Obras de S. Freud: Sobre el psicoanálisis “silvestre” (1910)

Sobre el psicoanálisis “silvestre” (1910)

«Über «wilde» Psychoanalyse»

Hace unos días se presentó en mi consultorio, acompañada por una amiga en papel de

protectora, una dama de mediana edad -entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años- que se

quejaba de estados de angustia. Bastante bien conservada, era evidente que no había dado por

concluida su feminidad. La ocasión del estallido de esos estados había sido su separación de

su último esposo; pero indicó que la angustia se le había acrecentado mucho después de

consultar a un joven médico en el suburbio en que vivía. Es que este le habla dicho que la causa

de su angustia era su privación sexual, que ella no podía prescindir del comercio con el varón y,

por eso, sólo tenía tres caminos para recuperar la salud: regresar junto a su marido, tomar un

amante o satisfacerse sola. Desde entonces ella tuvo el convencimiento de que era incurable,

pues no quería regresar junto a su marido, y su moral y religiosidad le vedaban los otros dos

recursos. Había acudido a mí porque ese médico le dijo que se trataba de un descubrimiento

nuevo que yo había hecho; no hacía falta sino preguntármelo, y yo le corroboraría que era así y

no de otro modo. Entonces la amiga, más entrada en años, desmedrada y de apariencia

enfermiza, me conjuró para que asegurase a la paciente que el médico estaba en un error. No

podía ser así, pues ella misma era viuda desde largo tiempo atrás y no había padecido angustia

no obstante llevar una vida decente.

No me detendré en la difícil situación en que me puso esta visita, sino que procuraré aclarar la

conducta del colega que me había enviado a esta enferma. Antes quiero establecer una reserva

acaso no superflua, o que yo espero no lo sea. Una experiencia de muchos años me ha

enseñado -como podría habérselo enseñado a cualquier otro- a no dar por verdadero sin más

todo cuanto los pacientes, en particular los neuróticos, refieren acerca de su médico. En

cualquier variedad de tratamiento, el médico de enfermos nerviosos no sólo deviene fácilmente

el objeto a que apuntan múltiples mociones hostiles del paciente; muchas veces tiene que

resignarse también a asumir, por una suerte de proyección, la responsabilidad de los secretos

deseos reprimidos de los neuróticos. (ver nota)(223) Y luego es un hecho triste, pero

característico, que tales inculpaciones en ninguna parte encuentren más credulidad que entre

los demás médicos.

Tengo derecho, pues, a esperar que la dama que acudió a mi consultorio me haya presentado

un informe tendenciosamente desfigurado de las manifestaciones de su médico, y que

cometería una injusticia contra este -a quien no conozco personalmente- si anudara a su caso

mis puntualizaciones sobre el psicoanálisis «silvestre». Pero haciéndolo quizás impida a otros

inferir daño a sus enfermos.

Supongamos, entonces, que el médico dijo exactamente lo que la paciente informó. A

cualquiera se Ie ocurrirá enseguida criticarle que un médico, si se ve precisado a tratar con una

señora sobre el tema de la sexualidad, tiene que hacerlo con tacto y consideración. Ahora bien,

estos requerimientos coinciden con la obediencia a ciertos preceptos técnicos del psicoanálisis;

y además, este médico habría desconocido o entendido mal una serie de doctrinas científicas

del psicoanálisis, mostrando así cuán poco avanzó en la comprensión de su esencia y

propósitos.

Comencemos por los errores mencionados en segundo término, los científicos. Los consejos

de nuestro médico permiten discernir con claridad el sentido que atribuye a la «vida sexual». No

es otro que el popular, en que por necesidades sexuales se entiende sólo la necesidad del coito o sus análogos, las acciones que tienen por efecto el orgasmo y el vaciamiento de las

sustancias genésicas. Ahora bien, este médico no puede ignorar que suele reprochársele al

psicoanálisis extender el concepto de lo sexual mucho más allá de su alcance ordinario. El

hecho es correcto; no entraremos a considerar aquí si puede agitárselo como reproche. El

concepto de lo sexual comprende en el psicoanálisis mucho más; rebasa el sentido popular

tanto hacia abajo como hacia arriba. Esta ampliación se justifica genéticamente; también

imputamos a la «vida sexual» todo quehacer de sentimientos tiernos que brote de la fuente de

las mociones sexuales primitivas, aunque estas últimas experimenten una inhibición de su meta

originariamente sexual o la hayan permutado por otra que ya no es sexual. Por eso preferimos

hablar de psicosexualidad, destacando así que no omitimos ni subestimamos el factor anímico

de la vida sexual. Empleamos la palabra «sexualidad» en el mismo sentido amplio en que la

lengua alemana usa el vocablo «lieben» {«amar»}. También sabemos desde hace tiempo que

una insatisfacción anímica con todas sus consecuencias puede estar presente donde no falta

un comercio sexual normal, y como terapeutas siempre tenemos en cuenta que el coito u otros

actos sexuales a menudo sólo permiten descargar una mínima medida de las aspiraciones

sexuales insatisfechas, cuyas satisfacciones sustitutivas nosotros combatimos bajo su forma

de síntomas neuróticos.

