Obras de Sigmund Freud: Tótem y tabú. El tabú y la ambivalencia de las mociones de sentimiento

El tabú y la ambivalencia de las mociones de sentimiento.

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«Tabú» es una palabra polinesia cuya traducción nos depara dificultades porque ya no poseemos el concepto que ella designa. Este era corriente aún entre los antiguos romanos, su «sacer» era lo mismo que el «tabú» de los polinesios. También «agoz», de los griegos, y «kodausch», de los hebreos, tienen que haber significado lo mismo que los polinesios expresan con su «tabú», y, mediante designaciones análogas, otros muchos pueblos de América, Africa (Madagascar) y Asia septentrional y central.

El significado del tabú se nos explicita siguiendo dos direcciones contrapuestas. Por una parte, nos dice «sagrado», «santificado», y, por otra, «ominoso», «peligroso», «prohibido», «impuro». Lo opuesto al tabú se llama en lengua polinesia «noa»: lo acostumbrado, lo asequible a todos. Así, adhiere al tabú algo como el concepto de una reserva; el tabú se expresa también esencialmente en prohibiciones y limitaciones. Nuestra expresión compuesta «horror sagrado» equivaldría en muchos casos al sentido del tabú.

Las restricciones de tabú son algo diverso de las prohibiciones religiosas o morales. No se las reconduce al mandato de un dios, sino que en verdad prohiben desde ellas mismas. Y de las prohibiciones morales las separa su no inserción en un sistema que declarase necesarias en términos universales unas abstenciones, y además proporcionara los fundamentos de esa necesidad. Las prohibiciones de tabú carecen de toda fundamentación; son de origen desconocido; incomprensibles para nosotros, parecen cosa natural a todos aquellos que están bajo su imperio,

Wundt (1906, pág. 308) llama al tabú el código legal no escrito más antiguo de la humanidad. Universalmente se supone que el tabú es más antiguo que los dioses y se remonta a las épocas anteriores a cualquier religión.

Como nos hace falta una exposición imparcial del tabú a fin de someterlo al. abordaje psicoanalítico, trascribo un extracto del artículo «Taboo», de la Encyclopaedia Britannica (1910-11b), cuyo autor es el antropólogo Northcote W. Thomas:

«En sentido estricto, el tabú incluye sólo: a) el carácter sagrado (o impuro) de personas o cosas, b) la índole de la restricción que resulta de ese carácter, y c) la sacralidad (o impureza) producto de violar esa prohibición. Lo contrario de tabú se llama en Polinesia «noa», que significa «acostumbrado» o «común» …

»En un sentido lato, se pueden distinguir varias clases de tabúes: 1 ) Un tabú natural o directo que es el resultado de una fuerza misteriosa («mana») inherente a una persona o a una cosa; 2) un tabú comunicado o indirecto que parte también de aquella fuerza, pero a) es adquirido, o bien b) es impuesto por un sacerdote, jefe u otra persona; por último, 3) un tabú situado entre los otros dos, o sea, cuando entran en cuenta ambos factores; por ejemplo, en la apropiación de una mujer por un hombre. El término se aplica también a otras restricciones rituales, pero todo cuanto se llamaría mejor «prohibición religiosa» no debiera calificarse de tabú.

»Las metas del tabú son de diversa índole: [ 1)] Los tabúes directos tienen por objetivo: a) proteger de posibles daños a personas importantes -jefes, sacerdotes- y cosas; b) poner a salvo a los débiles -mujeres, niños y hombres comunes en general- del poderoso mana (la fuerza mágica) de sacerdotes y jefes; c) proteger de peligros derivados del contacto con cadáveres, del consumo de ciertos alimentos, cte.; d) prevenir perturbaciones a los actos vitales como el nacimiento, la iniciación, el casamiento, las actividades sexuales; e) proteger a los seres humanos frente al poder o la cólera de dioses y demonios; f) resguardar a nonatos y niños pequeños contra los múltiples peligros que los amenazarían, a raíz de su dependencia simpatética respecto de sus padres, si estos, por ejemplo, hicieran ciertas cosas o tomaran ciertos alimentos cuyo usufructo {Genuss, «goce»} podría trasmitir a los niños cualidades particulares. [2)] Otro empleo del tabú es proteger del robo la propiedad de una persona, sus instrumentos, su campo, etc.».

Sin duda, originariamente el castigo por la violación de un tabú se dejaba librado a un dispositivo interno, de efecto automático. El tabú violado se vengaba a si mismo. Luego, al advenir representaciones de dioses y demonios con quienes el tabú era puesto en relación, se esperó un castigo automático del poder de la divinidad. En otros casos, probablemente a consecuencia de un desarrollo ulterior del concepto, la sociedad misma tomaba a su cargo el castigo del ofensor, cuyo proceder había puesto en peligro a sus compañeros. Así, los primeros sistemas penales de la humanidad se remontan al tabú.

«Quien ha violado un tabú, por ese mismo hecho se vuelve tabú … ». Ciertos peligros que nacen de la violación de un tabú pueden ser conjurados mediante acciones expiatorias y ceremonias de purificación.

La fuente del tabú es atribuida a una peculiar fuerza ensalmadora inherente a personas y espíritus, y que desde estos puede contagiarse a objetos inanimados. «Las personas o cosas tabú pueden compararse a unos objetos cargados con electricidad; son la sede de una fuerza temible que se comunica por contacto y libera dañinos efectos si el organismo que provoca la descarga es demasiado débil para contrarrestarlos. Por tanto, el resultado de una violación del tabú no depende sólo de la intensidad de la fuerza mágica inherente al objeto tabú, sino también del poder del mana que en el sacrílego se contrapone a aquella fuerza. Por ejemplo, reyes y sacerdotes son poseedores de una fuerza grandiosa, y para sus súbditos significaría la muerte entrar en contacto directo con ellos; pero un ministro u otra persona cuyo mana sea mayor que el ordinario puede tratar con ellos sin riesgo, y a su vez estos intermediarios pueden permitir que sus inferiores se les aproximen sin ponerlos en peligro. También los tabúes comunicados dependen en su valor del mana de la persona de quien proceden; un tabú impuesto por un rey o sacerdote es más eficaz que el proveniente de un hombre común … ».

El carácter contagioso de un tabú es sin duda el que ha dado ocasión a que se procurase eliminarlo mediante ceremonias expiatorias.

Hay tabúes permanentes y tabúes temporarios. Sacerdotes y jefes son lo primero; lo mismo, los muertos y cuanto les perteneció. Tabúes temporarios adhieren a ciertos estados, por ejemplo la menstruación y el puerperio; también a la condición del guerrero antes y después de su expedición, a las actividades de la pesca y de la caza, etc. Además, como una interdicción eclesiástica, un tabú general puede imponerse a una comarca entera, y luego perdurar años.

Si juzgo bien las impresiones de mis lectores, me atrevería a afirmar que tras todas estas comunicaciones sobre el tabú se han quedado sin saber cómo deben representárselo y qué sitio le asignarían en su pensamiento. Ello es atribuible, desde luego, a la deficiente información que han recibido de mí, así como a la falta de elucidaciones sobre los nexos del tabú con la superstición, la creencia en las almas y la religión. Pero, por otra parte, me temo que una descripción más detallada de cuanto se sabe sobre el tabú habría desconcertado todavía más al lector, y me siento autorizado a aseverar que el estado de la cuestión es realmente muy oscuro.

Se trata, pues, de una serie de limitaciones a que estos pueblos primitivos se someten; esto o aquello se prohibe, no sabemos por qué, y ni se les ocurre preguntarlo, sino que se someten a ello como a una cosa obvia, convencidos de que una violación se castigaría sola con la máxima severidad. Hay informes dignos de crédito sobre casos de violaciones involuntarias de esta clase de prohibiciones, que luego, de hecho, fueron castigadas automáticamente. El inocente infractor que, por ejemplo, comió de un animal prohibido, cae presa de una depresión profunda, espera su muerte y luego se muere de verdad. Las prohibiciones atañen las más de las veces a posibilidades de usufructo, a la libertad de movimiento y de trato; en muchos casos parecen provistas de sentido, es evidente que están destinadas a indicar unas abstinencias y renuncias, pero en otros casos su contenido es enteramente incomprensible, recaen sobre unas nimiedades sin valor alguno, se asemejan en todo a un ceremonial. Todas esas prohibiciones parecen suponer algo de la índole de una teoría: como si ellas fueran necesarias por poseer ciertas personas y cosas una fuerza peligrosa que, casi al modo de una infección, se contagiara por contacto con el objeto cargado. También cuenta la cantidad de esa peligrosa cualidad. Una persona o cosa posee de ella más que otras, y el peligro se orienta en proporción a la diferencia de las cargas. Lo más raro en todo esto es, sin duda, que quien ha conseguido violar una prohibición adquiere él mismo el carácter de lo prohibido; asume, por así decir, la carga peligrosa íntegra. Ahora bien, esta fuerza adhiere a todas las personas que son algo particular, como reyes, sacerdotes, recién nacidos; a todos los estados excepcionales, como los corporales de la menstruación, la pubertad, el nacimiento; a todo lo ominoso, como la enfermedad y la muerte; y a lo que con ello se relacione en virtud de su capacidad de difusión o de contagio.

Ahora bien, se llama tabú a todo lo que es portador o fuente de esta misteriosa cualidad, se trate de personas o de lugares, de objetos o de estados pasajeros. También se llama tabú la prohibición que dimana de esta cualidad y, por fin, de acuerdo con su sentido literal, se dice que es tabú algo que participa al mismo tiempo de lo sagrado, que se eleva sobre lo habitual, y de lo peligroso, impuro, ominoso.

En esta palabra y en el sistema que ella designa se expresa un fragmento de vida anímica cuya intelección nos parece realmente lejana. Sobre todo, creeríamos no poder acercarnos a ese entendimiento sin adentrarnos en la creencia en espíritus, característica de unas culturas situadas a tanta profundidad.

¿Por qué habría de interesarnos el enigma del tabú? Todo problema psicológico merece un intento de solución. Opino, sin embargo, que no es esa la única razón. En efecto, vislumbramos que el tabú de los salvajes de Polinesia podría no ser algo tan remoto para nosotros como supondríamos a primera vista, que las prohibiciones a que nosotros mismos obedecemos, estatuidas por la moral y las costumbres, posiblemente tengan un parentesco esencial con este tabú primitivo, y que si esclareciéramos el tabú acaso arrojaríamos luz sobre el oscuro origen de nuestro propio «imperativo categórico».

Aguzaremos entonces los oídos con particular expectativa cuando un investigador como W. Wundt nos comunica su concepción del tabú, y tanto más si nos promete remontarse «hasta las raíces últimas de las representaciones sobre el tabú» (1906, pág. 301).

Acerca del concepto del tabú, dice Wundt que «abarca todas las prácticas en que se expresa el horror ante determinados objetos relacionados con las representaciones del culto, o ante las acciones que a ellos se refieren».

Y en otro pasaje: «Entendemos por él (por el tabú), según corresponde al sentido general de la palabra, toda prohibición cristalizada en los usos y costumbres, o en leyes formuladas de manera expresa, de tocar un objeto, usufructuarlo, o emplear ciertas palabras prohibidas … »; así, no existiría pueblo alguno, ni estadio cultural, que no estuviera afligido por el tabú.

Wundt explica luego la razón por la cual cree más adecuado estudiar la naturaleza del tabú en las circunstancias primitivas de los salvajes australianos, antes que en la cultura más elevada de los pueblos polinesios. En tres los australianos, él agrupa las prohibiciones-tabú en tres clases, según afecten a animales, seres humanos u otros objetos. El tabú de los animales, que consiste esencialmente en la prohibición de matarlos y comerlos, constituye el núcleo del totemismo.  De carácter en esencia diverso es el tabú de la segunda clase, cuyos objetos son los hombres. Está de antemano restringido a unas condiciones que para la persona tabú crean una insólita situación vital. Así, los adolescentes son tabú durante las ceremonias de iniciación; las mujeres, durante la menstruación y un lapso tras el parto; también lo son los recién nacidos, los enfermos y, especialmente, los muertos. Sobre la propiedad de uso personal de un individuo -vestidos, instrumentos y armas -pesa un tabú continuo para todos los demás. También forma parte de la propiedad más personal, en Australia, el nuevo nombre que un muchacho recibe en su ceremonia de iniciación; es tabú y se lo debe mantener en secreto. Los tabúes de la tercera clase, que recaen sobre plantas, casas, lugares, son variables y sólo parecen obedecer a esta regla: queda sujeto a un tabú lo que por cualquier causa excita horror o es ominoso.

El propio Wundt se ve precisado a declarar que no son muy profundas las alteraciones que el tabú experimenta en la cultura más rica de los polinesios y del archipiélago malayo. La mayor diferenciación social de estos pueblos hace que jefes, reyes y sacerdotes ejerzan un tabú particularmente eficaz y ellos mismos estén expuestos a la más intensa compulsión del tabú.

Ahora bien, las genuinas fuentes del tabú están situadas a mayor hondura que los intereses de los estamentos privilegiados; «brotan allí donde nacen las pulsiones más primitivas y al mismo tiempo más duraderas del hombre: en el miedo a la acción eficaz de unos poderes demoníacos». «El tabú no es más que el miedo, devenido objetivo, al poder demoníaco que se cree escondido en el objeto tabú. Originariamente sólo prohibe estimular ese poder, y ordena anular la venganza del demonio toda vez que a sabiendas o sin saberlo se lo ha violado».

Luego, el tabú poco a poco se emancipa del demonismo y se convierte en un poder que tiene en sí mismo su propio fundamento. Así es como se trueca en la compulsión de la costumbre y de la tradición y, por último, de la ley. «Ahora bien, el mandamiento tácito que hay tras las prohibiciones- tabú, las cuales varían según tiempo y lugar, es originariamente uno solo: «Guárdate de la cólera de los demonios»».
[ Loc. cit. ]

Wundt nos enseña, pues, que el tabú es expresión y resultado de la creencia de los pueblos primitivos en poderes demoníacos. Más tarde, a su juicio, el tabú se desprendió de esa raíz y siguió siendo un poder simplemente porque antes lo era, a consecuencia de una suerte de inercia psíquica; por esa vía se habría convertido en la raíz de nuestros mandamientos éticos y de nuestras leves. Pues bien; la primera de estas tesis no se puede contradecir, pero yo creo interpretar la impresión de muchos lectores si califico de desilusionante al esclarecimiento de Wundt. Lo que él hace, en efecto, en modo alguno es descender hasta las fuentes de las representaciones del tabú o mostrar sus raíces últimas. Ni la angustia ni los demonios pueden considerarse en la psicología como unos elementos últimos que desafiarían toda reconducción ulterior. Distinto sería si los demonios existieran realmente; pero ellos, como los dioses, son creaciones de las fuerzas anímicas del hombre; han sido creados por algo y desde algo.

