Obras de S. Freud: Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa (Contribuciones a la psicología del amor, II) (1912)

Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa (Contribuciones a la psicología del amor, II) (1912)

«Über die allgemeinste Erniedrigung des Liebeslebens (Beiträge zur Psychologie des Liebeslebens, II)»

1

Si quien ejerce el psicoanálisis se pregunta cuál es la afección por la que se le solicita

asistencia más a menudo, deberá responder que, prescindiendo de la angustia en sus múltiples

formas, es la impotencia psíquica. Esta extraña perturbación aqueja a hombres de naturaleza

intensamente libidinosa, y se exterioriza en el hecho de que los órganos ejecutivos de la

sexualidad rehusan el cumplimiento del acto sexual, aunque tanto antes como después se

demuestren intactos y capaces de operar, y aunque exista una intensa propensión psíquica a la

ejecución del acto. El propio enfermo obtiene una primera orientación para entender su estado

al hacer la experiencia de que esa denegación sólo surge cuando lo ensaya con ciertas

personas, mientras que nunca le sucede con otras. Sabe entonces que la inhibición de su

potencia viril parte de una propiedad del objeto sexual, y muchas veces informa haber sentido

en su interior un impedimento, una voluntad contraria que consigue perturbar el propósito

conciente. Pero no puede colegir en qué consistiría ese impedimento interior, ni la propiedad del

objeto sexual de la que sería el efecto. Si ha vivenciado repetidamente esa denegación juzgará,

siguiendo un consabido enlace falaz(174), que fue el recuerdo de la primera vez, perturbador

como representación angustiante, el que provocó las repeticiones; y en cuanto a esa primera

vez, la reconducirá a una impresión «casual».

Varios autores han emprendido y publicado ya estudios psicoanalíticos sobre la impotencia

psíquica. (ver nota)(175) Todo analista está en condiciones de corroborar por su propia

experiencia médica los esclarecimientos ofrecidos en ellos. En efecto, se trata del influjo

inhibitorio de ciertos complejos psíquicos que se sustraen al conocimiento del individuo. Como

el contenido más universal de este material patógeno, se destaca la fijación incestuosa no

superada a la madre y hermanas. Además, debe tenerse en cuenta la influencia de impresiones

penosas accidentales que se anudan al quehacer sexual infantil, así como los factores que de

una manera general reducen la libido susceptible de ser dirigida al objeto sexual femenino. 

Si por medio del psicoanálisis se someten a estudio profundo casos de impotencia psíquica

declarada, se obtiene la siguiente información sobre los procesos psicosexuales eficaces. El

fundamento de la afección es también aquí -como, probablemente, en todas las perturbaciones

neuróticas- una inhibición en la historia del desarrollo de la libido hasta su plasmación definitiva y

merecedora de llamarse normal. En este caso no confluyen una en la otra dos corrientes cuya

reunión es lo único que asegura una conduc ta amorosa plenamente normal; dos corrientes que

podemos distinguir entre ellas como la tierna y la sensual.

De esas dos corrientes, la tierna es la más antigua. Proviene de la primera infancia, se ha

formado sobre la base de los intereses de la pulsión de autoconservación y se dirige a las

personas que integran la familia y a las que tienen a su cargo la crianza del niño. Desde el

comienzo ha recibido aportes de las pulsiones sexuales, acogiendo componentes de interés

erótico que ya en la infancia fueron más o menos nítidos, y que un posterior psicoanálisis

descubre en todos los casos en el neurótico. Corresponde a la elección infantil primaria de

objeto. De ella inferimos que las pulsiones sexuales hallan sus primeros objetos apuntalándose

en las estimaciones {Schátzung} de las pulsiones yoicas, del mismo modo como las primeras

satisfacciones sexuales se experimentan apuntaladas en las funciones corporales necesarias

para la conservación de la vida. La «ternura» de los padres y personas a cargo

de la crianza, que rara vez desmiente su carácter erótico («el niño es un juguete erótico»),

contribuye en mucho a acrecentar los aportes del erotismo a las investiduras de las pulsiones

yoicas en el niño y a conferirles un grado que no podrá menos que entrar en cuenta en el

desarrollo posterior, tanto más si ayudan algunas otras circunstancias.

