Parte teorica (Breuer) contin. 3

Parte teorica (Breuer) contin. 3

Hablo de estados hipnoides, y no de hipnosis como tal, porque ellos, tan importantes en el desarrollo de la histeria, se encuentran muy mal deslindados. No sabemos si la ensoñación, a la que antes calificamos de estadio previo de la autohipnosis, sería capaz de consumar la misma operación patógena que esta, ni si podría hacer lo propio un afecto prolongado de angustia. Del terror, sí lo sabemos con seguridad. Puesto que inhibe el decurso de la representación, -a la vez que permanece muy vívida una representación afectiva (el peligro), guarda completo paralelismo con la ensoñación henchida de afecto; y como el recuerdo siempre renovado vuelve a producir ese estado de alma, genera un «[estado] hipnoide de terror» en el que la conversión se abre paso o se estabiliza; es el estadio de incubación de la «histeria traumática» stricto sensu. Dado que estados tan diversos, pero concordantes en el punto esencial, se sitúan en una misma serie con la autohipnosis, es recomendable la expresión «hipnoide», que destaca esa semejanza interna. Resume la concepción que Moebius ha sustentado en sus ya citadas tesis, pero sobre todo designa a la auto-hipnosis misma, cuya importancia para la génesis de fenómenos histéricos descansa en facilitar la conversión, en proteger del desgaste (mediante la amnesia) a las representaciones convertidas, así como en la escisión psíquica que en definitiva se establece. Ahora bien, si un síntoma corporal es causado por una representación y desencadenado siempre por esta, cabría esperar que enfermos inteligentes y capaces de hacer observación de sí fueran concientes de tal nexo: supieran, por su experiencia, que el fenómeno somático adviene al mismo tiempo que el recuerdo de un proceso determinado. Es claro que ignorarán el nexo causal, pero también todos nosotros sabemos siempre qué representación nos hace llorar o reír o sonrojarnos, aunque no conozcamos ni de lejos el mecanismo nervioso de estos fenómenos ideógenos. -Pues bien: es cierto que muchas veces los enfermos realmente observan esa trabazón y son concientes de ella. Por ejemplo, una señora dice que su ataque histérico leve (temblores y palpitaciones) proviene de una gran emoción y se repite sólo a raíz de hechos que la recuerdan. Pero ello no ocurre en muy numerosos síntomas histéricos, por cierto en la mayoría. Aun enfermos inteligentes no saben que obedecen a una representación, y los tienen por fenómenos corporales autónomos. Si no fuera así, la teoría psíquica de la histeria ya tendría por fuerza una respetable antigüedad. Todo esto nos lleva a creer que los síntomas patológicos en cuestión son en su origen de génesis ideógena; ahora bien, la repetición, para usar una expresión de Romberg [1840, pág. 192], los ha «infundido» en el cuerpo y ya no descansan sobre un proceso psíquico, sino sobre las alteraciones del sistema nervioso generadas entretanto; de este modo habrían devenido síntomas autónomos, genuinamente somáticos. En un primer abordaje esta visión no es imposible ni improbable. Pero, yo creo, lo nuevo que nuestras observaciones aportan para la doctrina de la histeria reside justamente en la prueba de su desacierto -al menos en muchísimos casos-. Vimos que los más diferentes síntomas histéricos, tras una permanencia de años, «desaparecían enseguida y sin retornar cuando se conseguía despertar con plena luminosidad el recuerdo del proceso ocasionador, convocando al mismo tiempo el afecto acompañante, y cuando luego el enfermo describía ese proceso de la manera más detallada posible y expresaba en palabras el afecto». Los historiales clínicos aquí referidos ofrecen algunas pruebas para esa afirmación. «Por inversión del apotegma » cessante causa cessat effectus», tenemos derecho a concluir de estas observaciones que el proceso ocasionador produce efectos de algún modo durante años todavía, no indirectamente por mediación de una cadena de eslabones causales intermedios, sino de manera inmediata como causa desencadenante, al modo en que un dolor psíquico recordado en la conciencia despierta suscita en un momento posterior la secreción lacrimal: el histérico padece por la mayor parte de reminiscencias». Pero si este es el caso, si el recuerdo del trauma psíquico, al modo de un cuerpo extraño, tiene que ser considerado como agens eficaz y presente largo tiempo después que aquel sobrevino, y a pesar de ello el enfermo no posee conciencia alguna de esos recuerdos ni