con la otra explicación, a saber, que el advenimiento y desaparición de las manifestaciones patológicas imitaba la presencia y ausencia del hombre amado, lo cual, por tanto, incorporando la conducta de la señora K., -expresaba este pensamiento: «Si yo fuera su mujer, lo amaría de manera totalmente diversa; enfermaría (de nostalgia) cuando él partiera de viaje, y sanaría (de contento) cuando regresara a casa». A ello debo responder, según mis experiencias en la solución de síntomas histéricos: No es necesario que los diversos significados de un síntoma sean compatibles entre sí, vale decir, se complementen dentro de una trabazón. Basta con que esta última quede establecida por el tema que ha dado origen a las diversas fantasías. En nuestro caso, por lo demás, esa compatibilidad no queda excluida; uno de los significados adhiere más a la tos, el otro más a la afonía y al ciclo de los estados; probablemente un análisis más fino habría permitido reconocer con mayor sutileza los detalles de la enfermedad.

Ya tenemos averiguado que un síntoma corresponde con toda regularidad a varios significados simultáneamente; agreguemos ahora que también puede expresar varios significados sucesivamente. El síntoma puede variar uno de sus significados o su significado principal en el curso de los años, o el papel rector puede pasar de un significado a otro. Hay como un rasgo conservador en el carácter de la neurosis: el hecho de que el síntoma ya constituido se preserva en lo posible por más que el pensamiento inconciente que en él se expresó haya perdido significado. Pero también es fácil explicar mecánicamente esta tendencia a la conservación del síntoma; es tan difícil la producción de un síntoma así, son tantas las condiciones favorecedoras que se requieren para esa trasferencia de la excitación puramente psíquica a lo corporal que yo he llamado conversión  y es tan raro que se disponga de una solicitación somática como la que se necesita para aquella, que el esfuerzo ejercido desde lo inconciente para descargar la excitación lleva a contentarse en lo posible con la vía de descarga ya transitable. Mucho más fácil que crear una nueva conversión parece producir vínculos asociativos entre un pensamiento nuevo urgido de descarga y el antiguo, que ha perdido esa urgencia. Por la vía así facilitada fluye la excitación desde su nueva fuente hacia el lugar anterior de la descarga, y el síntoma se asemeja, según la expresión del Evangelio, a un odre viejo que es llenado con vino nuevo. Por más que siguiendo estas elucidaciones la parte somática del síntoma histérico aparezca como el elemento más permanente, de más difícil sustitución, y la psíquica como el más mudable, el más fácil de subrogar, no se infiera de esa relación una jerarquía entre ambas. Para la terapia psíquica, la parte psíquica es en todos los casos la más importante.

En el caso de Dora, la incesante repetición de los mismos pensamientos acerca de la relación entre su padre y la señora K. ofreció al análisis la oportunidad para un aprovechamiento todavía más importante.

Un itinerario de pensamientos así puede llamarse hiperintenso {überstärkt} o, mejor, reforzado {verstärkt}, hipervalente {überwertig}, en el sentido de Wernicke. A pesar de su carácter en apariencia correcto, resulta patológico por esta peculiaridad: no puede ser destruido ni eliminado por más esfuerzos conceptuales concientes y deliberados que haga la persona. A un itinerario de pensamientos normal, por intenso que sea, a la postre uno le pone fin.

Dora sentía con todo acierto que sus pensamientos acerca del papá reclamaban una apreciación particular: «No puedo pensar en otra cosa -se quejaba muchas veces-. Mi hermano me dice que los hijos no tenemos derecho a criticar estos actos del papá. No tenemos que hacer caso de ellos, y aun quizá debemos alegrarnos de que haya encontrado a una mujer de quien su corazón pueda prendarse, porque mamá lo comprende muy poco. Yo también veo esto, y querría pensar como mi hermano, pero no puedo. No puedo perdonárselo».

