Parte teórica (Breuer) contin.2

Parte teórica (Breuer) contin.2

(La designación de «histeria traumática» ya ha sido aplicada a fenómenos que, como consecuencias de lesiones corporales, traumas en el sentido estricto, constituyen una parte de la «neurosis traumática».) En total analogía con la génesis de fenómenos histéricos de condicionamiento traumático se sitúa la conversión histérica de aquella excitación psíquica que no corresponde a estímulos externos, vale decir, no a la inhibición de reflejos psíquicos normales, sino a la inhibición del decurso de la asociación. El ejemplo elemental y paradigma de esto último lo brinda la excitación que se genera porque un nombre no se nos ocurre, no podemos solucionar un enigma, etc. Si nos dicen el nombre, o la palabra del enigma, la, excitación desaparece pues se cierra la cadena asociativa, tal y como ocurre con el cierre de una cadena de reflejos. La intensidad de la excitación que parte de la detención de una serie asociativa es proporcional al interés que ella tenga para nosotros, o sea, a la medida en que mueva a nuestra voluntad. Pero como a raíz de la busca de una solución para el problema, etc., se realiza siempre un trabajo grande, si bien infructuoso, la excitación, aunque sea intensa, encuentra su aplicación y no esfuerza al aligeramiento; por eso nunca se vuelve patógena. Sin embargo, acontece esto último cuando el decurso de la asociación es inhibido por resultar inconciliables entre sí representaciones de igual valor. Por ejemplo, si pensamientos nuevos entran en conflicto con unos complejos de representación de sólida raigambre. De esa naturaleza es el penar de la duda religiosa, a la que tantos hombres sucumben y aún más sucumbieron en el pasado. Pero también en este caso la excitación y, con ella, el dolor psíquico, el sentimiento de displacer, crecen hasta una altura significativa sólo cuando entra en juego un interés voluntario del individuo: cuando el que duda se cree amenazado en su dicha, en la salvación de su alma. Ahora bien, esto ocurre cuando el conflicto se plantea entre los complejos firmes, inculcados, de las representaciones morales y el recuerdo de acciones propias o aun sólo de pensamientos que son inconciliables con aquellas: la angustia de la conciencia moral. El interés voluntario de regocijarse con la propia personalidad, de estar contento con ella, entra entonces en acción e incrementa al máximo la excitación de la inhibición asociativa. Que semejante conflicto entre representaciones inconciliables produzca efectos patógenos es cosa de experiencia cotidiana. Las más de las veces se trata de representaciones y procesos de la vida sexual: la masturbación en adolescentes de sensibilidad moral, la conciencia de la inclinación hacia un hombre extraño en señoras de severas costumbres. Y harto a menudo la primera emergencia de sensaciones y representaciones sexuales basta para crear un estado de elevada excitación en virtud del conflicto con la arraigada representación de la pureza ética. A ese estado suelen seguirle consecuencias psíquicas: desazón patológica, estados de angustia (Freud [1895b]). Pero, muchas veces, circunstancias concurrentes determinan un fenómeno somático anómalo en el que se aligera la excitación: vómitos, cuando el sentimiento de suciedad moral produce un sentimiento físico de asco; una tussis nervosa, como en el caso de Anna O., cuando la angustia de la conciencia moral ha producido una contracción de la glotis, etc. La excitación producida por representaciones muy vívidas y por las inconciliables tiene una reacción normal, adecuada {adäquat): la comunicación a través del decir. Hallamos el esfuerzo {Drang} hacia ello, con exageración cómica, en la historia del barbero de Midas, que dijo a voces su secreto en el cañaveral; lo hallamos en el confesionario católico como uno de los fundamentos de una grandiosa institución histórica. La comunicación alivia; aligera la tensión aunque no se dirija al sacerdote ni sea seguida por la absolución. Si la excitación tiene bloqueada esta salida, muchas veces se convierte en un fenómeno somático, tal como sucede con la excitación de afectos traumáticos, y entonces podemos designar, con Freud, fenómenos de retención histérica a todo el grupo de manifestaciones histéricas que tienen ese origen. Lo expuesto hasta aquí sobre el mecanismo de la génesis psíquica de fenómenos histéricos está sujeto al reproche de esquematizar y presentar el proceso más simple