Piaget: primera infancia de los dos a los siete años (La génesis del pensamiento)

En función de estas modificaciones generales de la acción, asistimos
durante la primera infancia a una transformación de la inteligencia

que, de simplemente sensorio-motriz o práctica que era al principio, se
prolonga ahora en pensamiento propiamente dicho, bajo la doble
influencia del lenguaje y de la socialización. El lenguaje, ante todo,
dado que permite al sujeto el relato de sus actos
, le procura a la vez
el poder de reconstruir el pasado, y por consiguiente de evocarlo en
ausencia de los objetos a que se referían las conductas anteriores, y el
de anticipar los actos futuros, aún no ejecutados, hasta sustituirlos a
veces por la sola palabra, sin jamás realizarlos este es el punto de
partida del pensamiento. Pero inmediatamente viene a añadirsele el hecho
de que, cómo el lenguaje conduce a la socialización de los actos,
aquéllos que, gracias a él, dan lugar a actos de pensamiento, no
pertenecen exclusivamente al yo que los engendra y quedan de rondón
situados en un plano de comunicación que decuplica su alcance. En
efecto, el lenguaje propiamente dicho es el vehículo de los conceptos
y las nociones que pertenecen a todo el mundo y que refuerzan el
pensamiento individual con un amplio sistema de pensamiento colectivo.

Y en él es donde queda virtualmente sumergido el niño tan pronto como
maneja la palabra. Pero ocurre con el pensamiento lo que con toda la
conducta en general: en lugar de adaptarse inmediatamente a las
realidades nuevas que descubre y que construye poco a poco, el sujeto
tiene que comenzar con una incorporación laboriosa de los datos a su yo y
a su actividad, y esta asimilación egocéntrica caracteriza los juicios
del pensamiento del niño, así como los de su socialización. Para ser más
exactos, es preciso decir que, de los dos a los siete años, se dan
todas las transiciones entre dos formas extremas de pensamiento,
representadas en cada una de las etapas recorridas en ese período, la
segunda de las cuales va poco a poco imponiéndose a la primera. La
primera de dichas formas es la del pensamiento por mera incorporación o
asimilación
, cuyo egocentrismo excluye por consiguiente toda
objetividad. La segunda es la del pensamiento que se adapta a los demás y
a la realidad, preparando así el pensamiento lógico.
Entre ambas se
hallan comprendidos casi todos los actos del pensamiento infantil, que
oscila entre estas direcciones contrarias. El pensamiento egocéntrico
puro se presenta en esa especie de juego que cabe llamar juego
simbólico. Sabido es que el juego constituye la forma de actividad
inicial de casi toda tendencia, o por lo menos un ejercicio funcional de
esa tendencia que lo activa al margen de su aprendizaje propiamente
dicho y reacciona sobre éste reforzándolo. Puede observarse, pues, ya
mucho antes del lenguaje, un juego de las funciones sensorio-motrices
que es un juego de puro ejercicio, sin intervención del pensamiento ni
de la vida social, ya que no pone en acción más que movimientos y
percepciones. Al nivel de la vida colectiva (de los siete a los doce
años), en cambio, empiezan a aparecer entre los niños juegos con
reglamento, caracterizados por ciertas obligaciones comunes que son las
reglas del juego. Entre ambas formas existe una clase distinta de
juegos, muy característica de la primera infancia, que hace intervenir
el pensamiento, pero un pensamiento individual casi puro, con el mínimo
de elementos colectivos: es el juego simbólico o juego de imaginación y
de mutación. Hay numerosos ejemplos: juego de muñecas, comiditas, etc.,
etc. Es fácil darse cuenta de que dichos juegos simbólicos constituyen
una actividad real del pensamiento, si bien esencialmente egocéntrica,
es más, doblemente egocéntrica. Su función consiste, efectivamente, en
satisfacer al yo merced a una transformación de lo real en función de
los deseos: el niño que juega a muñecas rehace su propia vida, pero
corrigiéndola a su manera, revive todos sus placeres o todos sus
conflictos, pero resolviéndolos y, sobre todo, compensa y completa la
realidad mediante la ficción. En resumen, el juego simbólico no es un
esfuerzo de sumisión del sujeto a lo real, sino, por el contrario, una
asimilación deformadora de lo real al yo
. Por otra parte, incluso cuando
interviene el lenguaje en esta especie de pensamiento imaginativo, son
ante todo la imagen y el símbolo los que constituyen su instrumento.
