Parte teorica (Breuer) contin.5

Parte teorica (Breuer)

Un caso diverso, pero semejante, se presenta cuando una serie de representaciones interesantes, por ejemplo nacidas de la lectura, el teatro, etc., se le imponen a uno y se le cuelan. Este colarse es todavía más enérgico cuando la serie de representaciones ajenas tiene intenso «color afectivo», como la cuita, la añoranza enamorada. Así se crea el ya mencionado estado de la preocupación, que, empero, a muchos hombres no les impide producir operaciones de moderada complejidad. Las circunstancias sociales suelen obligar a tales duplicaciones aun de un pensar intensivo; por ejemplo, si una señora martirizada por una cuita o emocionada por una pasión desempeña sus deberes sociales y las funciones de una amable anfitriona. Todos nosotros, en nuestro oficio, realizamos operaciones menores de este género; ahora bien, la observación de sí parece mostrar a cada quien que el grupo de representaciones afectivas no es despertado siguiendo los vaivenes de la asociación, sino que está presente en la psique de una manera continua y actual, e ingresa en la conciencia tan pronto esta deja de estar confiscada por una viva impresión exterior o un acto de voluntad. Aun en personas que no tienen el hábito de soñar despiertas paralelamente a sus actividades ordinarias, muchas situaciones, durante prolongados lapsos, condicionan esa coexistencia de las cambiantes impresiones y reacciones de la vida exterior con un grupo’ de representaciones de tinte afectivo. «Post equitem sedet atra cura». Tales situaciones son, sobre todo, el cuidado de deudos enfermos y la inclinación amorosa. La experiencia nos dice, además, que el cuidado de enfermos y el afecto sexual desempeñan el papel principal en la mayoría de los historiales clínicos de histéricos analizados con minuciosidad. Yo conjeturo que la duplicación de la capacidad psíquica, ya sea habitual o condicionada por una situación vital henchida de afectos, predispone esencialmente a la real escisión patológica de la psique. Pasa a esta cuando las dos series de representaciones coexistentes ya no tienen un contenido de igual género, cuando una de ellas contiene representaciones insusceptibles de conciencia, a saber, las combatidas por la defensa y aquellas que provienen de estados hipnoides. Así se vuelve imposible la confluencia de las dos corrientes temporariamente divididas, confluencia que una y otra vez acaece en la persona sana, y se establece de manera permanente un ámbito escindido de actividad psíquica inconciente. Esta escisión histérica de la psique es al «yo doble» del sano como lo hipnoide a la ensoñación normal. Lo que condiciona la cualidad patológica es, en un caso, la amnesia y, en el otro, la insusceptibilidad de conciencia de la representación. El historial nº 1 (Anna O.), al que de continuo me veo remitido, ofrece una visión clara del proceso. Gozando aún de plena salud, la muchacha tenía la costumbre de dejar que junto a sus ocupaciones se le enhebrasen unas series de representaciones fantásticas. En una situación favorable para la autohipnosis, el afecto de angustia ingresa en la ensoñación y crea un [estado] hipnoide, respecto de lo cual subsiste amnesia. Esto se repite en diversas oportunidades, su contenido de representación se vuelve cada vez más rico; pero todas las veces alterna con estados de pensar despierto enteramente normal. Trascurridos cuatro meses, el estado hipnoide se apodera por completo de la enferma; al confluir los ataques singulares, se forma un état de mal, una histeria aguda de las más graves. Tras una duración de varios meses en diversas formas (período sonámbulo), se interrumpe de manera abrupta y vuelve a alternar con una conducta psíquica normal. Pero también en esta última persisten los fenómenos somáticos y psíquicos de los cuales nosotros, en este caso, sabemos que se basan en una representación de lo hipnoide (contractura, hemianestesia, alteración del lenguaje). Así se comprueba que también durante la conducta normal es actual el complejo de representación de lo hipnoide, la «subconciencia»; que subsiste la escisión de la psique. No puedo aportar un segundo ejemplo de curso parecido. Pero creo que este arroja alguna luz