Acerca del doble significado del tabú, Wundt manifiesta puntos de vista sustantivos, pero que no se entienden del todo. Según él, en los primitivos comienzos del tabú no existía aún separación entre sagrado e impuro. Y entonces esos conceptos carecían de significado, pues sólo podrían cobrarlo por la recíproca oposición en que entraran. El animal, el hombre, el lugar sobre los que pesa un tabú, son demoníacos, no sagrados; por eso tampoco son impuros en el sentido posterior. Y la expresión «tabú» es apropiadísima para este significado, indiferente aún e intermedio, de lo «demoníaco», «lo que no está permitido tocar»; en efecto, ella destaca un rasgo que en definitiva seguirá siendo común, para siempre, a lo sagrado y a lo impuro: el horror a su contacto. Ahora bien, la persistencia misma de una importante característica común indica, al mismo tiempo, que entre esos dos ámbitos reinaba una concordancia originaria que sólo admitió diferenciación a consecuencia de unas condiciones ulteriores por las cuales ambos se desarrollaron hasta convertirse en opuestos.

A su vez, la creencia, propia del tabú originario, en un poder demoníaco escondido en el objeto que, si es tocado o de él se hace un uso indebido, se venga mediante el hechizo del infractor, es pura y exclusivamente el miedo objetivado. Ese miedo todavía no se separó en las dos formas que cobra en un estadio desarrollado, a saber, la veneración y el aborrecimiento.

Ahora bien, ¿cómo nace esta separación? Según Wundt, por el desarraigo de los mandamientos-tabú del ámbito de los demonios y su trasplante al de las representaciones de lo divino. La oposición entre sagrado e impuro coincide con la secuencia de dos estadios mitológicos, el primero de los cuales no desaparece por completo cuando se alcanza el que sigue, sino que persiste en la forma de algo que se valora como inferior y a lo cual poco a poco se adjunta el desprecio. En la mitología rige la ley universal de que un estadio ya trascurrido, por el hecho mismo de que el estadio más alto lo ha superado y esforzado hacia atrás, persiste junto a él en una forma degradada, de suerte que los objetos de su veneración se trasmudan en objetos del aborrecimiento.

Las posteriores explicaciones de Wundt se refieren a los nexos de las representaciones del tabú con la purificación y con el sacrificio.

2

Quien aborde el problema del tabú desde el psicoanálisis, vale decir, desde la exploración de la parte inconciente de la vida anímica individual, tras breve reflexión dirá que estos fenómenos no le son ajenos. Conoce a personas que individualmente se han creado esas prohibiciones-tabú y las obedecen con el mismo rigor que los salvajes d las prohibiciones colectivas de su tribu o su sociedad. Y si no estuviera habituado a designar «enfermos obsesivos» a estos individuos, debería admitir que el nombre más apropiado para su estado sería «enfermedad de los tabúes». Ahora bien, es tanto lo que la indagación psicoanalítica le ha enseñado sobre esta enfermedad obsesiva, sobre su etiología clínica y lo esencial de su mecanismo, que no puede abstenerse de utilizar lo ahí aprendido para esclarecer el fenómeno correspondiente de la psicología de los pueblos.

En ese intento, debemos prestar oídos a una advertencia. La semejanza del tabú con la enfermedad obsesiva puede ser meramente externa, valer sólo para la forma de manifestación de ambos, y no extenderse a su esencia. La naturaleza gusta de emplear formas idénticas a través de los más diversos nexos biológicos; por ejemplo, las mismas en las formaciones coralinas y en ciertas plantas, y aun, más allá todavía, en ciertos cristales o en determinados precipitados químicos. Sin duda sería prematuro y poco promisorio fundar en estas concordancias, que se remontan a una comunidad de condiciones mecánicas, inferencias sobre un parentesco interno. Tendremos presente esa advertencia, mas no por la posibilidad señalada dejaremos de emprender la comparación que nos hemos propuesto.

La concordancia más inmediata y llamativa entre las prohibiciones obsesivas (en los neuróticos) y el tabú consiste, pues, en que ellas son igualmente inmotivadas y de enigmático origen. Han surgido alguna vez y ahora es preciso observarlas a consecuencia de una angustia irrefrenable. No hay menester de amenazas externas de castigo porque existe un reaseguro interno (una conciencia moral); es que la violación conllevaría una desgracia insoportable. Lo más que los enfermos obsesivos son capaces de comunicar es la vislumbre imprecisa de que cierta persona de su contorno sufriría un daño, a raíz de la violación. No se discierne en qué consistiría este, y por otra parte recibimos esa pobre noticia más a raíz de las acciones expiatorias y de defensa, a que luego nos referiremos, que de las prohibiciones mismas.

Como en el tabú, la prohibición rectora y nuclear de la neurosis es la del contacto; de ahí la designación: angustia de contacto, «délire de toucher». La prohibición no se extiende sólo al contacto corporal directo, sino que cobra el alcance del giro traslaticio: «entrar en contacto». Todo lo que conduzca al pensamiento hasta lo prohibido, lo que provoque un contacto de pensamiento, está tan prohibido como el contacto corporal directo; en el tabú reencontramos esta misma extensión.

El propósito de una parte de las prohibiciones se comprende sin más; otra, en cambio, nos parece inconcebible, ridícula, sin sentido. Llamamos «ceremonial» a tales mandamientos, y hallamos que también en los usos del tabú se discierne esa misma diferencia. [Cf. AE, 13, pág. 30.]

Es característica de las prohibiciones obsesivas una grandiosa desplazabilidad; siguiendo unas vías de conexión cualesquiera, se propagan de un objeto a otro y vuelven también a este último «imposible», según la certera expresión de una de mis enfermas. La imposibilidad termina por invadir el mundo todo. Los enfermos obsesivos se comportan como si las personas y cosas «imposibles» fueran portadoras de una peligrosa infección, pronta a contagiar, por vía de contacto, a todo lo que se encuentre en su vecindad. Al comienzo de este ensayo [Cf. AE, 13, pág. 30.], al describir las prohibiciones-tabú, ya pusimos de relieve iguales caracteres de la capacidad de contagio y de la trasferibilidad, Sabemos también que quien ha violado un tabú por el contacto con algo tabú se vuelve tabú él mismo y nadie tiene permitido entrar en contacto con él.

Cotejo dos ejemplos de trasferencia (mejor, «desplazamiento») de la prohibición; uno tomado de la vida de los maoríes, y el otro de mi propia observación en una enferma obsesiva.

«Un jefe maorí no atizará el fuego con su soplo, pues su santificado aliento comunicaría su fuerza al fuego, este a la olla que está sobre el fuego, la olla al alimento que en ella se cocina, el alimento a la persona que lo comiera, y así moriría sin remedio la persona que comiera el alimento que se cocinó en la olla que estaba en el fuego que avivó el jefe con su soplo sagrado y peligroso».

La paciente pedía que alejaran de la casa un objeto de uso doméstico que su marido había comprado; de lo contrario se le volvería imposible el lugar en que habitaba. En efecto, se ha enterado de que ese objeto se adquirió en una tienda situada, digamos por ejemplo, en la calle Hirsch. Pero Hirsch es hoy el nombre de una amiga que vive en una ciudad lejana, y a quien ella conoció en su juventud por su nombre de soltera. Esta amiga es hoy para ella «imposible», tabú, y el objeto comprado en Viena es tan tabú como la amiga misma con quien no quiere entrar en contacto.

Al igual que las prohibiciones-tabú, las obsesivas conllevan una grandiosa renuncia y unas restricciones para la vida, pero una parte puede ser cancelada mediante la ejecución de ciertas acciones; estas últimas, a su turno, es forzoso que acontezcan, poseen el carácter obsesivo {compulsivo} -son acciones obsesivas- y no hay ninguna duda de que tienen la naturaleza de penitencias, expiaciones, medidas defensivas y purificaciones. La más usual de estas acciones obsesivas es lavarse con agua (compulsión de lavarse). También una parte de las prohibiciones-tabú puede sustituirse así, y correspondientemente ser compensada su violación por medio de un «ceremonial» de esa índole; y el recurso predilecto es, de igual modo, la lustración con agua.

Resumamos ahora los puntos en que se muestra con la mayor nitidez la concordancia de los usos del tabú con los síntomas de la neurosis obsesiva: 1) el carácter inmotivado de los mandamientos; 2) su refirmación por constreñimiento interno; 3) su desplazabilidad, y el peligro de contagio por lo prohibido, y 4) la causación de acciones ceremoniales, mandamientos que provienen de prohibiciones.

Ahora bien, el psicoanálisis nos ha familiarizado con la historia clínica y el mecanismo psíquico de los casos de enfermedad obsesiva. He aquí el historial de un caso típico de angustia de contacto: al comienzo, en la primerísima infancia, se exteriorizó un intenso placer de contacto cuya meta estaba mucho más especializada de lo que uno se inclinaría a esperar. Pronto una prohibición contrarió desde afuera ese placer; la prohibición, justamente, de realizar ese contacto. Ella fue aceptada, pues podía apoyarse en poderosas fuerzas internas; demostró ser más potente que la pulsión que quería exteriorizarse en el contacto. Pero a consecuencia de la constitución psíquica primitiva del niño, la prohibición no consiguió cancelar a la pulsión. El resultado fue sólo reprimir {esforzar al desalojo} a la pulsión -al placer en el contacto- y desterrarla a lo inconciente. Tanto prohibición como pulsíón se conservaron. La segunda, porque sólo estaba reprimida, no cancelada; y la primera, porque si ella cejaba, la pulsión se abriría paso hasta la conciencia, y se pondría en ejecución. Era una situación no tramitada, se había creado una fijación psíquica, y del continuado conflicto entre prohibición y pulsíón derivaba todo lo demás.

El carácter principal de la constelación psicológica fijada de ese modo reside en lo que se podría llamar la conducta ambivalente del individuo hacia un objeto o, más bien, hacia una acción sobre el objeto. Quiere realizar una y otra vez esa acción -el contacto- [ve en ella el máximo goce, mas no tiene permitido realizarla], pero al mismo tiempo aborrece de ella. La oposición entre esas dos corrientes no se puede nivelar y compensar por el camino directo porque ellas -no nos resta otra posibilidad que formularlo así- están localizadas de tal modo en la vida anímica que no pueden encontrarse. La prohibición es expresa y conciente; en cambio, el placer de contacto, que perdura, es inconciente: la persona no sabe nada de él. De no mediar este factor psicológico, la ambivalencia no podría durar tanto tiempo ni producir tales fenómenos consecutivos.

En la anterior historia clínica destacamos como lo decisivo que la prohibición interviniera a edad tan temprana; y en cuanto a la conformación ulterior del caso, ese papel corresponde al mecanismo de la represión actuante en ese nivel de edad. A consecuencia de la represión sobrevenida, que se conecta con un olvido -amnesia-, los motivos de la prohibición devenida conciente permanecen desconocidos, y es inevitable que fracasen todos los intentos de destruirla intelectualmente, pues no hallarán por dónde atacarla. La prohibición debe su intensidad -su carácter obsesivo- justamente al nexo con su contraparte inconciente, el placer no ahogado que persiste en lo escondido; la debe, pues, a una necesidad objetiva interna en la que falta toda intelección conciente. Y su trasferibilidad, así como su capacidad de propagación, son reflejos de un proceso que le ocurre al placer inconciente y se ve particularmente facilitado bajo las condiciones psicológicas de lo inconciente. El placer pulsional se desplaza de continuo a fin de escapar al bloqueo en que se encuentra, y procura ganar subrogados -objetos y acciones sustitutivos- para lo prohibido. Por eso la prohibición migra también y se extiende a las nuevas metas de la moción proscrita. A cada nuevo empuje de la libido reprimida, la prohibición responde haciéndose más severa. La recíproca inhibición de los poderes en lucha produce una necesidad de descarga, de reducción de la tensión dominante, en la que cabe discernir la motivación de las acciones obsesivas. En la neurosis, estas últimas son claramente acciones de compromiso: por una de sus caras, testimonios de arrepentimiento, empeños de expiación, etc.,* pero, por la otra cara y al mismo tiempo, acciones sustitutivas que resarcen a la pulsión por lo prohibido. Es una ley de la contracción de neurosis que estas acciones obsesivas entren cada vez más al servicio de la pulsión y se aproximen de continuo a la acción originariamente prohibida.

Intentemos ahora tratar al tabú como si fuera de igual naturaleza que una prohibición obsesiva de nuestros enfermos. Tengamos en claro desde el comienzo que muchas de las prohibiciones-tabú que podemos observar son secundarias, desplazadas y desfiguradas, y que debemos conformarnos con arrojar alguna luz sobre las más originarias y sustantivas. Además, que las diferencias en la situación del salvaje y del neurótico acaso tengan la envergadura suficiente para excluir una concordancia plena, para impedir una trasferencia de la una a la otra que equivalga a una copia fiel.

En primer lugar, diríamos que no tiene sentido alguno inquirir a los salvajes mismos por la motivación real y efectiva de sus prohibiciones, por la génesis del tabú. Es que según nuestra premisa serían incapaces de comunicar algo sobre ello, pues esa motivación les es «inconciente». Ahora bien, de acuerdo con el modelo de las prohibiciones obsesivas, construimos del siguiente modo la historia del tabú. Los tabúes serían unas prohibiciones antiquísimas, impuestas en su tiempo desde afuera a una generación de hombres primitivos, o sea: una generación anterior se los inculcó con violencia. Tales prohibiciones recayeron sobre actividades hacia las que había fuerte inclinación. Luego se conservaron de generación en generación, acaso por mero efecto de la tradición sustentada por la autoridad parental y social. Pero también es posible que se «organizaran» ya dentro de las organizaciones posteriores como una pieza de patrimonio psíquico heredado. ¿Quién podría decidir, para este caso que consideramos, si existen unas tales «ideas innatas», y si ellas solas o conjugadas con la educación han producido la fijación del tabú? Pero del hecho de que el tabú se mantenga se infiere algo: que el placer originario de hacer aquello prohibido sobrevive en los pueblos donde el tabú impera. Así, estos tienen hacia sus prohibiciones-tabú una actitud ambivalente; en lo inconciente nada les gustaría más que violarlas, pero al mismo tiempo temen hacerlo; tienen miedo justamente porque les gustaría, y el miedo es más intenso que el placer. Ahora bien, ese placer es, en cada individuo del pueblo, inconciente como en el neurótico.

Las prohibiciones-tabú más antiguas e importantes son las dos leyes fundamentales del totemismo: no matar al animal totémico y evitar el comercio sexual con los miembros de sexo contrario del clan totémico.

Vale decir que esas debieron de ser las apetencias más antiguas e intensas de los seres humanos. No podremos comprenderlo ni poner a prueba nuestra premisa en estos ejemplos mientras desconozcamos de manera tan total el sentido y el origen del sistema totemista. Pero quien tenga noticia de los resultados de la exploración psicoanalítica del individuo recordará, a raíz del texto de esos dos tabúes y de su conjugación, algo muy determinado que los psicoanalistas proclaman como el punto nodal del desear infantil y, además, como el núcleo de las neurosis.