de lo que en realidad es. Para que en un hombre sano, originariamente no neuropático, se constituya un síntoma histérico genuino con su aparente independencia respecto de la psique, su existencia somática autónoma, casi siempre se requiere la concurrencia de múltiples causas. Quizás el siguiente caso sirva para ejemplificar la complejidad de ese proceso: Un muchacho de 12 años, queabía sufrido antes de pavor nocturnus y era hijo de un padre muy nervioso, cierto día llegó mal de la escuela. Se quejaba de dificultades en la deglución (apenas podía tragar) y dolores de cabeza. El médico de la familia supuso que la causa era una angina. Pero los días pasaban sin que su estado mejorase. El joven no quería comer, vomitaba cuando se lo constreñía a alimentarse, se arrastraba con aire lánguido y fatigado, quería estar a toda hora en cama, y se desmedró mucho en lo físico. Cuando lo vi, después de cinco semanas, impresionaba como un niño tímido, retraído, y yo adquirí el convencimiento de que su estado tenía fundamento psíquico. Esforzado mediante preguntas indicó una causa trivial, una severa reprimenda de su padre; evidentemente no era esa la base real de la contracción de su enfermedad. Tampoco de la escuela había nada que averiguar. Prometí obtener la comunicación más tarde, en la hipnosis. Pero no fue necesario. Cuando su perspicaz y enérgica madre lo regañó, empezó a contar en medio de un torrente de lágrimas: En aquella oportunidad regresaba de la escuela a casa y entró en un baño público; un hombre le ofreció el pene con el reclamo de que lo tomara en la boca, Salió corriendo despavorido, y nada más le ocurrió. Pero desde ese mismo instante había enfermado. Y a partir del momento de la confesión su estado dejó sitio a la salud plena. – Para producir el fenómeno de la anorexia, la dificultad para deglutir, el vómito, hicieron falta aquí varios factores: la naturaleza nerviosa innata, el terror, la irrupción de lo sexual en su forma más brutal en el ánimo del niño y, como factor determinante (determinieren}, la representación del asco. Esta enfermedad debió su duración al hecho de que él callara, lo cual denegó a la excitación su descarga normal. Como en este, en todos los casos es preciso que cooperen varios factores para que en una persona hasta ese momento sana se forme un síntoma histérico; este último, según la expresión de Freud, es siempre «sobredeterminado ». Puede considerarse también una sobredeterminación de esa índole el hecho de que el mismo afecto sea convocado por varias, repetidas ocasiones. El enfermo y quienes lo rodean refieren el síntoma histérico sólo a la última ocasión, que, empero, las más de las veces sólo ha traído a la luz lo que ya otros traumas habían operado casi por completo. Una joven de diecisiete años tuvo su primer ataque histérico, al que siguieron una serie de otros, cierta vez que en la oscuridad un gato le saltó sobre la espalda. Parecía el simple efecto del terror. Una exploración más precisa demostró, empero, que esta muchacha, tan llamativamente bella como mal resguardada, había sido objeto en los últimos tiempos de múltiples asedios, más o menos brutales, y que la habían hecho entrar a ella misma en excitación sexual. (Predisposición.) En aquella misma oscura escalera había sido asaltada, unos días antes, por un joven de quien a duras penas pudo desprenderse. Este era el genuino trauma psíquico, cuyo efecto no hizo sino volverse manifiesto a través del gato. Pero, ¿en cuántos casos no se considerará a un gato así la causa efficiens suficiente y completa? Para el caso considerado, en que la conversión se abre paso y se impone en virtud de la repetición del afecto, no siempre hacen falta una multitud de ocasiones exteriores; a menudo basta con que el afecto se renueve en el recuerdo, siempre que este último sobrevenga poco después del trauma, o sea, antes que el afecto se haya debilitado, en una repetición rápida y acumulada. Esto basta si el afecto fue muy potente; ocurre así en las histerias traumáticas en el sentido estricto de esta expresión. En los días subsiguientes a un accidente de ferrocarril, por ejemplo, se revivirán las escenas terroríficas mientras se duerme y en la vigilia, siempre con renovación del afecto de terror, hasta que al fin, pasado ese período de «elaboración psíquica» (Charcot) o de incubación, se produzca la conversión en un fenómeno somático. (En verdad, aquí coopera además un factor al que luego no! referiremos.) Pero