sobre el desarrollo de la neurosis traumática. En esta última, durante los primeros días posteriores al accidente, junto con su recuerdo se repite el [estado] hipnoide de terror; pero al acontecer esto mismo con más y más frecuencia, su intensidad decrece a punto tal que ya no alterna con el pensar despierto, sino que sólo subsiste junto a él. Ahora se vuelve continuo, y los síntomas somáticos, que antes persistían únicamente en el ataque de terror, cobran una existencia duradera. Pero yo sólo puedo conjeturar que así sea, pues no he analizado ningún caso de este género. Las observaciones y análisis de Freud prueban que la escisión de la psique puede ser condicionada también por la «defensa», el voluntario extrañamiento de la conciencia respecto de unas representaciones penosas. Pero ello sólo sucede en ciertas personas, a quienes por eso debemos atribuir una peculiaridad psíquica. El hombre normal consigue sofocar esas representaciones, y entonces ellas desaparecen por completo; o no lo consigue, y entonces le vuelven a aflorar una y otra vez en la conciencia. Yo no sé decir en qué consistiría aquella peculiaridad. Sólo arriesgo la conjetura de que el auxilio de lo hipnoide acaso sea necesario si mediante la defensa no meramente han de hacerse inconcientes unas representaciones singulares convertidas, sino que ha de consumarse una real y efectiva escisión de la psique. La autohipnosis crearía por así decir el espacio, el ámbito de actividad psíquica inconciente hacia el interior del cual son esforzadas las representaciones combatidas por la defensa. Pero, comoquiera que fuese, nos vemos precisados a reconocer el hecho de la significatividad patógena de la «defensa». Ahora bien, no creo que con los procesos considerados, a medias entendidos, se haya agotado siquiera aproximadamente la génesis de la escisión psíquica. Así, al comienzo de histerias de grado superior suele observarse durante cierto tiempo un síndrome que parece lícito designar como de histeria aguda. (En las anamnesis de histéricos varones, es común hallar esta forma de la enfermedad bajo el nombre de «encefalitis»; en las histerias femeninas, la neuralgia ovárica ha dado ocasión al diagnóstico de «peritonitis».) En este estadio agudo de la histeria son nítidos unos rasgos psicóticos; estados emotivos maníacos y coléricos, bruscos cambios de vía de fenómenos histéricos, alucinaciones, etc. En tal estado es posible que la escisión de la psique se produzca de un modo diverso al que nosotros hemos presentado en líneas anteriores. Acaso toda esa fase deba considerarse como un [estado] hipnoide prolongado cuyos residuos proporcionan el núcleo del complejo de representaciones inconcientes, en tanto que el pensar despierto es amnésico respecto de él. Puesto que las condiciones genéticas de esa histeria aguda nos resultan las más de las veces desconocidas (no me atrevo a tener por universalmente válido el proceso averiguado en Anna O.), esta sería otra modalidad de la escisión psíquica, opuesta a las ya elucidadas, y que merecería el nombre de irracional. Del mismo modo, sin duda existirán otras variedades de este proceso que han escapado hasta ahora al joven conocimiento psicológico. Es evidente que sólo hemos dado los primeros pasos en este terreno, y ulteriores experiencias trasformarán radicalmente los puntos de vista de hoy. Preguntémonos ahora en qué ha contribuido para entender la histeria este conocimiento de la escisión psíquica, adquirido en años recientes. Su contribución parece grande y valiosa. Ese discernimiento posibilita reconducir un síntoma en apariencia puramente somático a unas representaciones que, empero, no se hallan dentro de la conciencia de los enfermos. Huelga volver a considerar esto en profundidad. Ha enseñado a comprender el ataque, al menos en parte, como una operación del complejo de representaciones inconcientes (Charcot). Además, explica muchas de las peculiaridades de la histeria, y es posible que este punto sí requiera ser considerado en detalle. Si bien las «representaciones inconcientes» nunca entran en el pensar despierto, o rara y difícilmente lo hacen, influyen empero sobre él. En primer lugar, por sus efectos; por ejemplo, si hace penar al enfermo una alucinación