Toda la diversidad de los fenómenos del tabú, que ha llevado a los intentos clasificatorios que antes comunicarnos, se reúne para nosotros en una unidad, del siguiente modo: Fundamento del tabú es un obrar prohibido para el que hay intensa inclinación en lo inconciente.

Sabemos [cf. AE, 13, pág. 30], sin comprenderlo, que quien hace lo prohibido, quien viola el tabú, se vuelve él mismo tabú. Pero, ¿cómo conjugar este hecho con aquel otro, a saber, que el tabú no sólo adhiere a personas que han hecho lo prohibido, sino también a personas que se encuentran en estados particulares, a esos estados mismos y a cosas impersonales? ¿Qué clase de cualidad peligrosa podrá ser esa que permanece siempre idéntica bajo todas estas diferentes condiciones? Sólo esta: la aptitud para atizar la ambivalencia del ser humano e instilarle la tentación de violar la prohibición.

El hombre que ha violado un tabú se vuelve él mismo tabú porque posee la peligrosa aptitud de tentar a otros para que sigan su ejemplo. Despierta envidia: ¿por qué debería permitírsele lo que está prohibido a otros? Realmente, pues, es contagioso, en la medida en que todo ejemplo contagia su imitación; por esta razón es preciso evitarlo a él igualmente.

Pero no hace falta que un hombre viole un tabú para ser esto último de una manera permanente o temporaria; lo será también si se halla en un estado apto para incitar las apetencias prohibidas de los otros, para despertarles el conflicto de ambivalencia. La mayoría de las posiciones y estados excepcionales [cf. AE, 13, pág. 30] son de esa índole y tienen esa fuerza peligrosa. El rey o el príncipe provocan envidia por sus privilegios; quizá cada quien querría ser rey. El muerto, el recién nacido, la mujer en los estados propios de su sexo, estimulan por su particular desvalimiento; el individuo que alcanza la madurez sexual, por el nuevo goce que promete. Por eso todas esas personas y todos esos estados son tabú, pues no está permitido ceder a la tentación.

Ahora comprendemos también por qué las fuerzas mana de diversas personas se debitan unas a otras y pueden cancelarse parcialmente [cf. AE, 13, pág. 29]. El tabú de un rey es demasiado intenso para sus súbditos porque es demasiado grande la diferencia entre ambos. Pero un ministro puede servirles de intermediario inofensivo. Traducido esto del lenguaje del tabú al de la psicología normal: el súbdito, a quien le horroriza la grandiosa tentación que le depararía el contacto con el rey, puede tolerar el trato con el funcionario a quien no necesita envidiar tanto y cuyo puesto hasta puede parecerle asequible. Y el ministro puede amortiguar su envidia hacia el rey considerando el poder que a él mismo se le concede. Así, unas diferencias mínimas en la fuerza ensalmadora que induce a tentación son menos temibles que unas de gran magnitud.

Del mismo modo, resulta claro que la violación de ciertas prohibiciones-tabú pueda significar un peligro social cuyo castigo o expiación deban asumir todos los miembros de la sociedad si es que no quieren resultar dañados todos ellos [cf. AE, 13, pág. 29]. Ese peligro existe realmente, si introducimos las mociones concientes en el lugar de las apetencias inconcientes. Consiste en la posibilidad de la imitación, a consecuencia de la cual la sociedad pronto se disolvería. Si los otros no pagaran la violación, por fuerza descubrirían que ellos mismos quieren obrar como el malhechor.

No puede asombrarnos que el contacto desempeñe en la prohibición-tabú un papel semejante que en el «délire de loucher», si bien es cierto que el sentido secreto de la prohibición en el tabú no puede ser tan especial como en la neurosis. El contacto es el inicio de todo apoderamiento, de todo intento de servirse de una persona o cosa.

Hemos traducido la fuerza contagiosa inherente al tabú por su aptitud para inducir a tentación, para incitar a la imitación. No parece armonizar con esto el hecho de que la capacidad de contagio del tabú se exteriorice principalmente en la trasferencia sobre cosas que por esa vía se convierten en portadoras del tabú.

Esta trasferibilidad del tabú refleja la inclinación de la pulsión inconciente, ya señalada para la neurosis, a desplazarse siempre sobre nuevos objetos siguiendo caminos asociativos. Esto nos avisa que a la peligrosa fuerza ensalmadora del mana le corresponden dos capacidades más reales: una, la aptitud de recordarle a un hombre sus deseos prohibidos, y la otra, en apariencia más sustantiva, de inducirlo a violar la prohibición al servicio de esos deseos. Sin embargo, ambas operaciones se conjugan en una sola si suponemos que en una vida anímica primitiva el despertar del recuerdo del obrar prohibido se enlazaría espontáneamente con el despertar de la tendencia a realizarlo. En tal caso volverían a coincidir recuerdo y tentación. Es preciso admitir, además, que si el ejemplo de un hombre que ha violado un tabú seduce a otro para realizar la misma acción, la desobediencia a la prohibición se propaga como un contagio, así como el tabú se trasfiere de una persona a un objeto, y de un objeto a otro.

Si la violación de un tabú puede ser compensada mediante una expiación o penitencia, que por cierto significan una renuncia a un bien o a una libertad cualesquiera, ello nos aporta la prueba de que la obediencia al precepto-tabú fue a su vez una renuncia a algo que de buena gana se habría deseado hacer. La omisión de una de esas renuncias es sucedida por una renuncia en otro lugar. Y de ahí extraeríamos, en cuanto al ceremonial del tabú, la conclusión de que la penitencia tiene que ser algo más originario que la purificación.

Resumamos ahora lo que hemos llegado a entender sobre el tabú mediante su equiparación con la prohibición obsesiva del neurótico: El tabú es una prohibición antiquísima, impuesta desde afuera (por alguna autoridad) y dirigida a las más intensas apetencias de los seres humanos. El placer de violarlo subsiste en lo inconciente de ellos; los hombres que obedecen al tabú tienen una actitud ambivalente hacia aquello sobre lo cual el tabú recae. La fuerza ensalmadora que se le atribuye se reconduce a su capacidad de inducir a tentación a los hombres; ella se comporta como una fuerza de contagio porque el ejemplo es contagioso y porque la apetencia prohibida se desplaza en lo inconciente a otra cosa. El hecho de que la violación del tabú se expíe mediante una renuncia demuestra que en la base de la obediencia al tabú hay una renuncia.

3

Ahora queremos saber qué valor pueden pretender nuestra equiparación del tabú con la neurosis obsesiva, así como la concepción del tabú obtenida sobre la base de esa comparación. Es evidente que ese valor sólo podría consistir en que nuestra concepción ofreciera una ventaja que sin ella no se obtendría, en que permitiera un mejor entendimiento del tabú que de otro modo no sería posible. Acaso nos inclináramos a sostener que en lo anterior ya hemos aportado esa prueba de fecundidad; sin embargo, estamos obligados a intentar reforzarla pasando a la explicación en detalle de las prohibiciones y usos del tabú.

Ahora bien, aquí se nos abre otro camino. Podemos ponernos a indagar si en los fenómenos del tabú no es directamente registrable una parte de las premisas que de la neurosis hemos trasferido al tabú, o bien de las conclusiones a que así arribamos. Sólo tendríamos que decidir el punto por donde lo intentaríamos. Desde luego, la aseveración sobre la génesis del tabú, según la cual provendría de una prohibición antiquísima impuesta en su momento desde afuera, no es susceptible de prueba. Por eso intentaremos corroborar más bien las condiciones psicológicas del tabú, de que hemos tomado conocimiento en la neurosis obsesiva. ¿Cómo nos enteramos de la existencia de esos factores psicológicos en la neurosis? Mediante el estudio analítico de los síntomas, sobre todo de las acciones obsesivas, las medidas de defensa y los mandamientos obsesivos. Ahí hallamos los mejores indicios de su descendencia de unas mociones o tendencias ambivalentes, ya sea que respondan de manera simultánea tanto a un deseo como a su contrario, o sirvan predominantemente a una de las dos tendencias contrapuestas. Con que sólo pesquisáramos también en los preceptos del tabú la ambivalencia, el reinado de tendencias contrapuestas, o entre ellos descubriéramos. algunos que al modo de unas acciones obsesivas expresaran simultáneamente ambas corrientes, quedaría certificada en casi todas sus piezas principales la concordancia psicológica entre el tabú y la neurosis obsesiva.

Según ya consignamos, las dos prohibiciones-tabú fundamentales son inasequibles para nuestro análisis por su pertenencia al totemismo; otra parte de los estatutos-tabú es de origen secundario e inutilizable para nuestro propósito. En efecto, en los pueblos en cuestión el tabú ha pasado a ser la forma universal de la legislación y ha entrado al servicio de tendencias sociales que sin duda son más recientes que el tabú mismo. Por ejemplo, el tabú que pesa sobre jefes y sacerdotes para asegurar su propiedad y privilegios. Sin embargo, nos resta un gran grupo de preceptos para someterlos a nuestra indagación; de ellos, destaco los tabúes que se anudan a: a) enemigos, b) jefes y c) muertos, y tomo el material a considerar. de la notable recopilación de J. G. Frazer en Taboo and the Perils of the Soul (1911b), segunda parte de su gran obra The Golden Bough.

a. El trato dispensado a los enemigos

Si nos inclinábamos a atribuir a los pueblos salvajes y semisalvajes una crueldad sin inhibiciones, de la que estaría ausente el arrepentimiento, recibiremos con gran interés la noticia de que también en ellos el dar muerte a un hombre debe sujetarse a una serie de preceptos que están subordinados a las prácticas del tabú. Estos preceptos se dejan reunir con facilidad en cuatro grupos; reclaman: 1) apaciguar al enemigo asesinado; 2) restricciones para el matador; 3) acciones expiatorias, purificaciones de este último, y 4) ciertas medidas ceremoniales. Lo incompleto de nuestras informaciones no nos permite conocer con certeza si tales prácticas del tabú en los pueblos en cuestión son universales o aisladas; por otra parte, ello es indiferente para nuestro interés hacia estos hechos. Comoquiera que fuese, es lícito adoptar la hipótesis de que no se trata de unas rarezas aisladas, sino de prácticas vastamente difundidas.

Las prácticas de apaciguamiento en la isla Timor, cuando una expedición guerrera regresa triunfante con la cabeza de los enemigos abatidos, revisten particular significatividad porque, además, el jefe de la expedición queda sometido a graves restricciones [cf. AE, 13, pág. 46]. Cuando el solemne regreso de los triunfadores, se ofrecen sacrificios para apaciguar el alma de los enemigos; «de otro modo la desgracia se abatiría sobre aquellos. Se ejecuta una danza acompañada por una canción en que se lamenta al enemigo caído y se le ruega el perdón: «No te enojes porque tengamos tu cabeza aquí, con nosotros; si la suerte no nos hubiera favorecido, quizá nuestra cabeza estaría ahora colgada en tu aldea. Te hemos hecho un sacrificio para apaciguarte. Ahora tu espíritu puede estar tranquilo y dejarnos en paz. ¿Por qué fuiste nuestro enemigo? ¿No habría sido mejor que siguiéramos amigos? Entonces tu sangre no habría sido derramada ni se te habría cortado la cabeza ». Algo semejante hallamos entre los palu, de las Célebes; los galla [Africa oriental], antes de regresar a la aldea, ofrecen sacrificios a los espíritus de sus enemigos abatidos.

Otros pueblos han hallado el recurso para convertir en amigos, guardianes y protectores a los enemigos que han matado. Ese medio consiste en tratar con ternura su cabeza cortada, como se glorian de hacerlo muchas tribus salvajes de Borneo. Cuando los dayak del mar, de Sarawak, vuelven de una expedición guerrera trayendo a casa una cabeza, le dispensan el más rebuscado trato amoroso y le dirigen los más tiernos apelativos de que dispone su lengua. Le introducen en la boca los mejores bocados de sus platos, así como golosinas y cigarros. Una y otra vez le ruegan que odie a sus anteriores amigos y dé su amor a su nuevo huésped, que ahora es uno de los suyos. Andaría muy errado quien atribuyera a la mofa participación alguna en este trato que nos parece cruel.

En varias de las tribus salvajes de Norteamérica, ha llamado la atención de los observadores el duelo por el enemigo abatido y escalpado. Cuando un choctaw había dado muerte a un enemigo, empezaba para é un duelo de meses, durante el cual se sometía a graves limitaciones. De igual modo hacían duelo los dakota. Cuando los osage -apunta un testigo- debían lamentar a sus propios muertos, hacían duelo también por el enemigo como si hubiera sido amigo.

Pero antes de considerar otras clases de prácticas del tabú en el trato a los enemigos, tenemos que pronunciarnos sobre una objeción que parece natural. Con Frazer y otros, se nos dirá que la motivación de estos preceptos de apaciguamiento es bien simple y nada tiene que ver con una «ambivalencia». Estos pueblos están dominados por el miedo supersticioso a los espíritus de los enemigos abatidos, miedo que no era ajeno a la Antigüedad clásica, y que el gran dramaturgo británico llevó al teatro en las alucinaciones de Macbeth y de Ricardo III. De esa superstición -se sostendría- derivan de una manera consecuente todos los preceptos de apaciguamiento, como también las restricciones y expiaciones, de que luego hablaremos; en favor de esta concepción hablan también las ceremonias, reunidas en el cuarto grupo, que no admiten otra explicitación que la de ser unos intentos por ahuyentar al espíritu del asesinado que persigue a su matador. Por añadidura, los salvajes confiesan directamente su angustia ante el espíritu de sus enemigos muertos, y ellos mismos reconducen a esa angustia las mencionadas prácticas del tabú.

Esta objeción es de hecho sugestiva, y si también fuera suficiente, bien podríamos ahorrarnos nuestro intento de explicación. Dejamos para más tarde el dar razón de ella, y por ahora sólo le oponemos una concepción deducida de las premisas de nuestra anterior elucidación sobre el tabú: de todos estos preceptos extraemos la consecuencia de que en la conducta hacía los enemigos se expresan otras mociones además de las meramente hostiles. Vemos en ellos unas exteriorizaciones del arrepentimiento, de la estima por el enemigo, de la mala conciencia por haberle dado muerte. Quiere parecernos que también en estos salvajes está vivo el mandamiento «No matarás», mandamiento que no se puede violar sin castigo, mucho antes de cualquier legislación recibida de manos de un dios.