Ahora bien, el símbolo es también un signo, lo mismo que la palabra o
signo verbal, pero es un signo individual, elaborado por el individuo
sin ayuda de los demás y a menudo sólo por él comprendido, ya que la
imagen se refiere a recuerdos y estados vividos, muchas veces íntimos y
personales. En ese doble sentido, pues, el juego simbólico constituye el
polo egocéntrico del pensamiento: puede decirse incluso que es el
pensamiento egocéntrico casi en estado puro, sobrepasado todo lo más por
el ensueño y por los sueños. En el extremo opuesto, se halla la forma
de pensamiento más adaptada a lo real que puede conocer la pequeña
infancia, es decir, lo que podríamos llamar el pensamiento intuitivo: se
trata en cierto modo de la experiencia y la coordinación
sensorio-motrices propiamente dichas, aunque reconstruidas o anticipadas
merced a la representación. Volveremos sobre ello (en C), ya que la intuición es en cierto sentido la lógica de la primera infancia.
Entre
estas dos formas extremas, encontramos una forma de pensamiento
simplemente verbal, más seria que el juego, si bien más alejada de lo
real que la intuición misma. Es el pensamiento corriente en el niño de
dos a siete años, y es interesante observar hasta qué punto, de hecho,
constituye una prolongación de los mecanismos de asimilación y la
construcción de la realidad, propios del período preverbal. Para saber
cómo piensa espontáneamente el niño pequeño, no hay método tan
instructivo como el de inventariar y analizar las preguntas que hace, a
veces profusamente, casi siempre que habla. Las preguntas más primitivas
tienden simplemente a saber "dónde" se hallan los objetos deseados y
cómo se llaman las cosas poco conocidas: "¿Esto qué es?" Pero a partir
de los tres años, y a veces antes, aparece una forma esencial de
preguntar que se multiplica hasta aproximadamente los siete años: los
famosos "por que de los pequeños, a los que tanto cuesta a veces al
adulto responder. ¿Cuál es su sentido general? La palabra "por qué"
puede tener para el adulto dos significados netamente distintos: la
finalidad ("¿por qué toma usted este camino?" O la causa eficiente
("¿por qué caen los cuerpos?". Todo parece indicar, en cambio, que los
"por qué" de la primera infancia presentan una significación
indiferenciada, a mitad de camino entre la finalidad y la causa, aunque
siempre implican las dos cosas a la vez. "¿Por qué rueda?", pregunta,
por ejemplo, un chico de seis años a la persona que se ocupa de él: y
señala una bola que, en una terraza ligeramente inclinada, se dirige
hacia la persona que se halla al final de la pendiente; entonces se le
responde: "Porque hay una pendiente", lo cual es una respuesta
únicamente causal, pero el niño, no satisfecho con esta explicación,
añade una segunda pregunta: "¿Y sabe que tú estás ahí abajo?" No cabe
duda de que no hay que tomar al pie de la letra esta reacción:el niño no
presta seguramente conciencia humana alguna a la bola, y aunque existe,
como tendremos ocasión de ver, una especie de "animismo" infantil, no
puede interpretarse esta frase con un sentido tan burdamente
antropomórfico. Sin embargo, la explicación mecánica no ha satisfecho al
niño, porque él se imagina el movimiento como necesariamente orientado
hacia un fin y, por lo tanto, como confusamente intencional y dirigido:
por consiguiente, lo que quería conocer el niño era, a la vez, la causa y
la finalidad del movimiento de la bola, y por ello este ejemplo es tan
representativo de los "por qué" iniciales. Es más, una de las razones
que hacen que a menudo los "por que’ infantiles sean tan difíciles de
interpretar para la conciencia adulta, y que explican nuestras
dificultades para responder satisfactoriamente a los pequeños que
esperan de nosotros la luz, es que una fracción importante de ese tipo
de preguntas se refiere a fenómenos o acontecimientos que no comportan
precisamente ningún "por qué", puesto que son fortuitos. Así es cómo el
mismo niño de seis años cuya reacción ante el movimiento acabamos de
ver, se sorprende de que haya encima de Ginebra dos Salève, siendo
así que no hay dos Cervin encima de Zermatt: "¿Por qué hay dos Saléve?"