incomprensible y sin sentido, cuyo significado y cuya motivación se aclaran en la hipnosis. Luego, influyen sobre la asociación haciendo que ciertas representaciones singulares se vuelvan más vivaces de lo que habrían sido de no mediar este refuerzo proveniente de lo inconciente. Así, a los enfermos se les imponen, con tina cierta compulsión, siempre determinados grupos de representaciones en los que se ven forzados a pensar. (Parecido al modo en que los hemianestésicos de Janet no sienten, desde luego, el repetido contacto de su mano insensible, pero, instados a nombrar un número al azar, siempre escogen el que corresponde al número de contactos.) Y además, ellas gobiernan los estados de ánimo, el talante. Cuando Anna O., al desovillar sus recuerdos, se aproximaba a un proceso que en su origen había estado conectado con un vivo afecto, ya días antes que ese recuerdo saliera a la luz con claridad en la conciencia hipnótica afloraba en ella el talante correspondiente. Esto nos permite entender las lunas, las desazones inexplicadas, sin fundamento, carentes de motivo para el pensar de vigilia. Es cierto que la impresionabilidad de los histéricos está condicionada en buena parte, simplemente, por su excitabilidad originaria; pero los vivos afectos que los atrapan por causas relativamente nimias se vuelven más comprensibles si pensamos en que la «psique escindida» opera como un resonador para las notas tocadas en el diapasón. Cualquier suceso que despierte recuerdos «inconcientes» libera toda la fuerza afectiva de estas representaciones no desgastadas, y el afecto así provocado no guarda relación ninguna con el que se habría generado en la psique conciente sola. Antes se informó sobre una enferma cuyo rendimiento psíquico guardaba siempre relación inversa con la vivacidad de sus representaciones inconcientes. La rebaja de su pensar despierto descansa en parte, pero sólo en parte, en un peculiar modo de dispersión; tras cada «ausencia» momentánea, como las que de continuo le sobrevienen, no sabe en qué ha pensado durante su trascurso. La enferma oscila entre la «condition prime» y la «condition seconde», entre el complejo de representaciones conciente y el inconciente. Mas no es esto sólo lo que rebaja su rendimiento psíquico; tampoco, el solo afecto que la gobierna desde lo inconciente. En ese estado, su pensar despierto carece de toda energía, su juicio es pueril; como dijimos, parece completamente imbécil. Opino que la base de ello se encuentra en que el pensar despierto dispone de menos energía cuando un gran volumen de la excitación psíquica es confiscado por lo inconciente. Si es esto lo que ocurre y no sólo temporariamente; si la psique escindida está en continua excitación como en los hemianestésicos de Janet, en quienes todas las sensaciones de una mitad del cuerpo son percibidas sólo por la psique inconciente, el rendimiento encefálico que resta para el pensar despierto es tan escaso que esto por sí solo explicaría toda la endeblez psíquica que Janet describe y él considera originaria. Es que son los menos los hombres de quienes se puede decir, como de Bertrand de Born, el personaje de, Uhland, «que no necesitan más que la mitad de su espíritu». La inmensa mayoría son débiles mentales justamente a raíz de esa reducción de su energía psíquica. Ahora bien, sobre esta endeblez mental, condicionada por la escisión psíquica, parece descansar también una propiedad, de serias consecuencias, que algunos histéricos presentan: su sugestionabilidad. (Digo «algunos histéricos», pues es indudable que entre los enfermos de esta clase se encuentran también los hombres de más seguro juicio y mayor espíritu crítico.) Por sugestionabilidad no entendemos, básicamente, sino la falta de crítica hacia representaciones y complejos de representación (juicios) que emergen en la conciencia propia o son introducidos en ella desde afuera, por escuchar dichos ajenos o por lecturas. Toda crítica a unas representaciones que acaban de entrar en la conciencia se basa en que ellas, por vía asociativa, despiertan a otras y, entre estas, también a las que les son inconciliables. Así, la resistencia a ellas depende del patrimonio de la conciencia potencial en materia de tales