de su emergencia, debernos admitir que unas representaciones inconcientes existen y son eficaces. Ahora bien, no es que las hallemos aquí y allí en el análisis de los fenómenos histéricos: tenemos que admitir que real y efectivamente, como lo han demostrado los meritorios investigadores franceses, grandes complejos de representaciones y procesos psíquicos enmarañados, de serias consecuencias, en muchos enfermos permanecen por completo inconcientes, y coexisten con la vida psíquica conciente; y además, que sobreviene una escisión de la actividad psíquica y ella tiene fundamental importancia para entender histerias complicadas. Permítasenos entrar un poco en este difícil y oscuro ámbito; la necesidad de establecer el sentido de las expresiones empleadas puede disculpar en alguna medida la exposición teorizante. Representaciones inconcientes e insusceptibles de conciencia. Escisión de la psique. Llamamos concientes a las representaciones de las cuales poseemos saber. En el ser humano se presenta el hecho asombroso de la autoconciencia; podemos considerar como objetos y observar representaciones que emergen en nosotros y se siguen unas a otras. Esto no siempre acontece, pues son raras las ocasiones para la observación de sí. Sin embargo, es una capacidad peculiar de todos los hombres; cada quien dice: «He pensado esto y esto». Llamamos, entonces, concientes a las representaciones que observamos vivas en nosotros o que habríamos podido observar de habernos fijado en ellas. En cada momento del tiempo son poquísimas; y si, además de estas, resultara que hay otras actuales, nos veríamos precisados a llamarlas representaciones inconcientes. Apenas si parece necesario argumentar en favor de la existencia de representaciones actuales pero inconcientes o subconcientes. Son hechos de la vida cotidiana. Cuando yo me olvido de hacer una visita médica siento viva inquietud. Sé por experiencia qué significa esa sensación: un olvido. En vano recorro mis recuerdos; no hallo la causa, hasta que horas después entra de repente en mi conciencia. Pero durante todo ese tiempo yo estoy intranquilo. Por tanto, la representación de esa visita conservó eficacia, estuvo siempre presente, mas no en la conciencia. – Un hombre muy activo ha tenido por la mañana un disgusto. Luego su oficio lo reclama totalmente; durante la actividad, su pensar conciente está por completo ocupado, y él no piensa en su enojo. Pero sus decisiones son influidas por este, y él tal vez diga «No» en casos en que de ordinario diría «Sí». Por tanto, el recuerdo ha permanecido eficaz y, en consecuencia, estaba presente. Buena parte de lo que llamamos «talante» proviene de esa misma fuente: unas representaciones que existen y producen efectos por debajo del umbral de la conciencia. Y aun nuestra íntegra conducta en la vida es influida por tales representaciones inconcientes. Es de experiencia cotidiana ver cómo en casos de decadencia mental, por ejemplo al comienzo de una parálisis, se vuelven más débiles y desaparecen las inhibiciones que suelen estorbar a muchas acciones. Pero el paralítico, que ahora dice pullas indecentes en presencia de señoras, en sus días sanos no era disuadido de ello por recuerdo conciente ni por reflexión. Lo evitaba de manera «instintiva» y «automática», esto es, lo disuadían de ello unas representaciones que el impulso a realizar esa acción despertaba; ellas permanecían por debajo del umbral de conciencia y, no obstante, inhibían aquel impulso. Toda actividad intuitiva es guiada por representaciones que en buena parte permanecen subconcientes. Es que sólo las representaciones más luminosas e intensas son percibidas por la autoconciencia, mientras que la gran masa de representaciones actuales, pero más débiles, permanece inconciente. Lo que suele objetarse a la existencia y eficacia de «representaciones inconcientes» parecen ser en buena parte chicanas sobre meras palabras. Es cierto que «representación» proviene de la terminología del pensar conciente, y por eso «representación inconciente» forma una expresión contradictoria. Pero el proceso físico que está en la base de la representación es el mismo en su contenido y en lo formal (si bien no cuantitativamente), ya sea que la representación pase el umbral de la conciencia o permanezca debajo de él. Bastaría construir una frase como «sustrato de representación» para evitar la contradicción y escapar de aquel reproche. No parece haber entonces ningún impedimento de principio para admitir unas