Quien no comparta esta concepción de la psicosexualidad no tiene derecho alguno a invocar los

principios doctrinarios del psicoanálisis que tratan de la significatividad etiológíca de la

sexualidad. Sin duda que ese individuo habrá simplificado mucho el problema mediante su

unilateral insistencia en el factor somático dentro de lo sexual, pero tiene que asumir la total

responsabilidad por su proceder.

Los consejos de nuestro médico dejan traslucir un segundo malentendido, todavía más enojoso.

Es cierto que según el psicoanálisis una insatisfacción sexual es la causa de las afecciones

neuróticas. Pero, ¿no dice nada más? ¿Se pretende dejar de lado, por demasiado compleja, su

enseñanza de que los síntomas neuróticos brotan de un conflicto entre dos poderes, entre una

libido (las más de las veces devenida hipertrófica) y una desautorización sexual demasiado

estricta o represión? Quien no olvide este último factor, al que por cierto no se le adjudicó un

rango de segundo orden, no podrá creer que la satisfacción sexual constituya en sí la panacea

universal y confiable para los achaques de los neuróticos. En efecto, buena parte de estos

hombres no son capaces de obtener la satisfacción en las circunstancias dadas, o en ninguna.

Si lo fueran, si no tuvieran sus resistencias interiores, la intensidad de la pulsíón les enseñaría el

camino para satisfacerla aunque el médico no se los aconsejara. ¿A qué viene entonces un

consejo como el que ese médico impartió supuestamente a aquella dama?

Aun cuando fuera susceptible de justificación científica, sería incumplible para ella. Si no tuviera

ninguna resistencia interior al onanismo o a enredos amorosos, ya habría apelado mucho antes

a uno de esos recursos. ¿O cree acaso el médico que una señora que ha pasado los cuarenta

años no sabe que puede tomarse un amante, o sobrestima su influjo al punto de creer que sin

dictamen médico ella nunca se atrevería a dar ese paso?

Todo eso parece muy claro; debe admitirse, empero, que cierto factor suele dificultar el

veredicto. Es evidente que muchos de los estados neuróticos, las llamadas neurosis actuales

-como la neurastenia típica y la neurosis de angustia pura-, dependen del factor somático de la

vida sexual, al tiempo que respecto de ellos carecemos todavía de una representación cierta

sobre el papel del factor psíquico y de la represión. (ver nota)(224) En tales casos el médico

tiende de primera intención a aplicar una terapia actual, a alterar el quehacer somático sexual, y

lo hará con pleno derecho si su diagnóstico fue correcto. La dama que consultó al joven médico

se quejaba sobre todo de estados de angustia, y entonces, probablemente, él supuso que

padecía de neurosis de angustia y juzgó legítimo recomendarle una terapia somática. ¡Otro

cómodo malentendido! No todo el que padece angustia tiene necesariamente una neurosis de

angustia; ese diagnóstico no puede inferirse del nombre: es preciso saber qué fenómenos

constituyen una neurosis de angustia, y distinguirlos de otros estados patológicos que también

se manifiestan mediante angustia. Mi impresión es que la referida dama sufría de una histeria de

angustia(225), y todo el valor, pero también la plena justificación, de tales distingos nosográficos

reside en que apuntan a otra etiología y a una terapia diversa. Quien hubiera tenido en cuenta la

posibilidad de una histeria de angustia no habría incurrido en ese descuido de los factores

psíquicos que se advierte en las alternativas aconsejadas por el médico,

Lo curioso es que en esa alternativa terapéutica del supuesto psicoanalista ya no queda espacio

alguno … para el psicoanálisis. Recordémosla: esta señora sólo curaría de su angustia si

volviera junto a su marido o se satisficiera por la vía del onanismo, o tomando un amante.

¿Dónde intervendría aquí el tratamiento analítico, en el que vemos el principal recurso para el

caso de los estados de angustia?