Estas fijaciones tiernas del niño continúan a lo largo de la infancia, tomando consigo cada vez

más de un erotismo que, por esa vía, es desviado de sus metas sexuales. Ahora bien, en la

pubertad se añade la poderosa corriente «sensual», que ya no ignora sus metas. Al parecer,

nunca deja de transitar por aquellos tempranos caminos y de investir, ahora con montos

libidinales más intensos, los objetos de la elección infantil primaria. Pero como tropieza ahí con

los obstáculos de la barrera del incesto, levantada entretanto, exteriorizará el afán de hallar lo

más pronto posible el paso desde esos objetos, inapropiados. en la realidad, hacia otros

objetos, ajenos, con los que pueda cumplirse una real vida sexual. Es cierto que estos últimos

se escogen siempre según el arquetipo (la imago(178)) de los infantiles, pero con el tiempo

atraerán hacía sí la ternura que estaba encadenada a los primeros. El varón dejará a su padre y

a su madre -según el precepto bíblico(179)- y se allegará a su mujer; así quedan conjugadas

ternura y sensualidad. Los grados máximos de enamoramiento sensual conllevarán la máxima

estimación psíquica (la sobrestimación {Uberschätzung} normal del objeto sexual de parte del

varón).

Dos factores contribuirán decisivamente al fracaso de este progreso en el curso de desarrollo

de la libido. En primer lugar, la medida de frustración {denegación) real que contraríe la nueva

elección de objeto y la desvalorice para el individuo. En efecto, no tiene ningún sentido volcarse a la elección de objeto si uno no puede elegir absolutamente nada o no tiene perspectivas de

poder elegir algo conveniente. En segundo lugar, la medida de la atracción que sean capaces

de exteriorizar los objetos infantiles que han de abandonarse, y que es proporcional a la

investidura erótica que les cupo todavía en la niñez. Si estos dos factores son lo bastante

fuertes, entra en acción el mecanismo universal de la formación de neurosis. La libido se

extraña de la realidad, es acogida por la actividad de la fantasía (introversión), refuerza las

imágenes de los primeros objetos sexuales,, se fija a estos. Ahora bien, el impedimento del

incesto constriñe a la libido volcada a esos objetos a permanecer en lo inconciente. Y a su vez

contribuyen a reforzar esta fijación los actos onanistas, el quehacer de la corriente sensual que

ahora es súbdita de lo inconciente. En nada modifica esta situación el hecho de que ahora se

consume en la fantasía el progreso que fracasó en la realidad: que en las situaciones

fantaseadas que llevan a la satisfacción onanista los objetos sexuales originarios sean

sustituidos por objetos ajenos. Esas fantasías devienen susceptibles de conciencia en virtud de

esa sustitución, pero en la colocación real de la libido no se consuma progreso alguno. De esta

manera, puede ocurrir que toda la sensualidad de un joven esté ligada en lo inconciente(180) a

objetos incestuosos o, como también podemos decir, fijada a fantasías inconcientes

incestuosas. El resultado es entonces una impotencia absoluta, tal vez asegurada además por

el efectivo debilitamiento, adquirido al mismo tiempo, de los órganos que ejecutan el acto

sexual.

Para que se produzca la impotencia psíquica propiamente dicha se requieren condiciones más

benignas. La corriente sensual no puede haber sufrido en todo su monto el destino de tener que

desaparecer, oculta tras la corriente tierna; es preciso que se haya conservado intensa o

desinhibida en grado suficiente para conseguir en parte su salida hacia la realidad. Sin embargo,

el quehacer sexual de esas personas permite discernir, por los más nítidos indicios, que no

están respaldadas por la íntegra fuerza pulsional psíquica. Ese quehacer es caprichoso, es

perturbado con facilidad, a menudo incorrecto en la ejecución, dispensa un goce escaso. Pero,

sobre todo, se ve precisado a esquivar la corriente tierna. Por tanto, se ha producido una

limitación en la elección de objeto. La corriente sensual que ha permanecido activa sólo busca

objetos que no recuerden a las personas incestuosas prohibidas; si de cierta persona dimana

una impresión que pudiera llevar a su elevada estima psíquica, no desemboca en una excitación

de la sensualidad, sino en una ternura ineficaz en lo erótico. La vida amorosa de estos seres

permanece escindida en las dos orientaciones que el arte ha personificado como amor celestial

y terreno (o animal). Cuando aman no anhelan, y cuando anhelan no pueden amar. Buscan

objetos a los que no necesitan amar, a fin de mantener alejada su sensualidad de los objetos

amados; y luego, si un rasgo a menudo nimio del objeto elegido para evitar el incesto recuerda

al objeto que debía evitarse, sobreviene, de acuerdo con las leyes de la «sensibilidad de

complejo(181)» y del «retorno de lo reprimido», esa extraña denegación que es la impotencia

psíquica.