por lo común la representación afectiva sucumbe pronto al desgaste, a todos los influjos mencionados en nuestra «Comunicación preliminar», que le arrebatan más y más su valor de afecto. Su reemergencia condiciona una medida cada vez menor de excitación, y así el recuerdo pierde la aptitud de contribuir a la producción de un fenómeno somático. Desaparece entonces la facilitación del reflejo anormal, y de esta manera se restablece el statu quo ante. Ahora bien, todos los influjos desgastadores son unas operaciones de la asociación, del pensar, una rectificación por otras representaciones. Ello se vuelve imposible cuando la representación afectiva se sustrae del «comercio asociativo»; en tal caso, ella conserva su total valor de afecto. Puesto que a raíz de cada renovación se libera siempre la suma total de excitación del afecto originario, la facilitación de un reflejo anormal, en aquel momento esbozada, termina de consumarse, o bien la entonces producida se conserva y estabiliza. El fenómeno de la conversión histérica queda así establecido de una manera completa y permanente. Por nuestras observaciones hemos llegado a conocer dos formas de excluir así de la asociación unas representaciones afectivas. La primera es la «defensa» {«Abwehr»} , la sofocación voluntaria de representaciones penosas por las cuales el ser humano se siente amenazado en su alegría de vivir o en su respeto hacia sí mismo. En su primera comunicación sobre «Las neuropsicosis de defensa» (1894a) , así como en sus historiales clínicos del presente volumen, Freud se ha explayado sobre este proceso, que posee ciertamente una elevada significación patológica. No se entiende bien cómo una representación puede ser reprimida (desalojada} voluntariamente de la conciencia; sin embargo, tenemos noticia del proceso positivo que le corresponde: el de la atención que se concentra sobre una representación; lo conocemos con exactitud, pero tampoco podemos decir cómo lo consumamos. Ahora bien: unas representaciones de que la conciencia se extraña {abwenden}I sobre las que no se piensa, permanecen también sustraídas del desgaste y conservan intacto su monto de afecto. Hemos hallado, además, que otra variedad de representaciones permanece a salvo del desgaste por el pensar, no porque uno no quiera recordarlas, sino porque no puede; a saber: porque originariamente surgieron y fueron investidas {belehnen} de afecto dentro de unos estados, hipnóticos o semejantes a la hipnosis, para los cuales en la conciencia despierta subsiste amnesia. Estos estados parecen poseer la mayor significatividad para la doctrina de la histeria, razón por la cual merecen que se los considere con algún detalle. Estados hipnoides. Cuando en nuestra «Comunicación preliminar» enunciamos la tesis: «Base y condición de la histeria es la existencia de estados hipnoides», pasábamos por alto que Moebius en 1890 ya había dicho exactamente lo mismo: «La premisa del efecto (patológico) de las representaciones es, por un lado, una disposición innata, a saber, la histérica, y, por el otro, un particular estado del ánimo. De este último sólo es posible formarse una representación oscura. Tiene que ser semejante al estado hipnótico; es preciso que corresponda a un cierto vacío de la conciencia en que a una representación emergente no se le contrapone resistencia alguna de las otras y, por así decir, el trono es del primero que llega. Sabemos que un estado así puede ser producido no sólo por hipnotización, sino por una conmoción del ánimo (terror, cólera, etc.) y por influjos que provoquen agotamiento (insomnio, hambre, etc.)». El problema para el que Moebius ensayaba dar con esto una primera solución aproximativa es el de la génesis de fenómenos somáticos en virtud de unas representaciones. Moebius recuerda cuán fácilmente se produce esa génesis en la hipnosis, y considera que l a consecuencia de los afectos es análoga. Nuestra opinión, divergente en alguna medida, acerca de esa consecuencia ya ha sido expuesta en detalle. Por eso no necesito entrar a considerar aquí puntos cuestionables como la suposición de Moebius de que en la cólera se produce un «vacío de la conciencia(134)» (que sin duda existe en el terror y en la angustia prolongada), o, en general, lo difícil que resulta establecer una analogía entre el estado de excitación del afecto y el reposo de la hipnosis. Pero luego volveremos sobre las tesis de Moebius, que, en mi opinión, contienen una importante verdad. Para