Ahora consideremos las otras clases de preceptos-tabú. Las restricciones impuestas al matador triunfante son frecuentísimas y las más de las veces muy graves. En Timor (cf. supra las prácticas de apaciguamiento), el jefe de la expedición no tiene permitido volver a su casa sin más. Le erigen una choza especial donde pasa dos meses obedeciendo diversos preceptos purificatorios. Durante ese tiempo no está autorizado a ver a su mujer, ni puede alimentarse por sí: es preciso que otra persona le introduzca la comida en la boca. -En algunas tribus dayak, los que regresan a casa tras una expedición guerrera triunfante tienen que permanecer apartados y abstenerse de ciertos manjares; tampoco pueden tocar la comida y se mantienen lejos de sus mujeres.  -En Logea, una isla próxima a Nueva Guinea, los hombres que dieron muerte a enemigos, o participaron en esa acción, se recluyen en sus casas durante algunas semanas. Evitan todo trato con su mujer y amigos, no tocan la comida con sus manos y sólo se alimentan de vegetales cocinados para ellos en unas vasijas especiales. Como fundamento de esta última restricción se indica que no tienen permitido oler la sangre del muerto; de lo contrario, enfermarían y morirían.  -En la tribu toaripi o motumotu, de Nueva Guinea, un hombre que haya matado a otro no puede aproximarse a su mujer ni tocar alimento con sus dedos. Otras personas le administran uno especial. Esto dura hasta la siguiente luna nueva. [Frazer, 1911b, pág. 167.]

Omito citar por extenso todos los casos comunicados por Frazer de restricciones impuestas al matador triunfante, y sólo destacaré los ejemplos en que resulta particularmente llamativo el carácter de tabú, o la restricción unida a una expiación, una purificación o un ceremonial.

«Entre los monumbo de la Nueva Guinea alemana, todo el que haya dado muerte en combate a un enemigo se vuelve «impuro»», y la palabra empleada es la misma que se aplica a la mujer durante la menstruación o el puerperio. «Por largo tiempo no puede abandonar la casa-club de los varones; mientras, los otros habitantes de su aldea se reúnen en su derredor y festejan su triunfo con cánticos y danzas. No puede tocar a nadie, ni siquiera a su propia mujer e hijos; si lo hiciera, ellos se cubrirían de pústulas. Luego se purifica mediante abluciones» y otras acciones ceremoniales. [Frazer, 1911b, pág. 169.]

«Entre los natchez, de Norteamérica, los jóvenes guerreros que habían conquistado su primer escalpo eran constreñidos a guardar ciertas abstinencias durante seis meses. No podían dormir junto a sus mujeres ni comer carne; para alimentarlos sólo se les daba pescado y pastel de maíz. ( … ) Cuando un choctaw había dado muerte y escalpado a un enemigo, empezaba para él un período de duelo de un mes durante el cual no tenía permitido peinar su cabello. Si le picaba la cabeza, no podía utilizar la mano para rascarse, sino que debía servirse para hacerlo de una varillita … ». [Frazer, 1911b, pág. 181.]

«Si un pima daba muerte a un apache, debía someterse a severas ceremonias de purificación y expiación. Durante un período de ayuno de dieciséis días no tenía permitido tocar carne ni sal, mirar fuego ardiendo, hablar a persona alguna. Vivía solo en el bosque, servido por una mujer anciana que le preparaba un escaso alimento; se bañaba a menudo en el río cercano y -como signo del duelo- llevaba en la cabeza una bola de barro. El día número dieciséis tenía lugar la ceremonia pública de la solemne purificación del hombre y sus armas. Como los pima tomaban mucho más en serio que sus enemigos el tabú del matador, y no solían posponer como ellos expiación y purificación hasta el término de la guerra, su aptitud bélica se veía menoscabada en mucho por el rigor de sus costumbres o por su piedad, como se quiera decir. A pesar de su valentía extraordinaria, resultaron unos deficientes aliados para los norteamericanos en sus luchas con los apaches». [Frazer, 1911b, págs. 182-4.]

Para un abordaje que calara más hondo serían interesantes los detalles y variaciones de las ceremonias expiatorias y purificatorias tras la muerte de un enemigo; no obstante, interrumpo aquí mi comunicación porque ya no nos brindaría puntos de vista nuevos. Acaso podría señalar aún que se integra en esta conexión el aislamiento temporario o permanente del verdugo profesional, que se ha conservado en nuestra época. La posición del verdugo en la sociedad medieval ofrece de hecho una buena representación del «tabú» de los salvajes.

En la explicación corriente de todos estos preceptos de apaciguamiento, restricción, expiación y purificación suelen combinarse dos principios. La prolongación del tabú desde el muerto a todo lo que estuvo en contacto con él, y el miedo al espíritu del asesinado. No se nos dice, y de hecho no es fácil indicarlo, de qué modo esos dos factores deben combinarse entre sí para explicar el ceremonial, ni si se los ha de concebir como de igual valor, o a uno como el primario y como el secundario al otro, y en este último caso cuál sería el uno y cuál el otro. Nosotros, en cambio, destacamos la unicidad de nuestra concepción cuando derivamos todos esos preceptos de la ambivalencia de las mociones de sentimiento hacia el enemigo.

b. El tabú de los gobernantes

El comportamiento de los pueblos primitivos hacia sus jefes, reyes, sacerdotes, está regido por dos principios que más parecen complementarse que contradecirse. Uno tiene que cuidarlos, y tiene que cuidarse de ellos. (.«He must not only be guarded, he must also be guarded against»; Frazer, 1911b, pág. 132.) Ambas cosas se procuran mediante un sinnúmero de preceptos-tabú. Ya sabemos por qué es preciso cuidarse de los gobernantes: porque son los portadores de aquella fuerza ensalmadora misteriosa y peligrosa que, cual una carga eléctrica, se comunica por contacto y mata y arruina a quien no esté protegido por una carga semejante. Por tanto, se evita todo contacto mediato o inmediato con esa peligrosa sacralidad, y donde ello no es posible, se ha hallado un ceremonial para conjurar las temidas consecuencias. Por ejemplo, los nuba del Africa oriental «creen que morirán si entran en la casa de su rey-sacerdote, pero que se sustraerán de ese peligro si al hacerlo desnudan su hombro izquierdo y mueven al rey a tocarles este con su mano». [Loc. cit.] Así nos enfrentamos con el hecho asombroso de que el contacto del rey pasa a ser el recurso curativo y protector frente a los peligros derivados de su mismo contacto, pero sin duda se trata de la fuerza curativa del contacto deliberado ejercido por el rey en oposición al peligro de que uno lo toque: la oposición entre pasividad y actividad frente al rey.

Por lo que se refiere al efecto curativo del contacto real, no necesitamos buscar ejemplos entre los salvajes. En tiempos no tan remotos, los reyes de Inglaterra ejercieron esa virtud en los enfermos de escrofulosis, que por eso recibía el nombre de «the King’s evil» {«el mal del Rey»}. La reina Isabel I ejerció esta parte de sus prerrogativas no menos que sus sucesores. De Carlos I se dice que en 1633 curó cien enfermos de una sola vez. Bajo el reinado de su irreverente hijo, Carlos II, y tras la Gran Revolución, las curaciones reales de escrofulosos tuvieron su mayor esplendor. Se dice que en el curso de su gobierno este rey impuso las manos a cien mil escrofulosos. Solía ser tan grande en esas ocasiones la multitud de los que se apiñaban en procura de curación que cierta vez seis o siete de ellos hallaron en cambio la muerte por causa de los apretujones. Guillermo III de Orange, el escéptico rey ascendido al trono de Inglaterra tras la deposición de los Estuardo, renegó del ensalmo; la única vez que condescendió a esa imposición de manos lo hizo con estas palabras: «Que Dios les dé mejor salud y más entendimiento». (Frazer, 1911a, 1, págs. 368-70.)

Los informes siguientes pueden atestiguar el temible efecto del contacto activo, aunque no sea deliberado, con el rey o lo que le pertenece. «Un jefe de Nueva Zelandia, de elevado rango y gran sacralidad, dejó cierta vez abandonados en el camino los restos de su comida. Detrás venía un esclavo, un mocetón fuerte y hambriento; vio lo que habían dejado y se apoderó de ello para comerlo. Apenas lo hubo hecho cuando un espectador, horrorizado, le comunicó que era la comida del jefe la que había profanado». Había sido un guerrero fuerte y valeroso, pero tan pronto supo la noticia se desplomó, presa de crueles convulsiones, y murió al día siguiente a la puesta del sol. «Una mujer maorí había comido ciertos frutos y luego se enteró de que provenían de un lugar sobre el que pesaba un tabú. Exclamó que, sin duda, el espíritu del jefe a quien de ese modo afrentara la mataría. Esto sucedió al mediodía, y a las doce del día siguiente había muerto». «La yesca de un jefe maorí eliminó en cierta ocasión a varias personas. El jefe la había perdido, otros la encontraron y se sirvieron de ella para encender su pipa. Cuando supieron quién era el dueño de la yesca, se murieron de terror».

No asombra que se hiciera sentir la necesidad de aislar de las demás a personas tan peligrosas como los jefes y sacerdotes, erigiendo en torno de ellas un muro tras el cual fueran inasequibles. Nos parece discernir que ese muro, dispuesto en su origen a partir de preceptos-tabú, existe todavía hoy como ceremonial cortesano.

Ahora bien, quizá la mayor parte de este tabú de los gobernantes no se reconduzca a la necesidad de protegerse de ellos. El otro punto de vista en el trato que se dispensa a las personas privilegiadas, la necesidad de protegerlas a ellas mismas de los peligros que las amenazan, ha tenido la participación más nítida en la creación del tabú y, de ese modo, en la génesis de la etiqueta cortesana.

La necesidad de proteger al rey de todos los peligros imaginables surge de su enorme significación para la suerte de sus súbditos. Es su persona la que regula el curso del mundo, entendido esto al pie de la letra: «Su pueblo no debe agradecerle sólo la lluvia y los rayos del sol, que hacen prosperar los frutos de la tierra, sino también el viento que lleva los navíos a puerto y el suelo firme donde pone el pie». (Frazer, 1911b, pág. 7.)

Estos reyes de los salvajes están dotados de una plenitud de poder y un imperio sobre la fortuna que únicamente los dioses poseen, y en que simulan creer, en estadios más tardíos de la civilización, sólo los más serviles de sus cortesanos.

Parece una palmaria contradicción que unas personas dueñas de semejante perfección de poder hayan menester, a su vez, del máximo cuidado para protegerlas de los peligros que las amenazan, pero no es esta la única contradicción que se manifiesta en el tratamiento de las personas regias por los salvajes. Estos pueblos también consideran necesario vigilar a sus reyes para que empleen sus virtudes en el sentido correcto; en modo alguno están seguros de sus buenas intenciones ni de su escrupulosidad. Un toque de desconfianza se mezcla en la motivación de los preceptos-tabú relativos al rey. Dice Frazer (1911b, págs. 7-8): «La idea según la cual la monarquía de los tiempos primordiales era un despotismo en que el pueblo sólo existía para sus gobernantes es de todo punto inaplicable a las monarquías que aquí consideramos. A ‘ la inversa, en ellas el gobernante sólo vive para sus súbditos; su vida sólo posee valor mientras él cumple los deberes de su cargo y regula el curso de la naturaleza para beneficio de su pueblo. Tan pronto descuida hacerlo o lo deniega, el cuidado, la consagración, la veneración religiosa de que hasta entonces era objeto en generosa medida se truecan en odio y desprecio. Lo expulsan afrentosamente, y puede darse por contento si lo dejan con vida. Venerado hoy como un dios, puede ocurrirle que mañana lo abatan como a un criminal. Pero no tenemos ningún derecho a condenar por inconstante o contradictorio este cambio en la conducta de su pueblo; este es, al contrario, por entero consecuente. Puesto que su rey es su dios, ellos piensan que también debe probar que es su benefactor; y si no quiere protegerlos, conviene que otro, mejor dispuesto, ocupe su lugar. Pero mientras responda a sus expectativas, el cuidado que le dispensan no conoce límites, y lo constriñen a tratarse él mismo con no menor precaución. Un rey así vive como emparedado tras un sistema de ceremonial y etiqueta, envuelto en una red de prácticas y prohibiciones cuyo propósito en modo alguno es el de elevar su dignidad ni, menos aún, el de aumentar su bienestar, sino que única y exclusivamente están dirigidas a prevenirlo de dar unos pasos que perturbarían la armonía de la naturaleza y así podrían perderlo a él, a su pueblo y al universo entero. Estos preceptos, bien lejos de servir a su bienestar, se inmiscuyen en cada una de sus acciones, cancelan su libertad y hacen de su vida, que supuestamente asegurarían, un fardo y un martirio».

Uno de los ejemplos más flagrantes de ese cautiverio y parálisis de un gobernante sagrado por el ceremonial del tabú parece encontrarse en el modo de vida del micado japonés en siglos anteriores. He aquí un relato que ya tiene dos siglos: «El micado no cree adecuado a su dignidad y santidad tocar el suelo con los pies; si quiere ir a alguna parte, tienen que llevarlo en hombros. Menos todavía podrá exponer su sagrada persona al aire libre, y el sol no merece el honor de alumbrar sobre su cabeza. Tanta es la sacralidad que se adscribe a todas las partes de su cuerpo que no se puede recortar sus cabellos y barba, ni cortar sus uñas. Pero a fin de que no presente un aspecto demasiado descuidado lo lavan por la noche, mientras duerme: dicen que lo que se quita de su cuerpo en ese estado sólo puede concebirse como un hurto, y este último no agravia su dignidad y sacralidad, En tiempos más antiguos, debía permanecer sentado en el trono durante algunas horas cada mañana, pero era preciso que permaneciera como una estatua, sin menear manos, pies, cabeza u ojos; sólo así, se creía, podía él conservar el sosiego y la paz en el reino. Si por desgracia se volviera hacia uno u otro lado, o durante unos instantes dirigiera su mirada a una sola parte de su reino, estallarían la guerra, la hambruna, los incendios, la peste o alguna otra gran calamidad que devastaría el país».

Algunos de los tabúes a que están sometidos los reyes bárbaros recuerdan vivamente las restricciones impuestas a los matadores. En Shark Point, cerca de Cabo Padron, en la Baja Guinea (Africa occidental), «un rey-sacerdote Kukulu vive solo en el bosque. No tiene permitido tocar mujer, tampoco abandonar su casa, y ni siquiera levantarse de su silla, en la que se ve precisado a dormir sentado. Si se acostara, cesarían los vientos y se arruinaría la navegación. Su función es tener a raya las tormentas y, en general, cuidar que el estado de la atmósfera sea bueno como término medio». Mientras más poderoso sea un rey de Loango -dice el mismo autor-, mayor número de tabúes se ve precisado a observar. También al sucesor del trono lo atan los tabúes desde la niñez, y se le van acumulando a medida que crece; en el momento de ascender al trono lo abrumarán.

El espacio de que disponemos no nos permite, ni nuestro interés lo reclama, profundizar en la descripción del tabú adherido a la dignidad de rey o de sacerdote. Consignemos todavía que en él desempeñan el papel principal las restricciones al libre movimiento y la dieta. Ahora bien, dos ejemplos de ceremonial de tabú tomados de pueblos civilizados, vale decir de estadíos culturales mucho más altos, pondrán de relieve qué gran efecto conservador ejerce sobre las antiguas prácticas su conexión con estas personas privilegiadas.