representaciones inconcientes entre las causas de fenómenos patológicos. Pero de una consideración más atenta de este asunto surgen otras dificultades. En el caso ordinario, cuando la intensidad de una representación inconciente crece, eo ipso entra ella en la conciencia. Sólo permanece inconciente dada una intensidad menor. Ahora bien, no resulta fácil inteligir cómo una representación podría tener la intensidad suficiente para provocar una acción motriz vivaz, por ejemplo, y al mismo tiempo no poseerla en medida suficiente para devenir conciente. Ya he mencionado una opinión que quizá no debiera desecharse sin más. La luminosidad de nuestras representaciones, y con ella su capacidad para ser observadas por la autoconciencia, para ser concientes, está condicionada también por el sentimiento de placer o de displacer que ellas despiertan, por su valor de afecto. Sí tina representación desencadena automáticamente una viva consecuencia somática, por esta vía se drena la excitación que en otro caso, partiendo de aquella, se habría difundido por el encéfalo; y justamente porque ella tiene consecuencias corporales, porque ha sobrevenido una conversión de su magnitud psíquica de estímulo en una magnitud somática, ella pierde la luminosidad que de otro modo la habría singularizado dentro de la corriente de las representaciones: se pierde entre las otras. Por ejemplo, alguien mientras comía tuvo un afecto violento y no lo «abreaccionó». Luego, al intento de comer sobrevienen un atragantamiento y unos vómitos que al enfermo le aparecen como un síntoma puramente corporal. Por largo tiempo perdura un vómito histérico, que desaparece después que en la hipnosis el afecto es renovado, relatado, y se reaccionó frente a él. Es indudable que todas las veces el intento de comer evocaba aquel recuerdo, desencadenante del acto de vomitar. Pero ese recuerdo no entra con claridad en la conciencia porque ahora carece de afecto, en tanto que el vomitar absorbe toda la atención. Es imaginable que muchas representaciones desencadenantes de fenómenos histéricos no se disciernan, por la razón antedicha, como causa de estos. Pero, en otros casos, es imposible que ello se deba a esa razón, o sea, la inadvertencia de unas representaciones que han perdido el afecto tras ser convertidas. Nos referimos a los casos en que no ingresan a la conciencia unos complejos de representación que, empero, en modo alguno carecen de afecto; en nuestros historiales clínicos se han aportado múltiples ejemplos de esto. En tales enfermos la regla es que la alteración del talante, la condición angustiada, la quisquillosidad colérica, el duelo, precedan a la emergencia del síntoma somático o le sigan tras muy breve lapso, y crezcan luego hasta que una «declaración» los solucione, O bien afecto y fenómenos somáticos vuelvan a desaparecer poco a poco. Cuando acontece lo primero, la cualidad del afecto es bien comprensible siempre, aunque su intensidad no pueda menos que parecer desproporcionada, a la persona sana y aun al enfermo, tras la solución. Por tanto, se trata de representaciones que poseen la intensidad suficiente no sólo para causar potentes fenómenos corporales, sino también para provocar el afecto correspondiente, para influir sobre la asociación (privilegiando pensamientos emparentados), no obstante lo cual ellas mismas permanecen fuera de la conciencia. A fin de llevarlas a la conciencia hace falta la hipnosis (como en los historiales 1 y 2) o un intenso auxilio del médico (historiales 4 y 5), con trabajosa busca. A estas representaciones que son (actuales pero) inconcientes, no por causa de una vividez relativamente débil, sino a pesar de su gran intensidad, podemos llamarlas insusceptibles de conciencia. La existencia de estas representaciones insusceptibles de conciencia es patológica. En la persona sana, toda representación que pueda devenir actual ingresa también en la conciencia si tiene intensidad suficiente. En nuestros enfermos hallamos, junto al complejo, más grande, de representaciones susceptibles de conciencia, otro menor, de estas, insusceptibles. El campo de la actividad psíquica representadora no coincide, pues, en ellos con el de la conciencia potencial; este es más limitado que aquel. La actividad psíquica representadora se les descompone en conciente e inconciente, y las representaciones, en susceptibles e insusceptibles de conciencia. No podemos, entonces, hablar de una escisión de la conciencia, pero sí de una escisión de la psique.