Otro día, pregunta: "¿Por qué el lago de Ginebra no llega hasta Berna?"
No sabiendo cómo interpretar estas extrañas cuestiones, hemos preguntado
a otros niños de la misma edad qué hubieran respondido ellos a su
compañero.
La respuesta, para los pequeños, fue cosa sencillisima:
Hay un Gran Saléve para las grandes excursiones y las personas mayores y
un Pequeño Saléve para los pequeños paseos y para los niños, y si el
lago de Ginebra no llega hasta Berna, es porque cada ciudad debe tener
su lago. Dicho de otro modo, no existe el azar en la naturaleza, ya que
todo está "hecho para" los hombres y los niños, según un plan
establecido y sabio cuyo centro es el ser humano. El "por qué" se
propone averiguar, pues, la "razón de ser" de las cosas, es decir, una
razón a la vez causal y finalista, y precisamente porque hay que tener
una razón para cada cosa, el niño tropieza con los fenómenos fortuitos y hace preguntas a su respecto.
En una palabra, el análisis de cómo el niño pequeño hace las preguntas
demuestra ya claramente el carácter todavía egocéntrico de su
pensamiento, en este nuevo terreno de la representación misma del mundo,
por oposición al de la organización del universo práctico: todo se
desarrolla, pues, como si los esquemas prácticos fuesen transferidos al
nuevo plano y se prolongaran, no sólo en forma de finalismo, como
acabamos de ver, sino también en las formas siguientes. El animismo
infantil es la tendencia a concebir las cosas como vivas y dotadas de
intenciones. Es vivo, al principio, todo objeto que ejerce una
actividad, siendo ésta esencialmente relativa a la utilidad para el
hombre: la lámpara que alumbra, el hornillo que calienta, la luna que
brilla. Más tarde, la vida está reservada a los móviles y, por ultimo, a
los cuerpos que parecen moverse por sí mismos como los astros y el
viento. A la vida está ligada, por otra parte, la consciencia, no una
consciencia idéntica a la de los hombres, pero sí el mínimo de saber y
de intencionalidad necesarios a las cosas para llevar a cabo sus
acciones y, sobre todo, para moverse o dirigirse hacia los objetivos que
tienen asignados. Así, por ejemplo, las nubes saben que avanzan, porque
traen la lluvia y principalmente la noche (la noche es una gran nube
negra que cubre todo el cielo cuando llega la hora de acostarse). Más
tarde, sólo el movimiento espontáneo está dotado de consciencia. Por
ejemplo, las nubes no saben ya nada "porque el viento las lleva", pero,
por lo que al viento se refiere, hay que precisar: no sabe nada como
nosotros "porque no es una persona", ¡pero "sabe que sopla, porque él es
quien sopla! Los astros son particularmente inteligentes: la luna nos
sigue durante nuestros paseos y vuelve atrás cuando emprendemos el
camino de regreso. Un sordomudo, estudiado por W. James, pensaba incluso
que la luna lo denunciaba cuando robaba algo por la noche, y llegó en
sus reflexiones hasta a preguntarse si no tendrían relación con su
propia madre, muerta poco antes. En Cuanto a los niños normales, casi
todos se creen acompañados por ella, y este egocentrismo les impide
pensar en lo que haría la luna en presencia de paseantes que avanzaran
en sentido contrario uno de otro: después de los siete años, por el
contrario, esta pregunta basta para llevarles a la opinión de que los
movimientos de la luna son sólo aparentes cuando su disco nos sigue. Es
evidente que semejante animismo resulta de una asimilación de las cosas a
la propia actividad, al igual que el finalismo que hemos visto más
arriba. Pero así como el egocentrismo sensorio-motor del lactante
resulta de una indiferenciación entre el yo y el mundo exterior, y no de
una hipertrofia narcisista de la conciencia del yo, así también el
animismo y el finalismo expresan una confusión o indisociación entre el
mundo interior o subjetivo y el universo físico, y no una primacía de la
realidad psíquica interna. En efecto, si el niño pequeño anima los
cuerpos inertes, materializa en cambio la vida del alma: el pensamiento
es para él una voz, la voz que está en la boca o "una vocecilla que está
detrás", y esa voz es "viento" (cf. los términos antiguos de "anima",