El Flamen Dialis, el sacerdote supremo de Júpiter en la antigua Roma, debía observar un número extraordinario de mandamientos-tabú. «No tenía permitido montar a caballo, ni ver caballos ni hombres armados; no podía llevar un anillo que no estuviese quebrado; tampoco, tener nudos en sus ornamentos ( … ) tocar harina de trigo o levadura, ni a perros, cabras, carne cruda, habas y hiedra, ni siquiera mencionarlos por su nombre; ( … ) su cabello sólo podía cortarlo un hombre libre con un cuchillo de bronce, y los recortes de sus cabellos y uñas debían enterrarse bajo un árbol de la suerte; ( … ) no podía tocar muertos, ni permanecer a cielo abierto con la cabeza descubierta», etc. Su mujer, la Flaminica, observaba además sus propias prohibiciones: en cierto tipo de escaleras no tenía permitido subir más allá del tercer escalón, ni cortarse el cabello en ciertos días festivos; el cuero de sus zapatos no podía tomarse de un animal muerto de muerte natural, sino sólo de uno que hubiera sido abatido o sacrificado; sí oía tronar, quedaba impura hasta ofrecer un sacrificio expiatorio. (Frazer, 1911b, págs. 13-4.)

Los antiguos reyes de Irlanda estaban sometidos a una serie de restricciones en extremo curiosas, de cuya observancia se esperaba para el país dicha total, y de su violación, desgracia total. El catálogo completo de estos tabúes se ofrece en el Book of Rights, cuyos ejemplares manuscritos más antiguos llevan las fechas de 1390 y de 1418. Las prohibiciones son detalladísimas, atañen a ciertas actividades en determinados lugares y épocas; en tal ciudad, el rey no puede permanecer cierto día de la semana, no tiene permitido atravesar a determinada hora aquel río ni acampar nueve días completos en cierta planicie. (Frazer, 1911b, págs. 11-2.)

El rigor de las restricciones del tabú para los reyes-sacerdotes ha tenido en muchos pueblos salvajes una consecuencia que es históricamente sustantiva y reviste particular interés para nuestros puntos de vista. La dignidad de rey-sacerdote dejó de ser algo apetecible; aquel sobre quien se cernía, solía emplear todos los recursos para sustraérsele. Así, en Camboya, donde hay un rey del fuego y un rey del agua, a menudo es necesario constreñir al sucesor por la violencia a que acepte el cargo. En Niue o Isla Salvaje, una isla coralina del Pacífico Sur, la monarquía se extinguió de hecho porque no se pudo hallar a nadie dispuesto a asumir esa función llena de peligros y de responsabilidad. «En muchas partes del Africa occidental, tras la muerte del rey se reúne un consejo secreto para designar al sucesor. Al elegido lo capturan, lo atan y lo mantienen bajo custodia en la casa de los fetiches hasta que se declara dispuesto a aceptar la corona. En ocasiones, el presunto sucesor del trono halla los medios y caminos para sustraerse de la dignidad que piensan conferirle; así, se cuenta de un jefe que permanecía armado día y noche para resistir por la fuerza cualquier intento de elevarlo al trono» (ver nota). Entre los negros de Sierra Leona, la renuencia a aceptar la dignidad regía se volvió tan grande que la mayoría de las tribus se vieron precisadas a hacer de unos extranjeros sus reyes.

A las mencionadas circunstancias reconduce Frazer [1911b, págs. 17-25] el hecho de que en el desarrollo histórico terminara por consumarse una división de la originaria monarquía sacerdotal en un poder espiritual y uno profano. Los reyes oprimidos por el fardo de su sacralidad se volvieron incapaces de ejercer el poder en cosas efectivas y se vieron precisados a dejarlo en manos de personas de inferior rango, pero activas, dispuestas a renunciar a los honores de la dignidad regia. De estas surgieron luego los gobernantes profanos, mientras la jefatura espiritual, ahora despojada de valimiento práctico, quedaba en manos de los antiguos reyes-tabú. Es sabido hasta qué punto se corrobora esto en la historia antigua de Japón.

Si ahora abarcamos panorámicamente el cuadro de los vínculos de los hombres primitivos con sus gobernantes, nace en nosotros la expectativa de que no ha de resultarnos difícil avanzar desde su descripción hasta su entendimiento psicoanalítico. Esos vínculos son de enredada naturaleza y no exentos de contradicciones. A los gobernantes se les otorgan grandes privilegios, que coinciden exactamente con las prohibiciones-tabú impuestas a los hombres comunes. Son personas privilegiadas; tienen permitido hacer o usufruc-tuar aquello de que los otros deben abstenerse en virtud del tabú. Pero, en oposición a esta libertad, los restringen otros tabúes que no oprimen a los individuos corrientes. Aquí estamos, pues, frente a una primera oposición, casi una contradicción, entre un plus de libertad y un plus de restricción para las mismas personas. Se les atribuye una fuerza ensalmadora extraordinaria y por eso se teme el contacto con su persona o su propiedad, al par que por otro lado se espera el más benéfico efecto de tales contactos. Esta parece ser una segunda contradicción, y muy evidente; sin embargo, ya sabemos que lo es sólo en apariencia. El contacto que parte del rey mismo con propósito benévolo es curativo y protector; peligroso es sólo el contacto perpetrado por el hombre corriente en el rey y sus cosas, probablemente porque puede indicar tendencias agresivas. Otra contradicción, no tan fácil de resolver, se exterioriza en atribuir al gobernante grandísimo imperio sobre los procesos de la naturaleza y al mismo tiempo protegerlo con particular cuidado de los peligros que le amenazan, como si su propio poder, capaz de tantas cosas, no lo fuera de esta. La constelación descrita se dificulta todavía más cuando no se confía en que el gobernante usará de su enorme poder de la manera correcta para beneficio de sus súbditos así como para su propia protección; se desconfía de él, pues, y se considera justificado vigilarlo. La etiqueta del tabú, a la cual es sometida la vida del rey, sirve a la vez a todos estos propósitos de tutelarlo, protegerlo de peligros y resguardar a los súbditos del peligro que él les depararía.

Parece natural ofrecer la siguiente explicación para el complejo y contradictorio vínculo de los primitivos con sus gobernantes: por motivos supersticiosos y de otra índole, en el trato dispensado a los reyes se expresan múltiples tendencias, cada una de las cuales se desarrolla hasta el extremo sin miramiento por las otras. De ahí surgirían aquellas contradicciones, por lo demás tan poco escandalosas para el intelecto de los salvajes como lo son para el miembro de la alta civilización cuando están en juego la religión o la «lealtad política».

La explicación parece buena hasta ahí; pero la técnica psicoanalítica permite penetrar más a fondo en los nexos y enunciar cosas más precisas acerca de la naturaleza de estas múltiples tendencias. Si sometemos al análisis el estado de cosas descrito, como si lo hallásemos en el cuadro sintomático de una neurosis, adoptaremos como punto de partida la desmesura en el cuidado angustiado que se aduce como fundamento para el ceremonial del tabú. La presencia de esta hiperternura es común en la neurosis, en especial en la neurosis obsesiva, que utilizamos como principal término de comparación. Hemos llegado a entender muy bien su origen. Aflora dondequiera que además de la ternura dominante existe una corriente contraria, pero inconciente, de hostilidad; vale decir, donde se realiza el caso típico de la actitud ambivalente de sentimientos. Y esa hostilidad se denuncia a gritos por un aumento hipertrófico de la ternura, que se exterioriza como estado de angustia y se vuelve compulsiva porque de otro modo no podría cumplir su tarea de mantener en la represión a la corriente contraria inconciente. Todo psicoanalista sabe por experiencia que la hiperternura angustiada admite esta solución con un grado muy alto de certidumbre, aun en las circunstancias en que parecería lo más improbable, por ejemplo entre madre e hijo o entre tiernos cónyuges. Si ahora la aplicáramos al trato que se dispensa a las personas privilegiadas, se nos ofrecería la intelección de que a su veneración, y aun endiosamiento, se contrapone en lo inconciente una intensa corriente hostil; vale decir que, como lo esperábamos, aquí se realiza la situación de la actitud ambivalente de sentimientos. La desconfianza, cuya contribución a los motivos del tabú del rey parece incuestionable, sería otra exteriorización, más directa, de esa misma hostilidad inconciente. Más todavía: dada la diversidad de los resultados finales de ese conflicto en distintos pueblos, no nos faltarían ejemplos en que nos sería mucho más fácil aún pesquisar esa hostilidad. «Los timmes salvajes de Sierra Leona -nos dice Frazer- se han reservado el derecho de dar una tunda a su rey la tarde anterior al día de su coronación, y son tan concienzudos en el uso de este privilegio constitucional que en ocasiones el desdichado gobernante no sobrevive mucho tiempo a su ascenso al trono; por eso los poderosos del pueblo se han combinado para elegir como rey al hombre a quien tienen inquina». De todos modos, tampoco estos casos de hostilidad evidente se confiesan como tales, sino que se presentan con los rasgos de un ceremonial.

Otro fragmento de la conducta de los primitivos hacia sus gobernantes recuerda a un proceso que, universalmente difundido en la neurosis, se manifiesta con claridad en el llamado delirio de persecución. Aquí es exaltada de manera extraordinaria la significación de una persona determinada, se exagera hasta lo inverosímil la perfección de su poder, y ello con el objeto de imputarle tanto más la responsabilidad de cuanta contrariedad sufra el enfermo. En verdad, los salvajes no proceden de otro modo con sus reyes cuando les atribuyen el poder sobre la lluvia y la luz solar, el viento y el estado del tiempo, y luego los deponen o los matan si la naturaleza defrauda sus expectativas de obtener buena caza o una cosecha abundante. El arquetipo que el paranoico recrea en el delirio de persecución se sitúa en el vínculo del niño con su padre. En la representación del hijo, por regla general se atribuye al padre una plenitud de poder como la indicada, y puede demostrarse que la desconfianza hacia el padre se enlaza de una manera íntima con su alta estimación. Cuando el paranoico señala a una persona de su círculo de relaciones como su «perseguidor», con ello la eleva hasta la serie paterna, la pone en las condiciones que le permiten hacerla responsable, en su sentir, de toda desdicha. Así, en virtud de esta segunda analogía entre el salvaje y el neurótico, parece que llegamos a inteligir cuánto, en el vínculo del salvaje con su gobernante, proviene de la actitud infantil del niño hacia el padre.

Empero, es en el propio ceremonial del tabú donde hallamos el más firme asidero para nuestro modo de abordaje, que pretende comparar las prohibiciones-tabú con unos síntomas neuróticos. Ya hemos elucidado su significación respecto de las funciones monárquicas. Si suponemos que desde el comienzo mismo se propuso alcanzar los efectos que produce, este ceremonial nos exhibe de una manera inequívoca su doble sentido y su origen a partir de unas tendencias ambivalentes. No sólo distingue a los reyes y los eleva por encima de los comunes mortales, sino que también les convierte la vida en un martirio y un fardo insoportable, constriñéndolos a una servidumbre mucho más enojosa que la de sus súbditos. Así se nos aparece como la correcta contrapartida de la acción obsesiva en la neurosis, en la cual la pulsión sofocada y la sofocadora alcanzan una satisfacción simultánea y común. La acción obsesiva es presuntamente una defensa frente a la acción prohibida; pero preferiríamos decir que en verdad es la repetición de lo prohibido. Aquí lo «presunto» se aplica a la instancia conciente de la vida anímica, y lo «verdadero», a la inconciente. De igual manera, el ceremonial del tabú de los reyes es presuntamente la máxima honra y seguridad de ellos, pero en verdad es el castigo por su elevación, la venganza que con ellos se toman sus súbditos. Es evidente que -en el libro de Cervantes- Sancho Panza, tras sus experiencias como gobernador de la ínsula, hubo de discernir esta concepción del ceremonial cortesano como la única correcta. Y es harto posible que halláramos hoy mismo confirmaciones si pudiéramos mover a reyes y gobernantes para que se pronunciaran sobre esto.

¿Por qué la actitud de sentimientos hacia el gobernante contiene un tan poderoso aporte inconciente de hostilidad? He ahí un problema muy interesante, pero que rebasa los límites del presente trabajo. Señalamos ya el complejo paterno en el niño; agreguemos que rastrear la prehistoria de la monarquía debería aportarnos los esclarecimientos decisivos. Según las elucidaciones de Frazer (1911a), convincentes pero no del todo probatorias (como él mismo confesó), los primeros reyes fueron extranjeros, destinados, tras breve imperio, a la muerte sacrificial en solemnes fiestas como representantes {Repräsentant} de la divinidad. Los mitos del cristianismo registrarían aún el eco de esta historia genética de la monarquía.

c. El tabú de los muertos

Sabemos que los muertos son poderosos señores; acaso nos asombre enterarnos de que se los considera enemigos.

El tabú de los muertos, si es lícito seguir comparándolo con una infección, da pruebas de una particular virulencia en la mayoría de los pueblos primitivos. En primer lugar, se exterioriza en las consecuencias que acarrea el contacto con el muerto, así como en el trato que se dispensa a los que hacen duelo por él. Entre los maoríes, todo el que hubiera tocado un cadáver o participado en su sepultura se volvía impuro en grado máximo y era casi segregado de cualquier trato con sus prójimos; era, por así decir, boicoteado. No podía entrar en ninguna casa, acercarse a persona o cosa alguna, sin contagiarlas con su misma propiedad. Más aún: ni siquiera podía tocar alimentos con sus manos, que, por su impureza, se le habían vuelto por completo inútiles. Se le dejaba la comida sobre el suelo y no tenía más remedio que tomarla como pudiera, con labios y dientes, mientras mantenía las manos sobre la espalda. En ocasiones se permitía que otra persona lo alimentara, y entonces lo hacía con el brazo extendido, cuidando de no tocar al desdichado. Pero esta persona auxiliar estaba ella misma sometida a unas restricciones no mucho menos opresivas que las de aquel. En toda aldea existía un individuo degradado, expulsado de la sociedad, que vivía de magras limosnas, en la mayor pobreza. Sólo a él le estaba permitido acercarse, a la distancia de un brazo extendido, a quien había cumplido el último deber hacia un difunto. Luego, cuando expiraba el período de segregación y el impurificado por el cadáver podía volver a mezclarse entre los suyos, toda la vajilla de que se hubiera servido en ese tiempo peligroso era destruida, y desechado todo abalorio con que se hubiese adornado. [Frazer, 1911b, págs. 138-9.]