Para protegerse de esa perturbación, el principal recurso de que se vale el hombre que se

encuentra en esa escisión amorosa consiste en la degradación psíquica del objeto sexual, al

par que la sobrestimación que normalmente recae sobre el objeto sexual es reservada para el

objeto incestuoso y sus subrogaciones. Tan pronto se cumple la condición de la degradación, la

sensualidad puede exteriorizarse con libertad, desarrollar operaciones sexuales sustantivas y

elevado placer. Hay además otro nexo que contribuye a ese resultado. Personas en quienes la

corriente tierna y la sensual no han confluido cabalmente una en la otra casi siempre tienen una

vida amorosa poco refinada; en ellas se han conservado metas sexuales perversas cuyo

incumplimiento es sentido como una sensible pérdida de placer, pero cuyo cumplimiento sólo

aparece como posible en el objeto sexual degradado, menospreciado.

Ahora se vuelven comprensibles en sus motivos las fantasías de muchachos que rebajan a la

madre a la condición de mujer fácil, mencionadas en la primera de estas

«Contribuciones(182)». No son sino unos empeños por tender un puente, al menos en la

fantasía, sobre el abismo que separa a esas dos corrientes de la vida amorosa, ganando a la

madre como objeto para la sensualidad por la vía de su degradación.

2

Hasta aquí nos hemos ocupado de una indagación médico-psicológica de la impotencia

psíquica, no justificada por el título de este ensayo. Sin embargo, se demostrará que

necesitábamos de esta introducción para obtener un camino de abordaje de nuestro tema

específico.

Hemos reducido la impotencia psíquica al desencuentro de la corriente tierna y la sensual en la

vida amorosa, explicando a su vez esta inhibición del desarrollo mediante los influjos de las

intensas fijaciones infantiles y la posterior frustración en la realidad, barrera del incesto

mediante. A esta doctrina cabe hacerle sobre todo una objeción: nos proporciona demasiado,

nos explica por qué ciertas personas padecen de impotencia psíquica, pero deja subsistir el

enigma de que otras puedan escapar a ese padecimiento. Puesto que todos los factores

considerados (la intensa fijación infantil, la barrera del incesto y la frustración en los años del

desarrollo que siguen a la pubertad) pueden reconocerse presentes en la gran mayoría de los

hombres cultos, estaría justificada la expectativa de que la impotencia psíquica fuese una

afección universal de la cultura y no la enfermedad de algunos individuos.

Parece tentador escapar a esta conclusión remitiéndose al factor cuantitativo de la causación

de la enfermedad, a ese «más» o «menos» en la contribución de los diversos factores, del que

depende que se produzca o no un resultado patológico reconocible. Pero si bien yo consideraría

correcta esa respuesta, no tengo el propósito de eludir la mencionada conclusión. Por el

contrario, sustentaré la tesis de que la impotencia psíquica está mucho más difundida de lo que

se cree, y que cierta medida de esa conducta caracteriza de hecho la vida amorosa del hombre

de cultura.

Si se toma el concepto de la impotencia psíquica en un sentido más lato, sin limitarlo al fracaso

de la acción del coito no obstante el previo propósito de obtener placer y la posesión de un

aparato genital intacto, se nos presentan en primer lugar todos esos hombres a quienes se

designa como «psicanestésicos»: la acción misma no se les deniega, pero la consuman sin

una particular ganancia de placer -hechos estos más frecuentes de lo que se creería. La indagación psicoanalítica de estos casos descubre los mismos factores etiológicos que hemos

hallado en la impotencia psíquica en el sentido estricto, sin que podamos explicar al comienzo

las diferencias sintomáticas. Y de los hombres anestésicos, una analogía fácil de justificar nos

lleva al enorme número de mujeres frígidas cuya conducta amorosa de hecho no puede

describirse o comprenderse mejor que equiparándola con la impotencia psíquica del varón, más

estrepitosa. (ver nota)(183)