representaciones contrariantes, y su fuerza corresponde a la proporción entre la vivacidad de las representaciones frescas y la de aquellas despertadas desde el recuerdo. Aun en intelectos normales esa proporción es muy variable. Lo que llamamos temperamento intelectual depende en buena parte de esta última. El «sanguíneo», siempre arrobado ante personas y cosas nuevas, obra así porque la intensidad de sus imágenes mnémicas, comparada con la de las impresiones nuevas, es menor que en la persona más calma, «flemática». En estados patológicos, la hipergravitación de representaciones frescas y la falta de resistencia hacia ellas crece en la misma medida en que disminuyen las imágenes mnémicas despertadas, y en que la asociación es más débil y pobre; ya ocurre así en el dormir y el soñar, en la hipnosis, y a raíz de cualquier débito de la energía mental siempre que no sufra menoscabo al mismo tiempo la vivacidad de las representaciones frescas. La psique inconciente, escindida, de la histeria es eminentemente sugestionable a causa de la pobreza y precariedad de su contenido de representación. Pero también parece basarse en esto mismo la sugestionabilidad de la psique conciente de algunos histéricos. Son excitables por su disposición originaria; en ellos, unas representaciones frescas son de gran vivacidad. En cambio, la actividad intelectual genuina, la asociación, está rebajada porque el pensar despierto, debido a la escisión de un «inconciente», dispone sólo de una parte de la energía psíquica. Con ello aminora y muchas veces queda aniquilada su capacidad de resistencia frente a autosugestiones o sugestiones ajenas. Acaso también proceda sólo de esto la sugestionabilidad de su voluntad. En cambio, la sugestionabilidad alucinatoria, que al punto muda en percepción a cualquier representación de una percepción sensorial, requiere, lo mismo que toda alucinación, de un grado anormal de excitabilidad del órgano perceptivo y no se puede derivar de la escisión psíquica solamente. Predisposición originaria; desarrollo de la histeria. En casi todas las etapas de estos estudios he debido admitir que la mayoría de los fenómenos por cuyo entendimiento nos esforzamos pueden descansar también en una peculiaridad innata. Esta se sustrae de cualquier explicación que pretendiera ir más allá de la comprobación de los hechos. Pero como es indudable que la aptitud para adquirir una histeria está ligada a una especificidad de los seres humanos, quizá no carezca de todo valor el intento de definirla con exactitud algo mayor. Antes expuse por qué es inaceptable el punto de vista de Janet, para quien la predisposición a la histeria descansa en una endeblez psíquica innata. El médico de familia que observa a los miembros de hogares histéricos en todos los estadios de edad sin duda se inclinará a buscar esa predisposición más en una demasía que en un defecto. Los adolescentes que luego se volverán histéricos son las más de las veces, antes de contraer la enfermedad, vivaces, dotados, plenos de intereses intelectuales; a menudo es notable la energía de su voluntad. Entre ellos se cuentan aquellas muchachas que se levantan de noche para cultivar en secreto algún estudio que sus padres les han denegado por miedo al esfuerzo excesivo. Por cierto que no poseen con más abundancia que otras personas la capacidad para el juicio prudente. Pero es raro hallar entre ellos una inercia mental estulta y simple, la estupidez. La productividad sobreafluente de su psique indujo a uno de mis amigos a aseverar que los histéricos son las flores de la humanidad, estériles como ellas, pero no menos hermosos que la flor abierta. Su vivacidad, su no descansado ajetreo, su afán de sensaciones y de actividad intelectual, su incapacidad para soportar lo monótono y aburrido, acaso se dejen formular así: son de aquellos seres humanos cuyo sistema nervioso libera en la quietud un exceso de excitación que pide ser aplicada. Durante el desarrollo puberal, y a consecuencia de él, a la superabundancia originaria viene a sumarse aún aquel violento acrecentamiento de la excitación que brota de la sexualidad en despertar, de las glándulas genésicas. Ahora se dispone de un quantum hipertrófico de excitación nerviosa libre