"psyche", "ruach", etc.). Los sueños son imágenes, en general algo
inquietantes, que envían las luces nocturnas (‘a luna, los faroles) o el
aire mismo, y que llenan la habitación. O, más tarde, son concebidos
como algo procedente de nosotros, pero siguen siendo imágenes, que están
en nuestra cabeza cuando estamos despiertos y que salen de ella para
posarse encima de la cama o en la habitación tan pronto como nos
dormimos. Cuando uno se ve a sí mismo en sueños, es que se desdobla: uno
está en la cama, mirando el sueño, pero también está "en el sueño", a
titulo de doble inmaterial o de imagen. No creemos, por nuestra parte,
que estas conciencias entre el pensamiento infantil y el pensamiento
primitivo (más adelante habremos de ver el parecido con la física
griega) se deban a ningún tipo de herencia: la permanencia de las leyes
del desarrollo mental basta para explicar estas coincidencias, y como
todos los hombres, incluidos los "primitivos", han empezado por ser
niños, el pensamiento del niño precede al de nuestros más lejanos
antepasados tanto como al nuestro. Con el finalismo y el asimismo cabe
relacionar el artificialismo o creencia de que las cosas han sido
construidas por el hombre, o por una actividad divina análoga a la forma
de fabricación humana. Esto en nada contradice al asimismo, en la mente
de los pequeños, ya que, según ellos, los bebés mismos son, a la vez,
algo construido y perfectamente vivo. Todo el universo está hecho de
esta forma: las montañas "crecen" porque se han plantado las piedras
después de fabricarlas; los lagos han sido excavados y, hasta muy tarde,
el niño se imagina que las ciudades han existido antes que sus lagos,
etc., etc.
Por último, toda la causalidad, que se desarrolla durante
la primera infancia, participa de esos mismos caracteres de
indiferenciación entre lo psíquico y lo físico y de egocentrismo
intelectual. Las leyes naturales accesibles al niño se confunden con las
leyes morales y el determinismo con la obligación: los barcos flotan
porque tienen que flotar, y la luna no alumbra más que por la noche
"porque no es ella quien manda". El movimiento es concebido como un
estado transitorio que tiende hacia una meta que le pone fin: los
torrentes fluyen porque tienen impulso para ir a los lagos, pero ese
impulso no les permite volver a subir a la montaña. La noción de fuerza,
en particular, da lugar a curiosas observaciones: activa y sustancial,
es decir, ligada a cada cuerpo e intransmisible, explica, como en la
física de Aristóteles, el movimiento de los cuerpos por la unión de un
disparador externo y de una fuerza interior, ambos necesarios: por
ejemplo, las nubes las lleva el viento, pero ellas mismas hacen viento
al avanzar. Esta explicación, que recuerda el famoso esquema
peripatético del movimiento de los proyectiles, la extiende el niño
también a estos últimos: si una pelota no cae en seguida al suelo cuando
una mano la tira, es que se la ha llevado el viento que hace la mano al
desplazarse y también el que la propia pelota hace refluir tras sí al
moverse. Así también el agua de los arroyos es movida por el impulso que
toman en contacto con los guijarros por encima de los cuales tiene que
pasar, etc. Podemos ver, en suma, hasta qué punto son coherentes entre
sí dentro de su prelogismo las diversas manifestaciones de este
pensamiento incipiente. Consisten todas ellas en una asimilación
deformadora de la realidad a la actividad propia: los movimientos están
dirigidos hacia un objetivo, porque los movimientos propios así están
orientados; la fuerza es activa y sustancial porque así es la fuerza
muscular; la realidad
es animada y viva, las leyes naturales se equiparan a la obediencia, en una palabra, todo está calcado sobre el modelo del yo
.
Estos
esquemas de asimilación egocéntrica, a los cuales se da rienda suelta
en el juego simbólico y que dominan todavía hasta tal extremo el
pensamiento verbal, ¿no son, sin embargo, susceptibles de acomodaciones
más precisas en ciertas situaciones experimentales? Esto es lo que vamos
a ver ahora a propósito del desarrollo de los mecanismos intuitivos.