Pero si no consideramos una ampliación del concepto de la impotencia psíquica, sino las

gradaciones de su sintomatología, no podemos desconocer la intelección de que la conducta

amorosa del hombre en el mundo cultural de nuestros días presenta universalmente el tipo de la

impotencia psíquica. La corriente tierna y la sensual se encuentran fusionadas entre sí en las

menos de las personas cultas; casi siempre el hombre se siente limitado en su quehacer

sexual por el respeto a la mujer, y sólo desarrolla su potencia plena cuando está frente a un

objeto sexual degradado, lo que de nuevo tiene por fundamento, entre otros, la circunstancia de

que en sus metas sexuales entran componentes perversos que no osa satisfacer en la mujer

respetada. Sólo le es deparado un pleno goce sexual si puede entregarse a la satisfacción sin

miramientos, cosa que no se atreve a hacer, por ejemplo, con su educada esposa. A ello se

debe su necesidad de un objeto sexual degradado, de una mujer inferior éticamente a quien no

se vea precisado a atribuirle reparos estéticos, que no lo conozca en sus otras relaciones de

vida ni pueda enjuiciarlo. A una mujer así consagra de preferencia su fuerza sexual, aunque su

ternura pertenezca por entero a una de superior condición. Es posible que la inclinación, tan a

menudo observada, de los hombres de las clases sociales elevadas a elegir una mujer de

inferior extracción como amante duradera, o aun como esposa, no sea más que la

consecuencia de aquella necesidad de un objeto sexual degradado, con el cual

psicológicamente se enlaza la posibilidad de la satisfacción plena.

No vacilo en responsabilizar también por esta conducta tan frecuente de los hombres de cultura

en su vida amorosa a los dos factores eficaces en la impotencia psíquica genuina: la intensa

fijación incestuosa de la infancia y la frustración real de la adolescencia. Suena poco alentador

y, por añadidura, paradójico, pero es preciso decir que quien haya de ser realmente libre, y, de

ese modo, también feliz en su vida amorosa, tiene que haber superado el respeto a la mujer y

admitido la representación del incesto con su madre o hermana. Quien se someta a un serio

autoexamen respecto de este requisito hallará dentro de sí, sin duda alguna, que en el fondo

juzga el acto sexual como algo degradante, que mancha y ensucia no sólo en lo corporal. Y sólo

podrá buscar la génesis de esta valoración -que por cierto no confesará de buena gana- en

aquella época de su juventud en que su corriente sensual ya se había desarrollado con fuerza,

pero tenía prohibido satisfacerse en el objeto ajeno casi tanto como en el incestuoso.

En nuestro mundo cultural, las mujeres se encuentran bajo un parecido efecto posterior de su

educación y, además, bajo el efecto de contragolpe de la conducta de los hombres. Desde

luego, para ellas es tan desfavorable que el varón no las aborde con toda su potencia como que

a la inicial sobrestimación del enamoramiento suceda, tras la posesión, el menosprecio. En la

mujer se nota apenas una necesidad de degradar el objeto sexual; esto tiene que ver sin duda

con el hecho de que, por regla general, no se produce en ella nada semejante a la

sobrestimación sexual característica del varón. Ahora bien, la prolongada coartación de lo

sexual y la reclusión de la sensualidad a la fantasía tienen para ella otra consecuencia de peso.

A menudo le sucede, en efecto, no poder desatar más el enlace del quehacer sensual con la

prohibición, y así se muestra psíquicamente impotente, es decir, frígida, cuando al fin se le

permite ese quehacer. A ello se debe, en muchas mujeres, su afán de mantener por un tiempo

en secreto aun relaciones permitidas y, en otras, su capacidad para sentir normalmente tan

pronto se restablece la condición de lo prohibido en un amorío secreto; infieles al marido, están

en condiciones de guardar al amante una fidelidad de segundo orden. (ver nota)(184)

Opino que esa condición de lo prohibido es equiparable, en la vida amorosa femenina, a la

necesidad de degradación del objeto sexual en el varón. Ambas son consecuencias del

prolongado diferimiento entre madurez genésica y quehacer sexual, que la educación exige por

razones culturales. Y ambas buscan cancelar la impotencia psíquica que resulta del

desencuentro entre mociones tiernas y sensuales. Si el resultado de idénticas causas se

muestra tan diverso en la mujer y en el varón, acaso se debe a otra diferencia entre la conducta

de uno y otro sexo. La mujer de cultura no suele trasgredir la prohibición del quehacer sexual

durante ese lapso de espera, y así adquiere el íntimo enlace entre prohibición y sexualidad. El

varón la infringe en la mayoría de los casos bajo la condición de la degradación del objeto, y por

eso retoma esta última en su posterior vida amorosa.