para fenómenos patológicos; sin embargo, para que ella emerja en la forma de unas manifestaciones histéricas se requiere, evidentemente, de otra particularidad, específica del individuo. En efecto, la gran mayoría de los hombres vivaces y excitados no por ello se vuelven histéricos. En lo anterior sólo pude designar esa particularidad con estas palabras vagas y de pobre contenido: «excitabilidad anómala del sistema nervioso». Acaso se pueda avanzar un poco y decir que esa anormalidad estriba en que en tales personas la excitación del órgano central puede afluir a los aparatos nerviosos de la sensación, que como norma sólo son asequibles para estímulos periféricos, y a los de los órganos vegetativos, que están aislados del sistema nervioso central por fuertes resistencias. Esta representación de un sobrante de excitación siempre presente y que tiene acceso a los aparatos sensorial, vasomotor y visceral quizá dé cuenta por sí sola de algunos fenómenos patológicos. Tan pronto como en las personas así constituidas la atención se concentra con violencia en una parte del cuerpo, la «facilitación atencional» (Exner [1894, págs. 165 y sígs.]) de los conductores sensoriales correspondientes sobrepasa la medida normal; la excitación libre, flotante, se traslada por así decir hacia esa vía, generándose la hiperalgesia local, causa esta de que todos los dolores, no importa a qué se deban, alcancen una intensidad máxima, y todo padecer se vuelva «temible» e «insoportable». Pero una vez que la cantidad de excitación ha investido una vía sensible, no siempre vuelve a abandonarla, como en el hombre normal; y no sólo persevera, sino que se multiplica por los aflujos de nuevas y nuevas excitaciones. Así, de un trauma articular leve se desarrolla una artralgia; las sensaciones dolorosas de la hinchazón ovárica se convierten en una neuralgia ovárica crónica. Los aparatos nerviosos de la circulación son más asequibles al influjo cerebral que en las personas normales: hay palpitaciones nerviosas, tendencia al síncope, sonrojo y empalidecimiento excesivos, etc. Claro está que los aparatos nerviosos periféricos no son más fácilmente excitables sólo por influjos centrales: también reaccionan a los estímulos adecuados, funcionales, de una manera excesiva y perversa. Las palpitaciones son consecuencia de un esfuerzo moderado tanto como de una emoción del ánimo, y los nervios vasomotores provocan contracción en las arterias («dedos dormidos») sin que medie influjo psíquico alguno. Y así como a un trauma leve sigue la artralgia, secuela de una bronquitis pasajera es un asma nerviosa, y de una indigestión, un algia cardíaca frecuente. De esta manera, nos vemos precisados a admitir que la asequibilidad para sumas de excitación de origen central es sólo un caso especial de la excitabilidad anormal general, por más que sea lo esencial para nuestro tema. Por eso tampoco creo que sea por completo desestimable la vieja «teoría del reflejo» sobre estos síntomas, que sería mejor llamar «nerviosos», si bien pertenecen al cuadro clínico empírico de la histeria. Es muy posible que los vómitos, concomitantes de la dilatación del útero grávido, sean desencadenados como reflejos, dada una excitabilidad anormal, por mínimos estímulos uterinos; quizá puedan provocarlos también las hinchazones alternantes de los ovarios. Tenemos tantas noticias sobre unos efectos lejanos de alteraciones de órgano, sobre tantos raros «puntos conjugados», que no puede desecharse la posibilidad de que una multitud de síntomas nerviosos, que unas veces son de condicionamiento psíquico, sean en otros casos unos lejanos efectos de reflejo. Y aun me atrevo a proponer la herejía, en extremo inmoderna, de que la debilidad motriz de una pierna pudiera no ser de condicionamiento psíquico, sino el reflejo directo producido por una afección genital. Opino que haremos bien en no atribuir validez demasiado exclusiva a nuestras nuevas intelecciones, y en no generalizarlas para todos los casos. Otras formas de excitabilidad sensorial anormal se sustraen de nuestro entendimiento de una manera todavía más completa, como la analgesia general, las áreas anestésicas, el estrechamiento real del campo visual, etc. Es posible, y acaso