Ahora bien, ¿qué hacer frente a un pensamiento hipervalente de esa índole, después que se ha escuchado su fundamentacíón conciente así como las infructuosas objeciones que se le hicieron? Decirse que este itinerario hiperintenso de pensamiento debe su refuerzo a lo inconciente. El trabajo conceptual no puede resolverlo, sea porque sus raíces llegan hasta el material inconciente, reprimido, sea porque tras él se oculta otro pensamiento inconciente. Y este último es casi siempre su opuesto directo {contrarrecíproco}. Los opuestos siempre están enlazados estrechamente entre sí, y a menudo apareados de tal suerte que uno de los pensamientos es conciente con hiperintensidad, pero su contraparte está reprimida y es inconciente. Esta constelación es resultado del proceso represivo. La represión {esfuerzo de suplantación}, en efecto, a menudo se produjo por el esfuerzo desmedido del opuesto del pensamiento que se reprimía. A esto lo llamo refuerzo reactivo, y llamo pensamiento reactivo al que se afirma en lo conciente con hiperintensidad y se muestra indestructible, a la manera de un prejuicio. Los dos pensamientos se comportan entre sí, entonces, más o menos como las dos agujas de un galvanómetro astático. Mediante un cierto sobreaflujo de intensidad, el pensamiento reactivo retiene en la represión {desalojo} al repelido; pero al hacerlo, él mismo queda como «taponado» y resguardado del trabajo conceptual conciente. Entonces, hacer conciente el opuesto reprimido es el camino que permite sustraer su refuerzo al pensamiento hiperintenso.

No debemos excluir la posibilidad de encontrarnos con casos que no presenten uno solo de esos fundamentos de la hipervalencia, sino la concurrencia de ambos. Todavía pueden darse otras complicaciones, pero será fácil articularlas con lo ya expuesto.

En el ejemplo que Dora nos ofrece, ensayemos para comenzar la primera hipótesis, a saber, que la raíz de su preocupación compulsiva por la relación del padre con la señora K. le era desconocida {unbekennen} porque residía en lo inconciente. No es difícil colegir esta raíz a partir de las circunstancias y los fenómenos. Era evidente que su conducta rebasaba con mucho la esfera que corresponde a una hija; más bien sentía y obraba como una mujer celosa, tal como se lo habría esperado de la madre. Con su exigencia «o ella o yo», con las escenas que hacía y la amenaza de suicidio que dejó entrever, evidentemente ocupaba el lugar de la madre. Y si hemos colegido con acierto la fantasía referida a una situación sexual que estaba en la base de su tos, ella ocupaba en esa fantasía el lugar de la señora K. Por tanto, se identificaba con las dos mujeres amadas por el padre: con la que amaba ahora y con la que habría amado antes. La conclusión resulta obvia: se sentía inclinada hacia su padre en mayor medida de lo que sabía o querría admitir, pues estaba enamorada de él.

He aprendido a ver en tales vínculos amorosos inconcientes entre padre e hija, y entre madre e hijo, de los cuales tomamos conocimiento por sus consecuencias anormales, la reanimación de unos gérmenes de sentimiento infantil. En otros lugares he expuesto cuán temprano se ejerce la atracción sexual entre padres e hijos, y he mostrado que la fábula de Edipo debe entenderse probablemente como la elaboración literaria de lo que hay de típico en esos vínculos. Y esta temprana inclinación de la hija por el padre, y del hijo por la madre, de la que probablemente se halle una nítida huella en la mayoría de los seres humanos, no puede menos que suponerse más intensa, ya desde el comienzo, en el caso de niños constitucionalmente destinados a la neurosis, de maduración precoz y hambrientos de amor. Entran en juego entonces ciertos influjos que no hemos de tratar aquí: ellos fijan esa rudimentaria moción amorosa o la refuerzan de suerte tal que aún en la infancia, o a lo sumo en la pubertad, se convierte en algo equiparable a una inclinación sexual y que, como esta, absorbe a la libido.  En el caso de nuestra paciente, las circunstancias externas no son desfavorables a dicha hipótesis. Su disposición la hacía sentirse atraída por el padre, y las muchas enfermedades que este contrajo no pudieron menos que acrecentar su ternura hacia él; en esas situaciones sucedió también que su padre sólo de ella admitía los pequeños servicios que requería su cuidado; orgulloso por su precoz inteligencia, siendo todavía una niña la había convertido en su confidente. Cuando apareció la señora K. fue Dora, y no su madre, la suplantada {verdrängen} de más de una posición.