En vista de los afanes de reforma sexual, tan vivos en la cultura de hoy, no es superfluo

recordar que la investigación psicoanalítica, como cualquier labor científica, es ajena a toda

tendencia. Sólo pretende descubrir nexos reconduciendo lo manifiesto a lo oculto. Luego, no le

parecerá mal que los reformadores se sirvan de sus averiguaciones para remplazar lo dañino

por lo más ventajoso. Sin embargo, no puede predecir si instituciones diversas no traerán por

consecuencia otros sacrificios, acaso más graves.

3

El hecho de que el enfrenamiento cultural de la vida amorosa conlleve la más generalizada

degradación de los objetos sexuales puede movernos a apartar nuestra mirada de los objetos

para dirigirla a las pulsiones mismas. El perjuicio que se infiere frustrando al principio el goce

sexual se exterioriza en que su ulterior permiso dentro del matrimonio ya no produce una

satisfacción plena. Pero tampoco lleva a mejor resultado la libertad sexual irrestricta desde el

comienzo. Es fácil comprobar que el valor psíquico de la necesidad de amor se hunde tan

pronto como se le vuelve holgado satisfacerse. Hace falta un obstáculo para pulsionar a la libido

hacia lo alto, y donde las resistencias naturales a la satisfacción no bastaron, los hombres de

todos los tiempos interpusieron unas resistencias convencionales al goce del amor. Esto es

válido tanto para los individuos corno para los pueblos. En épocas en que la satisfacción

amorosa no tropezaba con ninguna dificultad, por ejemplo durante la decadencia de la cultura

antigua, el amor perdió todo valor, la vida se volvió vacía e hicieron falta intensas formaciones

reactivas para restablecer los valores afectivos indispensables. En esta conexión puede

aseverarse que la corriente ascética del cristianismo procuró al amor unas valoraciones

psíquicas que la Antigüedad pagana no podía prestarle. Alcanzó su máxima significatividad en el

ascetismo de los monjes, cuya vida era ocupada casi exclusivamente por la lucha contra la tentación libidinosa.

Desde luego, uno se inclina al comienzo por reconducir esas dificultades a unas propiedades

universales de nuestras pulsiones orgánicas. Y en efecto, es en general cierto que la

significatividad psíquica de una pulsión aumenta cuando es frustrada. Hágase pasar hambre,

por igual, a un grupo compuesto por los individuos más diversos entre sí. A medida que crezca

la imperiosa necesidad de alimentarse se borrarán todas las diferencias individuales y

emergerán, en su lugar, las uniformes exteriorizaciones de esa única y no saciada pulsión.

Pero, ¿es también cierto que el valor psíquico de toda pulsión disminuye hasta ese punto

cuando se satisface? Considérese, por ejemplo, la relación del bebedor con el vino. ¿No es

verdad que le ofrece una pareja satisfacción tóxica que la poesía ha comparado harto a menudo

con la erótica y que también para la concepción científica es comparable a esta? ¿Y se ha

sabido de algún bebedor que se viera constreñido a variar de continuo su bebida porque al ser

siempre la misma pronto le resultaba insípida? Al contrario; el hábito estrecha cada vez más el

lazo entre el hombre y el tipo de vino que bebe. ¿Se tiene noticia en el bebedor de alguna

necesidad a irse a un país donde el vino sea más caro, o esté prohibido su goce, a fin de elevar

por la interposición de tales obstáculos una satisfacción en descenso? Nada de eso. Prestemos

oídos a las manifestaciones de nuestros grandes alcohólicos, Bocklin(185) por ejemplo, acerca

de su relación con el vino: suenan a la más pura armonía, el arquetipo de un matrimonio

dichoso. ¿Por qué es tan diversa la relación del amante con su objeto sexual?