nosotros, la importancia de esos estados semejantes a la hipnosis, «hipnoides», reside, además y sobre todo, en la amnesia y su aptitud para condicionar la escisión de la psique -ya nos ocuparemos de esto-, que es fundamental para la «gran histeria». Seguimos atribuyéndole esa importancia. Empero, debemos imponer a nuestra tesis una restricción sustancial. La conversión, la génesis ideógena de fenómenos somáticos, se consuma también fuera de los estados hipnoides; además, para la formación de complejos de representaciones excluidos del comercio asociativo, Freud ha descubierto en la amnesia voluntaria una segunda fuente, independiente de los estados hipnoides. Pero a pesar de tal restricción, yo sigo opinando que estos últimos son causa y’ condición de muchas histerias, y de las grandes y complejas en la mayoría de los casos. Entre los estados hipnoides se cuentan, desde luego, sobre todo las autohipnosis reales, que sólo se distinguen de las artificiales por su génesis espontánea. En muchas histerias bien desarrolladas, los hallamos con una frecuencia y duración variables, a menudo en rapidísima alternancia con el estado de la vigilia normal. (Cf. los historiales de Anna O. y de Emmy von N.) Es posible que muchas veces merezcan, en virtud de su contenido onírico de representación, el nombre de «delirium hystericum». En la vigilia, para los procesos internos de estos estados persiste una amnesia más o menos completa, mientras que en la hipnosis artificial son recordados enteramente. Los resultados psíquicos de estos estados, las asociaciones formadas en ellos, están sustraídos de toda rectificación en el pensar despierto, justamente en virtud de la amnesia. Y como en la autohipnosis la crítica y el control por otras representaciones se encuentran rebajados, y las más de las veces desaparecen casi por completo, pueden nacer allí las formaciones delirantes más desatinadas, y conservarse intactas por largo tiempo. Así se genera un «vínculo simbólico entre el ocasionamiento y el fenómeno patológico», vínculo algo más complejo y desacorde con la ratio, que descansa a menudo en las más risibles semejanzas fónicas y asociaciones de palabras; ello ocurre casi exclusivamente en tales estados. La ausencia de crítica en ellos condiciona que con tanta frecuencia les nazcan auto-sugestiones, por ejemplo cuando tras un ataque histérico queda como secuela una parálisis. Sin embargo, quizá por azar, en nuestros análisis nunca encontramos este modo de génesis de un fenómeno histérico. Lo hemos hallado siempre condicionado, aun en la autohipnosis, por el mismo proceso que ocurre fuera de ella: la conversión de una excitación afectiva. De cualquier manera, esta «conversión histérica» se consuma en la autohipnosis con mayor facilidad que en la vigilia, tal como las representaciones sugestivas se realizan corporalmente en calidad de alucinaciones y movimientos con tanta más facilidad en la hipnosis artificial. Empero, en su esencia se encuentra, como antes se expuso, el proceso de la conversión de excitación. Una vez que se ha producido, el fenómeno somático se repite toda vez que afecto y autohipnosis vuelven a encontrarse. Y parece que el estado hipnótico es producido luego por el afecto mismo. Así, al comienzo, mientras la hipnosis alterna puramente con la vigilia plena, el síntoma histérico se circunscribe al estado hipnótico y es reforzado por la repetición dentro de este; pero la representación ocasionadora permanece a salvo de una eventual rectificación por obra del pensamiento conciente y de su crítica, porque ella misma nunca se presenta en la vigilia lúcida. En el caso de Anna O., la contractura del brazo derecho, que en la autohipnosis se había asociado con el afecto de angustia y la representación de la serpiente, se limitó durante cuatro meses a los momentos del estado hipnótico (o hipnoide, si se hallara inadecuado aquel nombre para unas ausencias de duración muy breve), pero se repetía a menudo. Esto mismo ocurrió con otras conversiones consumadas en el estado hipnoide, y así, en total latencia, se formó aquel gran complejo de fenómenos histéricos que salió a la luz cuando el estado hipnoide se volvió permanente. Los fenómenos así generados sólo ingresan en la vigilia lúcida cuando la escisión de la psique, de que luego hablaremos, se ha producido y la alternancia entre estado de vigilia e hipnoide ha sido remplazada por la coexistencia de los complejos de representación normal e