Cuando comuniqué a Dora que yo debía suponer que su inclinación hacia el padre había tenido, ya en época temprana, el carácter de un enamoramiento cabal, ella me dio, es verdad, su habitual respuesta: «No me acuerdo de eso»; pero acto seguido me informó de algo análogo acerca de una prima de siete años (de parte de la madre) en la que a menudo ella creía ver como un reflejo de su propia infancia. La pequeña había vuelto a presenciar una áspera disputa entre sus padres y le susurró al oído a Dora, que llegaba de visita: «¡No puedes imaginarte cuánto odio a esa persona (aludiendo a la madre)! Y si alguna vez se muere, me casaré con papá». Estoy habituado a ver en tales ocurrencias {Einfall}, que presentan algo acorde con el contenido de lo que yo he aseverado {al paciente}, una confirmación que viene del inconciente. Ninguna otra clase de «sí» se escucha desde el inconciente; un «no» inconciente no existe en absoluto.

Dora, pues, estaba enamorada de su padre, pero durante varios años no lo exteriorizó; más bien mantuvo en ese lapso la más cariñosa armonía con la mujer que la había desalojado {verdrängen} del lugar que ocupaba junto a él, y aun favoreció su relación con este, como sabemos por sus auto reproches. Entonces, ese amor se había renovado en fecha reciente, y si esto fue así, tenemos derecho a preguntarnos con qué fin sucedió. Manifiestamente, como síntoma reactivo para sofocar alguna otra cosa que, por tanto, era todavía más poderosa en el inconciente. Tal como se presentaba la situación, no pude sino pensar, en primer lugar, que lo sofocado era el amor por el señor K. Tuve que suponer que el enamoramiento de ella perduraba (aunque desde la escena junto al lago -y por motivos desconocidos- tropezaba con una fuerte renuencia de su parte) y que la muchacha había retomado y reforzado su vieja inclinación hacia el padre a fin de no tener que notar nada en su conciencia de ese primer amor adolescente que se le había vuelto penoso. Así pude inteligir también un conflicto apto para trastrocar la vida anímica de la muchacha. Por una parte le consternaba, sin duda, tener que rechazar la solicitud de ese hombre, sentía gran nostalgia por su persona y los pequeños signos de su ternura; por la otra, poderosos motivos, entre los cuales era fácil colegir su orgullo, se revolvían contra estas mociones de ternura y de nostalgia. De tal modo, dio en imaginar que había terminado con el señor K. -era la ganancia que le procuraba este típico proceso de represión- y, no obstante, tenía que llamar en su auxilio y exagerar la inclinación infantil hacia el padre a fin de protegerse contra ese enamoramiento que asediaba permanentemente su conciencia. El hecho de que casi de continuo la dominase un sentimiento de ira celosa parecía susceptible todavía de una ulterior determinación {determinismo}.

En modo alguno se oponía a mis expectativas el que yo provocase en Dora la más terminante contradicción al exponerle de esta manera las cosas. El «No» que se escucha del paciente tras exponer por primera vez a su percepción conciente los pensamientos reprimidos no hace sino ratificar la represión y su carácter terminante; mide su intensidad, por así decir. Si uno no entiende ese «No» como la expresión de un juicio imparcial, del cual por cierto el enfermo es incapaz, sino que lo pasa por alto y prosigue el trabajo, enseguida se obtienen las primeras pruebas de que «No» en estos casos significa el deseado «Sí». Ella confesó que no podía guardar, hacia el señor K. la inquina que este merecía. Contó que un día lo había encontrado por la calle, estando ella en compañía de una prima que no lo conocía. La prima exclamó de pronto: «¡Dora, ¿qué te pasa? Te has puesto mortalmente pálida!». En su interior no había sentido nada de ese cambio, pero le expliqué que los gestos y la expresión de los afectos obedecían más a lo inconciente que a lo conciente, y lo dejaban traslucir.  Otra vez, tras varios días en que había mantenido un talante alegre, acudió a mí del peor humor. No podía explicarlo; se sentía contrariada, declaró; era el cumpleaños de su tío y no se resolvía a felicitarlo; no sabía por qué. Mi arte interpretativo estaba embotado ese día; la dejé seguir hablando y de pronto recordó que hoy era también el cumpleaños del señor K., hecho que yo aproveché en su contra. Tampoco fue difícil explicar por qué los magníficos obsequios que le hicieran algunos días antes para su propio cumpleaños no le causaron ninguna alegría. Faltaba un obsequio, el del señor K., que evidentemente antes había sido para ella el más valioso.