Las prácticas del tabú tras el contacto corporal con muertos son las mismas en toda Polinesia, Melanesia y en una parte de Africa; su pieza más constante es la prohibición de tocar el alimento, y la necesidad, que de ahí se sigue, de ser alimentado por otros. Es digno de notarse que en Polinesia, o quizá sólo en Hawaii, están sometidos a las mismas restricciones los reyes-sacerdotes mientras ejercen acciones sagradas. En el tabú de los muertos de Tonga sale a la luz con particular nitidez la gradación y cancelación progresiva de las prohibiciones en virtud de la propia fuerza tabú. Quien tocaba el cadáver de un jefe se volvía impuro por diez meses; pero, si él mismo era jefe, sólo por tres, cuatro o cinco, según el rango del difunto; en cambio, si se trataba del cadáver del jefe supremo divinizado, aun los jefes máximos se volvían tabú por diez meses. Los salvajes creen con firmeza que si alguien viola estos preceptos-tabú fatalmente enfermará de gravedad y morirá; y esa firmeza es tanta que, según la opinión de un observador, nunca han osado hacer la prueba para convencerse de lo contrario.

De la misma índole en lo esencial, pero más interesantes para nuestros fines, son las restricciones-tabú que pesan sobre aquellas personas cuyo contacto con el muerto ha de entenderse en el sentido traslaticio: los deudos dolientes, los viudos y viudas. Si en los preceptos antes citados sólo vemos la expresión típica de la virulencia y la capacidad de propagación del tabú, en los que hemos de comunicar ahora se nos traslucen los motivos de este último y, por cierto, tanto los presuntos cuanto aquellos que estamos autorizados a considerar como los genuinos, situados en un nivel más profundo.

«Entre los shuswap, de la Columbia Británica, viudas y viudos deben vivir aislados durante su período de duelo; no tienen permitido tocarse el cuerpo ni la cabeza con sus manos; ninguna vasija de que se sirvan podrá ser utilizada por otros. ( … ) El cazador no querrá acercare a la choza donde more uno de estos dolientes, pues le traería mala suerte; y si uno de ellos proyectara su sombra sobre alguien, esta persona enfermaría. Los que hacen duelo duermen en zarzales y rodean de zarzas su lecho». Esta última medida está destinada a mantener alejado el espíritu del difunto. Más nítida en este sentido es, sin duda, la práctica que nos refieren sobre otra tribu de Norteamérica: las viudas, durante un período después de la muerte de su marido, llevan una pieza de vestimenta a modo de calzón, hecha con hierbas secas, a fin de volverse inasequibles a la aproximación del espíritu. Esto nos sugiere la representación de que el contacto «en el sentido traslaticio» es entendido, no obstante, como mero contacto corporal; en efecto, el espíritu del difunto no abandona a sus deudos, no deja de «rondarlos» durante el período del duelo.

«Entre los agutaino, que viven en Palawan, una de las Filipinas, una viuda no tiene permitido dejar su choza los siete u ocho días posteriores a la muerte, salvo por la noche, cuando no cabe esperar encuentros. Quien la divisa, corre en ese mismo instante peligro de muerte, y por eso ella misma señala su aproximación golpeando a cada paso los árboles con un bastón de madera; estos árboles pronto se secan». ¿En qué puede consistir la peligrosidad de estas viudas? Otra observación nos lo ilustrará. «En la Nueva Guinea británica, distrito de Mekeo, un viudo pierde todos sus derechos civiles y por un tiempo vive como segregado. ( … ) No tiene permitido labrar su huerto, ni mostrarse en público, ni caminar por las calles de la aldea. Merodea como un animal salvaje entre las altas hierbas de la sabana o en la maleza, y tiene que esconderse en la espesura cuando ve acercarse a alguien, en particular si se trata de una mujer». Esta última indicación nos permite reconducir la peligrosidad del viudo o la viuda al peligro de la tentación. El marido que perdió a su esposa tiene que rehuir el anhelo de hallarle una sustituta; la viuda tiene que luchar con ese mismo deseo y además, hallándose sin dueño, puede despertar la apetencia de otros hombres. Sendas satisfacciones sustitutivas contrarían el sentido del duelo; por fuerza desatarían la ira del espíritu.

Entre los primitivos, una de las más extrañas, pero también más instructivas, prácticas del tabú en el duelo es la prohibición de pronunciar el nombre del difunto. Su difusión es enorme, ha experimentado muchísimas variaciones y ha tenido serias consecuencias.

Además de los australianos y polinesios, que suelen ser los que mejor conservadas nos muestran las prácticas del tabú, aquella prohibición se encuentra «en pueblos tan distantes y ajenos entre sí como los samoyedos de Siberia y los toda de Ceylán, los mongoles de la Tartaria y los tuareg del Sahara, los aino de Japón y los alcamba y nandi del Africa central, los tinguianes de las Filipinas y los moradores de las islas Nicobar, de Madagascar y Borneo». (Frazer, 1911b, pág. 353.) En algunos de estos pueblos, la prohibición y las consecuencias que de ella derivan valen sólo para el período del duelo; en otros, son permanentes, aunque en todos los casos parecen atemperarse a medida que el momento de la muerte se aleja en el tiempo.

La evitación del nombre del difunto se observa por regla general con un rigor extraordinario. Así, entre muchas tribus sudamericanas es considerada la más grave afrenta para los supérstites mencionar en presencia de ellos el nombre del pariente muerto, y el castigo establecido no es menor que el que se impone al asesinato. (Frazer, 1911b, pág. 352.) En un primer momento no se colige con facilidad por qué se habría de aborrecer tanto la mención del nombre, pero los peligros conectados a ello han dado origen a toda una serie de expedientes, interesantes y significativos en varios aspectos. Así, los masa¡ de Africa oriental han recurrido a cambiar el nombre del difunto enseguida de su muerte; entonces es lícito mencionarlo sin horror por su nuevo nombre, mientras que todas las prohibiciones permanecen anudadas al antiguo. Presuponen, al parecer, que el espíritu no conoce su nuevo nombre, ni se enterará de él. [Frazer, 1911b, pág. 354.] Las tribus australianas de Adelaida y de Bahía Encuentro son tan consecuentes en esta precaución que tras una muerte rebautizan a todas las personas que tenían el mismo nombre del muerto, o uno muy parecido. [Frazer, 1911b, pág. 355.] Muchas veces, como extensión de esa misma cautela, se cambia tras la muerte el nombre a todos los deudos del difunto, sea cual fuere la similitud del que antes tenían con el del muerto; así ocurre entre algunas tribus de Victoria y el noroeste de América. [Frazer, 1911b, pág. 357.] Entre los guay-curúes del Paraguay, el jefe solía, en esa triste ocasión, dar nuevo nombre a todos los miembros de la tribu, que ellos recordaban en lo sucesivo como si lo hubieran llevado desde siempre.

Además, si el nombre del difunto coincidía con la designación de un animal, un objeto, etc., a muchos de los pueblos citados les parecía necesario rebautizar también a estos animales y objetos para que al usar esas palabras no se recordase al difunto. De ahí no podía menos que resultar una alteración continua del léxico, lo cual deparó hartas dificultades a los misioneros, en particular cuando la proscripción del nombre era permanente. En los siete años que el misionero Dobrizhoffer pasó entre los abipones del Paraguay el nombre del tigre se modificó tres veces, y parecidos destinos tuvieron las palabras para cocodrilo, espina y matanza de vacas. Ahora bien, el horror a pronunciar un nombre que perteneció a un difunto se extiende también en el sentido de evitar la mención de todo aquello en que ese difunto desempeñó un papel; y de este proceso sofocador resulta la importante consecuencia de que estos pueblos no tengan tradición ni reminiscencias históricas, y las máximas dificultades se opongan a una exploración de su prehistoria. [Frazer, 1911b, págs. 362-3.] Sin embargo, en una serie de estos pueblos primitivos ha adquirido carta de ciudadanía una práctica compensadora destinada a evocar los nombres de los difuntos pasado un largo período de duelo: se los imponen a niños, de los cuales se dice, entonces, que son el renacimiento de los muertos. [Frazer, 1911b, págs. 364-5.]

La extrañeza que nos provoca este tabú del nombre se atempera si se nos advierte que para los salvajes el nombre es una pieza esencial y un patrimonio importante de la personalidad, y ellos adscriben a la palabra su pleno significado-cosa. Como ya lo he consignado en otro lugar [Freud, 1905c, cap. IV], lo mismo hacen nuestros niños, quienes por ello nunca se avienen a admitir una semejanza léxica carente de significado, sino que extraen la consecuente inferencia: si dos cosas se llaman con nombres que suenan igual, es preciso que ello designe una profunda concordancia entre ambas. Y el propio adulto civilizado acaso colija, por muchas peculiaridades de su comportamiento, que no se encuentra tan lejos como cree de tomar los nombres propios en el sentido pleno y sustantivo, y que su nombre se ha fusionado con su persona de una manera muy particular. Armoniza con esto el hecho de que la práctica psicoanalítica encuentre múltiples ocasiones de apuntar a la intencionalidad del nombre en la actividad inconciente de pensamiento.

Pues bien; respecto del nombre, y como cabía esperar, los neuróticos obsesivos se comportan en un todo como los salvajes. Muestran la plena «sensibilidad de complejo» para pronunciar y escuchar determinadas palabras y nombres (de manera semejante a otros neuróticos), y del trato que dispensan a su propio nombre derivan un buen número de inhibiciones a menudo graves. Una de estas enfermas de tabú, que yo conocí, había estatuido la evitación de escribir su nombre, por angustia de que cayera en manos de alguien que así se posesionaría de una parte de su personalidad. En la fidelidad convulsiva mediante la cual se había visto obligada a protegerse de las tentaciones de su fantasía, se había creado el mandamiento de «no dar nada de su persona». Entre esas cosas se contaba sobre todo el nombre y, como extensión, la escritura manuscrita; por eso al fin tuvo que dejar de escribir.

De este modo, ya no nos sorprende que el nombre del muerto sea apreciado por los salvajes como una parte de su persona y convertido en objeto del tabú referido a aquel. También el mencionar el nombre del muerto se deja reconducir al contacto con él; nos es lícito pasar entonces a ocuparnos de un problema más amplio, el de averiguar por qué ese contacto está afectado por un tabú tan riguroso.

La explicación más inmediata recurriría al natural horror que suscitan el cadáver y las alteraciones que pronto se le notan. Y junto a ello habría que conceder algún sitio al duelo por el muerto, como un motivo de todo cuanto se refiere a este. Sin embargo, es evidente que el horror ante el cadáver no coincide con los detalles de los preceptos-tabú, y el duelo nunca podría explicarnos que la mención del difunto signifique grave insulto para sus deudos. Antes al contrario: el duelo gusta de ocuparse del difunto, evocar su memoria y conservarla el mayor tiempo posible. Así, no se puede responsabilizar al duelo por las peculiaridades de las prácticas del tabú; ha de tratarse de otra cosa, y evidentemente de algo que persiga propósitos diversos. Y as¡ es: los tabúes de los nombres nos denuncian ese motivo todavía desconocido; además, si las prácticas no nos lo dijeran por sí mismas, lo averiguaríamos por las indicaciones de los propios salvajes dolientes.

Ellos, en efecto, no ocultan que tienen miedo a la presencia y al retorno del espíritu del fallecido; practican multitud de ceremonias para mantenerlo alejado, para expulsarlo. Les parece que pronunciar su nombre equivale a un conjuro cuya consecuencia sería su inmediata aparición. En consecuencia, lo hacen todo para impedir semejante conjuro y evocación. Se disfrazan para que el espíritu no los reconozca, o desfiguran el nombre de él o el suyo propio; se enfurecen contra el desaprensivo extranjero que al mencionar el nombre azuza al espíritu y lo lanza sobre sus deudos. Es imposible eludir la conclusión de que ellos, según la expresión de Wundt (1906, pág. 49), padecen de miedo «a su alma devenida demonio».

Con esta intelección habríamos terminado por corroborar la concepción de Wundt, que, como sabemos (cf. AE, 13, págs. 32-3), descubre la esencia del tabú en la angustia ante los demonios.

La premisa de esa doctrina, a saber, que en el instante de su muerte el familiar querido se convierte en un demonio de quien los supérstites sólo pueden esperar actos hostiles, y de cuyas malignas apetencias tienen que ponerse a salvo por todos los medios; esa premisa, decíamos, es tan rara que al comienzo uno le denegará todo crédito. Empero, casi todos los autores importantes están contestes en atribuir a los primitivos esta concepción. Westermarck, que en su obra The Origin and Development of the Moral Ideas {Origen y desarrollo de las ideas morales} no ha prestado, a mi juicio, la suficiente atención al tabú, manifiesta directamente en el capítulo referido a la conducta hacia los difuntos: «En términos generales, el material fáctico de que dispongo me permite inferir que los muertos son considerados con más frecuencia enemigos que amigos, y que Jevons y Grant Allen yerran al aseverar que en épocas anteriores se creía que la malignidad de los muertos iba dirigida por regla general sólo a los extranjeros, mientras que dispensaban paternal cuidado a la vida y la fortuna de sus descendientes y los miembros de su clan».

Rudolf Kleinpaul, en su atrayente libro (1898), ha recurrido a los restos de la antigua creencia en las almas entre los pueblos civilizados para figurar el vínculo entre los vivos y los muertos. También a juicio de este autor, ella culmina en el convencimiento de que los muertos atraen hacia sí a los vivos con un placer asesino. Los muertos matan; el esqueleto que hoy usamos como figura de la muerte demuestra que la muerte misma es alguien que mata. El vivo no se sentía seguro frente al asedio del muerto hasta que no interponían entre ambos unas aguas separadoras. Por eso se tendía a enterrar a los muertos en islas, se los llevaba a la otra orilla del río; de ahí las expresiones «más acá» y «más allá». Un posterior atemperamiento ha limitado la malignidad de los muertos a aquellas categorías a las que no podía menos que atribuirse un particular derecho al rencor -como los asesinados que persiguen a su asesino en forma de espíritus malignos- y los que fallecieron en estado de no saciada añoranza -como las novias-. Pero originariamente, opina Kleinpaul, todos los muertos eran vampiros, todos tenían rencor a los vivos y procuraban hacerles daño, arrebatarles la vida. Fue el cadáver el que por primera vez proporcionó el concepto de espíritu maligno.

El supuesto de que los difuntos amadísimos se mudan en demonios tras la muerte nos remite, claro está, a otra cuestión. ¿Qué movió a los primitivos a atribuir a sus muertos queridos semejante cambio de intenciones? ¿Por qué los convertían en demonios? Westermarck (1906-08, 2, págs. 534-5) cree poder responder con facilidad esta pregunta. «Como la muerte las más de las veces es considerada la peor desgracia que pudiera sobrevenirle al ser humano, se cree que los difuntos estarían en extremo descontentos con su destino. Según la concepción de los pueblos naturales, sólo se muere por asesinato, sea violento, sea procurado mediante ensalmo; y ya esto hace que se considere al alma como vengativa y susceptible; ella supuestamente envidia a los vivos y añora la compañía de sus deudos; por eso, para reunirse con ellos, es comprensible que procure matarlos mediante enfermedades. ( … ) Otra explicación de la malignidad que se atribuye a las almas reside en el miedo instintivo que se les tiene, a su vez resultado de la angustia ante la muerte».