probable, que ulteriores observaciones demuestren el origen psíquico de uno u otro de estos estigmas, y de este modo expliquen el síntoma; hasta hoy ello no ha sucedido (no me atrevo a generalizar los puntos de apoyo que nos da nuestro historial nº 1 [Anna O.]), y no considero justificado presuponerlo antes que se pruebe esa derivación. En cambio, la mencionada particularidad del sistema nervioso y de la psique parece explicar algunas propiedades harto conocidas de muchos histéricos. El sobrante de excitación que su sistema nervioso libera en estado quiescente condiciona su incapacidad para soportar una vida monótona y el aburrimiento; así también, su afán de sensaciones los pulsiona, tras el estallido de la enfermedad, a interrumpir su monocorde existencia de enfermos con toda clase de «incidentes»: en calidad de tales se ofrecen sobre todo, naturalmente, unos fenómenos patológicos. La autosugestión suele ayudar en esto. Son empujados más y más adelante por su ansia de estar enfermos, ese asombroso rasgo tan propio de la patognomía histérica, como el miedo a la enfermedad lo es de la hipocondría. Conozco a una histérica que se causaba ella misma daños, a menudo serios, y lo hacía sólo para su propio uso, sin que sus allegados ni el médico se enterasen. Consumaba, sola en su dormitorio, toda clase de extravagancias -cuando no algo más grave- sólo para probarse a sí misma que no era normal. Es que tenía un nítido sentimiento de su condición achacosa, no cumplía bien sus deberes, y mediante aquellos actos se creaba una justificación ante sí misma. Otra enferma, una señora que sufre mucho a causa de una escrupulosidad patológica de la conciencia moral, llena además de desconfianza hacia sí misma, siente todo fenómeno histérico como una culpa «porque, con sólo empeñar su voluntad, no lo tendría». Cuando por error declararon que la paresia de sus piernas era una enfermedad espinal, ella lo sintió como una redención; y después, al decírsele que era «sólo nerviosa» y ya le pasaría, eso solo bastó para producirle una grave angustia de la conciencia moral. El afán de estar enferma brota del ansia de la paciente por convencerse a sí misma y a los demás acerca de la realidad objetiva de su dolencia. Y si a ella se suma la pena condicionada por la monotonía que supone para el enfermo estar recluido en su habitación, se desarrolla al máximo la inclinación a tener nuevos y nuevos síntomas. Y cuando esto lleva a la mendacidad y a la efectiva simulación -yo creo que ahora nos excedemos tanto en desautorizar la simulación como antes en aceptarla-, no se debe a la predisposición histérica, sino, como acertadísimamente lo dice Moebius, a la complicación de esta con otras degeneraciones, una inferioridad moral originaria; de este mismo modo nace la «histérica maliciosa» cuando a una persona originariamente excitable, pero pobre de espíritu, viene a sumársele todavía aquella mutilación egoísta del carácter que una dolencia crónica produce con tanta facilidad. Por lo demás, la «histérica maliciosa» difícilmente sea un caso más frecuente que el enfermo maligno en los últimos estadios de una tabes. También en la esfera motriz el sobrante de excitación produce fenómenos patológicos. Los niños así constituidos desarrollan con mucha facilidad movimientos del tipo de los tics, que, al comienzo incitados por alguna sensación en los ojos o el rostro, o por la molestia de una pieza de vestimenta, pronto adquieren permanencia si no se los combate enseguida. Las vías reflejas son «ahondadas» con mucha facilidad y rapidez. Tampoco cabe negar la existencia de un ataque convulsivo puramente motor, independiente de cualquier factor psíquico, en el que sólo se aligeren las masas de excitación acumuladas por sumación, tal y como sucede en el ataque epiléptico con las masas de estímulos condicionadas por alteraciones anatómicas. Esta sería la convulsión histérica no ideógena. Vemos tantos adolescentes excitables, sí, pero sanos, y que sólo contrajeron una histeria durante el desarrollo puberal, que no podemos menos que preguntarnos sí este proceso no crea la predisposición allí donde ella no preexistía. Y en verdad debemos adscribirle algo más que el simple acrecentamiento del quantum de