No obstante, ella siguió perseverando en su contradicción a mi aseveración, hasta que hacia el final del análisis se obtuvo la terminante prueba de que esta era correcta.

Ahora tengo que considerar una complicación a la que por cierto no concedería espacio alguno si fuese literato en vez de médico y, en lugar de hacer su disección, tuviera que inventar un estado anímico así para un cuento. El elemento que ahora apuntaré no podrá menos que enturbiar y borrar la belleza y la poesía del conflicto que podemos suponer en Dora; la censura del literato lo sacrifica con acierto, pues sin duda él simplifica y abstrae cuando hace las veces de psicólogo. Pero en la realidad, que me esfuerzo por pintar aquí, la regla es la complicación de los motivos, la sumación y combinación de mociones anímicas; la sobredeterminación, en síntesis. Tras el itinerario de pensamientos hipervalentes que la hacían ocuparse de la relación de su padre con la señora K. se escondía, en efecto, una moción de celos cuyo objeto era esa mujer; vale decir, una moción que sólo podía basarse en una inclinación hacia el mismo sexo. Desde hace mucho se sabe, y a menudo se lo ha destacado, que en el varón y en la niña se observan durante la pubertad, aun en casos normales, claros indicios de la existencia de una inclinación hacia el mismo sexo. La amistad apasionada con una compañera de escuela, signada por juramentos, besos, la promesa de eterna reciprocidad y todas las susceptibilidades de los celos, suele ser la precursora del primer enamoramiento intenso de la muchacha por un hombre. En circunstancias favorables, la corriente homosexual a menudo se seca después; pero cuando no se obtiene la dicha en el amor por el hombre, es despertada de nuevo por la libido en años posteriores y acrecentada con diversos grados de intensidad. Entonces, si en las personas sanas se la puede comprobar sin esfuerzo (según acabamos de exponerlo), las observaciones anteriores que hicimos acerca de los gérmenes normales de perversión, más acusados en los neuróticos, nos hacen esperar también una más fuerte disposición homosexual en la constitución de estos últimos. Y ha de ser así, pues nunca he realizado el psicoanálisis de un hombre o de una mujer sin observar una muy acusada corriente homosexual de esta clase. En mujeres y muchachas histéricas cuya libido dirigida al hombre ha experimentado una sofocación enérgica, por regla general hallamos reforzada vicariamente, y aun conciente en parte, la libido dirigida a la mujer.

No seguiré tratando aquí este importante tema, indispensable en particular para la comprensión de la histeria masculina, porque el análisis de Dora terminó antes que pudiera echar luz sobre estas circunstancias. Pero recuérdese aquella gobernanta con la que vivió al comienzo como íntima confidente, hasta que notó que no la apreciaba ni trataba bien por su propia persona, sino por la del, padre, y entonces la forzó a abandonar la casa. También se demoraba con llamativa frecuencia y particular insistencia en el relato de otra ruptura que a ella misma le parecía enigmática. Con su segunda prima, la misma que después se puso de novia, siempre se había entendido particularmente bien, compartiendo con ella toda clase de secretos. La primera vez que el padre volvió a viajar a B. tras el interrumpido paseo por el lago, y Dora naturalmente declinó acompañarlo, le pidieron a esta prima que viajara junto con aquel, y aceptó. Desde entonces Dora sintió frialdad hacia ella, y ella misma se asombraba de lo indiferente que le era, por más que, según confesaba, no podía hacerle ningún reproche serio. Estas susceptibilidades me movieron a preguntarle por sus relaciones con la señora K. hasta el momento de la ruptura. Me enteré entonces de que la joven señora y la niña apenas adolescente habían vivido durante años en la mayor confianza. Cuando Dora se hospedaba en casa de los K., compartía el dormitorio con la señora: el marido era desterrado. Era la confidente y consejera de la mujer en todas las dificultades de su vida matrimonial; no había nada sobre lo cual no hubieran hablado. Medea se avino enteramente a que Creusa se congraciase con los dos niños; y tampoco hizo nada para estorbar la relación del padre de los niños con la muchacha. ¿Cómo llegó Dora a amar al hombre sobre quien su querida amiga supo decirle tantas cosas malas? He ahí un interesante problema psicológico, solucionable sin duda por la intelección de que en lo inconciente los pensamientos moran con particular comodidad en vecindad recíproca, y aun los opuestos se toleran sin trabar lucha, lo cual con harta frecuencia persiste aun en lo conciente.