El estudio de las perturbaciones psiconeuróticas nos sugiere una explicación más abarcadora, que incluye dentro de sí a la de Westermarck.

Cuando una mujer pierde a su marido por fallecimiento, o una hija a su madre, no es raro que el supérstite se vea aquejado por unos penosos escrúpulos que llamamos «reproches obsesivos»: dudan sobre si ellos mismos no son culpables, por imprevisión o negligencia, de la muerte de la persona amada. De nada vale el recuerdo del esmero que se puso en cuidar al enfermo, ni la positiva refutación de la culpa aseverada: no bastan para poner término al martirio, que acaso constituya la expresión patológica de un duelo, y cede poco a poco con el tiempo. La indagación psicoanalítica de estos casos nos ha dado a conocer los secretos resortes pulsionales de este padecimiento, Hemos averiguado que esos reproches obsesivos están en cierto sentido justificados y sólo por eso son invulnerables a la refutación y al veto. No es que el doliente fuera de hecho culpable o incurriera en el descuido que el reproche obsesivo asevera; empero, dentro de él estaba presente algo, un deseo inconciente para él mismo, al que no le descontentaba la muerte y la habría producido de haber estado en su poder el hacerlo. Ahora bien, tras la muerte de la persona amada el reproche reacciona contra ese deseo inconciente. Y esa hostilidad escondida en lo inconciente tras un tierno amor existe en casi todos los casos de ligazón intensa del sentimiento a determinada persona; es el ejemplo clásico, el arquetipo de la ambivalencia de las mociones de sentimiento de los seres humanos. Los individuos llevan en mayor o menor grado esa ambivalencia en su disposición {constitucional}. Normalmente no es tan grande como para originar los reproches obsesivos descritos; pero cuando la disposición la ha proveído generosamente, se manifestará en el vínculo con las personas más amadas, allí donde menos se lo esperaría. Nosotros consideramos que la predisposición a la neurosis obsesiva, enfermedad a que tanto venimos recurriendo con fines comparativos en la cuestión del tabú, se singulariza por una medida particularmente elevada de esa originaria ambivalencia de sentimientos.

Así hemos tomado conocimiento del factor capaz de explicarnos el presunto demonismo de las almas de difuntos recientes y la necesidad de protegerse de su hostilidad mediante los preceptos-tabú. Si suponemos que entre los primitivos la vida de los sentimientos está aquejada por una ambivalencia de grado parecido a la que atribuimos, de acuerdo con los resultados del psicoanálisis, a los enfermos obsesivos, entenderemos que tras la dolorosa pérdida se vuelva necesaria una reacción frente a la hostilidad latente en lo inconciente, parecida a la que allá se manifestaba a través de los reproches obsesivos. Ahora bien, esta hostilidad, penosamente registrada en lo inconciente como satisfacción por el caso de muerte, tiene entre los primitivos un destino diferente; se defienden de ella desplazándola sobre el objeto de la hostilidad, sobre el muerto. En la vida anímica normal, así como en la patológica, llamamos proyección a este frecuente proceso de defensa. El supérstite desconoce {leugnen} que haya abrigado alguna vez mociones hostiles hacia el muerto amado; pero el alma del difunto las alienta ahora, y se empeñará por llevarlas a la práctica todo el tiempo que dure el duelo. A pesar de esa exitosa defensa por proyección, el carácter punitorio y arrepentido de esta reacción de sentimientos se exteriorizará en el hecho de que uno tiene miedo, se impone renuncias y se somete a restricciones, que en parte uno disfraza de medidas protectoras contra el demonio hostil. Volvemos a toparnos así con que el tabú ha crecido sobre el suelo de una actitud ambivalente de sentimientos. También el tabú de los muertos proviene de la oposición entre el dolor conciente y la satisfacción inconciente por el sucedido luctuoso. Siendo este el origen del rencor de los espíritus, bien se entiende que justamente los deudos más próximos y aquellos a quienes más amó sean los que deban tenerle particular miedo.

Los preceptos-tabú se comportan también aquí de manera bi-escindida, como los síntomas neuróticos. Por una parte, en virtud de su carácter de restricciones, dan expresión al duelo, pero, por la otra, dejan traslucir claramente lo que pretenden ocultar: la hostilidad hacia el muerto, ahora motivada como una obligada defensa. Ya hemos aprendido a comprender una parte de las prohibiciones del tabú como angustia de tentación. El muerto está inerme, y ello no puede menos que estimular a satisfacer en él las apetencias hostiles, tentación esta que es preciso contrariar mediante la prohibición.

Westermarck acierta, sin embargo, cuando sostiene que en la concepción de los salvajes no hay diferencia alguna entre la muerte violenta y la natural. Para el pensar inconciente, también el que murió de muerte natural fue asesinado; los deseos malignos lo mataron. Quien se interese por el origen y significado de los sueños sobre la muerte de deudos queridos (padres y hermanos) podrá comprobar en el soñante, en el niño y en el salvaje una total concordancia en su conducta hacia el muerto, fundada en idéntica ambivalencia de los sentimientos.

Antes [AE, 13, pág. 33] hemos contradicho una concepción de Wundt que descubría la esencia del tabú en el miedo a los demonios, no obstante lo cual acabamos de aceptar la explicación que reconduce el tabú de los muertos al miedo ante el alma del difunto devenida demonio. Parecería una contradicción, pero no nos resultará difícil resolverla. Hemos admitido, sí, los demonios, pero no los consideramos algo último, insusceptible de resolución ulterior, para la psicología. Hemos buscado tras los demonios, por así decir, discerniéndolos como unas proyecciones de los sentimientos hostiles que los supérstites alientan hacia los muertos.

Los sentimientos bi-escindidos -según nuestra hipótesis bien fundada: tiernos y hostiles- hacia el ahora difunto quieren imponerse, ambos, en la época de la pérdida, como duelo y como satisfacción. Entre esos dos opuestos no puede menos que estallar el conflicto, y como uno de los miembros de la oposición, la hostilidad, es -en todo o en su mayor parte- inconciente, el desenlace del conflicto no puede consistir en un débito recíproco de ambas intensidades, con asiento conciente del saldo, tal como perdonamos a una persona amada la afrenta que nos infirió. El proceso se tramita más bien a través de un particular mecanismo psíquico que en el psicoanálisis se suele designar proyección. La hostilidad, de la que uno nada sabe ni quiere saber, es arrojada {werlen} desde la percepción interna hacía el mundo exterior; así se la desase de la persona propia y se la emplaza {zuschieben} en la otra persona. No somos nosotros, los supérstites, quienes nos alegramos ahora por habernos librado del difunto; no, nosotros hacemos duelo por él, pero él asombrosamente se ha convertido en un demonio maligno a quien satisfaría nuestra desgracia y busca infligirnos la muerte; los supérstites no tienen más remedio, entonces, que protegerse de ese enemigo maligno; se han aligerado de la opresión interna, pero no han hecho más que trocarla por una apretura desde afuera.

No se puede desechar que este proceso de proyección que hace de los difuntos unos enemigos malignos halle apuntalamiento en las hostilidades reales que uno recuerda de ellos y acaso tiene que reprocharles efectivamente; vale decir, el recuerdo de su rigor, despotismo, injusticia y cuanto constituye el trasfondo aun de los vínculos más tiernos entre los hombres. Pero las cosas no pueden ser tan simples, a punto tal que este solo factor nos permitiera concebir la creación proyectiva de los demonios. Las culpas en que han incurrido los difuntos contienen por cierto una parte de la motivación para la hostilidad de los supérstites, pero carecerían de efecto si estos últimos no desarrollaran esa hostilidad por sí mismos; además, el momento de la muerte sería sin duda la ocasión más inapropiada para despertar el recuerdo de los reproches que uno tenía derecho a hacerles. No podemos prescindir de la hostilidad inconciente como el motivo de general eficacia y el genuinamente pulsionante. Esa corriente hostil hacia los deudos más próximos y más queridos pudo permanecer latente en vida de ellos, o sea, no denunciarse a Ia conciencia ni de manera directa ni por medio de alguna formación sustitutiva. Ello dejó de ser posible con el deceso de las personas simultáneamente amadas y odiadas; el conflicto se agudizó. El duelo, proveniente de la ternura acrecentada, por una parte se volvió intolerante hacia la hostilidad latente y, por la otra, no pudo consentir que desde esta última naciera ahora un sentimiento de satisfacción. Así se llegó a la represión (esfuerzo de desalojo} de la hostilidad inconciente por la vía de la proyección, y a la formación de aquel ceremonial en que se expresa el miedo a ser castigado por los demonios; y con la expiración del duelo a medida que pasa el tiempo, también el conflicto pierde sus aristas, de suerte que el tabú de estos muertos puede debilitarse o caer en el olvido.

4

Si de este modo hemos iluminado el terreno sobre el cual ha crecido este tabú de los muertos, tan instructivo, no queremos dejar de añadir algunas puntualizaciones que pueden resultar significativas a fin de entender el tabú en general.

La proyección de la hostilidad inconciente sobre los demonios, en el tabú de los muertos, no es más que un ejemplo de una serie de procesos a los que debemos atribuir el máximo influjo en la plasmación de la vida anímica primitiva. En el caso considerado, la proyección sirve para tramitar un conflicto de sentimiento; y halla igual aplicación en gran número de situaciones psíquicas que conducen a la neurosis. Ahora bien, la proyección no ha sido creada para la defensa; sobreviene también donde no hay conflicto alguno. La proyección de percepciones internas hacia afuera es un mecanismo primitivo al que están sometidas asimismo, por ejemplo, nuestras percepciones sensoriales, y por tanto normalmente ha desempeñado el papel principal en la configuración de nuestro mundo exterior. Bajo condiciones todavía no dilucidadas lo bastante, percepciones internas de procesos de sentimiento y de pensamiento son proyectadas hacia afuera como las percepciones sensoriales; son empleadas para la plasmación del mundo exterior, cuando en verdad debieron permanecer en el mundo interior. Desde el punto de vista genético, acaso ello se deba a que la función de la atención originariamente no estaba dirigida al mundo interior, sino a los estímulos que afluían desde el mundo exterior, y de los procesos endopsíquicos recibía únicamente los mensajes sobre desarrollos de placer y displacer. Sólo con la formación de un lenguaje cogitativo abstracto, por enlace de los restos sensoriales de las representaciones-palabra con procesos internos, a su vez estos últimos se volvieron poco a poco susceptibles de percepción. Hasta entonces los hombres primitivos, mediante proyección hacia afuera de percepciones interiores, habían desarrollado una imagen del mundo exterior que nosotros ahora, con una percepción-conciencia fortalecida, tenemos que retraducir a psicología. [Cf. AE, 13, pág. 78n.]

La proyección de las propias mociones malignas a los demonios es sólo una pieza de un sistema que se convirtió en la «cosmovisión» de los primitivos, y del cual tomaremos conocimiento en el próximo ensayo de esta serie como sistema «animista». Estableceremos entonces los caracteres psicológicos de una formación de sistema como la señalada, y volveremos a hallar nuestros puntos de apoyo en el análisis de aquellas formaciones de sistema que nos ofrecen las neurosis. Provisionalmente, sólo revelaremos que la llamada «elaboración secundaria» del contenido del sueño es el arquetipo de todas las formaciones de esa índole. No olvidemos tampoco que a partir del estadio de la formación de sistema existen dos clases de derivaciones para cada acto apreciado por la conciencia: las sistémicas y las real-objetivas pero inconcientes.

Wundt (1906, pág. 129) puntualiza que «entre los efectos que el mito atribuye por doquier a los demonios prevalecen sobre todo los que traen desgracia, de suerte que en la creencia de los pueblos los demonios malignos son visiblemente más antiguos que los buenos». Ahora bien, es muy posible que el concepto mismo de demonio se obtuviera en esa relación, tan sustantiva, con el muerto. La ambivalencia inherente a ese vínculo se exteriorizó, en el ulterior desarrollo de la humanidad, en que de una misma raíz nacieran dos formaciones psíquicas por entero contrapuestas: el miedo a los demonios y espectros, por un lado, y la veneración de los antepasados, por el otro. El hecho de que los demonios se conciban siempre como los espíritus de unos recién fallecidos atestigua, como ninguna otra cosa, el influjo del duelo sobre la génesis de la creencia en los demonios. El duelo tiene una tarea psíquica bien precisa que cumplir; está destinado a desasir del muerto los recuerdos y expectativas del supérstite. Consumado ese trabajo, el dolor cede y, con él, el arrepentimiento y los reproches; por tanto, también la angustia ante el demonio. Ahora bien, a estos mismos espíritus, primero temidos como demonios, les espera la destinación más benigna de ser venerados como antepasados e invocados como auxiliadores.

Si abarcamos en ojeada panorámica el vínculo de los supérstites con los muertos en el curso de los tiempos, es innegable que su ambivalencia se ha relajado extraordinariamente. Ahora consigue sofrenar la hostilidad hacia los muertos, inconciente pero siempre pesquisable, sin que para ello necesite de un gasto anímico particular. Donde antes se combatían el odio satisfecho y la ternura dolida, hoy queda como una cicatriz la piedad, que exige «De mortuis nil nisi bene». Sólo los neuróticos siguen enturbiando el duelo por la pérdida de uno de sus deudos con ataques de reproches obsesivos, cuyo secreto es, según revela el psicoanálisis, la vieja actitud ambivalente de los sentimientos. No podemos elucidar aquí los caminos por los cuales se produjo esa alteración, ni la medida en que participaron en su causación una alteración constitucional y un mejoramiento real de los vínculos familiares. Pero de la mano de este ejemplo uno se vería llevado al supuesto de que a las mociones anímicas de los primitivos, en general, les corresponde una medida de ambivalencia más alta que la que se encuentra en los hombres de cultura hoy vivientes. A medida que disminuyó esa ambivalencia, poco a poco desapareció el tabú, síntoma de compromiso del conflicto de ambivalencia. Acerca de los neuróticos, que están constreñidos a reproducir esta lucha y el tabú que de ella surge, podríamos afirmar que han recibido una constitución arcaica como resto atávico y ahora se ven obligados a compensarla al servicio del requerimiento cultural a costa de un enorme gasto anímico.

En este punto nos acordamos de la noticia, confusa por su falta de claridad, que Wundt nos ofrecía sobre el doble significado de la palabra «tabú»: sagrado e impuro (cf, AE, 13, pág. 33). Y agregaba que en su origen ella no significaba todavía sagrado e impuro, sino que designaba lo demoníaco, lo que no está permitido tocar; y así ponía de relieve un importante rasgo común a ambos conceptos extremos, pero la persistencia de esa comunidad probaba que entre los dos ámbitos, el de lo sagrado y el de lo impuro, reinaba una concordancia originaria que sólo más tarde dio lugar a una diferenciación.

