Obras de S. Freud: Inhibición, síntoma y angustia, CAPÍTULO II

Obras de S. Freud: Inhibición, síntoma y angustia, CAPÍTULO II

II

Los rasgos básicos de la formación de síntoma están estudiados desde hace mucho tiempo, y -lo esperamos- expresados de una manera inatacable.  Según eso, el síntoma es indicio y sustituto de una satisfacción pulsional interceptada, es un resultado del proceso represivo. La represión parte del yo, quien, eventualmente por encargo del superyó, no quiere acatar una investidura pulsional incitada en el ello. Mediante la represión, el yo consigue coartar el devenir-conciente de la representación que era la portadora de la moción desagradable. El análisis demuestra a menudo que esta se ha conservado como formación inconciente. Hasta ahí todo estaría claro; pero enseguida empiezan las dificultades no resueltas.

Nuestras descripciones del proceso que sobreviene a raíz de la represión han destacado hasta hoy de manera expresa el éxito en la coartación de la conciencia, pero en otros puntos han dejado subsistir dudas. Surge esta pregunta: ¿cuál es el destino de la moción pulsional activada en el ello, cuya meta es la satisfacción? Dábamos una respuesta indirecta, a saber: por obra del proceso represivo, el placer de satisfacción que sería de esperar se muda en displacer; y entonces se planteaba otro problema: ¿cómo una satisfacción pulsional tendría por resultado un displacer? Esperamos aclarar ese estado de la cuestión mediante este preciso enunciado: A consecuencia de la represión, el decurso excitatorio intentado en el ello no se produce; el yo consigue inhibirlo o desviarlo. Con esto se disipa el enigma de la «mudanza de afecto» a raíz de la represión.  Pero así hemos concedido al yo la posibilidad de exteriorizar una vastísima influencia sobre los procesos del ello, y debemos averiguar cuál es la vía que le permite alcanzar este sorprendente despliegue de poder.

Creo que el yo adquiere este influjo a consecuencia de sus íntimos vínculos con el sistema percepción, vínculos que constituyen su esencia y han devenido el fundamento de su diferenciación respecto del ello. La función de este sistema, que hemos llamado P-Cc, se conecta con el fenómeno de la conciencia; recibe excitaciones no sólo de afuera, sino de adentro, y, por medio de las sensaciones de placer y displacer, que le llegan desde ahí, intenta guiar todos los decursos del acontecer anímico en el sentido del principio de placer. Tendemos a representarnos al yo como impotente frente al ello, pero, cuando se revuelve contra un proceso pulsional del ello, no le hace falta más que emitir una señal de displacer para alcanzar su propósito con ayuda de la instancia casi omnipotente del principio de placer. Si por un instante consideramos aislada esta situación, podemos ilustrarla por medio de un ejemplo tomado de otra esfera. Supongamos que en un Estado cierta camarilla quisiera defenderse de una medida cuya adopción respondiera a las inclinaciones de la masa. Entonces esa minoría se apodera de la prensa y por medio de ella trabaja la soberana «opinión pública» hasta conseguir que se intercepte la decisión planeada.

Y bien; aquella respuesta plantea otros problemas. ¿De dónde proviene la energía empleada para producir la señal de displacer? Aquí nos orienta la idea de que la defensa frente a un proceso indeseado del interior acaso acontezca siguiendo el patrón de la defensa frente a un estímulo exterior, y que el yo emprenda el mismo camino para preservarse tanto del peligro interior como del exterior. A raíz de un peligro externo, el ser orgánico inicia un intento de huida: primero quita la investidura a la percepción de lo peligroso; luego discierne que el medio más eficaz es realizar acciones musculares tales que vuelvan imposible la percepción del peligro, aun no rehusándose a ella, vale decir: sustraerse del campo de acción del peligro. Pues bien; la represión equivale a un tal intento de huida. El yo quita la investidura (preconciente) de la agencia representante de pulsión que es preciso reprimir {desalojar}, y la emplea para el desprendimiento de displacer (de angustia). Puede que no sea nada simple el problema del modo en que se engendra la angustia a raíz de la represión; empero, se tiene el derecho a retener la idea de que el yo es el genuino almácigo de la angustia, y a rechazar la concepción anterior, según la cual la energía de investidura de la moción reprimida se mudaba automáticamente en angustia. Al expresarme así anteriormente, proporcioné una descripción fenomenológica, no una exposición metapsicológica.

De lo dicho deriva un nuevo problema: ¿cómo es posible, desde el punto de vista económico, que un mero proceso de débito y descarga, como lo es el retiro de la investidura yoica preconciente, produzca un displacer o una angustia que, de acuerdo con nuestras premisas, sólo podrían ser consecuencia de una investidura acrecentada? Respondo que esa causación no está destinada a recibir explicación económica, pues la angustia no es producida como algo nuevo a raíz de la represión, sino que es reproducida como estado afectivo siguiendo tina imagen mnémica preexistente. Pero si ahora preguntamos por el origen de esa angustia -así como de los afectos en general-, abandonamos el indiscutido terreno psicológico para ingresar en el campo de la fisiología. Los estados afectivos están incorporados {einverleiben} en la vida anímica como unas sedimentaciones de antiquísimas vivencias traumáticas y, en situaciones parecidas, despiertan como unos símbolos mnémicos.  Opino que no andaría descaminado equiparándolos a los ataques histéricos, adquiridos tardía e individualmente, y considerándolos sus arquetipos normales.  En el hombre y en las criaturas emparentadas con él, el acto del nacimiento, en su calidad de primera vivencia individual de angustia, parece haber prestado rasgos característicos a la expresión del afecto de angustia. Pero no debemos sobrestimar este nexo ni olvidar, admitiéndolo, que un símbolo de afecto para la situación del peligro constituye una necesidad biológica y se lo habría creado en cualquier caso. Además, considero injustificado suponer que en todo estallido de angustia ocurra en la vida anímica algo equivalente a una reproducción de la situación del nacimiento. Ni siquiera es seguro que los ataques histéricos, que en su origen son unas reproducciones traumáticas de esa índole, conserven de manera duradera ese carácter.