Cuando Dora hablaba de la señora K., solía alabar su «cuerpo deliciosamente blanco» con un tono que era más el de una enamorada que el de una rival vencida. Más triste que enfadada, en otra ocasión me comunicó que estaba convencida de que los obsequios que su papá le hacía eran escogidos por la señora K.; conocía su gusto. Otra vez destacó que le habían regalado ciertas alhajas evidentemente por la intervención de la señora K.: eran en un todo parecidas a las que había visto en casa de ella, expresando en voz alta el deseo de poseerlas. Y aun debo consignar que nunca le escuché una palabra dura o airada acerca de esa mujer, en quien, empero, desde el punto de vista de sus pensamientos hipervalentes, habría debido ver a la causante de su desdicha. Su conducta parecía incongruente, pero esa aparente incongruencia no hacía sino expresar una corriente de sentimientos que venía a complicar la situación. En efecto, ¿cómo se había portado con ella esa amiga a quien amaba con tanto ardor? Después que Dora presentó su acusación contra el señor K., y el padre pidió por escrito a este cuenta de sus actos, él respondió primero con protestas de respeto y se ofreció a venir a la ciudad fabril para esclarecer todos los malentendidos. Pocas semanas más tarde, cuando el padre le habló en B., él ni se acordó de aquel respeto. Puso a la muchacha por el suelo y sacó a relucir, como carta de triunfo: Una muchacha que lee semejantes libros y se interesa por esas cosas no puede reclamar el respeto de un hombre. Era entonces la señora K. quien la había traicionado y denigrado; sólo con ella había hablado sobre Mantegazza y sobre temas prohibidos, Se repetía lo ocurrido con la gobernanta; tampoco la señora K. la había amado por su propia persona, sino por la del padre. La señora K. la había sacrificado sin reparos a fin de no verse perturbada en su relación con el padre de Dora. Quizás esta afrenta la tocó más de cerca, tuvo mayor eficacia patógena que la otra con que pretendió encubrirla, a saber, que el padre la había sacrificado. La amnesia tan obstinada con respecto a las fuentes de su conocimiento prohibido, ¿no apuntaría directamente al valor de sentimiento de la acusación y, de acuerdo con lo que acabamos de exponer, a la traición de que la hizo objeto la amiga?

Creo entonces no equivocarme al suponer que el hipervalente itinerario de pensamientos de Dora, que la hacía ocuparse de la relación de su padre con la señora K., no estaba destinado sólo a sofocar el amor por el señor K., amor que antes fue conciente, sino que también debía ocultar el amor por la señora K., inconciente en un sentido más profundo. Respecto de esta última corriente, aquellos pensamientos mantenían la relación de su opuesto directo. Dora se decía sin cesar que su padre la había sacrificado a esa mujer, hacía ver ruidosamente que no la dejaría poseer al papá, y de ese modo se ocultaba lo contrario: que no dejaría al papá poseer el amor de esa mujer, que no le perdonaba a la mujer amada el desengaño que le causó con su traición. La moción de celos femeninos estaba acoplada en el inconciente con unos celos como los que sentiría un hombre. Estas corrientes de sentimientos varoniles o, como es mejor decir, ginecófilos han de considerarse típicas de la vida amorosa inconciente de las muchachas histéricas.

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