En oposición a ello, nosotros deducimos sin trabajo, de nuestras elucidaciones, que a la palabra «tabú» le cupo desde el comienzo el mencionado significado doble, pues servía para designar una determinada ambivalencia y todo lo que nacía sobre el suelo de ella. La misma palabra «tabú» es ambivalente, y ahora, con posterioridad, nos parece que del solo sentido acuñado en esta palabra se habría podido colegir lo que hemos obtenido tras laboriosa indagación, a saber, que la prohibición del tabú debe comprenderse como el resultado de una ambivalencia de sentimientos. El estudio de las lenguas más antiguas nos ha enseñado que antaño existían muchas palabras así, que abarcaban opuestos: en cierto sentido -aunque no exactamente en el mismo- eran ambivalentes como la palabra «tabú». Luego, mínimas modificaciones fonéticas de la palabra primordial de sentidos contrarios sirvieron para procurar una expresión lingüística separada a los dos opuestos reunidos en ella.

Pero la palabra «tabú» ha tenido otro destino; al paso que se volvía menos importante la ambivalencia que designaba, ella misma, o las palabras análogas a ella, desaparecían del léxico. En un contexto posterior espero poder dar visos de verosimilitud a la tesis de que tras el destino de este concepto se esconde un cambio histórico palpable, y de que la palabra adhería primero a unas relaciones humanas bien definidas, caracterizadas por aquella gran ambivalencia desentimientos, y desde ahí fue extendida a otras relaciones análogas. [Cf. AE, 13, págs. 145 y sigs.]

Si no andamos errados, entender el tabú arroja luz también sobre la naturaleza y la génesis de la conciencia moral {Gewissen}. Sin ampliar el concepto, se puede hablar de una conciencia moral del tabú y, tras su violación, de una conciencia de culpa {Schuldbewusstsein} del tabú. La conciencia moral del tabú es probablemente la forma más antigua en que hallamos el fenómeno de la conciencia moral.

En efecto, ¿qué es conciencia moral? Según el propio lenguaje lo atestigua, pertenece a aquello que se sabe con la máxima certeza {am gewissesten weissen}; en muchas lenguas, su designación apenas se diferencia de la de «conciencia» {Bewusstsein}.

Conciencia moral es la percepción interior de que desestimamos determinadas mociones de deseo existentes en nosotros; ahora bien, el acento recae sobre el hecho de que esa desestimación no necesita invocar ninguna otra cosa, pues está cierta {gewiss} de sí misma. Esto se vuelve todavía más nítido en el caso de la conciencia de culpa, la percepción del juicio adverso {Verurteilung} interior sobre aquellos actos mediante los cuales hemos consumado determinadas mociones de deseo. Aquí parece superfluo aducir un fundamento; quien tenga conciencia moral no puede menos que registrar dentro de sí la justificación de ese juicio adverso y la reprobación de la acción consumada. Pues bien, este mismo carácter presenta la conducta de los salvajes hacia el tabú; este es un mandamiento de la conciencia moral, su violación origina un horrorizado sentimiento de culpa, tan evidente en sí mismo como es desconocido su origen.

Por tanto, es probable que también la conciencia moral nazca sobre el suelo de una ambivalencia de sentimientos proveniente de unas relaciones humanas bien definidas a las que adhiere esa ambivalencia, y nazca bajo las condiciones que se hacen valer en el caso del tabú y de la neurosis obsesiva, a saber, que un miembro de la oposición sea inconciente y se mantenga reprimido por obra del otro, que gobierna compulsivamente. Muchas de las cosas que hemos aprendido en el análisis de la neurosis armonizan con esta conclusión.

En primer lugar, que en el carácter del neurótico obsesivo se destaca el rasgo de los penosos escrúpulos de la conciencia moral como un síntoma reactivo frente a la tentación agazapada en lo inconciente, y que al agudizarse la condición patológica se desarrollan a partir de aquellos los grados máximos de la conciencia de culpa. De hecho, uno puede arriesgar la afirmación de que si no hubiéramos dilucidado en los neuróticos obsesivos el origen de la conciencia de culpa no habríamos tenido perspectiva alguna de enterarnos de su existencia. Ahora bien, nuestra solución vale para el individuo neurótico: para pueblos enteros, osamos inferir una solución parecida.

En segundo lugar, tiene que llamarnos la atención que la conciencia de culpa posea en buena parte la naturaleza de la angustia; sin reparos podemos describirla como «angustia de la conciencia moral». Ahora bien, la angustia apunta a fuentes inconcientes; y la psicología de las neurosis nos ha enseñado que si unas mociones de deseo caen bajo la represión, su libido es mudada en angustia. Además, recordemos que también en la conciencia de culpa hay algo desconocido {unbekannt} e inconciente, a saber, la motivación de la desestimación. A eso desconocido, no consabido, corresponde el carácter angustioso de la conciencia de culpa.

Sí el tabú se exterioriza sobre todo en prohibiciones, la reflexión nos dice que entonces es por entero natural, y no requiere una prolija prueba tomada de la analogía con la neurosis, que en su base haya una corriente positiva, anhelante. En efecto, no es preciso prohibir lo que nadie anhela hacer, y es evidente que aquello que se prohibe de la manera más expresa tiene que ser objeto de un anhelo. Si aplicamos a nuestros primitivos esta verosímil tesis, por fuerza inferiríamos que entre sus tentaciones más fuertes se cuentan las de asesinar a sus reyes y sacerdotes, perpetrar el incesto, maltratar a sus muertos, etc. Ya esto parece inverosímil, pero despertaremos la más terminante contradicción si cotejamos aquella tesis con los casos en que nosotros mismos creemos escuchar con la mayor nitidez la voz de la conciencia moral. Si tal se nos dijera, afirmaríamos con una seguridad inconmovible que no registramos la menor tentación de violar uno de estos mandamientos, por ejemplo «No matarás», y que ante su violación no sentimos sino horror.

Si se concede a este enunciado de nuestra conciencia moral la intencionalidad que reclama, por una parte se vuelve superflua la prohibición -tanto el tabú como nuestra prohibición moral- y, por la otra, queda sin explicar el hecho de la conciencia moral y desaparecen los nexos entre esta última, el tabú y la neurosis; recaemos, pues, en aquel estado de nuestro entendimiento que todavía hoy perdura mientras no apliquemos al problema puntos de vista psicoanalíticos.

Ahora bien, si tomamos en cuenta el hecho descubierto por el psicoanálisis -en los sueños de personas sanas-, a saber, que la tentación de matar a otro también en nosotros es más intensa y frecuente de lo que sospecharíamos, aunque ella no se anuncie a nuestra conciencia; y si, además, en los preceptos obsesivos de ciertos neuróticos hemos discernido unos reaseguros y autocastigos frente al reforzado impulso de matar, volveremos con renovado juicio sobre la tesis antes formulada: «Tras cada prohibición, por fuerza hay un anhelo». Supondremos que ese anhelo de matar está presente de hecho en lo inconciente, y que ni el tabú ni la prohibición moral son superfluos psicológicamente, sino que se explican y están justificados por la actitud ambivalente hacia el impulso asesino.

Uno de los caracteres de esta relación de ambivalencia, que tan a menudo hemos destacado como fundamental, a saber, que la corriente de anhelo positivo es inconciente, nos abre una perspectiva sobre nexos y posibilidades de explicación más vastos. Los procesos psíquicos de lo inconciente no son por entero idénticos a los que tenemos consabidos por nuestra vida anímica conciente, sino que gozan de ciertas libertades notables que han sido quitadas a estos últimos. Un impulso inconciente no necesita haber nacido allí donde hallamos su exteriorización; pudo provenir de un lugar totalmente diverso, estar referido en su origen a otras personas y relaciones, y llegar por el mecanismo del desplazamiento ahí donde ahora llama nuestra atención. Además, siendo los procesos inconcientes indestructibles e incorregibles, como en efecto lo son pueden haber sobrevivido desde épocas muy tempranas, en las que sí eran adecuados, hasta épocas y constelaciones más tardías, donde sus exteriorizaciones por fuerza parecerán ajenas. He ahí unos indicios apenas, pero cuya cuidadosa elucidación mostraría cuánta importancia pueden adquirir para entender el desarrollo de la cultura.

Para concluir estas consideraciones, no queremos omitir una puntualización que allane el camino a posteriores estudios. Si establecemos la identidad esencial entre prohibición del tabú y prohibición moral, no pretendemos poner en entredicho la diversidad psicológica que sin duda ha de existir entre ambas. Sólo una alteración en las constelaciones de la ambivalencia básica puede ser la causa de que la prohibición ya no aparezca en la forma del tabú.

En el abordaje analítico de los fenómenos del tabú nos hemos dejado guiar hasta ahora por las concordancias demostrables con la neurosis obsesiva; empero, el tabú no es una neurosis sino una formación social: esto nos plantea la tarea de señalar aquello en que pueda consistir la diferencia de principio entre la neurosis y una creación cultural como lo es el tabú.

Volveré a tomar aquí un hecho particular como punto de partida. De la violación de un tabú, los primitivos temen un castigo, las más de las veces una enfermedad grave o la muerte. Y ese castigo amenaza a quien se ha hecho culpable de la violación. No es así en la neurosis obsesiva. Si el enfermo ha de ejecutar algo que le está prohibido, tiene miedo al castigo que sufrirá no él sino otra persona, que casi siempre se deja indeterminada pero en quien se discierne, mediante el análisis, a uno de los seres más allegados a él, y más amados. El neurótico se comporta en este punto, pues, como altruista, y el primitivo como egoísta. Sólo cuando la violación del tabú no ha sido vengada espontáneamente en el malhechor, despierta en los salvajes el sentimiento colectivo de estar todos amenazados por el sacrilegio, y se apresuran a ejecutar ellos mismos el castigo omitido. Nos resulta fácil explicarnos el mecanismo de esta solidaridad. Aquí está en juego la angustia ante el ejemplo contagioso, ante la tentación de imitarlo, o sea, ante la capacidad de infección del tabú. Si alguien ha llegado a satisfacer el anhelo reprimido, no puede menos que mover igual anhelo en todos los miembros de su sociedad; para sofrenar esa tentación es preciso que ese a quien en verdad se envidia sea privado del fruto de su osadía, y no es raro que el castigo dé a sus ejecutores la oportunidad de cometer a su vez la misma acción sacrílega so capa de expiarla. Por lo demás, esta es una de las bases del régimen penal de los seres humanos, y tiene como premisa, por cierto que correcta, la homogeneidad de las mociones prohibidas tanto para el criminal como para la sociedad vengadora.

El psicoanálisis corrobora en este punto lo que suelen decir las personas piadosas: todos somos pecadores. Pero entonces, ¿cómo explicar el inesperado sentido de nobleza de la neurosis, que no teme nada para sí y todo para una persona amada? La indagación analítica muestra que aquel no es primario. Originariamente, vale decir, al comienzo de la contracción de la enfermedad, la amenaza de castigo recaía, como entre los salvajes, sobre la persona propia; en todos los casos se tuvo miedo por la propia vida; sólo más tarde la angustia de muerte fue desplazada sobre otra persona, una persona amada. El proceso es bastante complicado, pero lo abarcamos en su totalidad. Por lo común, la base para que se forme la prohibición es una moción maligna -un deseo de muerte- hacia una persona amada. Es reprimida por medio de una prohibición; esta se anuda con una cierta acción que tal vez subroga, por desplazamiento, a la acción hostil hacia la persona amada; y ejecutar esa acción supone el castigo de muerte. Pero el proceso sigue adelante y el originario deseo de muerte hacia el otro amado es sustituido luego por la angustia de que este muera. Entonces, si la neurosis demuestra ser tan tiernamente altruista, ello sólo se debe a que así compensa la actitud contraria, el brutal egoísmo que está en su base. Si llamamos sociales a las mociones de sentimiento comandadas por el miramiento hacia el otro y que no lo toman como objeto sexual, podemos poner de relieve como un principio de la neurosis, principio luego encubierto mediante hipercompensación, el relegamiento de esos factores sociales.

Sin detenernos a considerar la génesis de estas mociones sociales y su vínculo con las otras pulsiones básicas del hombre, sacaremos a la luz, con otro ejemplo, el segundo carácter rector de la neurosis. En su forma de manifestación, el tabú tiene la mayor semejanza con la angustia de contacto de los neuróticos, el «délire de toucher». Ahora bien, en esta neurosis se trata por lo general de la prohibición del contacto sexual, y el psicoanálisis ha mostrado, con valor universal, que las fuerzas pulsionales desviadas y desplazadas en la neurosis son de origen sexual. En el tabú es evidente que el contacto prohibido no posee sólo significado sexual, sino, más bien, el significado general del agarrar, apoderarse, hacer valer la persona propia. Sí está prohibido tocar al jefe o a lo que mantuvo contacto con él, ello está destinado a inhibir el mismo impulso que otras veces se expresa en la maligna vigilancia sobre él y aun en su maltrato físico en vísperas de la coronación (cf. AE, 13 [pág. 56]). Así, el predominio de los componentes pulsionales sexuales sobre los sociales es el factor característico de la neurosis. Pero las propias pulsiones sociales se han generado como unidades particulares por conjunción de componentes egoístas y eróticos.

Ya el solo ejemplo ofrecido por la comparación del tabú con la neurosis obsesiva permite colegir cuál es el nexo entre las formas singulares de neurosis y las formaciones de la cultura, así como la importancia que el estudio de la psicología de las neurosis adquiere para entender el desarrollo cultural.

Las neurosis muestran por una parte concordancias llamativas y profundas con las grandes producciones sociales del arte, la religión y la filosofía, y por otra parte aparecen como unas deformaciones de ellas. Uno podría aventurar la afirmación de que una histeria es una caricatura de una creación artística; una neurosis obsesiva, de una religión; y un delirio paranoico, de un sistema filosófico. Esta divergencia se reconduce en último análisis al hecho de que las neurosis son formaciones asociales; procuran lograr con medios privados lo que en la sociedad surgió por el trabajo colectivo. Con el análisis pulsional de las neurosis uno averigua que en ellas las fuerzas pulsionales de origen sexual ejercen el influjo determinante, mientras que las formaciones correspondientes de la cultura reposan sobre pulsiones sociales, surgidas de la unión de componentes egoístas y eróticos. Es que la necesidad sexual no es capaz de unir a los hombres como lo hacen los requerimientos de la autoconservación; la satisfacción sexual es sobre todo asunto privado del individuo. «

Genéticamente, la naturaleza asocial de la neurosis resulta de su tendencia más originaria: refugiarse de una realidad insatisfactoria en un placentero mundo de fantasía. En ese mundo real que el neurótico evita gobiernan la sociedad de los hombres y las instituciones que ellos han creado en común; por eso dar la espalda a la realidad es al mismo tiempo salirse de la comunidad humana.

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