Creo que, por extraño que suene, habría que ocuparse de la posibilidad de que haya algo en la

naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la satisfacción plena. De la

prolongada y difícil historia de desarrollo de esta pulsión se destacan enseguida dos factores a

los que se podría responsabilizar de esa dificultad. En primer lugar, a consecuencia de la

acometida de la elección de objeto en dos tiempos separados por la interposición de la barrera

del incesto, el objeto definitivo de la pulsión sexual ya no es nunca el originario, sino sólo un

subrogado de este. Ahora bien, he aquí lo que nos ha enseñado el psicoanálisis: toda vez que el

objeto originario de una moción de deseo se ha perdido por obra de una represión, suele ser

subrogado por una serie interminable de objetos sustitutivos, de los cuales, empero, ninguno

satisface plenamente. Acaso esto nos explique la falta de permanencia en la elección de objeto,

el «hambre de estímulo(186)» que tan a menudo caracteriza la vida amorosa de los adultos.

En segundo lugar, sabemos que la pulsión sexual se descompone al principio en una gran serie

de componentes -más bien proviene de ellos-, no todos los cuales pueden ser acogidos en su

conformación ulterior, sino que deben ser sofocados antes o recibir otro empleo. Sobre todo los

elementos pulsionales coprófilos demuestran ser incompatibles con nuestra cultura estética,

probablemente desde que al adoptar la marcha erecta apartamos de la tierra nuestro órgano

olfatorio(187); lo mismo vale para buena parte de las impulsiones sádicas que pertenecen a la

vida amorosa. Pero todos esos procesos de desarrollo sólo atañen a los estratos superiores de

la compleja estructura. Los procesos fundamentales que brindan la excitación amorosa no han

cambiado. Lo excrementicio forma con lo sexual una urdimbre demasiado íntima e inseparable,

la posición de los genitales -inter urinas et faeces- sigue siendo el factor decisivo e inmutable.

Podría decirse aquí, parodiando un famoso dicho del gran Napoleón: «La anatomía es el

destino(188)». Los genitales mismos no han acompañado el desarrollo hacia la belleza de las

formas del cuerpo humano; conservan un carácter animal, y en el fondo lo es tanto el amor hoy

como lo fue en todo tiempo. Las pulsiones amorosas son difíciles de educar, y su educación

consigue ora demasiado, ora demasiado poco. Lo que la cultura pretende hacer con ellas no

parece asequible sin seria aminoración del placer, y la pervivencia de las mociones no

aplicadas se expresa en el quehacer sexual como insatisfacción.

Por todo ello, acaso habría que admitir la idea de que en modo alguno es posible avenir las

exigencias de la sexualidad con los requerimientos de la cultura, y serían inevitables la renuncia

y el padecimiento, así como, en un lejano futuro, el peligro de extinción del género humano a

consecuencia de su desarrollo cultural. Es verdad que esta sombría prognosis descansa en

una única conjetura: la insatisfacción cultural sería la necesaria consecuencia de ciertas

particularidades que la pulsión sexual ha cobrado bajo la presión de la cultura. Ahora bien, esa

misma ineptitud de la pulsión sexual para procurar una satisfacción plena tan pronto es

sometida a los primeros reclamos de la cultura pasa a ser la fuente de los más grandiosos

logros culturales, que son levados a cabo por medio de una sublimación cada vez más vasta

de sus componentes pulsionales. En efecto, ¿qué motivo tendrían los seres humanos para dar

otros usos a sus fuerzas pulsionales sexuales si de cualquier distribución de ellas obtuvieran

una satisfacción placentera total? Nunca se librarían de ese placer y no producirían ningún

progreso ulterior. Parecería, pues, que la insalvable diferencia entre los requerimientos de

ambas pulsiones -las sexuales y las egoístas- habilitara para logros cada vez más elevados, es

verdad que bajo una permanente amenaza (a la que en el presente sucumben los más débiles)

en la forma de la neurosis.

La ciencia no persigue el propósito de aterrorizar ni el de consolar. Pero de buena gana

concedo que unas conclusiones de tan vastos alcances como las expuestas deberían

edificarse sobre una base más amplia, y que otras orientaciones del desarrollo de la humanidad

acaso puedan corregir el resultado que aquí hemos considerado aisladamente.

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