excitación; la maduración genésica afecta al sistema nervioso en su totalidad aumentando dondequiera la excitabilidad y rebajando las resistencias. Es lo que nos enseña la observación de los adolescentes no histéricos, y por eso nos resulta lícito creer que aquella maduración produce la predisposición histérica en la medida en que esta última consista, justamente, en esa propiedad del sistema nervioso. Ya con esto reconocemos a la sexualidad como uno de los grandes componentes de la histeria. Veremos que su participación en ella es todavía mayor y que coopera por los más diversos caminos en la edificación de la enfermedad. Si los estigmas se generan de manera directa en el suelo materno originario de la histeria y no son de origen ideógeno, también es imposible situar a la ideogenia en el centro de la histeria, como hoy a menudo se hace. ¿Qué más genuinamente histérico que los estigmas, esos hallazgos patognomónicos que permiten establecer el diagnóstico? Y sin embargo, no parecen ser ideógenos. Pero si la base de la histeria parece ser una particularidad de todo el sistema nervioso, sobre ella se levanta el complejo de síntomas ideógenos, de condicionamiento psíquico, como un edificio sobre sus fundamentos. Y es un edificio de varios pisos. Del mismo modo como se puede comprender la estructura de un edificio de esta clase distinguiendo los planos de los diversos pisos, yo creo que para comprender la histeria se requiere atender a la variada complicación de las causas de síntoma. Si se la omite y se procura explicar la histeria con empleo de un único nexo causal, restará siempre un gran conjunto de fenómenos inexplicados; es como si se pretendiera incluir los diversos cuartos de un edificio de varios pisos en el plano de uno solo de estos. Lo mismo que los estigmas, toda una serie de otros síntomas nerviosos, como ya hemos visto, no están ocasionados por representaciones, sino que son consecuencias directas de la anomalía fundamental del sistema nervioso: muchas algias, fenómenos vasomotores, acaso el ataque convulsivo puramente motor. Frente a ellos tenemos, en primer lugar, los fenómenos ideógenos que son simplemente conversiones de una excitación afectiva. Nacen como consecuencia de afectos en personas de predisposición histérica, y al comienzo son sólo una «expresión anómala de las emociones» (Oppenheim [1890]) . Esta, por repetición, se convierte en un síntoma histérico real, en apariencia puramente somático, mientras que la representación ocasionadora pasa a ser inadvertida u objeto de la defensa y, por eso, es reprimida {desalojada} de la conciencia. La mayoría, y las más importantes, de las representaciones combatidas por la defensa y convertidas poseen contenido sexual. Forman en buena parte la base de la histeria de pubertad. Las muchachas en crecimiento -de ellas se trata sobre todo- muestran muy diversa conducta frente a las representaciones y sensaciones sexuales que se les cuelan. Unas reaccionan con plena ecuanimidad, y entro estas, algunas ignoran y pasan por alto todo ese ámbito. Otras lo aceptan tal como lo hacen los varones; es la regla entre las muchachas campesinas y trabajadoras. Otras, aun, quedan al acecho, con una curiosidad más o menos perversa, de todo cuanto la conversación y las lecturas les aportan de sexual. Y, por fin, están las naturalezas de gran excitabilidad sexual y fina organización, pero de pureza moral igualmente grande, que sienten todo lo sexual como inconciliable con su contenido ético, como porquería y mancha; estas reprimen {desalojan} la sexualidad afuera de su conciencia; y las representaciones afectivas de ese contenido, causadas por fenómenos somáticos, devienen inconcientes en calidad de combatidas por la «defensa». La inclinación a la defensa frente a lo sexual es reforzada todavía por el hecho de que la excitación sexual tiene en la virgen una mezcla de angustia, el miedo a lo desconocido, vislumbres de lo que vendrá, en tanto que en los varones jóvenes, sanos, naturales, es una pulsión agresiva sin mezcla. La muchacha vislumbra en Eros el temible poder que gobierna y decide su destino, y le provoca angustia. Tanto mayor es, pues, la inclinación a no verlo y a reprimir lo angustiante afuera de la conciencia.