hipnoide. ¿Existen esos estados hipnoides ya antes de la contracción de la enfermedad? ¿Y cómo se producen? Poco sé sobre esto, pues además del caso de Anna O. no disponemos de ninguna otra observación que pudiera informárnoslo. En esta enferma parece seguro que la autohipnosis fue preparada por una ensoñación habitual y que luego fue totalmente establecida por un afecto de angustia prolongado, a su vez base de un estado hipnoide. No parece improbable que ese proceso tenga una validez más general. Son muy diversos los estados que condicionan la «ausencia mental», pero sólo algunos predisponen a la autohipnosis o pasan directamente a ella. El investigador abstraído en su problema es sin duda anestésico hasta cierto grado, y de grandes grupos de sensaciones no forma percepción alguna; lo mismo la persona que fantasea con vivacidad («teatro privado» de Anna O). Pero en esos estados se efectúa un enérgico trabajo psíquico, y en él se gasta la excitación liberada del sistema nervioso. – En cambio, en la dispersión o el aletargamiento la excitación intracerebral desciende bajo el nivel de la conciencia lúcida; esos estados lindan con el adormilamiento y pasan hacia el dormir. Ahora bien, si en uno de esos estados en que uno queda «absorto», y con decurso inhibido de la representación, posee vivacidad un grupo de representaciones de tinte afectivo, se crea un alto nivel de excitación intracerebral, que no es gastada por un trabajo psíquico; así queda disponible para operaciones anómalas, para la conversión. Así, ni la «ausencia mental» acompañada de un trabajo enérgico ni el estado crepuscular sin afectos son patógenos; sí, en cambio, la ensoñación rebosante de afecto y el estado de fatiga provocado por afectos prolongados. El ensimismamiento del cuitado, la angustia del que vela ante el lecho de enfermo de un ser querido, la ensoñación enamorada, son estados de esta índole. El concentrarse en el grupo de representaciones afectivas condiciona primero la «ausencia»; poco a poco el decurso de la representación se retarda, hasta casi estancarse al final; pero la representación afectiva, y su afecto, permanecen vivos, y con ellos también la gran cantidad de excitación no gastada funcionalmente. Parece inequívoca la semejanza de estas constelaciones con las condiciones imperantes en la hipnosis. Tampoco el que es hipnotizado puede dormirse efectivamente, vale decir, no puede hacerse descender su energía intracerebral al nivel del dormir; pero sí es preciso que se inhiba el decurso de la representación. Entonces toda la masa de excitación queda disponible para la representación sugerida. Así, la autohipnosis patógena acaso nazca en muchas personas al ingresar el afecto en la ensoñación habitual. Quizá sea una de las razones por las cuales en las anamnesis de la histeria tropezamos tan a menudo con estos dos poderosos factores patógenos: el enamoramiento y el cuidado de enfermos. El primero, con su pensar añorante en ausencia del amado, crea el «arrobamiento», el esfumarse de la realidad circundante y luego el silencio, henchido de afectos, del pensar; en cuanto al cuidado de enfermos, la quietud exterior, la concentración sobre un objeto, la escucha de la respiración del enfermo, producen exactamente las mismas condiciones que muchos métodos de hipnotización y llenan el estado crepuscular así generado con el afecto de la angustia. Tal vez estos estados sólo se distingan cuantitativamente de autohipnosis reales y pasen hacia ellas. Una vez que esto ha acontecido, el estado semejante a la hipnosis se repite siempre en virtud de iguales circunstancias, y así el individuo tiene, en lugar de los dos estados anímicos normales, tres: vigilia, dormir y estado hipnoide, como lo observamos también a raíz de una repetición muy frecuente de la hipnosis artificial profunda. No sé decir si los estados hipnóticos espontáneos pueden desarrollarse también sin esa injerencia del afecto, como resultado de una disposición originaria; sin embargo, lo considero muy probable. Cuando vemos lo variable que es la aptitud para la hipnosis artificial en las personas sanas y enfermas, y la facilidad con que se produce en muchas, nos inclinamos a conjeturar que en estas últimas ocurre también de manera espontánea. Y quizá la disposición a ello sea necesaria para que la ensoñación se mude en autohipnosis. Muy lejos estoy, pues, de presuponer en todos los histéricos el mecanismo genérico de que nos hemos anoticiado en el caso de Anna O.