Con esto llegamos a las faltas técnicas que discernimos en el proceder de este médico para el

caso considerado. (ver nota)(226) Una concepción hace mucho superada, y que se guía por

una apariencia superficial, sostiene que el enfermo padece como resultado de algún tipo de

ignorancia, y entonces no podría menos que sanar si esta le fuera cancelada mediante una

comunicación (sobre la trama causal entre su enfermedad y su vida, sobre sus vivencias

infantiles-, etc.). Pero el factor patógeno no es este no-saber en sí mismo, sino el fundamento

del no-saber en unas resistencias interiores que primero lo generaron y ahora lo mantienen. La

tarea de la terapia consiste en combatir esas resistencias. La comunicación de lo que el

enfermo no sabe porque lo ha reprimido es sólo uno de los preliminares necesarios de la

terapia. (ver nota)(227) Si el saber sobre lo inconciente tuviera para los enfermos una

importancia tan grande como creen quienes desconocen el psicoanálisis, aquellos sanarían con

sólo asistir a unas conferencias o leer unos libros. Pero lo cierto es que tales medidas tienen,

sobre los síntomas del padecimiento neurótico, influencia parecida a la que tendrían unas

tarjetas con enumeración de la minuta distribuidas entre personas famélicas en época de

hambruna. Y esta comparación es aplicable aún más allá de sus términos inmediatos, pues la

comunicación de lo inconciente a los enfermos tiene por regla general la consecuencia de

agudizar el conflicto en su interior y aumentar sus penurias.

Ahora bien; como el psicoanálisis no puede dejar de hacer esa comunicación, prescribe que no

se la debe emprender antes que se cumplan dos condiciones. En primer lugar, que el enfermo

haya sido preparado y él mismo ya esté cerca de lo reprimido por él; y, en segundo lugar, que

su apego al médico (trasferencia) haya llegado al punto en que el vínculo afectivo con él le

imposibilite una nueva fuga.

Sólo cumplidas estas condiciones se vuelve posible discernir y dominar las resistencias que

llevaron a la represión y al no-saber. Así, una intervención psicoanalítica presupone absolutamente un prolongado contacto con el enfermo, y el intento de tomarlo por asalto

mediante la brusca comunicación, en su primera visita al consultorio, de los secretos que el

médico le ha colegido es reprobable técnicamente y las más de las veces se paga con la

sincera hostilidad del enfermo hacia el médico, quien así se corta toda posibilidad de ulterior

influjo.

Y ello prescindiendo de que muchas veces se dan consejos erróneos y nunca se está en

condiciones de colegirlo todo. Mediante estos preceptos técnicos bien determinados, el

psicoanálisis sustituye al inasible «tacto médico», en el que se pretende ver un don particular.

Al médico no le basta, entonces, conocer algunos de los resultados del psicoanálisis; es

preciso familiarizarse también con su técnica si quiere guiarse en la acción médica por los

puntos de vista psicoanalíticos. Esa técnica no puede aprenderse todavía de los libros, y por

cierto sólo se la obtiene con grandes sacrificios de tiempo, trabajo y éxito. Como a otras

técnicas médicas, se la aprende con quienes ya la dominan. Por eso no deja de tener

importancia, en la apreciación del caso a que anudo estas puntualizaciones, que yo no conozca

al médico que presuntamente impartió aquellos consejos, y nunca haya oído su nombre.

Ni a mí mismo, ni a mis amigos y colaboradores, nos resulta grato monopolizar de ese modo el

título para ejercer una técnica médica. Pero no nos queda otro camino en vista de los peligros

que para los enfermos y para la causa del psicoanálisis conlleva el previsible ejercicio de un

psicoanálisis «silvestre». En la primavera de 1910 fundamos una Asociación Psicoanalítica

Internacional(228), cuyos miembros se dan a conocer mediante la publicación de sus nombres

a fin de poder declinar toda responsabilidad por los actos de quienes no pertenecen a ella y

llaman «psicoanálisis» a su proceder médico. En verdad, tales analistas silvestres dañan más a

la causa que a los enfermos mismos. En efecto, a menudo he visto que si uno de estos

procederes inhábiles al comienzo provocó al enfermo un empeoramiento de su estado, al final

le alcanzó para sanar. No siempre, pero muchas veces es así. Luego de hablar pestes del

médico el tiempo suficiente y saberse lo bastante lejos de su influencia, sus síntomas empiezan

a ceder o se dec ide a dar un paso en el camino hacia la curación. Así, la mejoría final se

produce «por sí misma» o es atribuida al tratamiento en grado sumo indiferente de un médico a

quien el enfermo acudió después. En el caso de la dama cuya queja contra el médico hemos

conocido, diría, empero, que el psicoanalista silvestre ha hecho por su paciente más que alguna

encumbrada autoridad que le hubiera diagnosticado una «neurosis vasomotriz». La obligó a

dirigir su mirada hacia el fundamento efectivo de su afección o hacia sus proximidades, y a

pesar de toda la renuencia de la paciente esa intervención no dejará de producir consecuencias

beneficiosas. Pero él se dañó a sí mismo y contribuyó a reforzar los prejuicios que en los

enfermos se elevan, a raíz de comprensibles resistencias afectivas, contra la actividad del

psicoanalista. Y esto puede evitarse.

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