En otro escrito he puntualizado que la mayoría de las represiones con que debemos habérnoslas en el trabajo terapéutico son casos de «esfuerzo de dar caza» {«Nachdrängen»}.  Presuponen represiones primordiales {Urverdrängungen} producidas con anterioridad, v que ejercen su influjo de atracción sobre la situación reciente. Es aún demasiado poco lo que se sabe acerca de esos trasfondos y grados previos de la represión. Se corte fácilmente el peligro de sobrestimar el papel del superyó en la represión. Por ahora no es posible decidir si la emergencia del superyó, crea, acaso, el deslinde entre «esfuerzo primordial de desalojo» {«Urverdrängung»} y «esfuerzo de dar caza». Comoquiera que fuese, los primeros -muy intensos- estallidos de angustia se producen antes de la diferenciación del superyó. Es enteramente verosímil que factores cuantitativos como la intensidad hipertrófica de la excitación y la ruptura de la protección antiestímulo constituyan las ocasiones inmediatas de las represiones primordiales.

La mención de la protección antiestímulo nos recuerda, a modo de una consigna, que las represiones emergen en dos diversas situaciones, a saber: cuando una percepción externa evoca una moción pulsional desagradable, y cuando esta emerge en lo interior sin mediar una provocación así. Más tarde volveremos sobre esa diversidad [pág. 146]. Ahora bien, protección antiestímulo la hay sólo frente a estímulos externos, no frente a exigencias pulsionales internas.

Mientras nos atenemos al estudio del intento de huida del yo, permanecemos alejados de la formación de síntoma. Este se engendra a partir de la moción pulsional afectada por la represión. Cuando el yo, recurriendo a la señal de displacer, consigue su propósito de sofocar por entero la moción pulsional, no nos enteramos de nada de lo acontecido. Sólo nos enseñan algo los casos que pueden caracterizarse como represiones fracasadas en mayor o menor medida.

De estos últimos obtenemos una exposición general: a pesar de la represión, la moción pulsional ha encontrado, por cierto, un sustituto, pero uno harto mutilado, desplazado {descentrado}, inhibido. Ya no es reconocible como satisfacción. Y si ese sustituto llega a consumarse, no se produce ninguna sensación de placer; en cambio de ello, tal consumación ha cobrado el carácter de la compulsión. Pero en esta degradación a síntoma del decurso de la satisfacción, la represión demuestra su poder también en otro punto. El proceso sustitutivo es mantenido lejos, en todo lo posible, de su descarga por la motilidad; y si esto no se logra, se ve. forzado a agotarse en la alteración del cuerpo propio y no se le permite desbordar sobre el mundo exterior; le está prohibido {verwebren} trasponerse en acción. Lo comprendemos: en la represión el yo trabaja bajo la influencia de la realidad externa, y por eso segrega de ella al resultado del proceso sustitutivo.

El yo gobierna el acceso a la conciencia, así como el paso a la acción sobre el mundo exterior; en la represión, afirma su poder en ambas direcciones. La agencia representante de pulsión tiene que experimentar un aspecto de su exteriorización de fuerza, y la moción pulsional misma, el otro. Entonces es atinado preguntar cómo se compadece este reconocimiento de la potencialidad del yo con la descripción que esbozamos, en el estudio El yo y el ello, acerca de la posición de ese mismo yo. Describimos ahí los vasallajes del yo respecto del ello, así como respecto del superyó, su impotencia y su apronte angustiado hacia ambos, desenmascaramos su arrogancia trabajosamente mantenida.  Desde entonces, ese juicio ha hallado fuerte eco en la bibliografía psicoanalítica. Innumerables voces destacan con insistencia la endeblez del yo frente al ello, de lo acorde a la ratio frente a lo demoníaco en nosotros, prestas a hacer de esa tesis el pilar básico de una «cosmovisión» psicoanalítica. ¿La intelección de la manera en que la represión demuestra su eficacia no debería mover a los analistas, justamente a ellos, a abstenerse de una toma de partido tan extrema?

Yo no soy en modo alguno partidario de fabricar cosmovisiones.  Dejémoslas para los filósofos, quienes, según propia confesión, hallan irrealizable el viaje de la vida sin un Baedeker así, que dé razón de todo. Aceptemos humildemente el desprecio que ellos, desde sus empinados afanes, arrojarán sobre nosotros. Pero como tampoco podemos desmentir nuestro orgullo narcisista, busquemos consuelo en la reflexión de que todas esas «guías de vida» envejecen con rapidez y es justamente nuestro pequeño trabajo, limitado en su miopía, el que hace necesarias sus reediciones; y que, además, aun los más modernos de esos Baedeker son intentos de sustituir el viejo catecismo, tan cómodo y tan perfecto. Bien sabemos cuán poca luz ha podido arrojar hasta ahora la ciencia sobre los enigmas de este mundo; pero todo el barullo de los filósofos no modificará un ápice ese estado de cosas; sólo la paciente prosecución del trabajo que todo lo subordina a una sola exigencia, la certeza, puede producir poco a poco un cambio. Cuando el caminante canta en la oscuridad, desmiente su estado de angustia, mas no por ello ve más claro.

Continúa en Inhibición, síntoma y angustia, CAPÍTULO III